Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 6: Como el viento

2 El Arsay tenebroso

Unos gritos me despertaron a la mañana siguiente. Estaba aún agotada por el sueño cuando, lentamente, abrí un ojo.

—¡Shaedra! —me llamaba la voz de Galgarrios detrás de la puerta.

—¿Qué? —solté, bostezando, cansadísima.

—Están todos desayunando. Y tú durmiendo como el agua en un lago. ¿No vas a venir?

Cerré el ojo, suspiré y me enderecé como un sonámbulo.

—Ya voy —pronuncié con la boca pastosa.

“¿Quieres que te acabe de despertar?”, me propuso amablemente Frundis.

Agrandé los ojos y negué con la cabeza. Frundis era capaz de matarme del susto. Aunque después de todo lo que me habían revelado los Comunitarios, ya podía considerarme afortunada por no haber muerto antes.

—¿Seguro que vienes? —insistió Galgarrios, afuera, aparentemente inquieto.

Reprimí una sonrisa. Galgarrios siempre se preocupaba por todo.

—Voy —asentí—. Me visto y voy.

Me vestí con rapidez, pasé mi cinta azul alrededor de la cabeza, cogí a Frundis y abrí la puerta. Syu salió corriendo, repitiendo alegremente: “¡No hay arena!” De hecho, el viento había amainado y toda la arena había caído, enrojeciendo el suelo. El aire era límpido y el cielo más azul que gris. Bueno, me dije, respirando el aire nuevo. Al menos no todo eran malas noticias.

“¡Shaedra!”, protestó el mono, subiéndose a mi hombro. “¿Por qué estás tan pesimista? ¿No me digas que es por lo que te dijeron ayer?”

Después de unas cuantas preguntas sobre el mundo de los demonios, Ray, Dadvin y Kierrel habían sondeado mi Sreda. Había sido una experiencia bastante desagradable. Y, por desgracia, habían llegado a la conclusión de que no sabía aún manejar mi Sreda correctamente. Ray me había avisado de que era totalmente normal, dado que un demonio necesitaba años para formarse debidamente. Pero les había parecido que tenía que hacer más esfuerzos. ¿Y qué querían pues? ¿Que me pasase todo el día examinando mi Sreda? Suspiré. Y por si fuera poco, resultaba que el hijo de Ashbinkhai, un tal Askaldo, estaba furioso contra mí porque al parecer Seyrum no había llegado a tiempo con su segunda poción y la inestabilidad de la Sreda de Askaldo había provocado daños irremediables que le habían obligado a vivir alejado de los saijits.

“Si les has robado su poción, es normal que esté furioso”, comentó Syu, razonablemente.

“Sí, pero no lo hice queriendo”, me defendí. “Lo peor, es que le haya podido causar tanto daño sin quererlo”, me lamenté. “Esperemos que no le duren mucho los ataques de cólera a ese Askaldo.” Carraspeé, molesta. Los Comunitarios me habían avisado de que Askaldo querría probablemente vengarse. El espíritu de venganza estaba muy metido en la cultura de ciertas comunidades de demonios, según me dijeron. Claro que ellos también querían asustarme para que les hiciera caso. No me habían caído mal, pero ignoraba sus objetivos, y mientras no supiese qué querían exactamente de mí, no podía confiar en ellos.

—¿Estás bien, Shaedra? —Galgarrios me contemplaba con una expresión turbada.

—No he podido dormir en toda la noche —mascullé, apoyándome en Frundis con cara de mártir.

Galgarrios me miró y, sin previo aviso, soltó una risotada que me dejó a cuadros.

—¿Qué pasa? —pregunté, perdida.

Galgarrios sacudió la cabeza, riéndose, y señaló el camino que llevaba al comedor.

—Vayamos a desayunar —comentó, con una ancha sonrisa.

“¿Crees que se estaba riendo de mí?”, le pregunté a Syu, confusa, siguiendo el caito.

El mono gawalt jugueteaba con su cola, con aire ausente.

“Ni idea. Es difícil sacar conclusiones de ese saijit.”

Desayunamos y me fui poco a poco despertando, aunque cuando entramos en la sala de har-kar, el barullo me resultó enseguida agobiante y me empezó a doler la cabeza. Llevaba demasiadas noches sin dormir lo suficiente. Sólo esperaba que Kwayat me dejase tranquila y renunciase a sus lecciones, de lo contrario reventaría. No estaba en condiciones de luchar, me dije a mí misma, mientras cruzaba con los demás kals los balcones de la sala, hasta llegar a nuestro sitio.

El maestro Dinyú ya estaba ahí y nos dio los buenos días con su habitual serenidad.

—¡Maestro Dinyú! —dijo Sotkins, animadísima. Se aproximó a él con las manos en la espalda. Aquel día parecía estar en plena forma, como siempre—. ¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo.

El maestro Dinyú enarcó una ceja y nos miró a todos, intrigado.

—Por supuesto, ¿qué ocurre?

—Usted es un gran har-karista. ¿Por qué no participa en el Torneo? Al parecer, fue maestro de Pyen Farkinfar —añadió, soltándonos una mirada elocuente.

Varios intercambiaron miradas estupefactas y yo fruncí el ceño, acordándome de un detalle. Pyen Farkinfar. Ahora que lo recordaba, el mercenario semi-elfo que había capturado a Lénisu en las Hordas, meses atrás, había mencionado a aquel hombre. Si bien recordaba, había luchado contra él una vez, en un combate har-karista, y había sido derrotado. Pyen, me dije. Era el mismo del que me había hablado el maestro Dinyú, el día en que había vuelto yo de las Hordas. Cuando yo le había confesado que no pretendía ser har-karista profesional, Dinyú me había contestado, pensativo: “Es curioso… Algo muy parecido me dijo otro alumno mío, hace años.” Pyen Farkinfar tampoco quería ser har-karista, sino artista, como Saylen, la esposa de Dinyú. Y resultaba ahora que estaba combatiendo en Aefna. Farkinfar y Smandjí eran los har-karistas veteranos más jóvenes de Ajensoldra y eran los más habilidosos, según se decía.

Aguardé a que contestara el maestro Dinyú, pero él tan sólo se contentó con sonreír ligeramente antes de concentrarse en el primer combate de har-kar.

—¿Maestro? —preguntó Sotkins, sorprendida por la ausencia de respuesta.

—Id a prepararos —nos aconsejó el maestro Dinyú—. Y centraos en el har-kar.

Sotkins, mohína, se giró hacia nosotros.

—Venga, ya lo habéis oído —nos dijo, y empezó a bajar las escaleras hacia los campos de combate—. Luchemos con fe y venceremos —añadió, cuando estuvo al pie de la escaleras.

—Sotkins —intervino Zahg, carraspeando—. ¿No crees que te lo estás tomando demasiado en… en serio?

La belarca lo miró con los ojos entornados.

—Por supuesto que me lo tomo en serio. Los kals de la Gran Pagoda creían que éramos unos nulos antes de vernos luchar. Y ahora empiezan a conocer nuestra verdadera valía. Nos toca demostrarles que somos har-karistas.

Su tono apasionado me causó cierta impresión, aunque sabía que yo nunca sería una verdadera har-karista. Esbocé una sonrisa.

“Sotkins acabará siendo una excelente maestra de har-kar”, les declaré a Syu y a Frundis.

Mi primer adversario del día fue un kal de Kaendra. Sotkins dijo que se llamaba Ar-Yun y que era muy bueno. Dejé a Frundis en manos de Galgarrios y entré en el terreno. Ar-Yun era un humano, de cabeza completamente rapada y ojos negros. Toda su expresión reflejaba una imperturbable serenidad. Si hubiese escuchado más atentamente las conversaciones, seguramente habría conocido ya todas sus tácticas y sus manías, pero no me había molestado en acordarme de cada uno de mis adversarios, de modo que, al avanzarme hacia él, me sorprendió que se quedara tan inmóvil. Fingí un ataque. Y él apenas movió la cabeza.

Seguí fingiendo pero sólo cuando realmente me lancé movió Ar-Yun un brazo, bloqueó mi ataque y replicó con una serie de movimientos tan rápidos que no tuve tiempo de asombrarme. Me defendí como pude, y fui pegando saltos para evitar sus asaltos. Ya no me preguntaba si ganaría sino cuánto duraría. Aquel Ar-Yun era asombroso y, entre los combates que se desarrollaban, el nuestro se convirtió en el centro de atención del público.

No conseguía alcanzarlo. Ar-Yun se movía con rectitud, no daba ni un paso más, ni un paso menos. Yo saltaba por todas partes, como un mono gawalt.

“Los monos gawalts no hacemos tanto el ridículo”, replicó Syu, en algún sitio.

“¡Syu, no me desconcentres!”, dije, con los labios apretados por la concentración.

El puñetazo de Ar-Yun me alcanzó en el hombro y siseé, malhumorada. Realicé un salto hacia la izquierda y me volví hacia Ar-Yun, con los ojos entornados.

“¡Syu!”, dije, quejumbrosa.

“Concéntrate y deja de quejarte”, replicó el mono.

Seguí peleando, pero empezaba a darme cuenta de que estaba utilizando mis últimas fuerzas. ¿A quién se le ocurría meterse en una lucha con un har-karista así, después de varias noches en vela?

Entonces, me vinieron las palabras de Sotkins otra vez. Tenía que demostrar a la gente que yo era tan har-karista como Ar-Yun. Invadida por una especie de euforia, embestí con una serie de ataques y al fin vi en el rostro sereno de Ar-Yun una pizca de sorpresa. Utilicé el ataque estrella y… Ar-Yun realizó un movimiento extraño, su golpe contra mi pecho vino a sacar todo el aire de mis pulmones y me tiró al suelo.

Inspiré hondo, aturdida, mientras el público aclamaba a Ar-Yun con fervor. El humano realizó un saludo hacia el público, juntando las dos manos, y esperó a que me levantara para darme el saludo convencional, al que contesté muy serenamente.

Su rostro apacible se iluminó con una sonrisa.

—¿Te llamas Shaedra, verdad?

—Sí —contesté.

—Mi nombre es Ar-Yun. Luchas muy bien.

Enarqué una ceja, sorprendida.

—¿De veras?

Ar-Yun asintió.

—¿Eres kal de la Pagoda Azul, verdad?

Bajé la mirada hacia mi túnica, donde estaba cosida la hoja de roble negra, símbolo de la Pagoda Azul.

—Así es. Tú también luchas muy bien —le dije.

Ar-Yun rió y volvió a hacer el saludo.

—Buena suerte con los demás combates —soltó, antes de dirigirse hacia sus compañeros de la pagoda de Kaendra.

Cuando regresé con los demás, Sotkins me cogió del brazo, entusiasmada.

—¡Ha sido una lucha épica! —exclamó—. Nunca te había visto luchar tan bien.

Sacudí la cabeza, asombrada, y crucé la mirada de Syu, quien vino a posarse sobre mi hombro.

“Resulta que cuando estoy más cansada es cuando lucho mejor. ¿Tú crees que es eso normal?”, le pregunté, alucinada.

“Generalmente, cuando estás despierta, piensas demasiado”, me explicó el mono con seriedad.

“Y menos mal que tú me ayudas a concentrarme con tus comentarios en medio del combate”, observé, burlona.

El mono puso cara inocente.

“No lo hubiera hecho si se hubiese tratado de un combate serio”, me prometió.

Luego, combatí y vencí contra dos adversarios y más tarde nos dirigimos Ozwil, Salkysso, Galgarrios y yo hacia la sala contigua para presenciar las luchas de los veteranos. Ahí estaban Smandjí y Farkinfar.

El maestro Dinyú se reunió con nosotros poco después, con los demás kals, y Sotkins nos quitó todas nuestras dudas sacando una lista de los próximos combates.

—Ahora toca Smandjí contra Zendros —declaró Sotkins, mirando su largo pergamino desenrollado.

—¿Quién es Zendros? —preguntó Ozwil.

Como Sotkins hacía una mueca para significar que no tenía ni idea, el maestro Dinyú explicó:

—Es un maestro har-karista de las Tierras Altas.

—Pero ahí no hay pagodas, maestro Dinyú —intervino Laya—. ¿Cómo puede ser maestro de algo?

Dinyú sonrió.

—Tienes razón, no existen pagodas en las Tierras Altas. Pero no hacen falta pagodas para ser maestro. Zendros vive de lo que le pagan los alumnos.

En cierto modo, era más lógico, medité, mientras observaba cómo dos saijits salían al terreno de har-kar.

—El de la túnica blanca es Smandjí —soltó Sotkins, agarrada a la barandilla—. Y el de la túnica amarilla debe de ser Zendros.

La observé con curiosidad. Jamás hubiera pensado que el Torneo la entusiasmaría tanto. Syu gruñó.

“Me aburro de tanto grito. Voy a dar una vuelta”, declaró. Saltó, se agarró a las vigas de madera, y desapareció entre la oscuridad del techo.

La batalla entre Smandjí y Zendros estuvo muy reñida, pero al final ganó el primero y salieron varios admiradores, gritando y cantando como locos. Luego llegó el combate entre Farkinfar y una tal Hayu. De reojo, vi que el maestro Dinyú observaba el combate con sumo interés. Su mirada intensa me hizo entender que aún consideraba a Farkinfar como a su alumno. Cuando acabó el combate y hubo ganado Farkinfar, busqué al maestro Dinyú pero no lo encontré y supuse que había bajado hasta la planta baja para hablar con su antiguo alumno.

—Ahora viene lo mejor —dijo Zahg—. Farkinfar contra Smandjí. ¿Quién pensáis que va a ganar?

—Smandjí —dijo una voz, a mis espaldas—. Incontestablemente.

Me giré con sorpresa y vi a Arleo, el sibilio de pelo rojo que era kal de la Pagoda de los Vientos. Lo acompañaba Lowhia, la semi-elfa rubia, y otros amigos suyos. También vi, no muy lejos, a Marelta, Kajert y los demás kals no har-karistas, que habían venido a ver el combate histórico entre Farkinfar y Smandjí.

—No estés tan seguro —intervino Sotkins—. Farkinfar puede ganar.

Arleo la miró con cara incrédula.

—¿De veras crees que un humano puede ganar a Smandjí? Es broma —añadió, al recordar de pronto que uno de sus amigos era humano—, todo esto no tiene nada que ver con la raza sino con el arte. Muy bien, apostemos.

—Yo no apuesto nada —repuso Sotkins, malhumorada, girándose hacia el terreno.

Arleo se carcajeó.

—Veinte kétalos por Smandjí.

—Ni hablar —replicó ella.

—Veinticinco.

—Treinta por Farkinfar —intervino Laya.

Y mientras todos miraban a Laya, perplejos, Arleo, satisfecho al haber encontrado un interlocutor, empezó a hacer sus apuestas.

“Y pensar que hace doscientos años hacían ya apuestas”, comentó Frundis, bajando un poco el sonido de su música de violines.

“Y probablemente dentro de doscientos años seguirán apostando”, respondí.

Se oyó un silbido y el combate empezó. Fue una lucha memorable. Farkinfar era rápido como un relámpago, Smandjí duro como un roble. Se daban golpes de brazos, de manos, de pies, y ninguno parecía estar dispuesto a perder. La sala estaba abarrotada, y todo el público estaba pendiente, relativamente en silencio, reteniendo su respiración. El combate duró más de un cuarto de hora. Y justo cuando Farkinfar fue proyectado hasta el suelo, recibiendo una patada impresionante de Smandjí, alguien me dio un toque en el hombro… me giré, algo irritada, y me quedé pálida como la muerte.

Ante mí, se alzaba un hombre forzudo con armadura dorada y pelo largo y negro que me miraba con una expresión llena de seriedad.

—¿Eres Shaedra Úcrinalm, alumna de la Pagoda Azul? —preguntó con voz grave.

Con la impresión de haberme tragado de golpe un bloque de hielo, boquiabierta, conseguí hacer un breve signo con la cabeza. La cara cuadrada del Arsay de la Muerte, impertérrita, declaró:

—La Niña-Dios requiere tu presencia. Te guiaré hasta ella.