Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 10: La Perdición de las Hadas

20 Un poder por una venganza

Tenía sed, tenía hambre, pero poco me importaba. Mis ojos recorrían febrilmente las páginas, sin atreverse siquiera a cerrarse unos instantes. De cuando en cuando, unas palabras o unos complicados cálculos me arrancaban una mueca de asco o de fascinación. Tenía la misma impresión que cuando le había robado un manual de nigromancia al maestro Helith, años atrás… La de estar usando algo que no me pertenecía. Sin embargo, ahora, los libros no eran manuales para simples nigromantes: eran grimorios muy antiguos escritos por los mismísimos liches. Una sed que no tenía nada que ver con la que me secaba la garganta me carcomía por dentro. Ya no me quemaba tanto el odio como el ansia de ser alguien en mi vida, por una vez. Alguien que pudiera proteger a quienes sufrían. Alguien que tuviera poder para acabar con todas las bestias inmundas creadas por la energía mórtica. Alguien para vengar a mi familia y darle un sentido al por qué yo seguía existiendo. Por eso mismo tenía que convertirme en lo peor, en lo más horrible que jamás hubiera existido…

—Un lich —susurré por lo bajo con una sonrisa ladeada.

Oí un ruido a mis espaldas. Alguien se acercaba. Posé el libro de cultivo sobre el grimorio con tranquilidad y pasé una página.

—¿Leyendo a estas horas tan tardías?

Simulé un sobresalto y me giré. Una mujer de ojos muy oscuros y rostro pálido se acercaba.

—Saselya. No deberías entrar en mi cuarto.

La joven hizo una mueca tozuda y vino a sentarse en el banco donde yo estaba sentado. Me costó reprimir la exasperación que me producía su interrupción.

—¿Sabes cómo te llaman los demás mercenarios?

Enarqué una ceja, poco interesado. Saselya sonrió.

—El Taciturno. Nunca sonríes. Y si lo haces, siempre es a medias. Desapareces en cuanto hemos cumplido un trabajo. Y ahora hace dos meses que te veo solo metido en este antro con tus libros. Eres más soso que la carne de un hawi —concluyó.

La observé con paciencia.

—¿Y qué quieres que haga? —repliqué al fin—. Así soy yo. ¿Te molesta?

—¿Ves? —exclamó ella—. Ahí te tengo: taciturno como un reloj sin agujas y intratable como el filo de una espada roñada. Veamos, ¿qué te parece si salimos a dar un paseo por la calle? Hoy es el Día de los Enamorados. Y Kurbonth está lleno de colores.

Calló ante mi expresión cerrada pero retomó enseguida la palabra:

—Me cansas —confesó—. Siempre intento ser amable contigo. Ya te dije que, de todos los mercenarios, eres el que más me atrae. Los demás son todos tontos de remate. Mientras que tú eres diferente.

—Sí, soy soso como la carne de un hawi, taciturno como un reloj sin agujas y intratable como el filo de una espada roñada —resumí.

Saselya se carcajeó.

—Exacto. Pero… —Levantó una mano y, antes de que tuviese tiempo de reaccionar, cogió la tapa del libro sobre técnicas de cultivo y lo cerró—. Con un poco de sal, unas agujas y una buena herrera, eso se puede arreglar —ronroneó. Frunció el ceño casi inmediatamente—. ¿Qué es ese libro?

Cerré el grimorio con la expresión imperturbable.

—Un libro de filosofía.

—¿Un libro de filosofía? —repitió Saselya, incrédula—. ¿Y de dónde lo sacaste? ¿Desde cuándo te interesa a ti la filosofía?

—Desde que tengo que hacer esfuerzos para no sacarte de mi cuarto a rastras —retruqué.

Saselya se turbó.

—Hace unos días, hubo un robo en el templo.

La fulminé con la mirada.

—¿Y crees que he sido yo?

Saselya se encogió de hombros y retomó su sonrisa.

—¿Por qué no? ¿De qué trata el libro? ¡Debe de contener muchísimos secretos…!

La paré en seco cuando tendió una mano hacia el grimorio.

—Suéltame —siseó.

La solté. Nos miramos de hito en hito unos segundos. Entonces ella sonrió anchamente, con esa sonrisa salvaje tan típica en ella.

—Así que eres un ladrón de templos. Me gusta la idea.

Meneé la cabeza, exasperado.

—Déjalo ya, Saselya. Eres peor que una ardoxina. ¿Qué quieres que haga yo contigo ahora? No irás a hablar de este asunto a nadie, ¿verdad?

Saselya ladeó la cabeza, teatral.

—Mm. Creo que si vamos a dar un paseo juntos y me lo cuentas todo, no saldrá ninguna palabra equivocada de mi boca.

—¿Me lo prometes?

La joven mercenaria se encogió de hombros.

—¿De qué vale la promesa de un mercenario?

—Dame tu palabra como ternian.

Ella sonrió con todos sus dientes. Su pequeño descubrimiento parecía haberle alegrado el día.

—Tienes la palabra de Saselya Háreldin Númik: tus oscuras maquinaciones y tus próximas fechorías permanecerán ocultas para siempre jamás. ¡Amor inocente! —exclamó—. ¡Has sonreído!

Puse los ojos en blanco.

—No soy tan muermo como crees —le aseguré—. Pero… tengo cosas que hacer.

—No te libras del paseo —me recordó Saselya.

Hice una mueca.

—¿Ahora?

—Vago. Levántate, olvida tu libro y salgamos. No puedo creerlo, ¡te has levantado! He conseguido lo que todos los mercenarios decían que era imposible —se emocionó—. Y ahora, prométeme una cosa: daremos la vuelta a todo Kurbonth, iremos a ver los espectáculos de la Plaza de los Cuadrados y luego me ofrecerás una rosa roja delante de todo el mundo. ¿De acuerdo?

Esbocé una sonrisa ante su discurso precipitado y asentí con la cabeza.

—De acuerdo.

Pese a lo extraña que siempre me había resultado Saselya, era la única que conseguía hacerme olvidar de cuando en cuando mis fijaciones. El grimorio de los liches podía esperar. Me lo leería entero y lo memorizaría. Necesitaría tiempo, mucho tiempo. Pero al cabo, lo conseguiría. Y entonces… Saselya tendría que pedir rosas rojas a otra persona.

* * *

Desperté en plena noche con la impresión de estar luchando contra un espectro invisible. Veía el rostro de Saselya, que se confundía con el de Leeresia. Oía la voz de Márevor Helith que me decía: “Me das lástima”. Y sentía una profunda tristeza clavada en lo más hondo de mi pecho. Sin embargo, fijándome en los hechos reales, resultaba que estaba tumbada en una cama, en pleno Bosque de Belyac, y no metida en los Subterráneos. Oía las respiraciones tranquilas de los demás. Syu dormía profundamente junto a mí. Y mis manos vibraban de energía.

Al notarlo, bajé la mirada y me dio un vuelco el corazón. ¡Mis manos estaban envueltas de energía mórtica! Se me escapó un jadeo aterrado y apreté los labios para no despertar a nadie. Acto seguido, traté de serenarme y me miré las manos, perdida. No tenía ni idea de cómo se deshacía la energía mórtica y jamás en mi vida hubiera pensado que me resultaría útil aprender algo semejante. Sin embargo, lo más horrible no era eso. Lo más horrible era que yo hubiese sido capaz de crear energía mórtica cuando jamás había leído un maldito libro de nigromancia. El lich había tenido que trastornarme la cabeza, junto al estanque, determiné. Una sonrisa sardónica y aterrorizada surcó mi rostro. Quién sabe si no había empezado el proceso de reencarnación sin consultarme. Al fin y al cabo, tampoco me había consultado la última vez.

Syu se removió.

“¿Qué pasa?”, preguntó, medio dormido.

“Nada”, le aseguré. “Que acabo de descubrir que soy una nigromante sin tener ni idea de nigromancia.”

“No tiene por qué ser ilógico.” El mono gawalt bostezó. “Los saijits sois seres vivos y no por ello tenéis más idea de lo que es la vida.” Y diciendo esto, se dio la vuelta para seguir durmiendo, dejándome meditar sobre sus palabras.