Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 1: El ladrón nigromante

5 Las armonías

Cuando desperté y abrí los ojos, lo primero que vi fue el extraño rostro achatado de un niño. Tenía ojos rasgados de un azul muy claro y la piel negra como la noche.

«Tú eres nuevo,» soltó.

No era una pregunta, era una constatación. Despertando de golpe, Slaryn me vio y emitió un resoplido antes de enderezarse bruscamente.

«¡La madre! ¿Quién eres tú?»

Su largo cabello rojo alborotado cercaba un rostro delgado y azul oscuro con ojos muy verdes agrandados por la sorpresa. A todas luces, era una elfa oscura. Con rapidez, me senté y vacilé un instante antes de contestar:

«Buenos días. Soy Draen.»

Slaryn me miró con atención sin contestar pero Yerris, él, sonrió enseñando una dentadura blanca.

«Buenos días. Yo soy Yerris. Y ella es Slaryn la Solitaria. ¿De dónde sales?»

«Pues ya ves… Yal me ha dicho que iba a ocuparse de mí,» expliqué. «Y que iba a darme bocadillos y a enseñarme muchas cosas. También dijo que vosotros ibais a enseñarme porque… yo vengo del valle, y hay muchísimas cosas que no sé. Por ejemplo, nunca había visto un pan antes de venir aquí.»

Slaryn se carcajeó, incrédula.

«¿De verdad?»

«Pues sí. En las montañas no hay de eso,» expliqué.

«¿Y entonces qué comías?» preguntó la muchacha.

«Pues… raíces, conejos, cangrejos y bayas. Cosas de esas.»

«Wow, wow,» lanzó Yerris. Se levantó de un bote. «De modo que eres todo un montaraz. Permíteme que me presente debidamente. Soy Yerris el Gato Negro. Algunos dicen que mezclar sangre de gnomo con sangre de elfo oscuro da mal resultado pero,» se señaló a sí mismo con un gesto orgulloso, «aquí tienes la prueba de lo contrario. No podrías haber encontrado a un mejor guía para adentrarte en el mundo civilizado. Arrea,» añadió, alejándose hacia la puerta. «Deja ese saco, no te lo vamos a robar. Y, ponte la gorra, no se te vayan a congelar las orejas.»

Me levanté, cogí la gorra que me había dejado Rolg y me la puse como el semi-gnomo. Salimos los tres de la Guarida. Hacía un día primaveral y el sol iluminaba ya los Gatos con una luz grisácea pero cálida.

«Vamos, vamos,» me apremió Yerris. «¿Sabes?» me dijo mientras salíamos del callejón. «Te ha tocado un buen mentor. Yal sólo tiene dieciséis años, es casi como un compañero, y además dicen que es uno de los mejores Daganegras de la cofradía. ¡Y te aseguro que es cierto! El otoño pasado, para hacerse miembro de verdad, se coló en la casa de unos nobles de la Ciudadela y apañó cien dorados. Donó cincuenta a la cofradía, ¿y sabes lo que hizo con los cincuenta que le sobraron? Nos compró regalos a todos los sarís. Bueno, se compró un sombrero para él. Uno de esos de copa alta. A mí me regaló una armónica. Y es que soy el mejor músico de Éstergat. Apenas exagero, luego te haré una demostración… ¡Anda! Ahí está Rarko. ¡Salú, Rarko!» exclamó. Lo vi alzar una mano hacia un muchacho sentado en un umbral. «¿Qué tal, compadre?»

«¡Viento en popa! ¿Y tú?» replicó el tal Rarko.

Yerris le contestó levantando el pulgar y prosiguió, bajando la voz:

«Bueno, pues eso, shur, que Yal cae bien a todo el mundo. Te ha tocado la lotería. Y es que, créeme, mi mentor, desde luego, no está para darme regalos. Ese tipo no sabe lo que es un ser social. Por suerte, ahora está de viaje por allá cazando tesoros o parloteando con algún comparsa de otra ciudad. Qué sé yo. En cualquier caso, ¡eso significa que voy a tener los días libres para enseñarte a ser un buen estergatiense!»

Con cierto asombro, yo miraba alternadamente la calle por donde iba y los labios hiperactivos de Yerris. El semi-gnomo no dejó de parlotear y contarme historias sobre la cofradía, la ciudad y cualquier cosa que se le pasara por la cabeza. Tenía un andar peculiar, zigzagueaba, daba vueltas sobre sí mismo y, de cuando en cuando, saludaba a algún conocido con grandes aspavientos. Al contrario, Slaryn permanecía callada, me observaba y la vi sonreír dos o tres veces con cara burlona, aunque no sé si se burlaba de mí o de Yerris.

En una calle, nos topamos con un grupo de niñas y Slaryn nos dejó diciéndole a Yerris:

«Oye, cuidado con lo que le enseñas al nuevo, que te conozco: tú eres capaz de mandarlo al calabozo el primer día.»

«¡Malas lenguas! ¡Cada día te pareces más a tu angustiada madre!» le replicó Yerris.

La elfa oscura lo fulminó con la mirada y siseó:

«¡Cuidado con lo que dices!»

Yerris suspiró y puso un puño sobre su pecho.

«Mis disculpas, princesa, me traicionó la lengua.» Slaryn puso los ojos en blanco y el semi-gnomo me arrastró lejos de las muchachas murmurándome: «La madre de Sla está en la trena y ella no quiere que se sepa. Así que… ¡cuidado con lo que dices!» me soltó burlonamente.

Y siguió hablando. Primero anduvimos en las callejuelas de los Gatos hasta que Yerris se detuviera ante una angosta escalera y comentara:

«No, eso todavía no, que se me asusta.»

Y dio media vuelta. Sólo cuando nos hubimos alejado un buen trecho me fijé en que Yerris había estado a punto de entrar en ese peligroso Laberinto del que me había hablado Yal. La curiosidad se me avivó, pero no me atreví a interrumpir el flujo continuo de palabras del semi-gnomo. En cierto modo, escucharlo era una maravilla. Algo abrumador, sobre todo porque de todo lo que me decía yo entendía como mucho una décima parte, pero aun así no dejaba de fascinarme su locuacidad.

El semi-gnomo me llevó por la Avenida de Tármil, hasta la Explanada, donde me pagó un panecillo de su propio bolsillo y comimos sentados en la enorme escalinata blanca que rodeaba el Capitolio. Estaba aprovechando el momento de silencio para contemplar a la gente y ordenar mis pensamientos cuando Yerris me preguntó con la boca llena:

«¿Y qué es lo que hacías en el valle?»

Tragué. No me pensé mucho la respuesta y es que, antes, Yerris ya me había hecho alguna pregunta y no me había dado tiempo a contestar.

«Cosas… No sé. Cazaba. Y jugaba con las ardillas.»

Yerris me miró con los ojos abiertos como platos.

«¿En serio? Caray. ¿Y también cazabas ardillas?»

«¡No!» me ofendí.

«Ya. Bueno, si te gustan las ardillas, también te gustarán los árboles, ¿no?»

«Sí, mucho,» aseguré.

«No, no, no, se dice: rabiosamente,» me corrigió con amabilidad. «Queda más Gato y más claro.»

«De acuerdo, rabiosamente,» dije.

«Er… Corriente,» apuntó Yerris. «No se dice de acuerdo, se dice corriente.» Al verme asentir y asimilar sus enseñanzas, me palmeó el hombro, sonriendo. «Rayos. Me corto la mano si no te haces Gato en menos de una luna. Arriba. Voy a enseñarte el Parque de la Tarde. Seguro que te gusta.»

Me gustó rabiosamente. Había árboles y vi una fuente con agua dorada y un pájaro rojo que nunca había visto.

«Allá al fondo está el Jardín de Fieras,» me dijo Yerris. «Pero mis bolsillos no pesan tanto como para pagar la entrada. Alvon, mi maestro, es un rácano de primera. Y, como no hay derecho a limpiar bolsillos ajenos, así me ves, tan flaco como tú, Rarko, Syrdio y cualquier otro guako de la calle. Flaco pero honrado,» sonrió.

Pasamos la tarde en aquel parque y Yerris me hizo una demostración de su habilidad con la armónica. No pude saber a ciencia cierta si lo hacía bien, pero a mí me pareció bonito y aún más bonito el instrumento. Me dejó soplar una vez, sólo una vez, pero aquello me puso eufórico. ¡Quién hubiera dicho que pudiera un día emitir un sonido así, tan extraño, y con mi propio soplo! Divertido por mi jovialidad, Yerris me cogió por los hombros con evidente afecto y declaró que era hora de moverse, así que regresamos a los Gatos. De no haber sido por él, creo que habría sido incapaz de volver a encontrar la casa de Rolg. ¡Había tantas calles, tantas esquinas! Cuando llegamos al callejón, Yerris marcó una pausa en su parloteo, se enderezó, dio una vuelta sobre sí mismo y declaró:

«Te dejo en casa, shur, que tengo asuntos. Di. ¿Te ha gustado el paseo?»

Asentí con energía y dije:

«¡Rabiosamente!»

Yerris me miró con aprobación.

«Entonces, mañana te doy otro, ¿corriente?»

Sonreí.

«Corriente. Gracias, Yerris.»

El rostro oscuro del semi-gnomo se animó de una sonrisa blanca.

«De nada. Los gatos mayores enseñan a los cachorros: es ley de vida. Salú.»

«Salú,» le repliqué y lo vi alejarse otra vez hacia la calle, esta vez trotando recto. Cuando desapareció, me giré hacia la Guarida, subí las escaleras de madera con rapidez y entré.

No había nadie en el cuarto. Di unos pasos hacia la otra puerta, agucé el oído y no oí nada.

«¿Rolg?» solté.

Nadie me contestó. Tendí la mano hacia el pomo, giré… Y la puerta resistió. Cerrada, entendí. Las puertas se abrían y cerraban. Eso sí que me lo había dicho mi maestro. Y pensé que menos mal que estaba cerrada, pues recordé en ese instante una de las reglas de la Guarida: no se entraba en la habitación de Rolg.

Me senté en mi jergón y comprobé que mi pluma amarilla seguía en el saco. Este ya no tenía gran cosa dentro. Mis provisiones ya habían desaparecido hacía tiempo y tan sólo me quedaba el hueso, la piedra afilada que usaba un poco para todo y los restos de una flor ya seca que había recogido durante el viaje. Tiré estos últimos afuera y me fijé en que ya no quedaba mucho para que desapareciera el sol. Avisté de pronto al fondo del callejón un animal de cuatro patas pequeño y peludo y agrandé los ojos cuando reconocí lo que era. ¡Un gato! Tenía el pelaje pelirrojo y blanco, aunque estaba bastante más sucio que el que aparecía en el dibujo del libro de cuentos. Se parecía a un lince pequeño. Fascinado, bajé las escaleras, hundí los pies en el cieno del callejón y avancé con tiento hasta que el gato me enseñó de pronto sus dientes emitiendo un bufido sordo.

Me detuve y resoplé.

«Tienes el mismo genio que los linces. ¡Arrogante! ¡No me bufes así, lince malo!»

Retrocedí de golpe cuando vi al gato dar un paso hacia delante, pero el felino tan sólo salió disparado como una flecha hacia la casa en ruinas que había enfrente, dio un salto y desapareció por una ventana rota.

«Vaya,» murmuré. La curiosidad me llevó a acercarme a la casa donde había desaparecido el gato pero no me atreví a asomar la cabeza por la ventana. Todo estaba muy sombrío ahí dentro. Quién sabe si ese gato no tenía a amigos o a un lince que cuidaba de él. Así que, prudente, di media vuelta, volví a las escaleras de la Guarida y, tras aguzar el oído y escuchar el rumor de la ciudad, me encaramé a la barandilla, me senté a horcajadas sobre esta y me puse a cantar:

Larilán, larilón,
primavera,
sal afuera,
bombumbim,
primavera,
no hay nadie que no te quiera,
larilán, larilón,
aunque seas algo soberbia,
bombumbim, larilón,
siempre eres la más bella
porque siempre, primavera,
siempre, siempre vas primera.

Oí un resoplido divertido y me giré. Yálet estaba al pie de las escaleras con los brazos cruzados y me miraba con una sonrisa burlona.

«Buenos días, Draen.»

«Hola, elassar,» lo saludé.

Yálet se acercó y subió las escaleras diciendo:

«No deberías dejar la puerta abierta: se enfría todo mucho más rápido y aún estamos en primavera, como bien dices. ¿No hay nadie más en casa?»

Negué con la cabeza y, fijándome en el curioso bastón que tenía atado a la espalda, le pregunté con curiosidad:

«¿Qué es eso?»

«¿Esto?» Sonrió mientras cerraba la puerta. «Es una escoba. Y no vas a escaparte de probarla hoy. Anda, baja de ahí y sígueme. ¿Qué tal el día? ¿Has podido hablar con Yerris y Slaryn?»

Me bajé de la barandilla resoplando.

«Hablar no mucho, pero oír sí. Yerris me cae bien. Aunque habla todavía más que yo, es impresionante. Si mi maestro me llamaba cotorro, a él no sé cómo lo llamaría.»

Yálet se echó a reír.

«Pues me alegro de que te caigan bien. Yo no los conozco mucho, la verdad, últimamente no suelo pasar por aquí, aunque sé que Yerris es todo un personaje.»

Salimos del callejón y pregunté:

«¿Vamos a ir a la cumbre?»

«¿Adónde?» preguntó Yal, perplejo.

«A la terraza,» especifiqué. «La he llamado Cumbre, ¿qué te parece? Porque de ahí se ve todo, como en la cumbre del valle. Desde ahí se veían montes muy lejanos y altísimos. Tardaba mucho en llegar, pero luego era impresionante, casi tanto como la Cumbre de aquí.»

Yal asintió, entretenido.

«Entonces se llamará la Cumbre. Y sí, vamos allá. Hoy vas a aprender lo que es hacer limpieza. No es la lección más emocionante pero… es necesaria para que estemos cómodos en la Cumbre, como dices.»

Sonrió y, cuando llegamos al callejón de la víspera, comenzamos la ascensión. Esta vez, me salió mejor y conseguí subir al primer tejado sin ayuda. Cuando alcanzamos la Cumbre, Yálet se puso a explicar:

«Estos trastos de allá, hay que empujarlos todos a una esquina. Esto déjalo, voy a mejorar la tejavana, para protegernos cuando sople el viento.»

Terminamos de ponerlo todo en orden cuando apenas quedaba ya luz en el cielo y, como Yálet estaba añadiendo tablas rotas en un lado de la tejavana, deambulé entre los trastos, fisgoneé y, al cabo, me subí al muro para ver Éstergat en toda su amplitud. Me giré hacia los barrios ricos. Y luego de nuevo hacia los Gatos. ¡Cuánto me quedaba por explorar! Aquello era mucho más lioso que un bosque.

«¡Hey!»

Me sobresalté al oír la voz de Yálet.

«Baja de ahí, hombre, que te la vas a dar.»

Di un salto hacia la terraza y corrí hacia él.

«¿Has acabado la casa?»

«Más o menos. ¿Dónde has metido la escoba?» Se la señalé. La fue a recoger y golpeó suavemente con ella una caja. «Este será tu asiento y este el mío. Siéntate. Dime, ¿ya sabes un poco qué es lo que voy a enseñarte?»

«Sí,» afirmé. «A robar a los malos burgueses patronos cerdos y mangaplatas.»

Yal se estaba sentando y se quedó un instante inmóvil antes de sentarse de veras emitiendo un resoplido.

«¿Qué?»

Me mordí el labio, inocente.

«Eso me dijo Yerris.»

Yálet carraspeó.

«Huh. Bueno… No es exactamente eso. Quiero decir… no es sólo eso. Mira, los Daganegras nos ganamos la vida, digamos, de manera no siempre muy legal, pero moral, en cierto modo, y bueno, qué importa, no voy a darte lecciones de ética. Sólo quiero que sepas que nosotros no somos criminales, no atracamos, no matamos, no robamos a los pobres y no aceptamos cualquier trato que nos propongan. Dicho esto, lo primero que voy a enseñarte es a entender en qué ciudad vives, qué digo, en qué mundo vives, no sea que tu inocencia te juegue malas pasadas con la guardia o las bandas de los Gatos, ¿mm? Luego te enseñaré lo básico que debe saber un Daganegra. Y… pese a lo que digan algunos sobre los cultos, también quisiera enseñarte a leer.»

¡Leer! Sonreí y declaré:

«Eso ya sé.»

Yal se quedó suspenso.

«¿Qué? ¿ sabes leer?»

«Pues sí, mi maestro me enseñó. Bueno, un poco. Pero… la verdad es que no estoy seguro,» admití con súbita vacilación.

«Vamos a ver, ¿sabes o no sabes?» se impacientó Yal.

«Pues… No sé, elassar. Mi maestro me enseñó a leer tres libros, dos estaban en drionsano, y yo creía que con eso bastaba para poder leer, pero hoy he visto los signos de las tiendas y no he entendido nada. Así que… no sé si sé.»

Yal carraspeó.

«¿De modo que tenías tres libros? ¿En la montaña? Bueno… Sea como sea, te enseñaré si estás dispuesto a aprender.»

«Pues claro, elassar. Yo quiero aprender,» afirmé. «Hay tantas cosas que no sé. Estaré más atento que un búho.»

Vi de pronto surgir luz de ningún sitio y solté una exclamación. Luz, pensé. Luz mágica. Yal se inclinó hacia mí, mirándome bien, mientras sostenía en su mano un pequeño orbe de luz.

«¿Más atento que un búho, eh?» sonrió. «Pues eso espero, sarí, porque no sabes cuánto te queda por aprender.»

Y cuánta razón tenía, de eso no me cabía duda, y menos en ese instante.

«¿Qué magia es esa?» pregunté con curiosidad.

Mi maestro jamás me había hablado de una magia que hiciera luz. Yal bajó la mirada hacia la luz y temí que fuera a destruirla, pero la mantuvo mientras contestaba:

«Algunos la llaman la magia tramposa, porque son ilusiones, ondas modificadas. Pero los Daganegras las llamamos las armonías.» Y alzó la otra mano. «Puedes hacer luz. Y puedes hacer sombras.»

Su otra mano se envolvió de oscuridad y me quedé boquiabierto, contemplando el orbe de luz y el orbe de sombras.

«¡Caray!» exclamé. «¡Es increíble!»

Yal sonrió.

«Es magia. Algunos letrados dicen que no son artes celmistas, que son simples trucos ilusionistas. Pero eso lo dicen porque para ellos las armonías son artes inferiores en comparación con las artes de deserranza, la invocación y todo eso. Se equivocan, por supuesto, pero por su culpa muy poca gente sabe usar las armonías. No se enseñan en el Conservatorio de los magos. La ven como… una magia tramposa, como digo. Pero para nosotros, Mor-eldal, es un instrumento vital.»

Deshizo las armonías y la oscuridad de la noche regresó. Preguntó con voz alegre:

«Bueno, entonces, ¿te entra curiosidad por saber cómo lo he hecho?»

«¡Y mucha!» aseguré con fervor. Aquella magia de luces y sombras me había dejado embelesado.

«Y quieres aprender a hacerlo tú también, ¿verdad?» prosiguió Yal, juguetón.

Sonreí y asentí.

«Pues sí. Quiero aprender. Y, créeme, aprendo rápido porque yo escucho mejor que una ardilla. Mi maestro dijo que no era cierto, pero lo es. De verdad.»

Distinguí su sonrisa en la oscuridad. Me replicó:

«¿Sabes lo que es el jaipú?»

«Pff, pues claro. La energía interna de cada ser vivo,» contesté con aplicación. «Mi maestro dice que para la mayoría de los sortilegios, mejor utilizarla, porque te ayuda a estar estable y no acabar como un conejo en una trampa.»

Hubo un silencio. Y entonces Yálet emitió un resoplido atragantado y medio se levantó por un instante farfullando:

«¡Espíritus, no me lo creo! ¿Tu maestro era un mago?»

Oh, vaya, ¿había metido la pata? No, me dije. ¿Cómo podía meter la pata diciéndole a Yal la verdad? Él era mi segundo elassar, después de todo. Así que asentí.

«Es un mago. Pero dijo que era uno especial. Y no le gustan las visitas, por eso me pidió que nunca hablara de él.»

Y yo estaba haciendo exactamente lo contrario, pensé, súbitamente molesto. Tras un breve silencio, Yal se aclaró la garganta e inquirió:

«¿Qué te enseñó ese maestro?» Sentí en su voz un ligero temblor de excitación e incredulidad.

«Pues… Me enseñó cosas,» contesté.

«¿Qué tipo de cosas?»

«Pues…» Me puse nervioso, recordando cada vez más claramente las advertencias de mi maestro. «Muchas cosas. Me enseñó un sortilegio perceptista, para sentir a mi alrededor sin necesitar mis ojos y buscar comida, pero eso consume mucho el tallo energético y no me gusta mucho. Y me enseñó a…»

Callé y agaché la cabeza, indeciso.

«¿A?» me animó Yal en un murmullo expectante.

¿Se lo digo? ¿No se lo digo? Se suponía que no tenía que decir nada de eso. Pero… ¿y si mi maestro había exagerado? ¿Y si, hoy en día, la nigromancia no asustaba tanto a los saijits? Tenía que averiguarlo. Me rebullí sobre mi asiento, tragué saliva, traté de encontrar algún circunloquio pero no lo encontré y, como mi maestro decía que las malas noticias mejor iban anunciadas juntas que con cuentagotas, decidí soltar la verdad, así, de un trecho:

«Me enseñó a manejar el morjás. Sobre todo el… de los huesos. Porque él es un nakrús y sabe mucho de eso. Y a mí me enseñó por lo de mi mano. Es que me la salvó hace años, pero no del todo. Y cuando me echó me hizo una mágara para que no se vieran los huesos.»

Hubo un silencio, esta vez bastante largo, tan largo que me dije: ya está, mi maestro me avisó, a los saijits no les gustan los nigromantes ¡y vas tú y se lo dices a tu nuevo maestro! Casi creí oír al nakrús decirme: ojalá pensaras antes de actuar, Mor-eldal, ¡ojalá te dejaras de experimentos! Pero lo hecho hecho estaba.

Rompí el silencio con voz vacilante.

«¿Elassar? Elassar, ¿no te habrás enfadado, verdad? La nigromancia no es una cosa mala. Son sólo… huesos. El morjás es como el jaipú. No hay que tener miedo de él. Mi maestro dice que los saijits son estúpidos por tener miedo de él, porque está por todas partes. También dice que ellos piensan que somos monstruos pero yo no lo soy, ni tampoco lo es mi maestro. Por favor, tienes que creerme,» lo supliqué.

«Espíritus y demonios,» resopló Yal con lentitud. «Claro que te creo. Y no estoy enfadado, qué ideas. No, sólo estaba reflexionando y es que cuantas más cosas sé sobre ti más me sorprendo. Un nakrús perdido en las montañas con un niño nigromante y tres libros. Casi como que se podría escribir un cuento de terror sobre el tema, ¿sabes? Tranquilízame, ¿hay… alguna cosa más así importante que se te haya olvidado decir sobre tu vida?»

Había vuelto a soltar un sortilegio de luz, para verme mejor la cara probablemente, pero el caso es que yo se la vi también a él y su expresión entre alarmada y fascinada me turbó. Me mordí el labio.

«Pues… no que yo sepa.»

«¿Seguro? Vamos, Mor-eldal, suéltalo todo. Si las noches de Gema llena te transformas en demonio, dímelo, tú tranquilo, ya que estamos…» carraspeó.

Meneé la cabeza y lo miré, expectante.

«Así que… ¿no me echas por ser un poco muertoviviente?»

«Claro que no,» resopló Yal para alivio mío. «Mira. Mientras me prometas que no levantarás esqueletos ni nada de eso, todo irá bien. Pero… esto no se lo digas a nadie. Ni a Yerris, ni a Rolg, ni a nadie. No deberías habérmelo dicho a mí. Bueno, sí. Está bien que me lo hayas dicho, pero… Espíritus misericordiosos…» Se pasó una mano agitada por la cabeza. «Dime… Desde ayer se ha armado todo un escándalo en los Gatos porque se encontraron signos diabólicos en la esquina de un montón de calles. Signos muy antiguos que, según dice el sacerdote de la zona, vienen del mundo de los muertos. Un tipo dice haber visto a un pequeño duende negro. Er… ¿Por casualidad no serás tú?»

Parpadeé, anonadado. ¿Signos diabólicos? Resoplé.

«¡Son signos buenos, no diabólicos! Los uso para marcar mi camino.»

Yálet se frotó los ojos y, de pronto, se carcajeó.

«¿Sabes que has tenido a toda una tropa de feligreses entretenida durante unas cuantas horas para quitar esos signos? Mor-eldal,» pronunció de pronto y lo miré con atención. «¿Qué significa Mor-eldal?»

«Superviviente,» contesté.

«En morélico,» susurró Yal. «La lengua de los muertos, ¿verdad? Sabes hablar morélico.»

No lo negué. Recordaba que una vez mi maestro me había explicado que, hacía siglos, una gran secta de guerreros fanáticos había usado el caéldrico como lengua secreta y este había acabado siendo considerado como una lengua diabólica en toda la región de Prospaterra. Mi maestro, en aquella época, ya era nakrús, y se había enterado del caso por alguno de sus «viejos amigos» que venían a visitarlo de ciento en viento. Por eso me había avisado de que no hablara caéldrico, pero ¿cómo se me habría ocurrido que aquellos signos vinieran incluidos en la advertencia? Yálet suspiró, juntó ambas manos y se inclinó hacia mí con cara grave.

«Escucha, sarí. No creo que nadie te reconozca ahora como a ese duende negro, pero no quiero que vuelvas a… er… marcar el camino con esos signos, ¿me oyes? No hables en morélico ni hagas… nada de eso que te ha enseñado ese maestro tuyo. Tal vez no te des cuenta, pero la nigromancia es magia negra, magia mala. O así la definen los celmistas del Conservatorio. Para ellos es cien mil veces peor que las armonías. Los nakrús son criaturas horribles para ellos. Y… debo decir que a mí me daría grima encontrarme con uno. Sobre todo que normalmente esos tipos no salvan a niños. Si pudieran comérselos, se los comerían, ya me entiendes… En fin. Que esto es serio, Mor-eldal. Muy serio. Si se te escapa algo así con otra persona, a lo mejor no te encontramos en la cárcel sino en la hoguera. ¿Sabes lo que es la hoguera?»

Me encogí de hombros.

«Un fuego que quema. Algo malo.»

«Mmpf. Sí. Algo malo, sarí. Esa hoguera te mandaría al otro barrio. Y no a Tármil ni a Rískel: al barrio de los muertos, ¿me entiendes?»

«Mi maestro ya me lo advirtió,» aseguré y me abracé las rodillas con un escalofrío. «Yo… sólo pensé… que como eras elassar tú también…»

Yálet asintió varias veces, ensimismado, y tendió una mano para cogerme el brazo con afecto.

«Lo sé, Mor-eldal. Y me emociona que me lo digas. Pero… sólo me conoces desde hace dos días. No sabes realmente cómo soy. Resulta que has caído bien. Pero eso no pasa todo el tiempo. No todos los saijits son capaces de asimilar… eso. Los hay que, pensando hacer el bien, te traicionan. Los hay que divulgan tus más profundos secretos. Aprende a desconfiar o…» Lo vi tragar saliva. «O acabarás muy mal. ¿Entiendes?»

Asentí, impactado. Claro que lo entendía, no era tonto. Pero, al menos ahora, tenía la seguridad de que no tenía que hablar. Y de que había alguien en esa ciudad extraña que conocía mis secretos y no los divulgaría. Alguien en quien podía confiar plenamente como en mi maestro. Y eso… eso era muy reconfortante.