Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 6: Como el viento

9 Premios y maldiciones

No dudaba de que la ceremonia de los premios fuera a ser aburridísima. De camino hacia el lugar, observamos todo un flujo de personas que deseaban asistir al acontecimiento mientras los maestros Dinyú, Áynorin y Juryún nos abrían paso entre la multitud.

Sotkins parecía ya mucho más tranquila y decepcionada de que el Torneo hubiese acabado y caminaba junto a mí, sumida en sus pensamientos, mientras los demás iban hablando, alegres ya al saber que volverían pronto a Ató.

Yo hubiera preferido diez mil veces hablar con la Niña-Dios cuanto antes para saber lo que había decidido, pero entendía que como pagodista de Ató no podía tampoco desaparecer cuando me viniese en gana.

Mientras la gente se instalaba en los palcos y detrás de las barreras, los candidatos nos quedamos en la parte inferior de la sala. Habían dispuesto cuatro podios en medio para cada uno de los niveles del Torneo y habían llevado cuatro cofres llenos de objetos para los candidatos premiados.

Los maestros nos dejaron para irse a sus respectivos asientos, y me alegré de tener a Frundis para poder apoyarme, ya que iba a quedarme varias horas de pie.

Empezaron por entregar los premios a los más jóvenes. Les daban bolsas de dinero u objetos valiosos y los niños se largaban muy contentos, menos los tres primeros, que se veían obligados a subir al podio y a esperar ahí hasta que el Dáilerrin viniese a entregarles una corona diferente para cada uno.

Luego íbamos nosotros. Empezaron a dar los nombres de los premiados y de Ató fueron nombrados Sotkins y Marelta. Cuando observé a la elfa oscura sonreír con todos sus dientes y avanzarse para recibir su premio, suspiré, convencida de que a partir de ahí iba a ser insufrible. A Sotkins le dieron un brazalete de oro y a Marelta una daga con un filo puntiagudo y afilado. Y entre los tres finalistas salieron un pagodista de Agrilia campeón de la prueba brúlica, Ar-Yun, el har-karista de Kaendra que me había ganado en duelo, y una pequeña elfa de la tierra que había ganado al tiro con arco.

Siguieron con los premios para los adultos y luego para los profesionales, de los cuales Smandjí fue ganador junto con un celmista brejista del Palacio Real llamado Sirseroth y una tal Imaragowsha, celmista especialista en energía aríkbeta de las Repúblicas del Fuego. En medio de la entrega de los premios, empecé a bostezar descontroladamente y me ruboricé bajo las miradas de reproche de Sotkins.

Estuve oteando por los palcos superiores, suponiendo que la Niña-Dios habría ido a presenciar la ceremonia, pero desde donde estaba era difícil ver nada, y a Syu no le apetecía alejarse de mí para salir de exploración porque tanta gente le causaba cierto mareo y yo le entendía perfectamente.

Acabó la ceremonia de los premios y la sala se llenó de bailarines que realizaron una coreografía para cerrar el Torneo. En medio del baile, divisé a la pequeña semi-elfa de ojos rosáceos que había sido mi adversaria durante las pruebas armónicas. Estaba junto al mismo saijit ancianísimo que siempre la acompañaba. Y la joven parecía tremendamente decepcionada.

Como ya nos podíamos mover libremente, me acerqué a ella con Frundis y Syu y le sonreí.

—Hola, Tebayama, soy Shaedra, ¿te acuerdas de mí?

La semi-elfa me miró con mala cara. Sus ojos estaban más rojos que rosas y entendí que había llorado.

—Hola —contestó simplemente.

—Es una pena —comentó el anciano, asintiendo, con el tono de quien venía repitiendo las mismas palabras desde hacía un buen rato.

—Er… —solté, sin saber qué decir—. Bueno, ha sido un placer conocerte, quería decirte que me quedé impresionada al ver tus duelos. Debes de entrenarte mucho.

Tebayama pareció un poco más amigable cuando dijo:

—Gracias. Mi bisabuelo me entrena muchas horas al día. Pero no ha sido suficiente —añadió entonces con tono ahogado.

Se veía que hacía unos tremendos esfuerzos para no llorar, y entendí que el no recibir ningún premio la había zaherido mucho.

—Venga, no te preocupes, los Torneos no suelen ser justos. Habría que ver cómo calculan quién debe recibir un premio y quién no —razoné.

La joven semi-elfa me miró, quizá sorprendida de que me molestase en consolarla.

—Es verdad —contestó, más tranquila, pero enseguida empezaron a brotar lágrimas de sus ojos—. Pero es que he hecho tantos esfuerzos…

—No los suficientes —replicó el abuelo—. Deja de llorar, pequeña, una niña fuerte como tú no debe llorar.

Enseguida la semi-elfa se controló, pasó las manos por sus ojos y recompuso su expresión. El abuelo, pese a su edad, parecía de esos tipos que intentaban realizar sus sueños mediante otras personas. Y Tebayama parecía exhausta y completamente obsesionada por ser la mejor armónica de todos los de su edad.

Iba a despedirme de ellos cuando de pronto Tebayama me cogió del brazo.

—Ven —me dijo—. Quiero enseñarte algo.

—¡Tebayama! —exclamó el anciano, contrariado.

—Enseguida vuelvo, abuelo.

Y me arrastró por entre la gente, hasta la salida.

—¿Qué me tienes que enseñar? —le pregunté, curiosa y sorprendida a la vez, al salir de la enorme sala.

—Un truco —respondió ella—. Pero antes quiero que me digas cómo has conseguido deshacer mi imagen armónica.

La miré fijamente y solté una risa, divertida.

—¿Tanto te extraña que alguien consiga alterar tu creación armónica? —pregunté.

—Ninguno de los demás adversarios consiguió remodular tanto mi imagen como tú —insistió.

Parecía tomárselo todo muy en serio y me encogí de hombros.

—Qué quieres que te diga —suspiré—. Tus trazados me parecen más fáciles de cambiar que los de otras personas. Pero yo no tengo unos enormes conocimientos sobre eso. No me entreno tanto como tú —añadí, diplomáticamente.

Tebayama hizo una mueca. Parecía decepcionada por mi respuesta.

—Está bien —dijo al fin. Y entonces juntó las dos manos y las abrió, colocándolas en horizontal. Noté la vibración de energía armónica y entendí que estaba creando algo.

La imagen que se fue formando ante mí era la de un rubí magnífico. Parecía realmente estar ahí. E inexplicablemente, Tebayama cogió la piedra preciosa entre dos dedos y me lo mostró.

—¿A que no conocías este truco? —se divirtió, al ver mi expresión turbada.

—Pero… no has utilizado ningún sortilegio de invocación —solté yo, sin entenderlo.

—Por supuesto que no, es todo una ilusión. Pero puedo girar la piedra en todos los sentidos que siempre la verás. Soy capaz de crear una ilusión de contacto al mismo tiempo que una ilusión de la vista. Ahora, si no estuviese obligada a mantener la ilusión, podría engañarme y pensar que es un rubí verdadero.

—Interesante —medité. Era lo que se llamaba una combinación de sentidos. Pero me parecía mucho más increíble que hubiese logrado crear una imagen que pudiese verse desde todos los ángulos.

Tebayama parecía orgullosa de sí misma.

—Muy pocos de mi edad saben hacer eso. Tú no serías capaz, ¿verdad? —me preguntó.

—Sería incapaz —admití, algo sorprendida al notar la falta de tacto de Tebayama. No parecía darse cuenta de que se estaba comportando de manera algo grosera y soberbia.

—Entonces, creo que tengo toda la razón del mundo para odiar a todos los del Torneo —gruñó—. No ven que soy la mejor… —Carraspeó—. Lo digo sin querer insultarte.

—Por supuesto —repuse, reprimiendo una carcajada.

“Me temo, Syu, que esta semi-elfa tiene un sentido del orgullo todavía más agudo que el tuyo”, comenté.

“Una cosa es orgullo y otra soberbia”, replicó el mono. “Esta niña necesita una buena dosis de humildad, como suele decir Sotkins.”

Tebayama siguió despotricando contra los jurados del Torneo y yo la conduje poco a poco al interior de la sala y la dejé con su abuelo diciéndoles juntando las manos:

—Te deseo toda la suerte del mundo, Tebayama. Un placer conocerlo, abuelo.

—Espero que nos volvamos a ver —dijo Tebayama con una sonrisa de hada—. Creo que podríamos ser buenas amigas.

Le correspondí con una media sonrisa vacilante y me alejé. Tebayama era una persona muy extraña, concluí. Y aunque al principio dicha rareza me había intrigado, resultaba que sus aires de pequeño ángel no eran más que una fachada.

“La más bella rama puede convertirse en una serpiente”, sentenció Syu.

“Bueno, no seas exagerado”, sonreí. “Simplemente está obsesionada y no se da cuenta de que hay cosas más importantes que las armonías.”

En ese momento, me asaltaron todos mis compañeros.

—¿Dónde te habías metido? —preguntaba Laya.

—¡Un Arsay te está buscando! —exclamó Ozwil, llegando con sus botas encantadas.

Estaban sobreexcitados y me acribillaban a preguntas: ¿por qué me buscaba un Arsay de la Muerte? ¿Había hablado con la Niña-Dios? ¿Acaso tenía asuntos con ella?

—Esto… —dije, mareada.

Los demás pagodistas, atraídos por el alboroto, vinieron a unirse a los que observaban la escena con curiosidad. Pero en ese momento apareció Lacmin, el Arsay, y me sustraje a mis amigos sin haber acabado mi frase. Los pocos kals de las demás pagodas que se habían tragado todas las historias rocambolescas que habíamos hecho circular sobre nosotros, los valientes kals de Ató, me miraron con los ojos abiertos de par en par mientras los demás volvían poco a poco a interesarse por el baile y la música.

Seguí al Arsay sintiendo mis mejillas abrasadas. No estaba habituada a que tanta gente me mirase y aquella escena me había puesto muy incómoda. La sala era mucho más grande que la del har-kar, pero afortunadamente la Niña-Dios no se encontraba en los palcos de arriba, sino en un ancho balcón lleno de sacerdotes. Me recibió el hombre con túnica pajiza y me guió, no hacia el dosel donde se encontraba la Niña-Dios, sino hacia una pequeña sala vacía y sin ventanas. El sacerdote hizo un gesto y Lacmin inclinó ligeramente la cabeza y se marchó.

—Nos vemos otra vez, joven kal —soltó.

—¿Ha decidido algo la Niña-Dios? —pregunté, mordiéndome el labio por los nervios.

—Me ha encargado a mí ocuparme de tu caso —dijo. Por su tono, no parecía muy halagado—. Pero yo quisiera saber cuál es tu verdadero propósito liberando a tres ladrones.

—¿Así que están en el cuartel general? —me esperancé.

—Estaban. Los han movido esta mañana. Lénisu Háreldin, Aryes Dómerath y Manchow Lorent. ¿Qué relación mantienes con esa gente?

Abrí la boca y la volví a cerrar con expresión confusa.

—No hace falta que me lo digas —prosiguió él entonces—. El primero debe de ser tu tío. Y los otros dos unos amigos.

—Está casi en lo cierto —aprobé, sintiendo que todo aquel asunto iba a acabar muy mal—. A Manchow Lorent no lo conozco. ¿Vais a hacer algo para liberarlos? ¿De qué les acusan?

—Robaron una reliquia.

Su tono daba a entender que opinaba que aquellos ladrones merecían al menos quince años de trabajos forzados.

—¿Una reliquia? —repetí.

—No conozco los detalles —replicó él—. Pero el delito es enorme. Las reliquias pertenecen a Ajensoldra. Ellos pretendían sacarla de los Pueblos Unidos y venderla. Y sospecho que tú estabas al corriente de todo.

—¿Yo? —murmuré, confundida.

Los pensamientos se me arremolinaban en la mente. Si acusaban a Lénisu de robar una reliquia, obviamente no se había dejado arrestar a posta. Y eso significaba que, contrariamente a lo que me había dicho Srakhi, sí que había que preocuparse. Me pregunté por un momento si Lénisu realmente había querido robar alguna reliquia en Aefna o si estaban intentando hacer creer que la espada de Álingar había sido robada por mi tío…

—Por consiguiente, el favor que has pedido es nulo ya que va en contra de la ley de los dioses —dictaminó el humano.

Lo observé durante unos momentos con los ojos perdidos. Sentía que acababa de perder toda la esperanza.

—Usted, ¿cómo se llama? —pregunté de pronto. La cólera empezaba a invadirme. No podía existir una injusticia tan grande, me dije.

—Soy Djawurs, consejero y preceptor de la Niña-Dios —contestó con orgullo.

—Djawurs, está usted cometiendo un tremendo error —le dije con solemnidad, aunque mi voz temblaba de rabia—. Lénisu es un hombre honrado. No ha robado nada. Estoy más que segura de eso. Y Aryes es todavía más inocente. Esto es una injusticia —decreté.

—No he venido a discutir sino a comunicarte la decisión de la Niña-Dios —replicó él—. Que los dioses te acompañen.

Syu le enseñó los dientes, amenazante, y Frundis empezó a sonar las trompetas.

—Que los demonios te lo paguen —siseé, saliendo de ahí con la mente en ebullición.