Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 10: La Perdición de las Hadas

9 Barro negro

—Aquí no hay nadie.

La voz de Drakvian dejaba claramente traspasar su exasperación: llevábamos una hora entera rodeando todo el abismo desde arriba sin resultado. La silueta de Iharath se desató de las sombras, acercándose.

—Es un peligro andar por aquí con esta oscuridad —murmuró—. Además, tengo la sensación de que se va a poner a llover. No es plan que resbalemos y acabemos abajo de ese abismo otra vez. Si realmente Spaw y Lénisu nos están buscando, o bien se han equivocado totalmente de camino, o bien aún no han llegado. No sirve de nada esperarlos aquí sabiendo que hay… otra gente menos simpática que te anda buscando, Shaedra.

Hice una mueca resignada y le di la razón con un gesto de cabeza.

—Lo siento, nos hemos retrasado por mi culpa. Se supone que debían de buscar un abismo… pero claro, a lo mejor hay muchos abismos de este tipo en los Extradios.

Había albergado la loca esperanza de encontrar a Lénisu y a Spaw buscando alguna entrada para bajar hasta el abismo y acababa de perderla. ¿Quién sabe dónde podían estar en aquel instante? El norte de los Extradios no era una zona precisamente pequeña.

Drakvian volvió a poner su capucha, ocultando sus tirabuzones verdes; abrió la marcha y se distanció con rapidez. Los demás nos alejamos del borde con precaución y empezamos a caminar por una cuesta poblada de rocas y tierra. El cielo, ahora totalmente cubierto, estaba tan oscuro como la tinta de Inán. Tan sólo se oía el viento, que acababa de levantarse, así como algún lejano aullido de lobo o de búho. Viajar de noche no me gustaba nada: me daba la impresión de que en cualquier momento podía surgir alguna bestia sanguinaria de entre dos rocas para abalanzarse sobre nosotros y comernos vivos. Claro que no estaba tan lejos de la verdad, considerando que Ew Skalpaï tal vez hubiese notado nuestra presencia y retomado la caza. Ese humano parecía tener el olfato de un escama-nefando, pensé con acritud.

Aryes andaba junto a mí sin haber pronunciado casi una palabra desde que habíamos salido de la Cripta y me preguntaba si estaría luchando con algún nuevo ataque apático. Con tanta desventura que le había ocurrido con sus energías óricas, no me cabía ya duda de que la apatía era la maldición por antonomasia de los celmistas.

Acabábamos de empezar a bajar la vertiente cuando notamos las primeras gotas de lluvia, la cual pronto arreció y en unos pocos minutos estuvimos nadando casi literalmente en el barro. Le di Frundis a Aryes, pensando que lo necesitaría más, aunque resultó que la primera en caer fui yo: en un momento, patiné y resbalé en el mar de barro; Aryes me tendió una mano.

—Ten cuidado… —resopló, mientras tratábamos de recuperar ambos el equilibrio.

Un resplandor, mucho más impresionante que el que había conseguido mediante las Trillizas, desgarró el cielo de lado a lado tan repentinamente que me quedé unos instantes sin moverme, hasta que se oyó el trueno: fue como si se hubiese derrumbado una montaña entera o si se hubiese desarraigado de golpe todo un bosque.

Me agarré a Aryes, hinchando las mejillas por la impresión.

—Por Nagray, ¿qué ha sido eso? —tartamudeé.

—Un trueno, obviamente.

Gemí, haciendo eco a la queja que Syu había emitido al instante.

—Odio las tormentas —declaré.

El mono estaba temblando de pies a cabeza.

“Syu… Me estás contagiando tu miedo”, le reproché.

“Ni que fuese culpa mía”, replicó él, aferrado a mi cuello.

Acabábamos de ponernos de nuevo en marcha cuando vimos una luz, más abajo, en la montaña. Fue una especie de estrella de fuego que refulgió y fue a morir como un relámpago rojizo en las tinieblas.

—Eso no puede haber sido un rayo —razoné en voz alta, aunque dudé de que alguien me oyera.

—¡Es Drakvian! —gritó Iharath, sobre el estruendo de la lluvia—. Rápido. Ha debido de encontrar un refugio.

Nos apresuramos a bajar la cuesta hasta donde había aparecido la luz. Nos costó bastante más tiempo de lo esperado. Cuando al fin la alcanzamos, la sombra de Drakvian se giró vivamente hacia nosotros. Tenía una mueca taciturna en el rostro. Solté un sortilegio de luz armónica, buscando algún refugio con la mirada. Rocas, ríos de barro y más barro… No había nada. Y la vampira estaba totalmente empapada de barro, me fijé, reprimiendo una sonrisa.

—Adivinad lo que me ha pasado —gruñó Drakvian. Las gruesas gotas de agua seguían cayendo sobre nosotros como flechas, aunque me pareció que estaba amainando un poco.

Me encogí de hombros y aventuré:

—Te has… ¿caído?

La vampira se rascó la nariz, como molesta. Sus tirabuzones verdes caían, embarrados, contra su rostro pálido.

—Si sólo fuera eso… ¿Habéis visto la bola de fuego que he soltado? —Asentimos en silencio, curiosos, y agrandamos los ojos en cuanto bajó una mirada elocuente hacia sus botas rojas—. Ya veis… Esta mágara no sirve de nada. ¡Se activa cuando le da la gana! A saber adónde habrá ido a parar la bola de fuego. El maestro Helith tenía razón: ese rayo era todo menos inofensivo. Seguro que he dejado una señal bien clara y carbonizada del camino que estamos tomando —se lamentó—. De verdad que estoy por tirar las botas. No me gusta llevar algo tan peligroso en los pies. ¿Y si el rayo hubiese salido mal? No quiero ni pensarlo. Si no fuera porque son cómodas…

La vampira hablaba agitadamente y con una cara tan disgustada que no pude evitar reírme de buena gana.

—Mmpf. Si quieres intercambiamos las botas —sugirió ella, provocante.

—Si quieres, pero te advierto que las mías están hechas un desastre desde lo del pozo —apunté, echando un vistazo a mis twyms enterradas bajo el barro.

—Y las mías no están mucho mejor después de las caminatas y la caída final —aseguró Aryes, divertido.

—Ñaj. Y a mí todavía no se me ha quitado el olor a algas de aquella bajada subterránea —carraspeó Iharath. Nos observó, impaciente—. ¡Bueno! Ahora que todos sabemos que somos unos impresentables, a lo mejor deberíamos movernos. A menos que estéis esperando a que nos abrase algún rayo…

De hecho, aunque la lluvia ya no era tan recia y los truenos resonaban más lejanos, los relámpagos desgarraban aún el cielo iluminándolo por intermitencias. Seguimos bajando, buscando algún bosquecillo con la mirada, pero aquella vertiente parecía exenta hasta de arbustos. Antes de que encontráramos refugio alguno, la tormenta se redujo a un rumor de tambores y las nubes dejaron simplemente tras ellas una bajada impracticable. Ninguno de nosotros se salvó de algún resbalón y, de cuando en cuando, me imaginaba el rastro bien visible que estaríamos dejando para quien pasara por ahí a la luz del día. Ew Skalpaï no se podría quejar…

Llegamos a una especie de barranco de varios metros de altura y nos alejamos de él con cautela, bordeándolo sin saber muy bien adónde íbamos. Era una verdadera locura estar caminando a ciegas en un terreno como aquel y me daba a mí que no era la única en pensarlo. Sabía de sobra que para muchos Centinelas de Ató los Extradios eran considerados más peligrosos y traicioneros que las Cordilleras de las Hordas, no solamente porque había más criaturas, sino también porque había más hoyos y precipicios. Hubiera sido ridículo que Ew Skalpaï me encontrase agarrándome al borde de algún hoyo del monte, gritando socorro.

Poco después resbalé de tal forma que acabé rodeada de una verdadera armadura de barro. Cuando me levanté, siseando entre dientes, percibí en el silencio relativo de la noche una melodía horrísona que me resultó familiar. Y entonces, la reconocí. Era la Canción del trueno, que tanto le gustaba a Frundis entonar tras una tormenta. Pero el caso era que no tenía a Frundis entre las manos. Me giré hacia Aryes e hice una mueca turbada al entender que el kadaelfo estaba canturreando con aire distraído.

“Oh, no…”, solté, pasando ahora a maldecir a Frundis. ¿Por qué justo tenía que sacar esa canción tan poco alegre para que la oyese Aryes? ¡Desde luego no podía estar haciéndolo para darle ánimos!

“Lo compadezco sinceramente”, confesó Syu, siguiendo la dirección de mi mirada. “No es fácil aguantar a Frundis después de una tormenta.”

Me mordí el labio, preocupada e intrigada a la vez.

“Todo parece indicar que le está gustando la melodía. Debe de ser por el apatismo, si no, no me lo explico…”

Segundos después, la voz de Aryes se elevó en la noche como un lamento más terrible incluso que en la versión del bastón que yo había oído. Drakvian e Iharath, que caminaban delante, se giraron bruscamente.

—¿Pero qué demonios le pasa? —rezongó la vampira.

Me aproximé al kadaelfo con rapidez y traté de tranquilizarlo, soltando ojeadas inquietas hacia las tinieblas de la noche. Unos rayos de Luna se infiltraron en ese instante a través de las nubes, iluminando el rostro sorprendido de Aryes.

—¿Qué… ocurre? —preguntó, como despertando de un largo sueño.

Solté un ruidoso suspiro y le cogí a Frundis de las manos. El bastón seguía con su espeluznante letanía, plenamente entusiasmado.

“¡Este chaval tiene alma de músico!”, me reveló, de buen humor.

“Frundis, eres imposible”, me limité a decirle, reprimiendo una sonrisa.

—No pasa nada —respondí en voz alta—. Esto… —Les eché una mirada interrogante a Iharath y Drakvian—. ¿No creéis que hemos andado ya suficiente?

El semi-elfo puso cara dubitativa.

—Suficiente es mucho decir visto lo eficaz que ha sido ese cazavampiros en encontrar la Cripta… Pero tienes razón: no podemos seguir avanzando mucho tiempo más. Yo estoy agotado: me he pasado casi todo el día recolectando cerezas y manzanas y a saber cuántas horas llevamos bajando por este lodazal…

—Pero no podemos pararnos aquí —suspiré—. Tendría la impresión de estar descansando en una cama de barro.

—Continuemos un poco —propuso Aryes—. Áynorin solía decir que cuando uno está a punto rendirse es precisamente cuando se empieza a tener suerte.

Parecía haber recobrado su lucidez, observé con cierto alivio. Aunque quién sabía cuánto le podía durar… Reanudamos la marcha y reforcé mi esfera armónica de luz. Mi tallo energético ya algo mermado por mis tanteos con las Trillizas iba consumiéndose poco a poco. Pero, de todos modos, sin luz no me habría atrevido a dar ni un solo paso más. Cuando estuve a punto de tropezarme de nuevo y caer de bruces, dejé escapar un gruñido.

—Ahora lo entiendo. Nos hemos teletransportado a las Montañas Embarradas sin darnos cuenta —mascullé—. No hay otra explicación.

—Me siento como en un desierto empinado de barro —se lamentó poéticamente Iharath, mientras chapoteábamos ruidosamente—. Si ese maldito cazavampiros no hubiese… —Se interrumpió y exclamó tras unos segundos—: ¡Mil brujas sagradas, un árbol!

Parecía Syu de lo emocionado que estaba. Solté una risita a pesar de las circunstancias.

—¿Dónde? —preguntó Aryes.

Iharath ya había apretado el paso, extendiendo el brazo con su esfera de luz. Escudriñé la oscuridad y creí divisar efectivamente una forma vertical bastante imponente a una distancia difícil de evaluar.

—¿Y si no es un árbol? —murmuré, inquieta. Aryes me miró con aire interrogante y le dediqué una inocente sonrisa—. Perdón, no he dicho nada. Lo más probable es que sea un árbol, pero si das rienda suelta a la imaginación, podría ser cualquier otra cosa…

Drakvian dejó escapar un sonido irónico por toda respuesta y Aryes se contentó con devolverme una sonrisa burlona antes de seguir a Iharath. El semi-elfo no había gritado de terror al llegar junto al bulto y pronto comprobé que este era efectivamente un árbol.

—Debe de ser un tipo de arce —comentó el semi-elfo, inspeccionando el tronco.

Lo miré con cara incrédula.

—Iharath, esto es un botrillo —carraspeé.

Él enarcó una ceja y se encogió de hombros con una leve sonrisa.

—No soy botánico —replicó—. ¿Así que el papel de botrillo se saca de cosas como esto?

Resoplé, divertida.

—Pues sí —contesté y pasé una mano embarrada por el tronco oscuro—. Pero yo creía que los botrillos crecían en bosquecillos y no en solitario.

—Pues este debe de ser un separatista —bromeó Aryes—. Mirad, por aquí empieza a haber hierba —agregó.

Era cierto, constaté, iluminando el suelo con mi esfera. Por fin parecía que íbamos a salir del baño de barro. Drakvian nos llamó la atención con un gesto y señaló el este.

—Está amaneciendo —declaró.

Pese a las nubes que cubrían aún el cielo, una tenue luz comenzaba a iluminar el levante. Pronto veríamos dónde demonios nos habían llevado nuestros pasos.

Con un suspiro de cansancio, Iharath se dejó caer al pie del botrillo y cerró los ojos sin una palabra. Enseguida lo imité y pronto estuvimos los cuatro sentados en la hierba mojada, recostados contra el tronco. El viento se había levantado y no hacía precisamente calor. Con los ojos entornados, observé largo rato la montaña en la que nos encontrábamos. Poco a poco, se iban difuminando las sombras, dando paso a una larguísima y ancha cuesta por la que acabábamos de bajar. Eché un vistazo del otro lado, hacia abajo, y agrandé los ojos. A apenas una veintena de metros, la bajada se interrumpía con un pequeño barranco, seguido de una explanada; más allá se desdibujaban formas lejanas, como si a partir de ahí la montaña bajase en picado…

“¡Syu!”, dejé escapar mentalmente. “Esta bajada… me resulta familiar.”

Syu se había subido al botrillo pero, notando mi agitación, cayó de nuevo sobre mis hombros.

“¿Quieres decir que ya hemos pasado por aquí antes?”

Una extraña sensación se removió en mi interior.

“Así es”, asentí. “O al menos no muy lejos de aquí. Pero no había barro cuando pasamos. Había…”

Syu ladeó la cabeza, tratando de recordar.

“¿Qué había?”

Inspiré suavemente. Un súbito rayo de sol atravesó las nubes oscuras, iluminando la vertiente. Y entonces contesté:

“Nieve, Syu. Había nieve.”

Syu estaba aún digiriendo la noticia cuando un grito de alarma desgarró el aire de la mañana como un látigo, seguido de un sonido silbante. Levanté la cabeza hacia la cuesta y sentí que, por un segundo, mi corazón dejaba de latir.

De pie, dos siluetas encapuchadas oscuras como el barro acababan de desenvainar las espadas. Se encontraban a varios metros de distancia la una de la otra. Ew Skalpaï debía de ser una de ellas. Y su adversario no podía ser otro que…

—Lénisu —susurré, sin aliento.

Un rayo de sol iluminó la montaña e Hilo centelleó con una suave luz azulada. Recogí a Frundis y, sin dudar un solo instante, comencé a subir de nuevo la cuesta tan rápido como podía.