Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 1: El ladrón nigromante

2 Viaje

Viajé durante muchos días antes de bajar del todo de las montañas. Una vez, me encontré con un oso y, de no haber sabido trepar a los árboles tan rápido como las ardillas, a saber cómo habría acabado.

No me quedaban ya muchas provisiones en mi saco cuando, un día, llegué a un terreno sin árboles, relativamente llano y con muchas flores. Lo recorrí con curiosidad y vi una gran manada de ciervos a lo lejos. Seguí avanzando hasta que topé con una enorme serpiente blanca. Bueno, no era una serpiente, era un sendero.

«Un camino,» pronuncié en voz alta.

Estaba casi seguro de que se llamaba así. Y como mi maestro me había dicho que los caminos servían para caminar sobre ellos, caminé sobre él.

«¿Adónde me llevarás?» pregunté.

«¡Al levante, hacia los tuyos!» exclamé.

Bueno, a falta de tener al maestro a mi lado de verdad, hacía como si lo tuviera. Siempre era consolador oírlo hablar, aunque fuera a través de mi propia voz.

Cuando empezó a oscurecer, me aparté del camino y regresé a los bosques, no sin fijarme en que la serpiente blanca me había alejado un poco de las montañas. Alejarme de estas no me llamaba nada. Caminé entre los troncos, palmeándolos, observándolos, hasta que me detuve ante uno y sonreí.

«Esta noche duermo contigo, gran árbol. ¿No te molestará? Te juro que ya no ronco. Me lo ha dicho mi maestro.»

Trepé por las ramas y me hice un hueco en el corazón del árbol. Los ruidos nocturnos eran parecidos a los que había en la cueva. Por eso, cansado y sereno, me dormí enseguida. Soñé con que estaba sentado sobre una enorme rama, entre varias ardillas, y una de ellas, con expresión sabia, alzaba una bellota y la tiraba muy lejos, muy lejos, hasta un campo de flores que se encendían como linternas en medio de la noche.

Cuando desperté, bostecé, comí unas raíces de mis provisiones, y continué mi camino, pero esta vez no regresé a la serpiente blanca: bordeé las montañas, cruzando tierras cubiertas de hierba alta. Estaba silbando cuando, al llegar a la cumbre de una montañita de esas que debían de ser colinas, vi el bosque. Era muy grande, pero no estaba sobre las montañas.

Daba miedo estar tan solo, he de reconocerlo, porque a veces me imaginaba que aparecía un lince o algún monstruo de esos de los que me había hablado mi maestro y me atacaba. Y estar en una pradera sin árboles me inquietaba, porque ¿cómo podía huir de un lobo si este corría más que yo?

Con alivio, entré en el bosque y volví a sentirme casi como en casa. Sólo casi, no podía sentirme del todo en casa, porque mi maestro no estaba, ni estaban las pendientes, ni las ardillas, ni los árboles eran iguales. El bosque era muy denso y perdí el levante. Encontré bayas, pero mi maestro me había dicho que no debía comer lo que no conocía, así que no las toqué. En su lugar, comí los huevos de un nido de pájaro. Me sentaron de maravilla.

«Os quiero mucho, árboles,» dije un día, algo irritado. «Pero no dejé a mi maestro para ir a veros. Yo he venido a ver a los míos. Y llevo muchos días buscándolos. Y nada, no los veo. Debería haber seguido la serpiente blanca,» murmuré. «¿Verdad?»

Pero era ya demasiado tarde para dar media vuelta: no sabía de dónde venía. Así que seguí avanzando. Y la suerte me sonrió cuando, al atardecer de ese mismo día, vi que el bosque desaparecía y dejaba paso a unas colinas de hierba. No me atreví a salir de los lindes hasta que avisté la serpiente blanca y me carcajeé.

«¡Ahí estás!»

Salí corriendo pese a la lluvia que caía y fui a comprobar que lo que veía era de verdad un camino. Lo seguí bajo la lluvia hasta que, congelado, me refugié en un gran árbol solitario junto a la serpiente, me subí y me arropé con mi manta. El sortilegio de esta ya no funcionaba tan bien y calentaba menos que antes. ¿Cuántos días hacía que había dejado a mi maestro? No lo sabía, pero unos cuantos.

A la mañana siguiente, desperté sobresaltado al oír un ruido. Abrí los ojos y me agarré a la rama más gruesa, maravillado. Por la serpiente blanca, pasaba un ciervo sin cuernos con una persona encima.

«Los míos,» murmuré.

Un flujo de recuerdos me invadió, de cuando era más pequeño y jugaba delante del umbral de una casa. El ciervo iba al trote y desapareció pronto detrás de una colina.

«No puede ser un ciervo,» murmuré, recordando una historia que me había contado mi maestro. Entonces, ¿qué? ¿Una mula?

Mejor era preguntárselo a los míos. Alcé la vista y me quedé de pronto boquiabierto. Ahí, en la lejanía, vi una ciudad. Había casas. Y gente.

Cuando llegué, primero paseé la mirada a mi alrededor lo menos veinte veces. Di unos pasos más adentro de la ciudad. La curiosidad y la maravilla me hacían girar la cabeza como una ardilla inquieta. Encontré un lugar más amplio donde vi gente detrás de unas mesas, con recipientes llenos de comida. En uno de ellos había fresas y se me hizo la boca agua.

Sólo un buen rato después reuní el suficiente valor para hablar con una persona poco más grande que yo, que estaba comiendo algo con apetito.

«¿Hablas mi idioma?» le pregunté.

Me miró de arriba abajo con los ojos abiertos como platos y tragó lo que tenía en la boca.

«Espíritus, ¿pero qué es eso?» soltó.

Sonreí, aliviado, al entender sus palabras, aunque luego interpreté la pregunta y le devolví una mirada perpleja.

«¿Cómo dices?»

«Cómo dices,» repitió el muchacho, me miró de nuevo de pies a cabeza y se carcajeó. «¡No me lo creo! ¿Eres humano?»

Me encogí de hombros.

«Eso me han dicho. ¿Y tú?»

El muchacho reía. Al menos, estaba alegre.

«Humano hasta la médula,» me respondió. «Pero tú pareces un salvaje de los de cuidado.»

«Nunca he oído hablar de ellos,» confesé. «¿Es una nueva raza?»

«Ese tipo está loco,» comentó el muchacho. Y se giró hacia otra persona que se ajetreaba junto a una de las mesas con comida. Gritó: «¡Mamita! ¿Has visto a este?»

Mamita me miró y su expresión cambió.

«¡Pobrecillo!» exclamó. «¡Qué flacucho estás!»

Le sonreí.

«Hola,» dije. No había terminado la palabra cuando Mamita me tendió lo que parecía ser una fruta. La cogí con una exclamación de sorpresa. «¡Qué amable!»

Tenía hambre, así que tomé un bocado. Quemaba un poco. Pregunté:

«¿Cómo se llama esta ciudad?»

«¿Ciudad?» repitió Mamita mientras el muchacho soltaba una risotada. «Esto es una aldea, pequeño. Si buscas una ciudad, hay que seguir por ese camino. ¿De dónde vienes?»

Hice un gesto vago con la mano.

«De allá.»

«¿Del bosque?»

«De más allá.»

«¿Del valle de Evon-Sil?»

«¡Sí!» asentí, aliviado. Al menos, aquel nombre no había cambiado.

«¿Y has hecho todo este camino solo? ¿Por qué?»

Me encogí de hombros.

«Para ver a los míos.»

«¡Los tuyos! ¿Dónde viven los tuyos?» Como yo le echaba una mirada perpleja, sugirió: «¿En Éstergat?»

Asentí lentamente y pregunté:

«¿Éstergat es una ciudad?»

«¡Jajaja…!» rió el muchacho.

«¡Hishiwa!» lo regañó Mamita. «Sí, hijo, es una ciudad. Es la capital de la República de Arkolda.»

«Entonces Éstergat,» sonreí. «Oye, gracias por la fruta. Es muy buena.»

El muchacho se desternilló de risa.

«¡La fruta, dice!»

«¡Silencio, Hishiwa!» reclamó Mamita con las cejas fruncidas. «Dime, muchacho. ¿Cómo te llamas?»

«Mor-eldal,» contesté.

«Bueno. Pues, Mor-eldal, estás de suerte. Mi hijo va a viajar hasta Éstergat a trabajar con su tío el cristalero. Sale dentro de una hora con el viejo Dirasho, sobre su carreta. Si quieres, puedes esperar y él te llevará, ¿te parece?»

«¡Vaya, gracias, Mamita!» dije, sin saber cómo expresar mejor mi gratitud.

Mamita me sonrió e hice otro tanto. Su sonrisa se ensanchó y se borró cuando Hishiwa se puso a reír aún más ruidosamente.

«¡Ah, mamita! ¿De verdad voy a viajar con él? ¡Yo que creía que iba a aburrirme como una piedra con el viejo Dirasho!»

«¡Hishiwa, silencio!» gruñó Mamita. «¿No ves que viene de otra parte? Y no le faltes al respeto al viejo Dirasho: será poco hablador, pero es un caballero y tiene buen corazón. En fin. Sé majo con tu nuevo compañero. Mor-eldal,» añadió con tono afable. «Espera aquí un momento, ¿quieres? Iré a hablarle a Dirasho. Siéntate aquí, en este taburete, eso es. Enseguida vuelvo.»

Mamita se aseguró de dejarme bien sentado sobre el taburete y se alejó. Hishiwa, más serio, se sentó sobre el taburete de al lado. Tenía una pequeña nariz, ojos azules, piel pálida y pelo castaño. Exactamente como yo, salvo que mi nariz era mediana, mis ojos eran grises oscuros, mi piel era bronceada y mi pelo era negro.

«Toma,» me dijo. Me tendía algo. Lo cogí y explicó: «No hay nada como un poco de pan para que pase mejor la cebolla. ¿Así que vienes de las montañas?»

«Sí,» dije mientras comía. «Hace unos días, estaba rodeado de árboles y de repente todo cambió. Llegué abajo del todo y seguí los ríos y los caminos. Es increíble como cambia todo.»

Hishiwa me miraba con una sonrisa, pero ya no se burlaba.

«Impresionante,» dijo. «No has estado nunca en Éstergat, ¿verdad?»

«¿La ciudad? No, para nada,» confesé.

Hishiwa meneó la cabeza.

«¿De verdad están ahí los tuyos?»

«Puesh… esho creo,» contesté. Tragué lo que tenía en la boca. «En realidad, sobre todo voy para ver. Y para buscar a un ferilompardo.»

Hishiwa agrandó los ojos.

«¿Un ferilompardo?»

«Sí.»

«¿Y qué es un ferilompardo?»

Hice una mueca.

«Pues… Es una criatura. Pero no sé cuál todavía. Lo descubriré,» aseguré. Y le sonreí. «Y yo, cuando quiero descubrir algo, lo hago.»

Hishiwa me miró, pensativo.

«Te creo. Oye. Si necesitas ayuda, me dices.»

Lo miré, sinceramente sorprendido.

«¿Quieres ayudarme a buscar al ferilompardo? ¿De verdad?»

«De verdad,» sonrió él. «Me intriga. Jamás he oído hablar de esa criatura.»

«¡Pues muchas gracias! Oye, de verdad que sois majos por aquí.»

Tenía que confesar que los saijits empezaban a caerme realmente bien. Intercambiamos una sonrisa. Y él soltó:

«Por cierto, ¿para qué quieres un ferilompardo?»

Vacilé.

«Bueno… Antes, hay que encontrarlo. Luego, ya se verá.»

No insistió, pues Mamita ya regresaba. Tenía cara satisfecha.

«¡Está de acuerdo, por supuesto!» anunció. «Por cierto, te pregunta a ver si te asustan los perros.»

Los perros, pensé. ¡Claro! Ya me acuerdo: eran lo mismo que los zorros, pero civilizados.

«No, no lo creo,» contesté.

«Menos mal,» sonrió ella, «porque tiene dos.»

«¡Pero son cachorros!» me informó Hishiwa, riendo. «Se los va a llevar a su sobrina. Él dice que es una celmista.»

«¡Una celmista!» exclamé. Esa palabra la conocía.

«Sí, una maga, vamos,» explicó Hishiwa, por si acaso.

«Pues ahora sólo tienes que esperar un poco más y ya salís,» intervino Mamita. «Hishiwa, ve a casa a buscar tu saco. ¡No querrás hacer esperar a Dirasho!»

«¡Voy!» dijo el muchacho y me hizo un gesto de la mano. «Ven. Te enseñaré mi casa.»

Lo seguí con curiosidad hasta su cueva. Estaba hecha toda de madera. Me hizo pasar adentro diciendo con voz ceremoniosa:

«Siéntete como en casa.»

Lo miré todo con mucha atención. ¡Había tantos objetos!

«¿Qué es eso?» pregunté, señalando una enorme caja.

«¿Eso? La cocina. ¿Nunca tuviste una? Eso de ahí es un cuadro,» añadió como vio que me quedaba mirándolo. «Es mi abuelo. Le hicieron un retrato hace muchos, muchos años. Ahora está muy viejo.»

«¿Cuántos años tiene?» pregunté.

«¡Ciento treinta!» contestó Hishiwa mientras se ajetreaba. Recogió un saco sobre su jergón y dio una vuelta sobre sí mismo. «Bueno. Creo que eso es todo. Espera, quiero enseñarte algo.»

Se puso de puntillas para alcanzar algo sobre una extraña rama. Me enseñó un objeto de un material transparente y luminoso en forma de pájaro. Lo miré, maravillado.

«¿Qué es?»

«Se lo regaló mi tío cristalero a mi madre. Es un gorrioncillo, pero de cristal. ¿A que es bonito?»

«¡Y mucho!» dije. «Pero no tiene plumas.»

«¡Claro que las tiene! ¿No las ves?»

Me señaló formas de pluma sobre el cristal, pero no me convenció. Hice una mueca, rebusqué en mi saco y enseñé mi pluma amarilla.

«Esta es una pluma de verdad. No esas.»

«No te dije que fueran de verdad,» resopló Hishiwa. Volvió a colocar el pájaro de cristal en su sitio y me hizo señal para que saliéramos. «Por cierto, bonita pluma.»

«Me la dio un yarack,» lo informé. «Uno de verdad.»

«¿Qué es un yarack?»

Me encogí de hombros.

«Un pájaro con muchos colores.»

Caminamos de nuevo hasta donde estaba Mamita y ella inclinó la cabeza hacia su hijo y pasó la mano sobre su pelo con afecto.

«Ya está Dirasho esperándoos. A ver si te cuidas bien ahí, hijo. Y sé bueno con tu tío.»

«Sí, mamita,» contestó Hishiwa y masculló algo ininteligible cuando ella posó los labios sobre su frente. «¿Estás seguro de que no te olvidas de nada? ¿No? Bueno. Pues no le hagáis esperar a Dirasho. Buena suerte, Mor-eldal.»

«Gracias, Mamita,» le contesté alegremente.

Encontramos al viejo Dirasho del otro lado del claro, ya instalado sobre la carreta.

«¡Subid, muchachos!» nos dijo.

Nos subimos junto a él sobre un trozo de madera y extendí el cuello mientras Dirasho agitaba las cuerdas. El animal no se movía. Me reí.

«La mula es cabezota, ¿no?»

Hishiwa se carcajeó.

«¡No es una mula, es un caballo!»

En ese momento, el caballo se movió y toda la carreta con él. Solté un resoplido y me tensé, contemplando el fenómeno con extrañeza. Al de un instante, me repuse y sonreí anchamente.

«¡Estamos volando!»

Hishiwa soltó otra risotada.

«¡Que no! Rodamos, no volamos.»

Lo vi mirar hacia atrás y agitar una mano. Me giré, vi a Mamita agitar ella también la mano y tuve de pronto un arranque de comprensión por Hishiwa.

«Tranquilo, algún día volverás,» le dije.

Hishiwa me echó una mirada ensimismada y asintió.

«Claro. En otoño vuelvo para las vendimias.»

Le puse cara de no entender, pero no pareció verla. Estaba muy pensativo. Así que paseé la mirada por lo que nos rodeaba. Ya salíamos de la aldea por la serpiente blanca y, cuando constaté que esta pasaba por encima de un río, me levanté y extendí el cuello, anonadado.

«¿Y eso que es?»

«¿Qué, hijo?» preguntó el viejo Dirasho. Y, como yo señalaba, emitió un: «Mmpf. Siéntate, que te vas a caer. Eso es un puente.»

Un puente. Me senté, meditativo. ¡Había tantas palabras que conocía y no había visto nunca en la realidad! Hice más preguntas y el viejo Dirasho contestó con parquedad. Que si eso era un sombrero, eso una pipa, eso las riendas, eso que llevaba atrás era un barril de vino, y aquello una caja. Y dentro de la caja estaban los cachorritos.

«Están muy tranquilos,» observé.

Alejándome del banco, pasé a la carreta y el viejo Dirasho gruñó:

«No hagas gamberradas, ¿eh?»

Puse los ojos en blanco. ¿Cuántas veces me habría dicho lo mismo mi maestro? Repliqué:

«No, no.»

La caja estaba abierta por arriba y vi a los cachorritos dormidos en una maraña de telas. Los observé durante un buen rato, hasta que Hishiwa soltó:

«¿Ya les ha puesto nombre, señor?»

«No,» replicó Dirasho.

«¿Ni uno provisional?» se decepcionó Hishiwa. Pasó él también adentro de la carreta y observó los perritos.

«Ese tiene el morro blanco. ¿Qué tal si le llamamos Morro Blanco?»

El viejo Dirasho no contestó. Así que yo dije:

«Me gusta. El otro tiene las patas pelirrojas. ¡Parece casi un zorro rojo!»

«Morro Blanco y Zorro Rojo,» concluyó Hishiwa.

Recogí a Morro Blanco con ambas manos y lo vi abrir los ojos y emitir un ladrido de cachorro. Sonreí, le di un beso en la frente, volví a meterlo en la caja y me tumbé sobre las tablas de la carreta con la mirada alzada hacia el cielo. Este me parecía igual de grande que el mundo que me quedaba por descubrir.

«Hishiwa,» dije al de un rato. «¿Por qué Éstergat es la capital de Arkolda?»

Hishiwa enarcó una ceja, burlón, y contestó:

«Porque es enorme.»