Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 7: El alma Sin Nombre

Túneles constelados

El Laberinto era el sitio más traicionero de la Tierra Baya, pensé, mientras contemplaba con desesperación las escaleras que bajaban en espiral. A nuestras espaldas se oían, de cuando en cuando, los gruñidos de la bestia detrás de la puerta maciza. Después de un día de estar atrapados en aquel lugar, Lénisu y yo habíamos decidido explorar las escaleras, bajando durante casi media hora, y habíamos vuelto extenuados donde aguardaban Spaw, Drakvian y Aryes. Lo único que había podido encontrar para sustentar a la vampira había sido un inocente ratón blanco. Cuando lo había oído bisbisear en la sombra, no había podido evitar preguntarme cuánta sangre más necesitaría Drakvian para reponerse del todo. Ya le habíamos dado cinco ratas de roca y una liebre. Sus brazos iban retomando poco a poco su tez pálida habitual pero seguía sedienta, aunque ella nos aseguró que pronto podría ir a cazar ella misma. Sin embargo, dudaba mucho de que fuera capaz de matar aquello que estaba detrás de la puerta.

Cuando recordaba cómo habíamos acabado en aquel túnel, se me ponían los pelos de punta. Nos habíamos acercado todos a la puerta del túnel, con la esperanza de encontrar un lugar más seguro que los corredores del Laberinto. Y con razón. En cuanto divisamos la puerta, una criatura de tres metros de altura, de piel verde y pies enormes, apareció de detrás de una esquina rocosa. Nos vio y fue corriendo pesadamente hacia nosotros, contenta, sin duda, de haberse topado con tamaño festín. Jamás había podido contemplar hasta entonces a un troll vivo. Y habría sido lo último que hubiera visto si no nos hubiésemos movido del callejón a tiempo para precipitarnos hacia la puerta. Después de cerrarla precipitadamente, ascendimos por unas angostas escaleras que, tras unos metros, llegaban a una especie de descansillo a partir del cual descendían en espiral hacia las profundidades del Laberinto, o eso me parecía.

Al de dos días de estar bajando y subiendo las mismas escaleras, sin encontrar más que algún ratón y sin poder determinar adónde llevaba ese túnel, Lénisu, Spaw y yo decidimos mover a Aryes y Drakvian y ponernos todos en marcha. Como era de esperar, ninguno se atrevía a volver a salir por donde andaba el simpático troll. Cuando empezamos a bajar las escaleras, Lénisu resultó ser el más optimista.

—Estas no son escaleras naturales —afirmó—. Tienen que conducir a algún sitio por fuerza.

Mientras Spaw y yo sosteníamos a la vampira, Aryes nos seguía, ligeramente grogui. Aún no se había recuperado del todo del potente tajo que le había dado a su tallo energético, pero al menos todos sabíamos ya que no había sufrido una crisis de apatismo realmente seria.

El primer día en que nos habíamos metido en el túnel, Lénisu me había sorprendido al alzar, en la oscuridad total, un objeto que emitía una luz blanca y tenue. Aunque nunca había visto una, enseguida supe que aquello era una piedra de luna. Mi tío me dejó atónita cuando confesó que la había sacado de la choza de las Llanuras de Drenau, en el mismo lugar donde yo había encontrado a Frundis. Por mis maestros y los libros, sabía que la piedra de luna era muy cara, sobre todo porque la mayoría de las piedras eran muy grandes y no se podían trabajar y trocear sin que perdiesen muchas veces sus propiedades. Además, por lo que había oído, la piedra de luna era una piedra sagrada, ya que, junto a los kérejats, eran la única fuente de luz segura de los Subterráneos. Lo que poseía Lénisu era, sin lugar a dudas, un pequeño tesoro. Y bueno, al menos así no tuve yo que concentrarme para mantener una esfera de luz armónica durante la bajada.

Anduvimos durante dos horas antes de que Spaw y yo empezáramos a sentirnos más que exhaustos bajo el peso continuo de la vampira.

—Antes no me parecía que pesabas tanto —se quejó Spaw, resoplando, dejándose caer contra la piedra dura del túnel—. Debe de ser que te estás empachando de sangre últimamente.

—Lo haré si sigues llamándome gorda —replicó la vampira con una sonrisilla maléfica.

—No habléis más de sangre —les suplicó Lénisu, girándose hacia nosotros—. Está bien, haremos una pausa. Hemos bajado tanto en espiral que la cabeza me da vueltas.

—Y a mí —masculló Aryes, cogiéndose la cabeza con las dos manos, como para sujetarla, mientras se sentaba en un peldaño—. Hoy he soñado con que me despertaba en una cama y el sol brillaba, apacible, en el cielo azul y escuchaba tranquilamente a los pájaros cantar.

Me imaginé la escena y me entró nostalgia de Ató.

—Pues yo he soñado que Syu y yo estábamos siguiendo a un oso con botas negras que nos guiaba por un bosque encantado —dije, encogiéndome de hombros.

—Y yo con que estas escaleras giraban y giraban hasta llegar a un muro —intervino Spaw con desenfado.

—Oh, eso es alentador —le agradeció Lénisu—. Gracias por levantar la moral de la tropa.

—De nada —replicó el demonio—. Pero sólo era un sueño. Por suerte, las escaleras de este tipo generalmente llevan a alguna parte —agregó con una media sonrisa.

—¿Deduzco que eres un experto de las escaleras interminables? —replicó mi tío, con un tono ligeramente exasperado.

—¡No! —aseguró Spaw—. Pero ya pasé por una de ellas. Hace cuatro años.

Nos quedamos todos estupefactos.

—Un momento —dijo Lénisu, asombrado—. ¿Estás diciéndonos que, además de haber estado en el Laberinto, has bajado por estas escaleras, y no nos lo habías dicho antes?

—Exacto —aprobó Spaw—. Es que no es una cosa que se diga todos los días y a cualquiera. La gente te mira mal en cuanto te sales un poco de la norma. Pero no aseguro que estas sean las mismas escaleras que aquellas por donde pasé con mi maestro.

—Por supuesto —meditó Lénisu.

—Por no decir que el terremoto podría haberlas estropeado —agregué, pensando en voz alta.

Lénisu me soltó una mirada sombría.

—Veo que hoy estáis todos de un optimismo insuperable. Era esto o el troll. Quién iba a imaginar que estas escaleras iban a ser tan largas. A lo mejor desembocamos en el primer nivel de los Subterráneos —añadió, irónico—. Pensándolo bien, no estamos muy lejos de Dumblor, si hablamos en distancias horizontales. Lo cierto es que preferiría eso que desembocar en una caverna llena de escama-nefandos, por ejemplo.

Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo.

—Yo no os he contado mi sueño —terció Drakvian, jugueteando con uno de sus tirabuzones verdes.

—Si tiene algo que ver con la sangre, puedes ahorrártelo —replicó Lénisu, incómodo.

Reprimí una sonrisa mientras Drakvian gruñía, indignada.

—No sólo pienso en comida. Qué ideas. A ver, vosotros que pensáis seguramente que una vampira no sueña, decidme si no es un sueño esto.

Y entonces se nos puso a contar una historia rocambolesca en la que tres niños vampiros recorrían una playa muy larga y, por el camino, se encontraban con un viejo sabio, un brujo malo y un bufón mudo.

—De pronto, los niños vampiros ya no existen y sólo quedan el sabio, el brujo y el bufón —contó, con tono inquietante—. Se encuentran en un pasillo con un cancerbero de cinco cabezas. El primero consigue cercenar dos cabezas, antes de ser devorado por el perro. El segundo corta otras dos y muere. —Hizo una pausa, nos miró y se encogió de hombros.

—¿Y el tercero? —inquirí, intrigada.

Los ojos azules de Drakvian relucieron entre las sombras.

—Avanza hacia el perro… y me despierto —contestó—. No es la primera vez que tengo este sueño, y siempre me despierto en ese momento. Es frustrante.

Lénisu levantó los ojos al cielo y se incorporó.

—¡Bueno! Ahora que hemos compartido todos nuestros sueños, podemos seguir bajando. Ya conocéis las historias. Cuando uno sueña, todo se vuelve realidad. Así que id preparándoos. Primero, encontraremos una cama mullidita, luego perseguiremos a un oso con botas, después nos encontraremos con un muro y, para rematar nuestro viaje, aparecerá un cancerbero de cinco cabezas que vendrá a darnos los buenos días. —A medida que hablaba había ido enumerando desenfadadamente nuestras desventuras inminentes con los dedos de una mano.

—Y tú, ¿qué has soñado, tío Lénisu? —pregunté, curiosa.

—¿Yo? Ni idea, no me acuerdo. Tal vez con algún troll de botas rojas. —Me sonrió con sorna y luego pasó a mirarnos a todos, más serio—. A menos que penséis bajar rodando, os sugiero que os levantéis. Me apetece salir de estas escaleras.

—Sí, oh gran maestro —gruñó Drakvian, sarcástica, mientras nos preparábamos para seguir bajando.

Continuamos avanzando un buen rato sin que se alterase el monótono paisaje hasta que, súbitamente, Lénisu se detuvo. Apareció en su rostro una leve sonrisa.

—Esto está cambiando —observó. Cuando lo alcanzamos, constaté que, por fin, las escaleras se interrumpían y llegaban a una especie de patio subterráneo lleno de…

—¿Plantas? —me asombré.

—Plantas del subterráneo —aprobó Lénisu—. Esas, en particular, son puerros negros. —Su sonrisa se ensanchó al señalarnos los dichosos puerros—. Pero me pregunto si son puerros salvajes o cultivados a conciencia.

—Tienen toda la pinta de ser puerros con conciencia —soltó Aryes.

Lo miré con aire preocupada. Por lo visto, no parecía enteramente recuperado y su reflexión me recordó a las mías, cuando lo del dragón, en Tauruith-jur.

—Yo creo que son salvajes —meditó Spaw—. Normalmente los cultivados nunca se plantan tan apretados.

—Y dale con los puerros —resopló Drakvian—. ¿Qué nos importa si son salvajes o civilizados?

—Puede tener su interés saber si alguien los ha plantado —le explicó Lénisu con paciencia.

La vampira se encogió de hombros.

—Mirad, a mí me gustaría que realmente hubiese ese alguien. Mi metabolismo está acelerado y empiezo a tener sed.

Lénisu contempló los puerros con sumo interés.

—Vamos a recoger unos cuantos y os cocinaré una sopa. No sabéis la suerte que tenéis.

—¿En serio? —se animó Spaw.

—Buaj —dijo la vampira—. Los puerros, que yo sepa, sólo los comen los rumiantes.

Lénisu la miró con los ojos entornados.

—¿Nos estás llamando rumiantes?

Drakvian le devolvió una mirada furibunda. Estábamos poniéndonos todos nerviosos, me di cuenta, echando un vistazo hacia el lugar claustrofóbico en el que estábamos metidos. Sin embargo, Lénisu prosiguió, pensativo:

—Voy a coger estos puerros. Y luego, vamos a buscarte algo para comer —le aseguró a la vampira.

—Creo que ya estoy lo bastante en forma como para cazar —contestó ella—. Pero tengo que seguir sustentándome frecuentemente. Os aviso de que cuando un vampiro necesita realmente sangre pierde muy fácilmente los nervios.

—Mientras no nos ataques a nosotros… —masculló Spaw.

Después de recoger unos cuantos puerros, seguimos explorando la pequeña caverna y acabamos por descubrir una puerta, escondida detrás de una especie de árbol gelatinoso.

Lénisu se asomó, apoyándose en el árbol.

—Está bloqueada —anunció—. Necesitaría un… —De pronto, soltó un grito y se alejó del árbol, agitando la mano—. ¡Mil brujas sagradas! —exclamó, con la desesperación reflejada en el rostro—. Este árbol… este árbol es un alejiris… Oh, no. Siento que se me infiltra el veneno en la piel…

Su voz temblaba y lo contemplé, incrédula. Lénisu apretaba su brazo con la otra mano para cortar la circulación de la sangre.

—Es un alejiris —repitió, entre dientes—, su veneno es mortal. Vais a tener que cortarme la mano —pronunció, con la frente sudorosa.

Me quedé pálida de horror y sentí que Syu escondía sus manos, aterrado. ¿Cortarle la mano a Lénisu? Me había imaginado cien veces que nos topábamos con un ejército de nadros en pleno túnel, pero no se me había ocurrido que pudiera pasar algo tan estúpido como…

—No es un alejiris —dijo Spaw con tono paciente—. Es un tawmán. Está cubierto de una gelatina que quema. Es más, si tenías las manos sucias, te las habrá desinfectado completamente.

Lénisu, que se estrujaba el brazo, se quedó inmóvil un momento y luego soltó un suspiro y se incorporó. Todos soltamos unas carcajadas, aliviados.

—Me estoy haciendo viejo para esto —declaró él, cansado—. Me espanto a la mínima.

—Me has dado un susto de muerte —resoplé—. A veces me sorprendes tanto como Frundis.

—Se parecía a un alejiris —se defendió Lénisu, frotándose la mano en la ropa.

—Cierto —aprobó Spaw—. Se parecen mucho.

Entonces nos giramos todos hacia él. Todos nos hacíamos la misma pregunta, pero fue Drakvian quien la pronunció:

—¿Por qué no nos habías contado que eras un experto conocedor de los Subterráneos?

Spaw se pasó la mano por la cara, pensativo.

—Ahora que lo pienso, creo que no he mencionado que nací y viví toda mi infancia en los Subterráneos. Veía tawmáns todos los días. Sabría diferenciarlos de cualquier otro árbol. Aunque, de ahí a llamarme experto conocedor de los Subterráneos…

“Mmpf”, intervino Frundis en mi cabeza. “Pues ya le ha costado decirlo.”

Agrandé los ojos.

“¿Quieres decir que ya lo sabías?”, inquirí, mientras Lénisu intentaba sonsacarle a Spaw más información, preguntándole si conocía alguna manera de salir de ahí de forma segura.

“Frundis el gran músico sabelotodo”, canturreó el mono, divertido.

“Bah”, le replicó Frundis, con un ladrido de perro muy bien imitado. “Y sí. Lo sabía”, prosiguió, contestándome. “El día en que me dejaste con él, en las Montañas de Acero, me enseñó una canción de infancia típica, al parecer, de los pueblos cerca del Bosque de Piedra-Luna, en los Subterráneos. Y no te lo dije”, añadió, “porque me pidió que no te la cantase.”

“¿Por qué?”, me extrañé.

“Ni idea, pregúntaselo a él. No era ninguna obra maestra”, me aseguró.

Me di cuenta entonces de que me estaba perdiendo la conversación de los demás y espabilé. Rápidamente, entendí que ya habían pasado a preocuparse por encontrar una salida en esa caverna. Lénisu escudriñaba la puerta, detrás del tawmán, pensativo. Al cabo de un rato, se giró hacia nosotros y declaró:

—Si no conseguimos abrir esta puerta antes de unas tres horas, propongo que volvamos a subir e intentemos salir del Laberinto por otro sitio.

Todos aprobamos.

—Si sigue el troll arriba, no le va a quedar ni una gota de sangre —aseguró Drakvian, relamiéndose los labios.

Palidecimos, no tanto por la aseveración sanguinaria de la vampira, sino por el sonido atronador que oímos de pronto. Nos giramos todos para constatar que, detrás del tawmán negro, la espesa puerta acababa de entornarse. Por ella se infiltraba una luz tenue junto con una suave corriente órica.