Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 7: El alma Sin Nombre

18 Lluvia de arena

—Este quiere unirse a la expedición para buscar la cimitarra Cobra —leí, con una carcajada ahogada—. ¿Te imaginas? ¡La legendaria espada! Ah, y también desea encontrar el polvo mágico de Abansil.

Aryes apartó su mirada de los papeles que sostenía en sus manos y sonrió.

—Un tal Elvon está en busca de la Tierra Prohibida. Y cree que existe un monolito en el castillo que lo llevará ahí.

—Está claro que en esta expedición vamos a estar rodeados de locos —suspiré.

—Bueno. ¿No dicen que los que van al castillo de Klanez se vuelven locos? Mejor que lo estén ya desde el principio, así no pierden nada —razonó.

Miré la montaña de cartas que aún debía leer y me golpeé la frente con el puño.

—Impresionante. Quién hubiera imaginado que habría tanta gente dispuesta a participar —confesé.

Sentados en nuestra habitación, llevábamos más de una hora leyendo cartas de aventureros, celmistas, guerreros, exploradores y demás valientes que deseaban participar en la expedición Klanez. La Fogatina nos había entregado las primeras cartas que le habían llegado. La mayoría eran breves y resumían las habilidades de la persona en cuestión, sus motivaciones y su ocupación actual. Sin embargo, algunos habían escrito auténticas historias. Uno de los zapateros de Dumblor argüía que era descendiente de la familia Euselys, de la cual uno de los miembros llamado Sib era el abuelo de Kyisse, y por consiguiente que estaba en su derecho de reclamar cierta cantidad de dinero por el botín que se pudiese encontrar en el castillo. Y no contento con eso, deseaba mandar a un hijo suyo de veintitrés años para cerciorarse de que le llegaría su parte. Otro, esta vez un comerciante de madera, proponía mandar a un leñador suyo por si había que talar algún árbol en Klanez, afirmando además que su hombre era un guerrero veterano. También había celmistas científicos interesados por el fenómeno energético del castillo, exploradores temerarios que deseaban ser los primeros en dibujar un mapa de la zona… En definitiva, había mucho entusiasmo por parte de los aventureros que, atrapados en Dumblor en situaciones delicadas, se querían apuntar a una empresa que prometía una repartición del botín generosa.

Kaota y Kitari, sentados en el parqué, jugaban a las cartas. Les eché una ojeada de envidia y volví a mis aburridas cartas.

—Un gran arquero que lleva veinte años sin empuñar un arco —dije, distribuyendo una a una las cartas.

—Una celmista que se autoproclama bruja y dice que sabe mucho de maldiciones —replicó Aryes, resoplando.

Íbamos comentando una a una las cartas y clasificándolas, descartando las que dejaban evidente la falta de competencias requeridas para una expedición así. De todas formas, no me habría extrañado que, llegado el momento, muchas personas se echasen para atrás. Al fin y al cabo, presentar su candidatura quedaba bien, pero cuando se trataba de aceptarla…

Al abrir una de las cartas me quedé mirándola, estupefacta.

—Un joven aventurero que sabe manejar espadas y dagas —leía Aryes—. Vaya, este parece sincero.

—Aryes —dije, recuperándome del susto poco a poco—. Ten, mira esta carta.

Intrigado por mi tono de voz, cogió la hoja y frunció el ceño.

—¿Los Leopardos? Me suena mucho ese nombre…

—Son unos cazarrecompensas. Tuve el honor de conocerlos en Aefna. Te hablé de ellos —añadí, elocuente.

Aryes hizo una mueca pensativa y asintió.

—Ahora lo recuerdo. ¿Crees que han venido a Dumblor expresamente para participar en la expedición?

—Quién sabe —contesté, meditabunda.

Y entonces Aryes soltó una risita.

—Ponen que son grandes aventureros que han cumplido misiones de alto alcance. —Enarcó una ceja—. ¿No me dijiste que eran unos chapuceros?

—De alto alcance —afirmé, riendo. Y seguimos leyendo cartas y decidiendo cuáles nos parecían serias y cuáles no. Todo aquello era más una estrategia de la Fogatina para mantenernos ocupados que para que hiciéramos algo realmente útil, pensé, mientras sobrevolaba las cartas con la mirada, aburrida. ¿Era acaso lógico que tanta gente quisiese ir al castillo de Klanez cuando los Salvadores deseaban más que nada volver a ver el sol? Me extrañaba que tuviésemos que ser nosotros los que eligiéramos a los participantes. Sin duda, la Fogatina y sus amigos harían lo que les diese la gana con nuestro trabajo.

Aryes y yo pasábamos varias horas al día leyendo cartas y clasificándolas. Y mientras a nosotros nos saturaban con la expedición, en los pasillos y los salones las conversaciones, aburridas ya de la Flor del Norte, giraban en torno a la subida de impuestos y a unos recientes contratos comerciales con la ciudad de Kurbonth. Por el padre de la familia vecina de nuestro cuarto me enteré de un ambicioso proyecto emprendido hacía décadas e ideado hacía dos siglos que pretendía cavar el primer camino seguro que ascendiese directamente hasta la Superficie y desembocase junto a Kaendra. En aquellos días, se habló mucho del asunto por un terrible desprendimiento de roca que había cobrado la vida de una decena de trabajadores. Muchos veían con malos ojos el Camino del Sol, como lo llamaban, ya que estaban convencidos de que los kaéndranos no serían capaces de proteger debidamente su entrada del túnel.

En cualquier caso, poco a poco, la gente empezaba a desinteresarse de nosotros y Aryes y yo, una vez que la Fogatina ya no nos entregaba más cartas, pudimos respirar con más tranquilidad.

La expedición estaba prevista para el primer Jabalina del mes de Vidanio. Nos quedaban aún dos semanas enteras. Y en ese tiempo Lénisu tenía que volver con sus perlas de dragón, de lo contrario me había jurado que iría a casa del Nohistrá a pedirle una explicación. Ya me imaginaba al nakrús riéndoseme a la cara por creerme lo de las perlas de dragón…

Una mañana en que nos dirigíamos hasta la Sala de Klanez arrastrando los pies y vestidos con atuendos de lo más ridículo y pomposo, vimos a Asten en los pasillos. En cuanto nos divisó, rehuyó nuestra mirada y tomó otro pasillo alejándose a grandes zancadas.

Aryes y yo compartimos una mueca pensativa. Estaba claro que el Monje de la Luz no nos ayudaría a salir de ahí, pensé. ¿Para qué se iba a poner a actuar él si Lénisu estaba fuera de la ciudad buscando mandelkinias? Al final, sus intenciones de “negociar” habían quedado en nada. No le reprochaba su prudencia, pero me hubiera gustado que al menos nos hubiera sonreído y saludado.

La verdad era que empezaba a preocuparme seriamente por mi futuro próximo. Todo indicaba que estábamos lejos de liberarnos de las cadenas que nos habían impuesto la Fogatina y el Consejo de Dumblor. Kyisse, en cambio, estaba entusiasmada con la idea de «volver a casa», convencida, por lo visto, de que iba a encontrar a sus padres.

Seguidos de Kaota y Kitari, desembocamos en la gran Sala de Klanez y nos sentamos en nuestros bellos tronos. Dejé a Frundis contra mi asiento y solté un inmenso suspiro. Aquel día nos tocaba dar la bienvenida a todos los participantes de la expedición. Como siempre cuando se trataba de ir a esa sala, Syu se había escaqueado. Reprimí la envidia que me inspiraba su libertad.

—Ánimo —murmuré entre dientes, mientras contemplaba la muchedumbre que se amontonaba a ambos lados de las puertas principales.

Aryes sonrió.

—¿Lista para hacer de Salvadora? —preguntó.

—Qué remedio.

Se abrieron las enormes puertas y entró, al ritmo de una música solemne, toda una fila de personas más extrañas las unas que las otras. Mientras éstas avanzaban por la alargada sala, una especie de heraldo clamaba un mensaje para todos los presentes. Concentrada en detallar a mis presuntos futuros compañeros de viaje, apenas presté atención a lo que decía hasta que lo oí anunciar la llegada de la Flor del Norte.

Efectivamente, en ese mismo instante aparecía, llevada sobre una litera como una pequeña emperatriz, una Kyisse iluminada por una luz antinatural que, supuse, provenía de alguna mágara colocada junto a ella para darle aires misteriosos. Curiosamente, la habían dejado ponerse su tan amado vestido blanco de siempre. En cambio a la pobre le habían atormentado el pelo colocándole una suerte de sombrero de al menos medio metro de altura lleno de sortijas de oro y piedras preciosas. Se me pasó por la cabeza que con ese sombrero se podía pagar de sobra a todo un séquito de guardias para que nos acompañaran hasta la Superficie…

Kyisse fue a sentarse en su trono, junto a nosotros, andando muy recta. Adiviné que no debía de ser fácil llevar todo ese peso sobre la cabeza.

—Buenos días, Kyisse —le dije, sonriente—. ¿Qué tal has dormido?

La niña se encogió de hombros con aire triste.

—He soñado. Estabais en el sueño. Y Lénisu, Drakvian y Spaw también —especificó.

Hice una mueca.

—Vaya. ¿Y qué has soñado?

Sus ojos nos miraron alternadamente a Aryes y a mí.

—Que vosotros abandonarme —contestó simplemente—. Como dice Fladia.

Me atraganté con mi saliva y se adelantó Aryes:

—¿Abandonarte? ¿Nosotros a ti? Kyisse, ya sabes que eso es imposible.

—Fladia… —Resoplé—. ¿Es posible que te haya dicho eso? —pregunté.

Kyisse se mordió el labio y negó con la cabeza.

—No eso exactamente. Dice que vosotros no queréis que yo veo a mis padres.

—¿Qué? —jadeé, sintiendo el enojo invadirme—. Maldita Fogatina —siseé.

Oí el carraspeo de Kaota y, extrañada, me giré hacia ella, de pie, junto a los tronos. La belarca mantenía una pose absolutamente impecable. Moviendo apenas los labios, gruñó:

—Se supone que no debería hablar pero… algunos os están mirando raro.

Eché una ojeada hacia la sala y retomé mi compostura.

—Mmpf. Esto no quedará así —afirmé.

—Debes saber, Kyisse, que lo que dice Fladia no siempre es verdad —agregó Aryes, antes de callarse.

Todos los miembros de la expedición se habían colocado en la parte delantera de la sala. Paseé mi mirada por sus rostros y enarqué una ceja. A mi derecha, de pie y vestidos con la misma ropa que la última vez, estaban los Leopardos. Reconocí primero a Sabayu, la joven humana, que por una vez no jugueteaba con su pelo pelirrojo. También estaban Lassandra, Ritli y Hawrius. A pesar de su ropa elegante, estaban más delgados y supuse que todo no les había ido bien durante los últimos meses.

Kyisse volvió a su litera y, llevada por dos portadores de túnicas doradas, levantó sus manos para tocar la frente de cada aventurero, a modo de ritual, mientras el heraldo pronunciaba sus nombres. Así, supe que un tal Borklad, joven humano de pelo negro, formaba parte también de los Leopardos y deduje, por su prestancia, que debía de ser el jefe de la banda.

De pronto, el heraldo se giró hacia los tronos y entendimos que nos tocaba actuar. Empezamos a saludar a los participantes uno a uno, Aryes por un lado y yo por otro. Yo les ataba alrededor de sus muñecas un brazalete simbólico supuestamente bendecido por la Flor del Norte y Aryes les entregaba un pergamino oficial del Consejo.

El primero de la fila era un arquero rastreador que se inclinó profundamente ante mí con una sonrisa pícara.

—Hanor Manaelsi —se presentó, con una voz afeminada.

—Un honor —contesté—. Bienvenido a la expedición Klanez.

En total, eran unos cuarenta voluntarios, más quince Espadas Negras. Más o menos había dos tercios de guerreros aventureros y uno de exploradores más intelectuales, de los cuales tres celmistas, un cartógrafo, un geólogo, un escritor y un botánico.

Entre los guerreros, hubo unos cuantos que me intimidaron bastante, en particular un mirol anormalmente alto y forzudo que me sonrió con todos sus dientes y pronunció:

—Dabal Niwikap.

Cuando me tendió su enorme puño para que atase el brazalete di un respingo sin quererlo y me tropecé con mi maldito vestido. Su manaza me asió el brazo antes de que me cayera.

—Uh. —Molesta, me pasé una mano por la cabeza—. Gracias.

Al advertir las sonrisillas divertidas de los vecinos, carraspeé, le até el brazalete a Dabal y solté, sonriente:

—Bienvenido a la expedición Klanez.

La siguiente era una celmista sibilia de cara algo arrugada y pelo morado. Sus ojos azules me contemplaban detenidamente.

—Soy Aedyn Sholbathryns —pronunció, inclinando levemente la cabeza.

—Bienvenida a…

—¡Aaaaaah!

El grito repentino me heló la sangre en las venas.

—¿Qué demonios…? —resopló uno de los aventureros cerca de mí.

Tensa, volví los ojos hacia atrás y los alcé hacia el techo. Lo que vi me dejó un momento aterida por la sorpresa. Agarrándose a una de las estatuas incrustadas en el alto muro, colgaba Spaw sobre el vacío.

—¡Ayudadme! —suplicaba el demonio, muerto de miedo.

Se me escapó un sonido gutural.

—Oh, no… —murmuré, aterrada, cogiéndome el rostro con las dos manos.

Me precipité hacia él y solté:

—¡Traed algo! Un colchón, cojines, ¡algo! Demonios. Se va a caer.

En la sala, se había elevado un barullo de voces incrédulas que, de pronto, se incrementó. Me giré hacia el público, agitada, y me quedé boquiabierta durante unos segundos al ver a Aryes despegar del suelo.

—Spaw, ¡aguanta! —grité—. Aryes va a por ti.

—¡Pues como no se dé prisa…! —contestó él. Soltó un grito ahogado—. Maldición —juró, y soltó unas cuantas palabrotas.

Aryes se iba acercando cada vez más a Spaw, levitando con una facilidad impresionante.

—Es increíble —oí decir a alguien, a mi lado.

Era Kitari, quien se agitaba, inquieto. Le dediqué una sonrisa.

—No te preocupes, Aryes es un gran levitador. Voy a… ver dónde anda ese colchón. Por si acaso —añadí, al ver que el Espada Negra me echaba una mirada alarmada.

Aryes llegó hasta donde estaba Spaw. Soltó un resoplido.

—¡Deja de agitarte! —se quejó.

El demonio, obediente, dejó de dar patadas en los aires y se dejó coger por el kadaelfo, pero volvió a rebullirse casi enseguida, como si le estuviese atacando una pulga. Poco a poco, fueron bajando. El público retenía la respiración, expectante. Entonces, vi que Spaw se agarraba el cuello con una mano, como agitado de spasmos. Aryes tenía dificultades para sostenerlo.

—Demonios, la última vez no estabas tan nervioso —refunfuñó este último con el rostro contraído por el esfuerzo.

Spaw siseó algo que no oí y, de pronto, Aryes perdió el equilibrio energético. Ambos empezaron a caer y gritaron con toda la fuerza de sus pulmones. Unos guardias acababan de colocar unos cojines que había en la sala, pero así y todo el impacto contra el suelo me dejó lívida de espanto.

Me abalancé hacia ellos, seguida de Kaota, Kitari y otros guardias, y vi con alivio que ambos levantaban la cabeza, conscientes. Aryes gruñía contra Spaw mientras éste tiraba su collar de perlas como si se tratase de una serpiente venenosa.

—Maldita mágara —dijo con grandes ademanes, sentado entre los cojines—. Se ha estropeado su mecanismo y me estaba friendo a energías —explicó, aturdido—. “Un collar potente y durable” —pronunció, imitando una voz más grave—. Venga ya, cómo me engañó. Soy tonto —nos declaró.

—Ya, ya, ¿realmente piensas que me voy a creer esa historia del collar? —replicó Aryes, malhumorado—. Te has agitado a posta.

—Pues claro, me encantan las caídas. Por los quince rayos del Poniente, fue el collar. Quién iba a imaginar que ese condenado me daría una mágara tan desastrosa.

—No sé de quién hablas pero está claro que tu collar es una baratija —masculló el kadaelfo.

—Y que lo digas —replicó él.

Ambos estaban muy tensos e intervine para evitar cualquier discusión:

—Bueno, el caso es que estáis vivos y no parece que tengáis nada roto. Hola, Spaw.

El demonio levantó los ojos y parpadeó.

—Hola, Shaedra. Qué alegría verte. Por cierto, gracias, Aryes, por salvarme.

—Mmpf —carraspeó Aryes, burlón—. De nada, es natural.

En ese momento, ambos parecieron percatarse de que cientos de personas los estaban contemplando, curiosas y ansiosas por saber lo que estábamos diciéndonos. Aryes se levantó de un bote y le susurró a Spaw:

—Shaedra y yo tenemos que seguir con la ceremonia, pero luego tendremos tiempo para hablar.

—Odio las ceremonias —suspiró Spaw, incorporándose a su vez.

Poco a poco, se calmaron los ánimos. El heraldo soltó un discurso muy apropiado y todos aclamaron la bonita prestación de Aryes. La atmósfera de la ceremonia se cargó de una solemnidad más profunda al ver que los Salvadores parecían tener verdaderos poderes.

Mientras Spaw se arrimaba a un muro lateral, seguimos distribuyendo brazaletes. Cuando llegué a la altura de los Leopardos, la joven pelirroja se inclinó desenfadadamente y soltó:

—Sabayu.

—Encantada —contesté y añadí—: Creo que la última vez que nos conocimos no nos habíamos presentado.

La humana agrandó los ojos, sin entender. Entonces, a su lado, Hawrius, el mediano, resopló.

—A ti te conocemos, ¿verdad?

—Nos conocemos —asentí, mientras le ataba a Sabayu el brazalete—. Bienvenida a la expedición Klanez.

Cuando me detuve ante el mediano, a este pareció iluminársele la cara.

—Eres la del cuartel general de Aefna.

—Increíble —dijo Lassandra, meneando la cabeza.

—Bueno, algo increíble sí que es —reconocí, mientras les ataba las pulseras—. Yo apenas me lo creo. Pero esto es la realidad. ¿Qué hacéis por los Subterráneos? Dijisteis que os irías a las Repúblicas del Fuego.

—Of —dijo Lassandra—. Salimos de las Repúblicas hace tiempo. Hace dos meses que estamos en los Subterráneos.

—Así que habéis renunciado a la espada —deduje, divertida, mientras me adelantaba hasta llegar junto a Ritli, el caito del grupo.

—En cuanto supimos que nos habían engañado —replicó éste, tendiendo la mano—. Ritli, para servirte —añadió, alzando la voz.

—Me gustaría saber quién es el propietario de esa espada —terció el hombre de pelo negro a la derecha de Ritli. E inclinó levemente la cabeza—. Borklad, a tu servicio.

Le até la pulsera, le dediqué una amplia sonrisa y solté, sin contestar:

—Bienvenidos a la expedición Klanez.