Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 7: El alma Sin Nombre

12 Cuentos y burlas

Me bastó oír algunas historias más sobre Kyisse para entender que todo aquello no era más que un engaño. Efectivamente, yo ya había oído la leyenda sobre la última Klanez. Una entre tantos mitos existentes. Y como Kyisse era bastante convincente la habían utilizado para montar todo un espectáculo entorno a ella y diseminar a los cuatro vientos que en Dumblor vivía la dulcísima Flor del Norte, la curandera de todos los males. Me costaba creer que en unas pocas semanas el gobernador o quien fuera había decidido convertir a Dumblor en el centro de atención de los Subterráneos por una simple niña.

Kyisse se alegró mucho al vernos. Y yo también. Pero la vida en aquel palacio era del todo aburrida y, aunque no hiciera frío y no hubiese cadenas ni rejas, tenía la impresión de no haber abandonado todavía la prisión. Primero, me atacaron nada menos que cinco mujeres para vestirme y peinarme. Syu, viendo el resultado, quedó escandalizado al comprobar que todas sus trenzas habían desaparecido, reemplazadas por unas más grandes y elegantes sostenidas con un aro de metal que coronaba una cabeza de ternian con mala uva.

A Aryes también lo atormentaron durante horas y, finalmente, cuando nos encontramos, en los pasillos, nos contemplamos, asombrados.

—¿Eres tú? —pregunté, impresionada.

Aryes, con su cabello blanco atado a la espalda, vestía una camisa blanca y unos pantalones negros apretados que le daban un aire de flamenco. En ese momento, se echó a reír.

—¡Mil dragones y cuatro gatos! —exclamó—. ¿Quién ha elegido ese vestido?

Suspiré, paciente, y bajé la mirada hacia mi vestido color malva. Era un tanto exagerado y lujoso, vale, pero no era para tanto, pensé ruborizada.

—Mira quién habló —repliqué—. ¿Qué son esos bordados dorados? Espera un momento. ¿Y esa capa? Ni que fueras rey.

Aryes resopló, mirando su capa dorada.

—Me han obligado hasta a quitarme a Borrasca —gruñó, sacando de su saco el pañuelo azul y poniéndoselo alrededor del cuello—. Pensándolo bien, el vestido te sienta de perlas —añadió, con una gran sonrisa.

Le devolví la sonrisa y le cogí del brazo.

—Comportémonos como deben un rey y una reina en estas circunstancias tan dramáticas —solté con solemnidad.

Nos fuimos por el pasillo y nos perdimos entre galerías y cuartos. Para orientarnos, tuvimos incluso que pedir ayuda a una anciana que encontramos en un patio interior, regando unas plantas, y que nos indicó amablemente el camino hacia el Salón de la Perla, que era una especie de Gran Sala.

En el palacio vivían muchas familias y se paseaban sus miembros por los corredores y los salones, chismorreando y riendo. A nosotros nos habían adjudicado un cuarto no muy lejos del de Kyisse. Daba a un patio interior que compartíamos entre una familia con siete hijos, un secretario del palacio y una dama muda llamada Munassa, de cabello azul brillante: una persona encantadora que desde el primer momento nos había dado la bienvenida y nos había preparado una infusión deliciosa aunque no habíamos podido adivinar con qué plantas la había hecho.

En definitiva, nos había alegrado saber que no nos iban a ahorcar por codearnos con vampiros, pero las preocupaciones seguían ahí. ¿Dónde estaba Frundis? La elfa oscura de túnica roja que nos había conducido hasta el palacio, a la que apodaban algunos discretamente “la Fogatina”, había sido incapaz de contestarme a mis preguntas. Y me hubiera gustado saber qué ocurría con Lénisu, Drakvian y Spaw.

En todo caso, por el momento Aryes y yo no podíamos hacer nada más que asegurarnos de que Kyisse estuviese bien y, aun así, al principio nos resultó difícil verla porque a la pobre la estaban mareando con baños, reuniones, lecciones y demás ocupaciones y barbaridades, de suerte que una vez que la soltaba el sastre, venía el maestro de geografía o el sacerdote etíseo para atormentarla otro par de horas.

La niña hablaba cada vez mejor abrianés y, en los raros momentos en los que estábamos solos, nos confesaba, en tono muy bajo, como si tuviera miedo de que los demás la oyeran, que quería volver a ver a Spaw, a Drakvian y a Lénisu y que no le gustaba el palacio porque había gente que, aunque le hablaba dulcemente y con sonrisas, no tenía buen corazón. Me asombraba la clarividencia de la pequeña y, de cuando en cuando, me preguntaba quién era realmente. ¿Podía acaso ser la Flor del Norte, la última Klanez? Como no paraba de oír conversaciones sobre el tema, no podía evitar considerarlo. Sin embargo, que lo fuera o no lo fuera, eso carecía de importancia y no resolvía ningún problema puesto que los tres, incluida Kyisse, queríamos salir de ahí.

Llevábamos ya una semana encerrados en esa lujosa prisión cuando la Fogatina empezó a martirizarnos también a Aryes y a mí. Durante la primera semana del mes de Espina, se organizaba una importante ceremonia en la plaza delante del Palacio para festejar la victoria de la batalla de Saukras. Ya había oído hablar de la batalla, en algunos libros, pero no recordaba bien los detalles y la Fogatina nos dio toda una lección sobre el tema. Por lo que entendí, había sido una gran batalla que había marcado la derrota de una unión de pueblos de orcos negros contra los dumbloranos. La elfa, a la que desgraciadamente le habían asignado la tarea de ocuparse de nosotros, tuvo la idea de presentarnos como los Salvadores de la última Klanez. Aryes y yo, ataviados como príncipe y princesa, rezongamos tan bien que la Fogatina creyó necesario recordarnos que seguía existiendo una prisión en Dumblor.

—Antes estábamos más tranquilos —resopló Aryes por lo bajo, mientras nos arrastrábamos hacia un imponente balcón poblado de altas personalidades.

Desde esa amplia terraza, se podía contemplar parte del muro luminoso de Dumblor, el campanario dorado del Templo y la magnífica cámara de comercio de piedra roja abombada. Allá abajo, en la plaza del palacio, se extendía una marea de gente de todo tipo con sus tenderetes y puestos que formaban calles desorganizadas. Incluso vi varias tarimas con grupos de músicos, bailarines o acróbatas y, en medio, una gran plataforma con un dosel magnífico que parecía esperar la presencia del Consejo, de Kyisse y de sus Salvadores. El rumor de voces y músicas alegres ascendía de la plaza y se mezclaba con las conversaciones más cercanas de la gente de la terraza. Entre tantos rostros, reconocí a Munassa, nuestra vecina, quien, al vernos, nos dedicó una sonrisa sincera. Aún me preguntaba quién era ella realmente.

—No os quedéis atrás, por favor, queridos —nos dijo la Fogatina.

Aryes y yo intercambiamos una mirada sombría y avanzamos entre los presentes.

—¡Fladia Leymush! —exclamó alegremente un hombre de avanzada edad delante del cual la Fogatina se detuvo para saludarlo con una profunda reverencia.

—Hola, consejero Dawkman —contestó ella, con naturalidad, enderezándose. Se giró hacia nosotros, designándonos con un gesto amplio y dijo, muy satisfecha—: Te presento a los Salvadores de la Última Klanez.

Un brillo de diversión apareció en los ojos del consejero al examinarnos. Toda una tropa se había formado en torno nuestro al entender que éramos los famosos Salvadores. La situación me parecía tan absurda que no sabía si burlarme de ellos o echar a correr de ahí para huir de esos aduladores.

—Aunque lo diga un poco tarde, bienvenidos —dijo el consejero, tendiéndonos la mano.

Sorprendida, le cogí la mano pensando que en algunos aspectos los dumbloranos se parecían más a los habitantes de Éshingra que a los de Ajensoldra.

Al estrechar su mano, noté el contacto frío de sus anillos. El consejero Dawkman sonrió, y al tender la mano hacia Aryes, preguntó:

—¿Qué se siente al ser conocidos de pronto por todo el mundo?

Por todo el mundo, me repetí, divertida. Por el momento me temía que el mundo se limitaba sobre todo a Dumblor.

—Oh, nos sentimos como héroes —contestó Aryes, con tranquilidad.

—¡Y tenéis toda la razón! —aprobó él, divertido—. Damas y caballeros, os presento a los Salvadores de la Flor del Norte.

Hubo unos cuantos aplausos educados que me dejaron atónita. Realmente todo aquello no era más que un espectáculo. El hombre comenzó a presentarnos otras personas influyentes que, tan pronto como nos saludaban, se desinteresaban de nosotros para ocuparse de sus asuntos.

—Consejero Dawkman —dije, en un momento—. ¿Dónde está Kyisse?

—La última Klanez —asintió él, para que todo el mundo entendiese mi pregunta—. En realidad, no sé si lo sabéis, pero “kyisse” es una palabra del tisekwa antiguo que significa “hija”. Sí, eso me explicó un amigo experto en lingüística. Así que nadie sabe su verdadero nombre porque no lo recuerda ni ella. No te preocupes —añadió—, la pequeña va a llegar dentro de poco. Saldrá a la plaza y vosotros la acompañaréis.

—Ah. —Agité la cabeza, pensativa—. ¿Puedo hacerle una pregunta?

—¡Por supuesto!

Tomé una inspiración y puse cara muy grave.

—¿Cómo sabéis que Kyisse es realmente la última Klanez?

El consejero sonrió ampliamente y los que nos escuchaban lo imitaron.

—Los expertos celmistas lo adivinaron enseguida —nos aseguró—. Tiene los mismos ojos que su abuela. Y sabe utilizar las energías. No hay posible duda. Y menos mal, porque si no lo fuera nos sentiríamos todos engañados —añadió, bromeando.

Reprimí una réplica llena de sarcasmo y suspiré mentalmente. Era mejor no ser demasiado sincera con los desconocidos.

Poco después, Aryes y yo tuvimos que bajar hasta la plaza para acompañar a Kyisse en una ronda de espectáculo para que todos pudiesen alabar a la Flor del Norte. Noté cierta incredulidad por parte de algunos, pero otros parecían dispuestos a tragar con todo y se emocionaron mucho al ver surgir a la niña ataviada con tremendos ropajes de lujo. Kyisse era muchísimo más obediente que nosotros. De hecho, al cabo de un momento, aburridos ya de tanta pantomima y acribillados a preguntas, Aryes y yo empezamos a hacer comentarios teatrales e inverosímiles sobre los peligros que nos habían acechado hasta llegar al fin a Dumblor, eso sí, guardando una seriedad inquebrantable. No se nos olvidó contar cómo nos habían acogido fantásticamente, con montañas de ropa. En ese punto, a la Fogatina se le acabó la paciencia.

—Idos en paz, Salvadores, a descansar —nos gruñó finalmente, exasperada—. Ya hablaremos de esto más tarde.

No necesitó suplicárnoslo. Nos escabullimos tan rápido como pudimos, caminando a toda prisa entre los participantes de la fiesta. Nos interpeló el hombre que protegía a la Fogatina y contuve una mueca al ver que nos quería acompañar hasta el edificio principal del palacio.

Le murmuré a Aryes:

—Y yo que quería escaquearme para ir a buscar a Frundis.

—Una mala idea —replicó él, meneando la cabeza—. Si te pillan, a lo mejor volveríamos a la cárcel. Pensemos con tranquilidad, Shaedra. ¿No es mejor encontrar un día en que a Kyisse la tengan más olvidada, para salir los tres de este atolladero? También podemos huir los dos. Buscamos a Lénisu y luego raptamos a Kyisse. En todo caso, te aseguro que yo no puedo dejarla en manos de esas personas.

Reflexioné rápidamente. Aryes tenía razón. No servía de nada huir un rato para buscar a Frundis. Y para huir definitivamente necesitábamos la ayuda de Lénisu, o cualquier rastreador sería capaz de encontrarnos en menos de una hora. ¿Pero cómo iba a poder comunicar con Lénisu sin alejarme del palacio?

Fue una casualidad que en aquel instante divisase a Asten. Sentí inmediatamente una oleada de esperanza. Asten vestía el uniforme negro de los guardias especiales y tenía al cinto una espada con una vaina bellamente adornada. La joven dama a la que seguía debía de ser aquella mujer de consejero de la que nos había hablado.

—Asten —le dije a Aryes, con un gesto discreto.

Entendió enseguida mis intenciones y nos desviamos ligeramente del camino, dirigiéndonos hacia el elfo de la tierra. Advertí que nuestro “protector” fruncía el ceño, receloso. Rodeamos un espectáculo de acrobacias y una exposición de arte y entonces Asten también nos vio. Meneó negativamente la cabeza, muy sigilosamente, y volvió a interesarse por la persona a la que protegía. Ralentizamos el ritmo. Estaba claro que ni a él ni a nosotros nos interesaba que alguien supiera que nos conocíamos. Pero con toda probabilidad, ahora que nos había visto, Asten iría a decírselo a Lénisu…

Carraspeé.

—¿Crees que debemos confiar en que le hablará a Lénisu de nuestro problema? —inquirí en un susurro, dubitativa.

Aryes reprimió difícilmente una sonrisa.

—Conociendo a Lénisu, seguramente ya está al corriente de nuestro problema desde el principio —replicó.

Puse los ojos en blanco.

—Es verdad. Pero parece que todavía no ha encontrado ninguna solución para sacarnos de aquí. A lo mejor deberíamos ayudarlo y salir nosotros solos.

—Sinceramente, será mejor que esperemos a que Lénisu tenga un plan porque, de lo contrario, dudo de que consigamos nada. Una cosa es salir del palacio. Otra cosa es salir de Dumblor sin armas ni nada y arriesgarnos a ser devorados por una manada de hawis.

—O peor, podríamos acabar siendo desangrados por un vampiro —agregué, divertida—. Tienes razón. Dada la situación, prefiero ser una Salvadora.

Volvimos al palacio, seguidos por nuestra sombra protectora. Cuando tuvimos que entrar por la puerta principal, los guardias, sin embargo, nos detuvieron.

—¿Sois del palacio? —preguntó uno de los guardias, tratando de no parecer demasiado inquisitivo.

—Son los Salvadores de la última Klanez —explicó el hombre de negro que acababa de alcanzarnos.

El guardia, sin poner en duda su afirmación, abrió mucho los ojos, se apartó de un bote para dejarnos pasar y se inclinó profundamente ante nosotros, diciendo con tono humilde:

—Disculpen las molestias.

Reprimí un inmenso suspiro. Desde luego, no sabía quién se había encargado de hacer correr la noticia sobre la Klanez y los Salvadores, pero había realizado un trabajo excelente.

En la entrada, nuestro espía se despidió de nosotros amablemente, con unas parcas palabras, y nos dejó solos. Sumidos cada uno en sus pensamientos, recorrimos los pasillos y las escaleras que llevaban a nuestro cuarto. De pronto, oí unos chasquidos y un:

“Hola, querida.”

Solté un grito ahogado de sorpresa y Aryes me cogió un brazo, alarmado.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Es… Zaix —resoplé en un murmullo.

“Seré rápido”, dijo Zaix. “Simplemente venía a verificar que seguías viviendo. No te olvides de venir a visitarme, un día de estos. Por cierto, ¿qué tal te cuida tu protector? Cuídalo tú también, ¿eh?”, prosiguió, sin dejarme contestar. “Ya sabes, es como si fuera mi propio hijo. Cuidaos todos.”

Su presencia desapareció y me quedé un momento en suspenso. Meneé la cabeza, preguntándome si alguna vez Zaix y yo lograríamos mantener una conversación menos relámpago. Parecía como si me hubiera soltado algún mensaje mental sin preocuparse de obtener respuesta alguna. Ni se habría enterado si yo hubiese estado rodeada de esqueletos malvados.

Aryes me soltó el brazo, viendo que no pasaba nada grave, y declaró:

—Antes de nada, entremos en el cuarto.

—Of —dije, encogiéndome de hombros—. No hay nada nuevo. Ha venido y se ha marchado.

En ese momento, Syu apareció corriendo por el pasillo a toda prisa. Lo miré, notando que algo le ocurría…

“¡Shaedra!”, exclamó, con evidente alivio. “¡Me están persiguiendo!”

“¿Cómo que te están persiguiendo? ¿Quiénes?”, pregunté. Miré hacia el fondo del pasillo. Nadie parecía perseguirlo. Al ver que Aryes me imitaba entendí que Syu nos había hablado a los dos.

“Los he despistado”, me explicó el mono, entrando con nosotros en el cuarto. “Pero ¿no me digas que no te has dado cuenta de nada?” Lo miré y negué con la cabeza, sin entender. Syu soltó un bufido. “¡Mi capa!”, declaró, con súbita rabia. “Me la han robado.”

Me quedé boquiabierta. ¡Por supuesto! Por eso me había parecido que algo le faltaba al mono.

—La recuperaremos —le prometí.

—De verdad, se parece cada vez más a Spaw con su capa —observó Aryes, con una sonrisilla, deshaciéndose de las elegantes e incómodas botas que le habían impuesto para la ceremonia—. ¿Quiénes te persiguen, Syu?

Se oyeron risas por el corredor y Syu siseó, como un gato malhumorado.

“Son esos”, asintió.

Sin pensármelo dos veces, volví a abrir la puerta del cuarto para ver a cuatro chavales de unos doce años, vestidos para la ceremonia, que pasaban por ahí, bromeando con aire de traviesos. Entorné los ojos.

—¿Qué vas a hacer? —me preguntó Aryes desde el interior con tono cauteloso.

Ignoré su pregunta y me aposté delante de los cuatro ladrones con firmeza.

—¿Habéis robado la capa de un mono, recientemente? —interrogué, amenazante.

Los niños intercambiaron miradas y entonces se echaron a reír, muy divertidos. Sentí de pronto una gran ansia de educar a esos niñatos y, con un gesto rápido del que hubiera estado orgulloso el maestro Dinyú, pillé al que estaba más cerca y le cogí del brazo, más para amedrentar e imponer respeto que para hacer daño.

—No estoy bromeando, ¿entendéis? —siseé—. Ahora devolved la capa o tendréis problemas.

Los cuatro me miraban, estupefactos. Ya no tenían ganas de reír.

—¿Qué capa? —preguntó entonces uno de los niños.

La pregunta me sentó como un puñetazo en el vientre.

“¿Syu?”, pronuncié, con la boca seca. “¿Estás seguro de que eran ellos?”

“Absolutamente seguro”, afirmó Syu, saltando sobre mi hombro y sacando la lengua a los cuatro pequeños bandidos.

—¿El mono ha perdido su capa? —soltó el chaval al que le cogía el brazo—. ¿Es tuyo el mono?

Volvían a reír los muy malditos.

—¿Cómo os atrevéis a molestar a la Salvadora? —soltó detrás de mí la voz de Aryes—. Devolved la capa, panda de cobardes. Es una orden.

Me impresionó el ver que sus palabras cundieron mucho más que mis amenazas. Uno de los ladrones sacó la capa verde del mono, la agitó delante de nuestras narices y, con una risa tonta, echó a correr por el pasillo. Intercambié una mirada irritada con Aryes. Entonces, tomando impulso en el muro, di un bote, pasé por encima de la panda oyendo las protestas de Syu, que se aferraba a mi cuello, realicé varias volteretas pese a mi vestido y aterricé delante de mi presa.

“Eres peor que un joven gawalt”, gruñó Syu, recobrándose rápidamente sin embargo.

El chaval se quedó lívido como la muerte por la sorpresa y creí que se iba a desmayar, pero no, simplemente farfulló:

—¿Cómo… cómo…?

Sin una palabra, tendí una mano tranquila hacia la pequeña capa que yo le había regalado a Syu hacía tiempo. Como no reaccionaba, se la quité de las manos y se la pasé al mono, quien se la abrochó alrededor del cuello con un gesto orgulloso.

“Le perdono su estupidez”, declaró, magnánimo. Sonreí mentalmente.

—Tienes suerte de que el mono perdone tus fechorías —dije, grandilocuente—. Y ahora lárgate.

El muchacho giró la cabeza y comprobó, aterrado, que sus amigos ya se habían ido corriendo, abandonándolo a su suerte. Puso los pies en polvorosa sin más dilaciones.

“¡Ja!”, solté, entusiasmada, mientras volvía al cuarto con saltitos alegres y decía: “¿Has visto, Syu? ¿Eh? ¿Qué se dice?”

El mono y Aryes pusieron los ojos en blanco al ver mi evidente satisfacción.

—Ahora sí que podrán llamarte la Salvadora —aprobó Aryes, burlón.

Oí la risita de mono de Syu y carraspeé, divertida.

—Por algo se empieza. Hoy es una capa, mañana será el mundo —aseguré, con aires de profeta.

Aryes juntó las manos debajo de su mentón y declaró:

—Si sacásemos esa frase mañana para clausurar la ceremonia, nos cubrirían de oro. Pero antes de salvar el mundo, vayamos a cenar.

Asentí y apunté:

—Yo que tú me pondría unas botas.