Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 1: El ladrón nigromante

17 El pozo

Cuando desperté, lo primero que me impactó fue el calor sofocante, como si me hubiesen puesto en un horno. Oí respiraciones, murmullos y un ataque de tos. Y al fin sentí un dolor punzante en el brazo izquierdo. Parecía que me lo hubiesen roto. Abrí los ojos. Y me quedé largo rato mirando las estalactitas que colgaban del techo rocoso. Una energía extraña flotaba en el aire y me envolvía como un manto aturdidor.

Finalmente, me enderecé y parpadeé, medio desfallecido, con la impresión de haber bajado unas escaleras rodando. Me dolía todo. Alguien me había quitado la camisa y pude ver claramente las marcas de los golpes. Pocas dudas me quedaron sobre quién sería el autor de esa barbarie: sólo podía ser Warok. Bueno, al menos me había dejado con vida… ¿verdad?

Mis ojos se extraviaron a mi alrededor. Estaba en una caverna. Había torrezuelas de roca que subían y otras que bajaban. Yo me encontraba en una especie de plataforma de madera y, junto a mí, había gente. Todos eran niños, de más o menos edad. Eran una veintena y la mayoría dormía. Curiosamente, en la caverna, reinaba una luz tenue que parecía venir de… Ladeé la cabeza. ¿Otra caverna?

Una sombra me tapó la vista y alcé lentamente los ojos hacia un rostro humano y sonriente. Le faltaba un diente.

«Bienvenido al Pozo, shur,» me dijo. Y, como yo lo miraba, aturdido, añadió: «Salú.»

Hice un suave gesto de cabeza, atontado.

«Salú.»

El muchacho sonrió más anchamente.

«Pareces más despierto que otros. ¿Cómo te llamas?»

Me froté el rostro. ¿Por qué me sentía tan cansado? Contesté:

«Draen.»

«¿Draen a secas?»

«Draen el Espabilao.»

«Ah,» sonrió el muchacho. «Yo me llamo Rogan. Rogan el Sacerdote. Si no te importa, me quedo con tu camisa. Me está un poco estrecha, pero la que tenía estaba en vías de retornar al mundo de los espíritus.»

Vi que señalaba unos andrajos donde un simple trapo hubiera tenido más consistencia y me encogí de hombros. Mi camisa era la menor de mis preocupaciones. Total, en aquella caverna hacía un calor de muerte.

«Te han dado una buena tunda,» añadió Rogan.

Resoplé y confesé:

«Me duele todo.»

«Y no me extraña. Esos tipos son unos descerebraos.» Realizó un gesto elocuente con el índice sobre la sien. «Cuanto más los molestas, más te pegan. Por fortuna, aquí, ninguno se atreve a quedarse por culpa de la espuma blanca. Recogen las perlas, nos dan comida y se largan.»

Seguí la dirección de su mirada y alcancé a ver una gran reja de robustos barrotes. Más allá, estaba todo oscuro. Rogan se agachó junto a mí.

«¿Qué edad tienes, shur?»

«Casi once,» contesté.

Rogan enarcó una ceja.

«¿En serio? Te habría echado nueve.»

Puse los ojos en blanco y me acurruqué, posando la frente sobre mis rodillas. Me sentía fatal. Una mano me palmeó el hombro e hice una mueca de dolor.

«Wops. Perdón, shur,» me dijo Rogan. «Quería decirte que no te preocupes. Es normal que te sientas destrozado: nos pasa a todos al principio. Es esta caverna que está hechizada por la espuma, como digo. Luego, te vas acostumbrando. La cosa va así: te quedas los dos primeros días mirando, luego durante otros dos días sacas una perla, luego dos durante cinco días y, al cabo, como todo espíritu, a sacar tres perlas diarias cuando suena el ¡bong!»

Alcé los ojos, lo miré y, pensando de pronto en algo, giré la cabeza hacia los demás, buscando a Yerris.

«¿Dónde está Yerris?» dejé escapar.

Rogan me miró con sorpresa.

«¿Yerris? ¿Quién es Yerris?»

Me levanté torpemente y, bajo los ojos exhaustos de los guakos despiertos, caminé con mis pies desnudos sobre la plataforma. Los miré a todos. Y al cabo una tremenda decepción me invadió. Yerris no estaba ahí.

«Lo han matado,» farfullé.

Rogan se había acercado con tiento, inquieto.

«¿Te pillaron con un amigo?» inquirió.

Meneé la cabeza.

«No. Al Gato Negro lo pillaron hace mucho tiempo.»

Rogan puso cara de comprensión.

«¡Ah! Tú hablas del Gato Negro, el Vagabundo Misterioso. ¿Pero será cierto que tú eres amigo suyo? Esa sí que es una novedad. Ese Gato anda siempre buscando quién sabe qué en la espuma blanca. Se pasa horas caminando por el infierno como si no le afectara. Siempre pensamos que se ha muerto y siempre vuelve. ¡Caray!» exclamó al verme tambalearme. Me agarró y me ayudó a tumbarme. «Así, así, no te vayas a caer desmayado de pie, ¿eh? Anda, deja de pensar y duerme. Pronto llegará la comida.»

Meneé la cabeza y murmuré con profundo alivio:

«Yerris está vivo.»

Dejé escapar un largo suspiro. Yerris, el Gato Negro, el músico de la armónica, mi mentor callejero, ¡estaba vivo! Sonreí y, por un momento, giré mi atención hacia la energía que vibraba a mi alrededor. Tuve una iluminación y, de golpe, entendí de dónde venía esa sensación de agotamiento como si estuviera una sanguijuela vaciándome de mi sangre. La culpa la tenía la energía de aquella caverna, que absorbía poco a poco mi jaipú. Sin grandes dificultades, convertí una pizca de morjás en energía interna y me sentí revivir.

Volví a sentarme.

«Serás cabezota,» resopló Rogan.

Me rasqué la cabeza y me fijé en que también me habían quitado la gorra. Bah. De nada me servía donde estaba, de todas formas. Me giré hacia Rogan, quien me observaba con una mueca entre meditativa y distraída.

«¿Desde cuándo estás aquí metido?» le pregunté.

Rogan resopló.

«Espíritus, menuda pregunta… Pues creo que veintiocho bongs. O sea, probablemente, veintiocho días. La mayoría de los que duermen son novatos,» añadió, haciendo un gesto vago hacia los guakos tumbados en las tablas. «¿Sabes? De momento, creo que eres el único al que veo levantarse y quedarse con los ojos abiertos tanto tiempo después de su primer despertar. ¿No tendrás sangre de dragón en las venas?»

Esbocé una sonrisa.

«Pues a saber. ¿Qué es eso de las perlas?»

Rogan me miró con cara pensativa y, entonces, se levantó.

«Sígueme y verás.»

Lo seguí hasta el final de la caverna, hacia otra no mucho más grande de donde provenía toda la luz que iluminaba la primera. Era una luz cegadora, blanca y sobrenatural. Estornudé y, tras parpadear un rato, logré divisar la espuma de la que había hablado Rogan. A unos escasos metros de mí, se abría un túnel inundado de luz. Y a mi izquierda había otro y un tercero más allá…

«Parece leche, ¿a que sí?» dijo Rogan. «Es como si estuviéramos en los Túneles de la Luz. Lo único que, en vez de Espíritus de Luz, nosotros somos guakos condenados a ser explotados hasta la muerte por nuestros cazadores. Sacamos perlas de esos túneles y se las damos a nuestros captores. Ojalá estos se pudran y sus espíritus queden encadenados al vacío por siempre,» declamó.

La energía absorbedora, ahí, era todavía más densa y un miedo intenso me invadió cuando me di cuenta de que se llevaba mi jaipú a grandes zarpazos. Retrocedí hasta la boca de la otra caverna y entonces grazné:

«Es horrible.»

Rogan se encogió de hombros.

«Te acostumbrarás, shur. Hasta al calor uno se acostumbra. Y yo me digo: ¡ojalá me hubieran pillado a principios de invierno!» bromeó. Sacudió la cabeza, se hizo de nuevo más serio y me guió de regreso a la plataforma, diciendo: «Aquí hace más calor que cuando tienes el fuego de la chimenea ardiendo debajo de ti. Y lo digo por experiencia. ¿Sabes que una vez a poco más ardí en llamas en una chimenea?»

Lo miré, incrédulo.

«¿En serio?»

«En serio y en drionsano.» Se detuvo a medio camino para contarme: «Fui niño de la Caridad en el templo. Y fui deshollinador. Casi morí de asfixia varias veces, te lo juro. Entonces, mi amo murió. El nuevo era un rácano de seis pares de narices, ¡me tenía muerto de hambre!» Con cara seriosísima, añadió: «Una noche, recibí la visita de mis ancestros. Me dijeron ¡qué, Rogan! Tú que eres tan erudito e inteligente, ¿vas a dejar que ese glotón se empache mientras tú te mueres de hambre? Ya puedes imaginar mi susto cuando los vi aparecer ante mí, porque ni siquiera conozco a mis ancestros, pero ellos me encontraron a mí, ¡infiel el que no me crea! y bien nítidos que los veía, te lo juro,» aseguró. Yo lo miraba sonriente, a la vez divertido y fascinado por su historia. El Sacerdote alzó ambas manos concluyendo: «Seguí el consejo, claro: ¿cómo iba a llevarles la contraria a mis ancestros? Entonces, ahorqué los hábitos, huí a los Gatos y cambié de profesión.»

No especificó cuál, pero la adiviné de todas formas. La vida diaria del guako era un: manga o baila, sacia el hambre y no te dejes trincar. Una profesión movida a la que aspiraban niños de todo carácter y aspecto, aunque desde luego aquel Sacerdote era un guako peculiar.

Me fijé en el silencio y entendí que él esperaba que yo hablara y, tal vez, que le devolviera la confianza y dijera algo de mí. Vacilé y al fin dije:

«Yo vengo del valle. Del valle de Evon-Sil. Pero hace un año que estoy en Éstergat.»

Se le puso cara soñadora al deshollinador.

«Vaya. A mí siempre me gustó la idea de salir de este estercolero y vivir aventuras en las montañas. Dicen que los anacoretas se marchaban al valle para comunicar con los Espíritus del Sol. Eso me dijo un sacerdote, aunque él estaba lejos de convertirse en un anacoreta,» rió, haciendo gestos como para sujetar una enorme barriga. Suspiró. «Dichosos los que, al rendir culto a los espíritus, alimentan el cuerpo a la vez que el alma. Yo bien que les rindo culto, y no me dan ni un bocado. ¡Por algo será! Un día, un carcelero del Clavel me dijo: los guakos como tú, miserable, los desheredados sin ancestros ni apellido, mejor estáis espiritados, que no vivos, porque cuando sois espíritus ayudáis a los desdichados y, en cambio, cuando estáis vivos, sois una lacra para la sociedad, ¡peor que los chinches y las pulgas!» clamó, agitando un índice acusador. Y volvió a suspirar. «Buaj. Pues bien contento estaría ahora el carcelero si me viera en el infierno.» Marcó una pausa reflexiva y declaró cambiando de tono: «Voy a ir a beber. ¿Tienes sed?»

«Rabiosamente, y mucha,» afirmé.

«Pues entonces calca el paso.»

Lo seguí hasta lo que resultó ser una pequeña fuente natural llena de agua caliente. De ahí venía la bruma cálida que flotaba en el aire. Bebí largamente. Tenía la impresión de estar sudando a mares en aquella caverna de fuego.

«Estamos metidos dentro de la Roca, ¿no?» pregunté.

Rogan se había instalado sobre el bordecillo y contemplaba con expresión ensimismada el techo con las estalactitas. Lo oí inspirar y espirar lentamente mientras asentía.

«Eso parece. A menos que nos hayan metido directamente en los infiernos y pensemos que estamos vivos cuando en realidad estamos muertos.»

Su respuesta me arrancó una mueca porque no sonaba particularmente optimista. Volví a sentarme en la plataforma, tan lejos como pude de la boca de la otra caverna y me pasé largo rato estudiando las paredes, como si esperase encontrar alguna puerta secreta. Acabé por resignarme y me dediqué a hablar con Rogan de cosas que no tenían nada que ver con nuestra actual situación. Él no paraba de contar sus increíbles aventuras, de las cuales, me daba a mí, gran parte no debía de encerrar mucha verdad, aunque poco me importaba. Como buen niño criado por los sacerdotes, soltaba versículos religiosos a montones, convirtiendo las experiencias más banales en hazañas heroicas, dignas, casi, de ser santificadas y recordadas por los músicos más respetables. Incluso me reprendió cuando solté una blasfemia sin darme cuenta. Al parecer, decir «por los Espíritus Condenados» estaba mal. Pues vaya.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que mis reservas energéticas se agotaron tanto que dejé de contestarle a Rogan y medio me desmayé, conciliando un sueño muy profundo. Desperté cuando una mano me sacudió y, al abrir los párpados, me encontré con los ojos azules y el rostro negro de Yerris. Mi mente estaba completamente abotagada.

«Levántate,» me dijo.

Su voz me alcanzó como si llegara del fondo de un abismo. Yerris me ayudó a levantarme y a acercarme con toda la tropa de niños a la reja. Una silueta iba repartiendo panecillos. Con una mano temblorosa, agarré el que me tendía y retrocedí, mareado. Ya no me dolía tanto el brazo, pero de todas formas los golpes de Warok no eran lo que más me afectaba en ese momento.

«Come,» me dijo el Gato Negro. «Te dará fuerzas.»

Lo miré y lo vi más flaco que antaño. Había crecido, aunque por ser semi-gnomo, dudaba de que fuera a crecer mucho más. Su ropa, como las de todos, estaba desgarrada en un montón de sitios y su expresión tan grave… me dio un escalofrío.

Le arranqué un bocado al pan y vi al Gato Negro ensombrecerse aún más si era posible. Se sentó en el borde de la plataforma y lo imité mientras seguía masticando. Lo que decía era cierto: cuanto más tragaba, más me daba la impresión de que mi energía interna volvía revivir. Es más, incluso parecía que la energía de la caverna dejaba de parasitarme tanto. Curioso. Ambos estábamos acabando nuestros panecillos cuando Yerris dejó de pronto escapar:

«¿Cómo fiambres te han atrapado?»

Su voz sonaba casi acusadora. Acabé mi último bocado antes de contestar:

«Andaba buscándote.»

Yerris me echó una mirada alterada.

«¿Me buscabas? ¿A mí?»

Asentí.

«Hace unas semanas, Sla me dijo que habías desaparecido. Te busqué y…»

«¿Pero no te dijo por qué?» resopló Yerris en un murmullo nervioso. «¿No te dijo que los Daganegras me desheredaron por traidor?»

Volví a asentir y, con la punta de la lengua, atrapé una miga que se había quedado pegada en un diente. Tragué y respondí:

«Sí, sí, me lo dijo. Pero ella también opina que tú no eres ningún traidor.»

Yerris se quedó suspenso y realizó una mueca extraña.

«¿De verdad?» murmuró. Meneó la cabeza. «Pues no es cierto, shur. Soy un traidor de la peor calaña. Te traicioné a ti, a Rolg, a mi mentor, al tuyo, a Korther… E incluso a Sla. Era… lo que se suponía que tenía que hacer, ¿entiendes? Me crié entre los Ojisarios. El Bravo Negro me enseñó a espiaros. Él me daba dinero. Yo… os vendí a todos. Y la mayor tontería que hice fue decírselo todo a Alvon. Le pedí ayuda. Fui estúpido. Lo único que conseguí fue… que todos me desheredaran.»

Se encogió de hombros con el rostro sombrío. Lo miré, sobrecogido. Su voz había cambiado, así como su manera de hablar, más pausada y más madura, como si hubiera envejecido cincuenta años en unas pocas lunas. Se frotó la frente, añadiendo:

«Lo siento, shur. Pero no deberías haber venido a buscarme.»

Hice una mueca testaruda y le respondí como bien hubiera podido responder el pasota de Dil:

«Me da igual. He venido y punto. El Bravo Negro igual te enseñó a espiarnos, pero tú me enseñaste a sobrevivir en la ciudad. Así que te debo una. Y voy a sacaros de aquí a todos.»

Un destello burlón nació en los ojos de Yerris.

«Impresionante, shur. Ahora, por favor, aterriza sobre la tierra y abre los ojos: estás metido en una caverna, en el corazón de la Roca, en una antigua mina de salbrónix revivida y rehabilitada por el Bravo Negro. La única salida es esa reja. Y está hecha de acero negro. Ni mil limas valdrían para romper un barrote. Esta es la realidad. Bienvenido al Pozo, shur.»

Se levantó bruscamente y se alejó bajo mi mirada asombrada. Diablos cómo había cambiado. Bueno, se entendía que no estuviera de buen humor, pero así y todo… Parecía casi tan trágico como Miroki Fal.

«No es como lo recordabas, ¿eh?»

Me giré y vi a Rogan acercarse, masticando enérgicamente el último bocado de su pan.

«¿Qué tal andas?» añadió.

«Mejor,» aseguré. «Mucho mejor. ¿Qué le ponen al pan?»

Rogan hizo una mueca.

«Eso pregúntaselo al Gato Negro. Él lo sabe todo. Dice que es un elixir de fuerzas. Pero, entre nosotros, por cómo se le pone la cara cada vez que llega la comida, diría que tan buena no es.» Se encogió de hombros y anunció: «Bueno, tiempo de ir a pescar.»

Me levanté para seguirlo con los demás hacia la otra caverna y le pregunté con curiosidad:

«¿Qué son esas perlas que pescáis?»

«Perlas negras. El Gato Negro dice que son perlas de salbrónix. Algo muy valioso. Pero para lo que nos sirven a nosotros, bien podrían ser piedras de río. Lo malo es que son más difíciles de atrapar que las de río: están metidas en agujeros y menudos agujeros. Estrechos como goteras y peligrosos como zarpas.» Me enseñó su mano derecha. Estaba llena de cicatrices y rasguños. «La roca corta como una navaja. ¿Escalofriante, eh? Y también se encuentran cosas por el suelo, pero no las ves, porque ahí adentro está todo iluminado y no se ve nada. Algunas cosas hasta parecen moverse y hacen… ¡buh!»

Di un respingo y noté que varios se carcajeaban por lo bajo. Ahora, los guakos parecían más espabilados que hacía unas horas. Los oí hablar entre ellos mientras se metían en la espuma blanca. Tal vez fueran muchos de ellos novatos, pero la energía no parecía afectarlos tanto como a mí. Se alejaron. Pronto tan sólo conseguí divisar puntos más oscuros y acabé por perderlos de vista por culpa de la luz y las curvas que daban los túneles.

Solo, en la caverna, me agaché junto a la boca de uno de los túneles. La espuma cubría todas las paredes, incluido el techo, y era difícil adivinar dónde acababa la luz y dónde empezaba la roca: mayormente, no se veía más que la luz. Sentía claramente su energía tantearme, como buscando una brecha para volver a desangrarme. No era muy reconfortante saber que ni aun alejándome todo lo posible de aquel producto blanco podía escapar totalmente de sus efectos. Tras pensarlo un poco, tendí la mano derecha y toqué la espuma. Era cálida, pero no ardiente; una energía pura y salvaje, tan natural como el morjás de un hueso, pero peligrosa… Mi mano esquelética notaba el peligro con nitidez.

Retrocedí y regresé a la plataforma. Curiosamente, ahí la energía atacaba menos, tal vez fuera gracias a la madera, no lo sabía. En cualquier caso, me pasé ahí un buen rato tumbado, examinando la energía y pensando en cosas varias, hasta que me levanté y decidí acercarme a la reja. Esta se encontraba al lado opuesto de la caverna de espuma blanca, metida entre unas columnas de roca por las que se deslizaban regueros de agua. Medía menos de dos metros de ancho.

Con la mano derecha, toqué el acero negro y constaté que no había ahí ninguna alarma. Los barrotes eran tan firmes que probablemente los Ojisarios no habrían ni pensado en la posibilidad de que pudiéramos romperlos o forzar la cerradura. Por pura rutina, examiné esta última con un sortilegio perceptista hasta que mi atención se girase hacia la cadena con candado que mantenía la reja doblemente cerrada. También me fijé en las marcas sobre la roca, del otro lado de una columna, como si alguien hubiera estado dando golpes con algo repetidamente hasta darse cuenta de que el esfuerzo era inútil. Entorné los ojos para tratar de ver algo en el túnel y no vi nada. Con una súbita idea, emití luz armónica y traté de arrojarla, pero mi sortilegio se deshilachó al de unos metros. Suspiré y, terminada mi investigación, volví a la plataforma.

Cuando mis nuevos compañeros regresaron con las perlas de salbrónix, lo hicieron arrastrando los pies y presentando un aspecto penoso. Dejaron uno a uno las perlas en un cuenco. Algunos llegaban chupándose las heridas; otros se contentaron con subir a la plataforma y caer dormidos tan pesadamente como sacos de avellanas. Y pensar que dentro de dos bongs me uniría a ellos para la pesca…

Perlas de salbrónix, pensé súbitamente, acercándome al cuenco para mirarlas. ¿No había dicho Korther que las canicas negras que había robado aquella noche en que me había atacado la Fría eran perlas de salbrónix? Curioso, tendí una mano hacia el cuenco y… de pronto un guako mayor que yo me dio un manotazo.

«No toques, shur.»

Retrocedí un poco y vi al guako tumbarse y observarme con los ojos entrecerrados antes de que los párpados se le cerraran del todo.

Rogan fue uno de los últimos en aparecer y lo vi algo más enérgico que los demás. Él ya llevaba ahí una luna y, como decía, se había acostumbrado. Me dedicó una sonrisa distraída, se detuvo ante la plataforma y contó las cabezas en voz alta: uno, dos, tres… contó hasta veintidós. Pareció satisfecho. Entonces fue a recoger el cuenco y, tras contar las perlas, lo transportó hasta la reja. Y, así, retornó a la plataforma bostezando, pasó por encima de los cuerpos tumbados y vino a instalarse junto a mí.

«Y un nuevo día que se acaba, shur,» pronunció.

Posó la cabeza sobre la madera y, bostezando de nuevo largamente, cerró los ojos. Tras unos segundos de silencio, solté:

«Sacerdote. ¿Estás despierto?»

«Mm,» dijo él.

«¿Dónde está el Gato Negro?» pregunté.

Rogan abrió un ojo y resopló suavemente.

«Vagabundeando en el infierno, como siempre,» contestó.

Fruncí el ceño, pensativo. No me creía que Yerris pudiera estar todavía pescando perlas. Entonces, ¿qué podía estar haciendo en esa espuma parásita? Decidí esperar a su llegada y preguntárselo. Sin embargo, el tiempo pasaba, mis fuerzas medraban y Yerris no venía. Acabé por sumirme en un sueño exhausto y, cuando desperté al oír por primera vez el ¡bong! metálico, el hambre me llevó directo a la reja con los demás niños. Detrás de esta, se acercaba un hombre con un gran saco. Iba embozado, así que no le vi el rostro.

«¡Buenos días, pequeños! ¿Qué tal estáis?» dijo.

Los guakos le contestaron con más o menos ánimo, algunos diciendo que bien, otros diciendo que tenían hambre.

«Ahora vienen los panes, hijos míos, ahora vienen,» respondió.

Con tranquilidad, bajo nuestras miradas, recogió las perlas, las contó, las guardó en un saquito colgado a su cinturón y, al fin, uno a uno, fue repartiendo los panes.

«¡Me he rajao la mano, señor!» informó uno de los niños.

El Ojisario le cogió la mano, le echó una ojeada y suspiró.

«Hay que tener más cuidado, muchacho. Espera a que acabe con los panes y te vendo la mano, ¿eh?»

En un momento, como vio a un guako empujar a otro para acercarse antes, chasqueó la lengua.

«¡Tst! En orden, pequeños, en orden.»

Una vez que todo el mundo tuvo su parte, se dedicó a vendarle la mano al niño herido mientras los demás mirábamos y masticábamos nuestra comida. Silbando una melodía alegre, pasó un producto amarillo sobre la herida y enrolló la venda interrumpiéndose a veces para preguntar cosas y bromear. Acababa de contar un chiste tonto sobre uno que podaba un árbol y se daba cuenta de que estaba sentado en la rama, del mal lado, y ¡zapa! se caía. Más de un guako se carcajeó y, pese a mí, sonreí.

«¿Y el nuevo, dónde está?» inquirió el Ojisario. Sentí a los guakos girarse y sus miradas posarse sobre mí. «¿Eres tú, verdad? Acerca, acerca. Dime. ¿Conoces algún chiste? Aquí, en el pozo, el recién llegado siempre tiene que contar uno. Regla número uno.»

Le dediqué una mueca poco complaciente, pero como los demás esperaban a que dijera algo, puse los ojos en blanco.

«¿Qué, no conoces ninguno?» se extrañó el Ojisario.

«Sí, natural, conozco unos cuantos,» repliqué. Hasta me sabía chistes sobre huesos y nigromantes, pero esos no hubieran sido muy oportunos. Opté por uno que me había contado Garmon, el canillita. Carraspeé, tragué el pan que tenía en la boca y, asegurándome de que tenía toda la atención, conté con gravedad: «Va uno a comprar zapatos, ve algo que le gusta, saca unos clavos y le dice al zapatero: ¿cuántos? El zapatero lo mira de arriba abajo y le dice: pues usted sabrá, señor, pero normalmente la gente se lleva dos.»

El Ojisario se carcajeó junto con los guakos y afirmó:

«Muy bueno, muy bueno. ¡Quedas aceptado en el club de los chistosos!» Le revolvió el cabello al niño de la mano herida. «Ya está, todo curado, pequeño. Procura utilizar la otra para la pesca, ¿corriente? Bueno, basta de chistes: hora de trabajar. Hoy tocan sesenta y siete perlas, como ayer. No os peleéis y portaos bien. ¡Hasta mañana!»

«¡Hasta mañana, señor!» le contestamos en coro.

El Ojisario se marchó con su linterna por el túnel hasta que lo vi subir por una escalera y ¡bong! la puerta metálica se cerró.

Me metí en la boca lo que quedaba de mi desayuno y, buscando a Yerris, lo avisté al fin en la caverna de luz alejándose ya para ir a la pesca. Me precipité hacia él con la intención de alcanzarlo, pero cuando llegué a la otra caverna él ya desaparecía en uno de los tres túneles de luz, avanzando con extraña agilidad. Los demás guakos tardaron un poco más en decidirse a ir a trabajar. Con la energía completamente recuperada, algunos vagueaban sobre la plataforma, otros se molestaban, se quiñaban y bromeaban armando un bonito escándalo. Rogan, sin embargo, me había seguido y, tras un silencio, soltó:

«¿Sabes lo que pienso, shur? Que el Gato Negro anda buscando una salida. De lo que no se da cuenta es que, de momento, él es el único en poder llegar tan lejos en esos túneles.» Sus ojos oscuros brillaron bajo la luz de la espuma blanca. Concluyó en voz baja: «Así que, si sale, saldrá solo.» Se encogió de hombros y me sonrió. «Bonito chiste nos has contado. Fijo que el Embozao te pide otro mañana: ese tipo es un aficionado a los chistes, incluso a los malos.» Me revolvió el cabello. «Disfruta de tu último bong de vacaciones, shur.»

Con un escalofrío, vi al Sacerdote alejarse sin miedo hacia un túnel distinto al que había tomado Yerris. La luz lo tragó.