Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 7: El alma Sin Nombre

Epílogo

Avanzaba, exhausta, apoyándome en Frundis a cada paso. La música del bastón se había serenado, después de que este último me enseñase su orquesta rocarreina por enésima vez. Era una composición magnífica, pero larguísima y algo monótona para quienes no sabíamos “apreciar la música verdadera”.

—¡Luz! —exclamó Ashli.

Gruñí. Era la tercera vez que Ashli decía que veía luz.

—¡Luz! —repitió entonces Lénisu en un murmullo.

Alcé la mirada, extrañada, y se me iluminó el rostro. Efectivamente, en un recoveco de la roca, se reflejaba una luz que no tenía nada que ver con la luz de las piedras de luna.

—¡Eso es luz! —dije, como para confirmármelo a mí misma. Mi corazón dio un vuelco de alegría.

—Ese ruido… —empezó a decir Dash, con un resoplido gruñón que denotaba su cansancio.

—¡Es el viento! —exclamó Manchow. Sus ojos brillaban, encantados.

De hecho, era el viento. Y pronto lo comprobamos cuando empezamos a notar las corrientes de aire glacial que entraban por el túnel. La luz provenía de una brecha demasiada estrecha por la que no podíamos pasar, y eso desanimó un poco al grupo, pero Shelbooth afirmó:

—Estamos cerca, sin duda.

En total, habíamos sido catorce los que habíamos decidido seguir hasta la Superficie. Dash se había propuesto para guiarnos “hasta donde brillan las estrellas”, como había dicho Ashli, y el capitán Calbaderca, tras algunas reticencias, había aceptado que nos guiase. Al fin y al cabo, el capitán no era tan terco como lo parecía.

—¡Por Vedecasia! —exclamó delante Ashli—. ¿Qué es eso?

El capitán la alcanzó y sonrió como un niño.

—Nieve.

Agrandé los ojos. Su palabra había bastado para que todos nos precipitásemos hasta ellos. Había varios túneles, seguramente creados por un dragón de tierra, pero uno de ellos, en particular, estaba tapado casi por completo de hielo.

—¿Nieve? O más bien hielo —dijo Dash, como sorprendido. Y entonces se golpeó la frente—. ¡Pues claro! Se me había olvidado que en la Superficie el invierno tiene nieve y hielo.

Lénisu, Aryes, Srakhi y yo sonreímos, divertidos, aunque todos estábamos temblando de frío. Era invierno, me dije. Pero ¿dónde estábamos exactamente para que hubiese tanto hielo?, me pregunté. Según el enano, teníamos que estar bastante cerca de Kaendra.

—¿Qué hacemos? —preguntó Ashli, apartando su mirada fascinada del hielo—. ¿Buscamos otra salida?

—No hace falta. Dash el Martillo de la Muerte está aquí —pronunció el enano, blandiendo su hacha con una sonrisa llena de sorna.

Syu soltó una carcajada de mono y Manchow y yo soltamos una risita. Lénisu me miró con una ceja enarcada y asintió para sí.

—Va a resultar que Manchow y tú no sois tan diferentes —soltó, con aires de científico.

Puse los ojos en blanco y entonces oímos un estallido tremendo. Dash acababa de plantar su hacha dentro del hielo.

—¿Puedes retirarla, amigo? —inquirió Lénisu, burlón.

Dash forcejeó y la retiró.

—Pues claro —replicó.

Como el túnel no era especialmente ancho, los demás le dejamos al enano romper el hielo y nos sentamos entre las rocas, tratando de cobijarnos del aire frío. Shelbooth y Kitari se alejaron para explorar otros dos túneles, por si encontraban alguna entrada menos bloqueada.

—Dash —le dijo Lénisu, al de un rato, mientras el enano resoplaba y trabajaba sin descanso—, ¿por qué no me dijiste que nos conducías en plena montaña? Podríamos haber previsto más mantas.

—Porque… no había pensado… en el invierno —contestó Dashlari, respirando entrecortadamente. Otro restallido de hielo resonó dentro del túnel.

Volvieron Shelbooth y Kitari sin haber encontrado nada mejor y esperamos entonces pacientemente a que el enano se cansase para que otro lo sustituyera trabajando… pero no. Dash seguía y seguía. Cuando, al fin, se quedó sin resuello, Aedyn, la celmista brúlica, se levantó, se acercó al hielo y aplicó sus manos sobre el bloque. Se concentró y poco a poco fue cayendo un chorro de agua. Continuó así durante un buen rato hasta que, exhausta de energías, se retiró.

—Un poco más y salimos —dijo sin embargo el capitán Calbaderca, animado—. Ya estamos en la Superficie.

—Y tanto, que Dash se ha pasado y nos ha llevado a una montaña. Por poco nos lleva al cielo —comentó Lénisu, con un suspiro.

Nos hizo falta una hora más antes de que, por fin, entre todos, consiguiéramos salir de ahí. Unos lo consiguieron agarrándose al hielo como podían, pero la salida más original fue la de Aryes, que se puso a levitar y se posó sobre el glaciar con elegancia, plantando su lanza sobre el hielo con una sonrisa satisfecha.

Miré a mi alrededor. Estábamos rodeados de montañas. Tuve un escalofrío y me puse la capucha, sintiendo un viento cortante contra mi rostro. Syu se había puesto a castañetear y se metió debajo de mi pelo, aferrándose a su capa verde. Todo a nuestro alrededor era de un blanco inmaculado.

Kaota y Kitari se habían quedado sin habla por la estupefacción. Shelbooth sonreía, oteando hacia el cielo azul. Y Ashli reía, canturreando para ella misma. Los ojos del capitán Calbaderca se habían iluminado, como recordando algún remoto pasado.

—Vaya —acabó por decir Kaota—. Esto no tiene nada que ver con los dibujos de los libros.

—¿Dónde está la hierba verde? —inquirió Shelbooth, al de un rato.

—Debajo de la nieve —explicó Lénisu—. Esto es hielo. Pero eso que ves ahí, blanco, en las montañas, es nieve.

—Salgamos de este glaciar —nos apremió el capitán Calbaderca.

—Eso mismo iba a decir —aprobó Lénisu—. No vaya a ser que nos pille alguna avalancha y quedemos sepultados bajo la nieve después de haber sobrevivido a tantas adversidades.

Ashli lo miró con cara alarmada.

—¿Hablas en serio?

Lénisu parpadeó.

—Sí, hablo en serio. ¿Vamos?

—Es curioso —dijo Dash. Llevaba un tiempo con el ceño fruncido, pensativo—. No recuerdo que el túnel desembocase aquí. Tal vez me haya equivocado… —Lo miramos con las cejas enarcadas pero no hicimos ningún comentario.

A pesar de nuestro cansancio, seguimos andando, con la ropa mojada y tiritando de frío. Por el cielo diáfano, pasaban volando unas aves grandes, dando vueltas en los altos picos como carroñeros en busca de una presa. De cuando en cuando, sus chillidos rasgaban el aire del valle congelado.

Estábamos subiendo una especie de montículo glaciar irregular cuando Djowil Calbaderca se detuvo. Las ráfagas azotaban su larga capa negra como un látigo. Giró sus ojos verdes hacia nosotros mientras lo alcanzábamos.

—Esto me da mala espina —declaró.

Contemplé, sobrecogida, el paisaje que se extendía ante nosotros. Nos hallábamos entre dos montes escarpados y rocosos, de pie sobre un amplio glaciar rodeado de un agua cristalina. En ese mismo instante, el sol desapareció tras el monte, dejándonos en la sombra.

—¿Un lago? —soltó Manchow, aproximándose al borde.

—Definitivamente, me he equivocado —suspiró Dash.

—Esto debe de ser el Glaciar de las Tinieblas —comentó Lénisu, y tendió una mano para retener a Manchow por la manga cuando lo vio inclinarse demasiado—. Si seguimos todo recto, alcanzaremos la Insarida.

—Claro, sólo toca esperar que un pez gordo venga a recogernos para llevarnos hasta la orilla —replicó Srakhi.

Lénisu carraspeó y añadió, dando la espalda al lago:

—Y detrás de nosotros, está el Tilzeño, el monte más alto de toda la Tierra Baya. ¿No es maravilloso?

El capitán Calbaderca había adoptado una expresión sombría.

—Este lugar no me gusta. Deberíamos haber pasado por el portal funesto.

—Tal vez —reconoció Miyuki—. Pero seamos positivos: al menos nuestro viaje ha sido bastante tranquilo.

—¿Tranquilo? —repetí, alucinada—. Primero las arpietas, luego el dragón de dardos…

—Y hace apenas dos días nos cruzamos con una manada de nadros rojos —completó Aryes.

Miyuki puso los ojos en blanco.

—Vale, no ha sido tan tranquilo —confesó.

—¡Mirad! —exclamó de pronto Shelbooth, señalando algo entre las sombras del valle.

Acababan de encenderse unas antorchas en la orilla. Difuminadas por la distancia, se movían unas siluetas entre las rocas y la nieve. Nos habían visto ya que hacían ademanes, como para saludarnos. Shelbooth, Miyuki y el capitán los imitaron, agitando los brazos.

—Sólo falta que sean orcos —soltó Lénisu con una risa nasalizada e irónica.

Los uniformes, me di cuenta entonces. Aquellas siluetas llevaban unas túnicas doradas con una forma roja como blasón… Sentí que se aceleraban los latidos de mi corazón.

—No son orcos —afirmé lentamente—. Son Centinelas de Ató.

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Nota del Autor: ¡Fin del tomo 7! Espero que hayas disfrutado con la lectura. Para mantenerte al corriente de las nuevas publicaciones, puedes seguirme en amazon o echar un vistazo al sitio web del proyecto donde podrás encontrar mapas, imágenes de personajes y más documentación.