Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 6: Como el viento

5 Duelos

Subía por la cuesta, andando caóticamente, mientras intentaba leer el libro que había tomado prestado en la biblioteca.

Que si había que saludar de este modo, hablar de tal manera, comportarse así, y no de esa forma… Uf. El libro era una lista de consejos, obligaciones y prohibiciones entremezclados en medio de una interminable palabrería que mis ojos recorrían a toda prisa.

Había colocado a Frundis a la espalda, atado de manera algo chapucera, entre las bandas de la mochila. Pero me resultaba difícil leer un libro, pensar y andar, al mismo tiempo.

“A ningún gawalt sensato se le ocurriría hacer tanta cosa a la vez”, comentó Syu.

Me tropecé con una piedra y recobré el equilibrio de milagro. Ralenticé un poco el ritmo y levanté la mirada. Llevaba subiendo ya quizá veinte minutos y me di cuenta de que estaba respirando entrecortadamente. Casi había llegado, me dije. El pánico empezaba a invadirme. Eché un último vistazo a algunas páginas del libro y luego, resignada, lo cerré y lo guardé en mi mochila naranja.

En la siguiente curva, vi aparecer ante mí el Santuario, entre los árboles verdes y floridos que poblaban la colina. El edificio principal tenía dos pisos, con dos alas de un piso que cercaban un patio de tierra batida. Un pequeño muro rodeaba la parte delantera del Santuario, bordeado de arbustos blancos. Eran dalcos benditos, pensé admirada, mirando esos arbustos llenos de ramas blancas como la nieve.

Todo estaba en silencio. Cuando llegué al pequeño muro de piedra, paseé mi mirada por el Santuario sin percibir el más mínimo signo de vida. La música de flautas de Frundis se conjuntaba muy bien con las vistas.

Un muchacho de pronto apareció en la esquina del ala oeste, vestido con la habitual túnica de los sacerdotes. Cabizbajo, como rezando, pasó por el patio y entró por una puerta abierta. Syu resopló. Tenía calor. Y lo cierto era que el sol pegaba con fuerza pese a estar descendiendo.

Cuando llegué a la sombra que daba el edificio empecé a oír unas voces. Había algunas que rezaban y otras, a mi izquierda, que reían. Me giré y vi por una ventana abierta a unas jóvenes sacerdotisas, sentadas en unas sillas, que me miraban, cuchicheando alegremente. Fruncí el ceño y me acerqué a la ventana.

—Hola, buenos días —dije—. Me gustaría hablar con la Niña-Dios. Me dijo que me estaría esperando. Mi nombre es Shaedra —añadí, a pesar de que pensaba que tal vez aquellas sacerdotisas no estaban al corriente de nada.

Las cuatro suspendieron su costura y se pusieron más serias. Una de ellas habló.

—Ve a presentarte en la puerta principal. Llama a la puerta. El portador de llaves te abrirá y te dirá si puedes pasar.

—Gracias —contesté.

Las demás empezaron a reírse otra vez y enarqué una ceja, preguntándome si se estarían burlando de mí por algún misterioso motivo. Crucé el patio y llamé a la puerta principal.

Fue a abrir un hombre de túnica verde y de aire severo que parecía llevar trabajando en aquel lugar toda su vida. Le expliqué mi caso y al oír mi nombre asintió.

—Pasa —me dijo.

Me maravilló otra vez saber que la Niña-Dios realmente me había propuesto devolverme un favor. No estaba soñando. Quedaba quizá una esperanza para salvar a Lénisu y Aryes, me dije, apretando los dientes por el estrés. El interior del edificio era más bien austero. Había dos escaleras laterales que subían hacia el segundo piso y que se unían arriba. Vi una mesa contra el muro y, al fondo, una gran puerta abierta de par en par que daba a un jardín florido y a otro edificio pequeño y circular.

—El Altar de los Nueve —dijo el portador de llaves, al advertir que miraba fijamente la hermosa construcción de piedra blanca.

Se puso a andar, no hacia las escaleras como había supuesto que haría, sino hacia la puerta del fondo. Las flores del jardín rezumaban un perfume intenso. A los lados, había otras dos alas, bordeadas de verandas, que terminaban de formar la H en que estaba construido el Santuario.

En un momento, giró hacia la derecha, subió a la veranda y se paró delante de un marco del que colgaban guirnaldas coloridas a modo de puerta. Guardaba la entrada el mismo Arsay de la Muerte que me había ido a buscar la víspera y al que la Niña-Dios había llamado Lacmin. No llevaba la armadura dorada, sino simplemente una túnica negra sobre unos pantalones blancos, como el maestro Dinyú. Lo miré, todavía más impresionada por su rostro impenetrable y su larga melena negra.

Sin una palabra, el portador de llaves dio media vuelta y el Arsay me hizo un gesto de cabeza, a modo de breve saludo. Su mirada se había posado sobre Syu y sobre Frundis y, al verlo fruncir el ceño, hice una mueca.

—El mono y el bastón se quedarán fuera —declaró.

—Syu es amigo mío —protesté—. Y el bastón lo llevaba ayer y no os molestó.

Al ver su expresión, me ruboricé y suspiré. Oí al mismo tiempo el suspiro de Syu, que bajaba de mi hombro.

“Yo cuidaré de Frundis”, me prometió, muy serio.

Asentí y dejé a Frundis en el suelo de madera. Syu se sentó encima y miró al guardia con recelo. Contuve una risa al verlo desafiar a un Arsay de la Muerte.

El interior de la habitación estaba lleno de cojines coloridos y de tejidos y labores sin acabar. Había cinco mujeres bordando y una de ellas era la Niña-Dios. En las cuatro esquinas de la sala había un Arsay. Estos parecían tan alerta como si los atacasen todos los días. ¿Quién podía tener interés en hacerle daño a la Niña-Dios? Tan sólo era una niña del pueblo elegida y formada para representar Ajensoldra y ser mensajera de los dioses. Aunque, como aquellos asuntos eran tan laberínticos, quién podía saberlo.

La Niña-Dios tenía un rostro muy blanco, casi traslúcido. Sus ojos de un gris muy oscuro me miraron vivazmente mientras yo avanzaba y me arrodillaba, cumpliendo las formalidades y repitiéndome en la cabeza las páginas del libro que acababa de hojear.

—¿Has elegido al fin tu deseo? —me preguntó, después de que yo le soltase una frase rimbombante que, al parecer, no le extrañó. Lamenté la ausencia del hombre de túnica pajiza: habría estado orgulloso de mí.

Me latía el corazón más rápidamente de lo normal. ¿Y si la Niña-Dios me miraba con mala cara y pensaba que me burlaba de ella? Apreté los dientes y me infundí ánimo.

—He pensado que quizá podrías… quiero decir, podría la Niña-Dios indultar a dos… ¡tres! personas que están en el cuartel general —dije, acordándome de pronto del vagabundo por algún azar.

Hubo un silencio sorprendido.

—¿Quieres que indulte a tres personas? —repitió la Niña-Dios—. Yo no soy quien da los dictámenes. Indultar es meterse en la Ley.

—¿No puede ofrecer indultos? —pregunté, con la voz apagada.

—¿Esas tres personas tienen nombre? —intervino una de las mujeres.

—Sí —dije—. Los han acusado de ladrones, pero no lo son.

—¿Cuáles son sus nombres? —inquirió la Niña-Dios.

—Er… —Vacilé un instante al pensar que quizá Lénisu no había dado los verdaderos nombres. Pero luego pensé que si quería esperar algo de la Niña-Dios, tenía al menos que ser honesta con ella—. Sus nombres son Lénisu Háreldin y Aryes Dómerath. El tercero que los acompaña no sé quién es.

La Niña-Dios me miró fijamente. Sus ojos de un verde muy claro parecían leer mi mente. Noté de pronto un roce de energía bréjica y lo aparté inmediatamente, desconfiada.

—Eres har-karista de la Pagoda Azul, ¿no es así? —me preguntó.

—Así es, soy alumna —contesté.

—Del maestro Dinyú. Y dicen muchas cosas sobre ti. Según me han dicho, peleaste contra un dragón y vas acompañada siempre de un mono gawalt y de un bastón hechicero.

Agrandé los ojos, asustada por tanta información.

—El bastón es totalmente inofensivo, no está hechizado —dije. Y además era cierto: el bastón y Frundis habían realizado una fusión y no había ningún encantamiento en la madera, aunque sí estaba envuelto de energías, pero la diferencia era que las creaba él mismo.

Advertí la sorpresa en los ojos de la Niña-Dios.

—¿Así que todo lo demás es cierto? —preguntó de pronto, admirativa, una voz infantil.

Me giré con una ceja enarcada y vi a Eleyha, de pie, no muy lejos de mí. No la había visto venir. Las demás le soltaron unas miradas exasperadas y advertí que uno de los guardias, a espaldas de la Niña-Dios, colocaba un dedo sobre sus labios para invitarla amigablemente a callarse. Eleyha hizo una mueca inocente y se retiró, yendo a esconderse seguramente detrás de alguna puerta, para escuchar.

—Responde —dijo la Niña-Dios.

—Bueno… lo que se dice cierto…

—Lo del mono es cierto, Niña-Dios —dijo de pronto el Arsay que me había franqueado la puerta—. Y también lleva un bastón.

La Niña-Dios asintió como para sí.

—Muy bien. La Niña-Dios verificará lo que dices.

Agrandé los ojos.

—¿Quiere decir que va a indultarlos?

—Pero este favor requiere otro —replicó, sin contestar directamente.

—Así que… ¿voy a tener que devolverle un favor?

—Al menos uno —dijo ella—. Para indultar, antes tengo que parlamentar con los dioses. Dentro de tres días, sabrás mi respuesta.

* * *

“¡Por Ruyalé!”, gruñí, bajando la cuesta del Santuario con Frundis y Syu. “Más favores. Esta Niña-Dios es peor que Dolgy Vranc. Sus favores no serán ninguna niñería. Esto ha sido un tremendo error”, me convencí.

“Bueno, al menos no te ha dicho que no sacaría a Lénisu y a Aryes de la cárcel, ¿no?”, suspiró Syu. “Eso era lo que más temías, ¿no?”

Era verdad. Por alguna misteriosa razón, la Niña-Dios había accedido a escucharme y a considerar mi deseo, a pesar de ser totalmente inhabitual, por lo que había podido deducir de las reacciones de los presentes. Ignoraba si tenía derecho a indultar a personas. Al fin y al cabo, la Niña-Dios era más una figura decorativa que una figura de poder. Solamente esperé que lo de parlamentar con los dioses se tratara únicamente de una manera de hablar. Si la Niña-Dios realmente esperaba a que le contestasen, íbamos a tener para rato.

Tres días, me dije, desembocando en el Anillo. Tres días eran una barbaridad. ¿Y si enviaban a Lénisu y Aryes a otro lugar? ¿Y si la Niña-Dios cambiaba de opinión sobre el asunto…?

“¿Y si te tranquilizas de una vez?”, sugirió Syu.

“Tú sí que puedes hablar, cuando juegas a las cartas saltas como una pulga”, repuse.

“¿Pulga, yo?”, replicó él, con una mueca ultrajada. “¡Eso es un insulto a mi orgullo!”

La música de Frundis, que hasta ahora había sido una suave melodía de violines, subió de tono y Syu y yo suspiramos, vencidos y divertidos a la vez. Frundis empezó a orquestar una ópera de varias voces que nos acompañó durante todo el camino y que me impidió pensar en nada más.

Pero cuando llegué a la Gran Pagoda, empecé a contar los días. Hoy era Garra. Mañana Ventisca. Muérdago. Y Jabalina. Tres días de espera para saber si mi tío y Aryes iban a poder salir del cuartel general y librarse de los trabajos forzados.

El sol ya estaba desapareciendo en el horizonte. Los demás kals estaban de vuelta y comentaban animadamente durante la cena las pruebas del Torneo a las que habían asistido. Con un plato lleno de arroz con verduras en las manos, me senté junto a Galgarrios y empecé a comer con la mirada perdida. Aún no acababa de creerme que Lénisu hubiese podido caer entre las redes de los guardias. ¿Qué habría hecho?, me pregunté, preocupada. Si la Niña-Dios decidía denegarme mi deseo, todavía me quedaba una esperanza: Wanli y Néldaru y los demás Gatos Negros quizá estuviesen ahí, listos para sacar a mi tío de ese atolladero…

—¿Qué tal el día? —me preguntó de pronto Galgarrios.

En ese momento recordé dónde estaba y tragué el arroz que masticaba desde hacía rato.

—De lo más inútil —respondí—. ¿Y tú?

—Bueno, yo les acompañé a Kajert y Ávend a la prueba brúlica, Yori y Marelta estaban ahí. Se las arreglan bastante bien. Luego me perdí entre tanta muchedumbre. Y he conocido a una familia de equilibristas. Las dos hijas eran muy simpáticas y hasta he quedado esta noche para ir al baile de la Plaza de Laya, ¿te imaginas?

Sus ojos estaban iluminados por el entusiasmo y no pude más que sonreír ante tanta alegría.

—¿Esta noche? —pregunté—. ¿Y cómo se llaman las hijas?

Se veía a cien leguas que ansiaba contarme todo. Y así lo hizo. Mientras acababa mi arroz, él se puso a hablarme de Auria y de Sihuna, de su numerosa familia y de su extraña cultura.

—Vienen de Iskamangra, y dicen que hay ajensoldrenses que los miran con mala cara y los llaman nashtag. ¿Cómo pueden despreciarlos así simplemente por venir de otra parte? Qué vergüenza.

Los iskamangreses y los ajensoldrenses siempre habían tenido malas relaciones. Los primeros llamaban a sus vecinos del sur los wilras y si mal no recordaba, la palabra venía del nombre de un famoso general ajensoldrense que había perdido todas sus batallas; los segundos apodaban a los primeros los nashtag, por ser el nashtag una piedra-reloj que los iskamangreses utilizaban desde hacía tiempos inmemoriales. Tachar de nashtag a un iskamangrés había acabado por ser considerado un insulto.

Galgarrios siguió hablándome de todo lo que le habían enseñado las dos hijas sobre su cultura y su tradición y lo escuché con cierta fascinación. Jamás Galgarrios había estado tan parlanchín y al levantarnos de la mesa me dijo que iba a prepararse para el baile y se marchó a su cuarto con decisión. Me había dejado impresionada por su seguridad.

—Unas equilibristas —resopló Laya al alcanzarme en el camino hacia los cuartos—. Galgarrios nunca aprenderá.

La miré con cara sorprendida. Después de un silencio, pregunté con curiosidad:

—¿Has visto luchar al maestro Dinyú?

Laya hizo una mueca disgustada.

—No. Nos pilló y nos dijo que si lo seguíamos, no volvería a ser nuestro maestro.

—¿Dijo eso? —exclamé, estupefacta y divertida a la vez.

—Como te lo digo. Pero cuando volvió, por su expresión, parecía haber ganado. Está claro que tenemos un maestro excelente. Fue maestro de Farkinfar. Todos los kals de las demás pagodas tienen envidia de los kals de Ató. Por cierto, Shaedra, tengo que enseñarte algo —dijo de pronto, cambiando de tono—. Espera aquí un momento.

Me quedé en la veranda mientras ella entraba en su cuarto. Advertí la mirada asesina que echaba Syu hacia los cactus.

“¿Malos recuerdos?”, le pregunté, sonriendo.

El mono, sin contestar, cogió su cola y se abrazó a ella como para defenderla. En ese momento, Laya volvió a salir de su dormitorio con un libro en la mano y una ancha sonrisa en el rostro.

—¡Aquí lo tengo! El cancionero de Ató, recopilado por Ozwil Berreni, Laya Dálpega… y Shaedra Úcrinalm.

Me quedé mirando la cubierta del libro, boquiabierta. Tendí las dos manos hacia el cancionero y ella me lo dio, declarando:

—Es tuyo. Nos dieron cinco ejemplares. Tres para los autores, uno para el Dáilorilh y otro para la biblioteca. ¿Qué te parece?

Me senté, invoqué una esfera armónica al no tener ya casi luz y hojeé las páginas, ilusionada. Las páginas con la letra de las canciones alternaban con las que representaban la música con las notas musicales. En la primera página ponía que el cancionero formaba parte de un proyecto de recuperación popular dirigido por importantes personas cuyos nombres venían en una larga lista al principio del libro.

—¡Es maravilloso! —exclamé—. Y las notas están muchísimo mejor dibujadas que las que os di. La imprenta es un gran invento —afirmé, admirando las letras claras y elegantes.

Estuvimos leyendo algunas canciones, y Frundis, con una mirada crítica, comprobó que no se habían equivocado en las notas. Entonces, oímos un ruido detrás de nosotras y al girarnos vimos a Galgarrios vestido con una elegante túnica blanca y unos pantalones negros como la noche. Su pelo castaño oscuro estaba cuidadosamente peinado pero nos miraba con aire inseguro.

—¿Qué tal estoy? —preguntó, algo agitado.

Me levanté, lo examiné de arriba a abajo con aires de experta y acabé por asentir, aprobadora.

—Listo para bailar y seducir a Auria y a las reinas de Iskamangra —declaré, y sonreí cariñosamente.

—Bah. —Carraspeó él—. Y tú, Laya, ¿qué opinas?

La elfa oscura se encogió de hombros.

—Pienso lo mismo que Shaedra. Buen baile. Yo me voy a dormir.

La observamos marcharse y sacudí la cabeza al advertir la mirada sorprendida de Galgarrios.

—Yo creo que también voy a dormir. Que te diviertas, Galgarrios.

Este sonrió.

—Bueno… que duermas bien. Buenas noches, Syu. Y buenas noches, bastón.

Oí el suspiro musical de Frundis.

“Debí haberle dado mi nombre, no soporto que me llamen bastón a secas. Queda demasiado impersonal.”

“En eso, sólo puedes culparte a ti”, le repliqué. “Sólo tienes que dejar de guardar tu nombre en secreto.”

Aquella noche apenas fui capaz de cerrar los ojos. Al acostarme, había tenido la intención de levantarme otra vez cuando todo estuviese tranquilo para merodear por el cuartel general. Pero recapacité y estuve dándole vueltas al asunto sin atreverme a moverme. Syu dormía desde hacía rato cuando me levanté. Fui a dar una vuelta en el jardín, y estuve a punto de decidir salir de la Pagoda, pero, ignoro por qué, volví a tumbarme en mi colchón con la horrible impresión de que no podía hacer nada más que esperar.

La mañana siguiente la pasé como un fantasma en medio de kals eufóricos que se rebullían, gritaban, reían y que me dieron enseguida dolor de cabeza. Galgarrios también estaba cansado, como si se hubiese pasado toda la noche bailando, pero parecía feliz. Salkysso había dormido como un lirón y estaba en plena forma. Yeysa, imperturbable, tenía la misma cara de vaca de siempre.

El maestro Dinyú nos llevó a la prueba de tiro con arco y durante el trayecto algunos le estuvieron presionando para contar el duelo con el maestro Aylanku. La noticia de su victoria se había propagado por toda la Pagoda, y a pesar de que nuestro maestro había guardado en silencio todo lo ocurrido, no podíamos dudar de lo que se contaba por ahí. La lucha había sido espectacular, según se rumoreaba. Eso sí, nadie sabía quién había sido capaz de burlar la vigilancia de los maestros para asistir al duelo y contar todo lo que había visto después. El caso era que todos los comentarios pintaban al maestro Dinyú como al mejor maestro har-karista de Ajensoldra, aseveración que sin duda pretendía mosquear a los demás maestros.

Con todo, el maestro Dinyú parecía algo apesadumbrado por haberse convertido en el centro de atención. Estuvimos observando las proezas de los arqueros durante dos horas y luego volvimos a la Pagoda, pero en el camino de regreso nos cortaron el paso una tropa de jóvenes guiados por un maestro de har-kar que, por el escudo que llevaba bordado en su túnica, parecía ser miembro de alguna escuela har-karista de Aefna. Su rostro repleto reflejaba una solemnidad desafiante.

—Dinyú Fen —bramó.

Lo miramos con una expresión atónita mientras nuestro maestro se adelantaba.

—¿Quién me llama? —preguntó.

—Mi nombre es Jaslu Rieyni. Dicen por ahí que te las das del mejor maestro har-karista de Ajensoldra, ¿es eso cierto?

El maestro Dinyú, aunque tenso, sonrió amigablemente.

—Quienes lo dicen son personas que no me conocen. No tengo la menor intención de ser el mejor. Maestro Jaslu —añadió, saludándolo respetuosamente para despedirse de él.

Pero Jaslu Rieyni no pareció satisfecho.

—Entonces, comprobémoslo con una lucha de har-kar aquí mismo.

El maestro Dinyú, las manos en la espalda, lo miró con más seriedad.

—No voy a luchar, maestro Jaslu. No tienes que demostrarme nada, ni yo a ti tampoco. Tengo que llevar a mis alumnos a la Pagoda, si me dejas pasar…

El maestro Jaslu lo miró con un rictus.

—Haces bien —contestó—. No es ni el mejor momento ni el mejor lugar para una lucha. Pero confío en que me enviarás una nota diciéndome dónde y a qué hora te conviene más. O consideraré que no tienes valor para enfrentarte conmigo. Tu honor está en juego.

—Tu visión del honor me desconcierta —replicó el maestro Dinyú.

Mientras el maestro Dinyú avanzaba dignamente en el camino que le habían franqueado los alumnos del maestro Jaslu, lo seguimos todos los kals de Ató, y observé cómo Sotkins miraba a su alrededor, enrojecida y colérica, como si hubiese sufrido una afrenta imperdonable. Me pregunté con curiosidad cómo iba a actuar el maestro Dinyú después de esto. Al fin y al cabo, como decía el maestro Jaslu, tenía que salvar su honor después de haber sido desafiado de esa manera tan poco amigable. Pero entendía que el maestro Dinyú estuviese harto de luchar por una causa tan ridícula como la de desengañar a un vanidoso más. En cualquier caso, yo no dudaba un segundo de que mi maestro ganaría si aceptase el duelo.