Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 5: Historia de la dragona huérfana

11 Música ladrona

Nos llegaron noticias de que al norte del bosque de Belyac había unas inundaciones tremendas. En cambio, aquí, no era ya lluvia lo que caía, sino nieve.

La nieve lo cubría todo. A la mañana, los kals har-karistas llegábamos a la Pagoda Azul tiritando y con ganas de movernos. El maestro Dinyú admitió con no poco humor que no estaba habituado a luchar en un lugar tan frío y que probablemente él, que era tan comedido en los gestos superfluos, se habría quedado congelado como una estalactita si no se hubiese cubierto con una enorme piel de oso que a mí me habría hecho sudar a manta.

Afortunadamente, los días de frío intenso fueron pocos, pero aun así el frío provocó la muerte de tres personas. Uno de los desgraciados fue Tanos el Borracho, que fue encontrado en medio de una calle sepultado por la nieve. Me dio tanta pena que no fui capaz de ver su cuerpo más de unos segundos antes de huir del lugar. También murió un niño pequeño de una familia muy pobre que vivía al otro lado del río, así como un elfo oscuro borracho que cayó en el Trueno y, alcanzada la orilla, no pudo pedir auxilio. Estas historias truculentas las contaban con mucha labia y con muchos detalles las personas que venían a la taberna: la taberna es uno de los mejores lugares para enterarse de todo tipo de cotilleos. Lo cierto era que me sobraba la experiencia en ese punto.

Cuando empezó a calentarse la atmósfera, la nieve fundió poco a poco y el Trueno se transformó de nuevo en una fiera rabiosa que se abalanzaba hacia el mar. Las orillas y las casas cercanas fueron inundadas y hasta arrastradas por la corriente. El río había dejado tras él un paisaje devastado y estremecedor.

—Al menos no se ha llevado el puente —comentó Revis, mientras salíamos de la Pagoda después de la lección de har-kar.

—Todavía —apuntó Sotkins.

—Pobres gentes —masculló Galgarrios, meneando la cabeza—. Siempre les pasa lo mismo.

—Si no construyesen casas tan cerca del río… —comentó Laya, poniendo los ojos en blanco.

—No tienen derecho a construir del otro lado de la colina —observé.

Laya se encogió de hombros.

—Ya, pero entonces que se vayan a construir casas en la colina vecina.

Resoplé.

—Son jornaleros —dije—. Trabajan en los campos del otro lado del río. No puedes mandarlos todavía más lejos de las tierras.

—Por todos los dioses, Shaedra, pareces la abogada de esa gente —intervino Zahg, riendo.

—Qué va —repliqué—. Pero ya tienen que pasar por suficientes calamidades como para que los demás habitantes se metan con ellos.

—No se meten tanto —me aseguró Galgarrios—. Esta mañana casi todos los cekals de Ató se han ofrecido para ayudar a los que se han quedado sin casa.

Sonreí.

—Apuesto a que Nart es uno de ellos.

Laya suspiró suavemente.

—Yo creo que Nart Henelongo haría un buen Dáilerrin —dijo.

Sotkins y yo intercambiamos una mirada divertida.

—Lo que necesita Nart es una buena dosis de humildad —soltó la belarca—. Bueno, yo me voy a casa —añadió precipitadamente, antes de que Laya pudiese decir nada—. ¡Hasta mañana!

Nos separamos y me fui corriendo al Ciervo alado.

Aquella tarde, fui a la biblioteca para leer más cosas acerca del Archipiélago de las Anarfias. Estaba leyendo un libro interesantísimo pero, como no quería que nadie se enterara de lo que leía, pasaba de llevármelo a casa.

El archipiélago tenía numerosísimas islas, y entre ellas, las mareas variaban mucho y podían tener amplitudes importantes, de modo que a veces una isla a marea baja podía convertirse en varios islotes a marea alta. Según las descripciones, había muchas rocas y arrecifes. Incluso había rocas enormes y anchas que se elevaban muy alto como torreones, sobre el mar. Al sur del archipiélago, había una isla de cierta extensión llamada Sladeyr, que daba con el mar de las Agujas. En el libro, sobre todo se hablaba de los dragones, de sus diferentes tipos y de su número. Al parecer, no eran tantos como decían las leyendas, aunque el libro contaba la aventura de un explorador que había alcanzado a ver como veinte dragones rojos en el cielo, volando alrededor de uno de esos torreones naturales. Según Kwayat, un dragón rojo adulto era mucho más grande que Naura, la dragona huérfana de las Hordas. Debía de ser magnífico y aterrador encontrarse con una criatura de esas.

Me imaginé entonces a Aleria y a Akín sobre una barquita, contemplando esas enormes rocas pobladas de dragones, y meneé la cabeza, sin poder ahogar completamente mi inquietud. Aleria y Akín no eran aventureros, me repetí. Y aunque los acompañase Stalius, no veía cómo podrían pasar a través de esas regiones inhóspitas y por encima de los Veneradores de Numren para rescatar a Daian. Era uno de esos proyectos estrafalarios típicos de los cuentos o de mi mente alocada. Aleria era mucho más razonable que yo. Y Akín no era tan valiente como para enfrentarse con unos fanáticos que querían sacarle a Daian todos sus secretos de alquimia.

Aquel día acabé de leer el libro y dediqué el final de la tarde a hojear los estudios de teoría celmista sobre percepción que nos había aconsejado el maestro Dinyú. Él decía que había que conocer todas las artes celmistas y que aunque no se fuese un experto en percepción, había que saber lo que los perceptistas eran capaces de hacer. Ese era un razonamiento muy cuerdo, aunque al seguir el consejo me daba la impresión de que nunca podría acabar conociendo todas las posibilidades que presentaban las artes celmistas. Y estaba segura de que el maestro Dinyú era consciente de ello. Él mismo no podía saber de todo.

Ya era de noche cuando salí de la biblioteca. Antes de entrar en la taberna, pasé por los establos y le visité a Trikos. Esos últimos días apenas había ido a verlo y me sentía culpable por abandonarlo. También era verdad que Kirlens lo cuidaba muy bien, pero Trikos era el caballo de Lénisu y sentía un gran cariño por ese candiano pelirrojo.

Cuando entré en el establo, me di cuenta enseguida de que Trikos estaba agitado. Algo lo perturbaba, me dije, frunciendo el ceño.

Había dos caballos más. Uno negro y uno blanco. Dos caballos de buena raza. Sin duda pertenecían a dos viajeros que habían decidido pasar la noche en el albergue.

—Trikos —dije, dulcemente—. Tranquilo, ey, ¿qué te pasa?

Le acaricié el hocico y Trikos pareció serenarse. Sonreí. El candiano mostraba claramente con sus dos ojazos negros que agradecía mi presencia.

Examiné luego con detalle los caballos extranjeros y me despedí de Trikos con una lluvia de caricias que lo hicieron reír. Cuando entré en la taberna, Kirlens estaba jugando una partida de cartas con otros tres, los tres de siempre.

—Hola, Shaedra. ¿Qué tal el día? —me preguntó, girando un rostro sonriente hacia mí mientras bromeaban los demás sobre la partida.

—Bien. ¿Han venido extranjeros? —pregunté.

—Sí, ya se han ido a la cama. Estaban agotados. ¿A qué esperáis? —les preguntó a los demás.

—¡Te toca!

—Ah. Ahí va.

—¡Maldito! No tengo de ese palo —se quejó su vecino.

—Por cierto —añadió Kirlens, volviéndose hacia mí—. Tienes el plato de arroz todo preparado. Creo que aún estará caliente.

De hecho, el arroz aún estaba caliente y me lo comí vorazmente, y cuando hube terminado, volví a la taberna y me pasé un rato mirando la partida, hasta que apareció Syu.

“¡Buenas noticias!”, me dijo. “Lénisu está aquí.”

Me quedé mirándolo sin respirar, estupefacta, hasta que me di cuenta de lo que significaban las palabras de Syu. ¡Lénisu había vuelto! Y de incógnito, sin lugar a duda. Me levanté un poco bruscamente y bostecé.

—Me voy a la cama. Hoy el maestro Dinyú nos ha hecho hacer cien veces la técnica de la Cabra.

—Kirlens, esta pobre chica nos habla cada vez más raro —observó el más viejo de los jugadores.

—¡Mira quién habló! —exclamó otro—. Cuando te pones a explicarnos tus técnicas para que crezcan bien las plantas no hay quién te entienda.

Los dejé ahí, divertida por sus conversaciones, y subí hasta mi cuarto precipitadamente. De camino, le fui pidiendo a Syu más detalles. Al parecer, había visto a Lénisu rondar por el bosque al norte de Ató, no muy lejos de donde había perdido yo mi vestido blanco el año pasado. Además, estaba con otra persona a la que no había conseguido ver la cara por la oscuridad.

“Pero estoy seguro de que era el tío Lénisu”, insistió, entusiasmado.

“Lo malo es que todavía no ha llegado la mejor hora para salir. Todavía hay mucha gente despierta”, reflexioné.

Invadida por la alegría, me costaba pensar con claridad, pero no estaba tan loca como para salir de Ató a una hora en que cualquiera hubiera podido verme.

“Vendrá a por Hilo”, cavilé, paseándome nerviosamente por mi cuarto.

“¿Crees que traerá a Frundis?”

Una súbita esperanza me invadió. Pero negué con la cabeza.

“Es Néldaru quien me lo robó. No creo que se lo haya dicho a Lénisu.”

“¿Sigues pensando que te lo robó, eh?”, soltó Syu, pensativo.

Arrastré la silla hasta la ventana y me senté en ella, contemplando la noche. Aún había demasiadas luces encendidas, me dije con impaciencia. El tiempo pasaba estresantemente lento.

Una cosa estaba clara: Lénisu intentaría recuperar su espada por todos los medios. ¿Pero cómo pasar a través de la guardia, entrar en el cuartel y pasar desapercibido ante los ojos del Mahir? Esa era una pregunta que me venía haciendo desde hacía más de dos meses, cuando había empezado a merodear por el cuartel con la esperanza de encontrar una manera de pasar por encima de tantos obstáculos.

Necesitaría mi ayuda, me dije con firmeza. Después de todo, yo sabía algo de armonías y de artes celmistas, y Lénisu no parecía saber gran cosa sobre el tema. Claro que todo no se resumía a los conocimientos celmistas, pero estaba segura de que podrían ayudar.

Con ese convencimiento, me levanté sintiéndome mejor, y Syu puso cara interrogante.

“Se te ha ocurrido una idea”, observó.

“¿Por qué lo dices?”, repliqué, con una sonrisa.

“Porque tienes la misma cara de alegría que yo cuando me encuentro con un cuenco de plátanos”, explicó muy seriamente.

Volví a pasearme por la habitación con agitación, pero esta vez estaba urdiendo un plan. Yo conocía exactamente todos los resquicios de los exteriores del cuartel, y había entrado dos veces dentro. Sin duda el Mahir tenía que guardar la espada en su casa. ¿Dónde si no? La casa del Mahir se situaba en el interior del cuartel, pero estaba del lado opuesto de la cárcel, de modo que apenas la había podido examinar.

Syu y yo subiríamos por el muro hasta el tejado de la gran casa del Mahir. Lénisu se quedaría abajo para avisarnos por si venía alguien. Y Syu y yo robaríamos la espada al usurpador, completé, menos entusiasmada, al darme cuenta de que Lénisu jamás aceptaría algo parecido. Lo conocía lo suficiente como para saberlo: no dejaría jamás que yo corriese peligro por su culpa. Ya me lo había demostrado más de una vez, pero, aunque tal actitud demostraba que me quería, me irritaba su rechazo cada vez que quería ayudarlo.

Tanto tiempo estuve dándole vueltas a las cosas que cuando miré por la ventana ya las luces se habían apagado hacía tiempo y todos en Ató descansaban tranquilamente.

En menos de un cuarto de hora estaba fuera de Ató, bajando la otra vertiente de la colina, entre bosques, maleza y barro. Al principio, andaba muy discretamente, con la intención de no ser vista, pero al ver que Lénisu no aparecía empecé a meter un poco más de ruido con la esperanza de verlo surgir delante de mí.

Cuando llegué hasta los primeros árboles de la orilla, cuyo tronco estaba, en parte, sepultado por las aguas del Trueno, me detuve y pregunté, toda esperanza perdida:

“¿Seguro que no lo has soñado?”

Syu insistió:

“¿Soñarlo? Yo no sueño con saijits. Qué cosas dices. Un mono gawalt sueña con cosas útiles”, añadió, socarrón.

“Entonces Lénisu tiene que estar en alguna parte”, colegí.

Los árboles, sin hojas, desplegaban sus centenares de ramas desnudas sobre las aguas. Era una imagen hermosa y a la vez inquietante. Vi entonces un bulto en el río, retenido por un tronco caído y mi corazón se paralizó por un momento. ¿Y si aquello era Lénisu? ¿Y si el Mahir lo había encontrado antes que yo y se había deshecho de él? Temblando, me aproximé al tronco y empecé a avanzar por su corteza húmeda y resbaladiza.

Cuando llegué hasta el bulto me di cuenta de que me había equivocado: no era Lénisu, sino un cadáver de nadro rojo. Ladeé la cabeza, sorprendida. Eso significaba que había nadros rojos por la zona. Normalmente, los cuerpos de nadros rojos, al morir, explotaban. Abrí los ojos de par en par.

“Explotan, Syu”, siseé, aterrada. “¡Va a explotar!”, exclamé, levantándome de un bote, al ver que efectivamente el cuerpo del nadro rojo empezaba a soltar ruidos extraños de combustión.

En ese momento, pasó una sombra junto a mí, me cogió del brazo y me arrastró por no decir que me llevó volando hasta la orilla.

—¡Pero tú estás loca! —soltó Lénisu, mientras el nadro rojo explotaba.

—¡Lénisu, has vuelto! —dije yo, abrazándolo con mucho cariño.

Mi tío carraspeó.

—Desde luego, te enteras de todo. ¿Acaso todos lo saben?

—¿Qué? No, sólo Syu y yo.

—Syu… —pronunció. Meneó la cabeza—. Pues claro. Venga, larguémonos. La explosión atraerá a los guardias. Por ahí —me indicó.

Syu y yo lo seguimos con total discreción. Lénisu nos hizo dar la vuelta a la colina y se detuvo no muy lejos del lugar donde yo entrenaba har-kar con el maestro Dinyú los días en que no llovía.

Paseé mi mirada a mi alrededor pero no vi ni a la segunda silueta encapuchada que me había anunciado Syu ni vi nada que se pudiese parecer a un pequeño campamento.

—No pensaba verte tan pronto —admitió Lénisu, girándose hacia mí—. No es fácil entrar en Ató sin que nadie te vea.

—En eso, yo soy una experta —le confesé—. ¿Dónde está la otra persona?

A través de la oscuridad de la noche, vi a Lénisu enarcar una ceja.

—¡Ah! Condenada sobrina, ¿qué es lo que no sabes? —repuso.

Noté que estaba molesto y sonreí.

—Bueno… Para comenzar, no sé quién es esa persona que te acompañaba.

—Son varias las personas que me acompañan —reveló Lénisu, cruzándose de brazos.

—¿Son Néldaru y Wanli? ¡Entonces podré recuperar a Frundis!

—¡Cierto! —exclamó vivamente Lénisu—. No puedes imaginarte las torturas que me ha hecho padecer ese maldito bastón. Su música era terrible. Lo hacía queriendo para que volviese a Ató lo más pronto posible.

—¿De verdad? —dije, conmovida al saber que Frundis me echaba tanto de menos.

“¿Dónde está?”, preguntó Syu, saltando sobre mi hombro, entusiasmado.

Cuando hice eco a la pregunta del mono, Lénisu contestó:

—Ya no lo tengo yo, se lo di a Wanli para que te lo devolviese. Se hace pasar por la hija de un comerciante rico. Y se hospeda en el Ciervo alado.

El caballo blanco y el caballo negro del establo, comprendí.

—Entiendo. ¿Y tiene a Frundis?

—Sí, pero cuando te lo dé, no lo saques a relucir, ¿eh? Que todos saben que lo perdiste durante la expedición, así que si te ven con él…

—Descuida, no le dejaré salir de mi cuarto —le aseguré—. Pero dime la verdad, tío Lénisu. No has venido solamente para traer a Frundis. Vienes a… intentar una locura, ¿verdad?

Lénisu no contestó de inmediato, se apartó del árbol contra el que se había arrimado y puso una mano sobre mi hombro, mirándome a los ojos.

—Tú ya lo sabes. Y tampoco es una locura tan grande —caviló—. Peor sería no hacer nada.

—Hilo es… ¿tan importante para ti?

Lénisu se enderezó y dio unos pasos lentos hacia Ató. Al fin, se detuvo y asintió.

—Sin ella… no soy nadie.

Raramente lo había visto tan grave y por enésima vez me pregunté qué podía tener de tan especial una simple espada. Recordé que Nart había dicho que Hilo, o la espada de Álingar como él la había llamado, era una reliquia. Como la gema de Loorden, o las cadenas de Azbhel…

—Te ayudaré a recuperarla —le dije.

—Ni hablar.

—No te he pedido permiso —repliqué, con altivez.

Lénisu se giró hacia mí bruscamente. Me miró con cara airada y yo le miré con cara testaruda. Yo no cedería: estaba convencida de que todo saldría bien si le echaba una mano a Lénisu. Al cabo, vi una media sonrisa dibujarse en su rostro.

—Eres el vivo retrato de tu madre —dijo al fin—. Mi hermana acababa con la paciencia de cualquiera. La de veces que hemos reñido de niños… No sé cómo la aguantaba tu padre.

Cada vez que hablaba de mi madre, las palabras que decía no iban nunca acorde con el tono lleno de dulzura con el que las profería.

—Entonces estamos de acuerdo —concluí—. Además, te llevo ventaja, me he pasado más de un mes estudiando el cuartel.

—Oh, ¿y qué has inferido de tu estudio? ¿Que el cuartel tiene una entrada y que está rodeado de un muro infranqueable? —replicó Lénisu, burlón.

Lo miré con cara aburrida.

—Si he dicho que lo he estudiado es que lo he estudiado también por dentro. No es tan difícil entrar.

Lénisu frunció el ceño y luego soltó una carcajada.

—Estás tan majara como yo, sobrina. ¿Te lo he dicho ya? —Dio unos pasos meneando la cabeza, pensativo—. ¿Qué te hace pensar que el Mahir guarda a Hilo en el cuartel?

Me encogí de hombros.

—El Mahir vive ahí.

—Sí, pero el Mahir sabe que voy a por Hilo. No se arriesgaría a dejarla a mi alcance.

—¿No decías hace un rato que el muro era infranqueable? —repliqué, con una sonrisa burlona.

—Y bien —dijo, girándose hacia mí—. ¿Cuál es tu plan?

* * *

Al día siguiente, cuando volví a mi cuarto al mediodía, noté enseguida que algo había cambiado. Me acerqué a mi cama con precipitación y levanté las mantas: ahí estaba Frundis.

Fue un reencuentro feliz y Frundis me canturreó una melodía alegre que había oído ya muchas veces. Según le entendí, no había escrito una sola canción desde que nos habíamos separado, e intenté imaginarme la música insoportable que podía haber llegado a imponer a Lénisu. Seguramente más de una vez Lénisu hubiera deseado tirarlo por cualquier precipicio, pensé, sabiendo perfectamente cuán persistente podía ser la música de mi buen amigo compositor.

Como había quedado con Galgarrios, Ozwil, Ávend y Laya en la biblioteca, lo dejé en mi cuarto lamentando que Syu no hubiese vuelto para hacerle un poco de compañía.

En vez de preguntar directamente a Kirlens si los viajeros ya se habían ido, pasé por los establos y vi que efectivamente los caballos ya no estaban. ¿Acaso el único objetivo de Wanli, entrando así en Ató, había sido el de devolverme a Frundis? Lo dudaba mucho. Quién sabía lo que Lénisu se traía entre manos esta vez…

Lénisu no me había dado una respuesta clara después de que le hubiese explicado lo que yo haría para recuperar a Hilo, y sabía perfectamente que si insistía, mi tío me dejaría al margen.

Me preocupaba la importancia que le daba Lénisu a la espada. Parecía consumido, y la noche anterior había notado un destello de rabia en sus ojos cada vez que mencionaba al Mahir. Aunque conmigo hablase con naturalidad y tratase de bromear, sabía que el asunto lo carcomía por dentro. Lo cual no me parecía del todo comprensible. Bien, Hilo era una espada especial pero, ¿acaso era tan importante como para arriesgarse a meterse en la misma casa del Mahir?

Comparé la obsesión de Lénisu con la que Drakvian había demostrado el día en que había perdido a Cielo, su daga. La vampira se había vuelto extraña, vengativa. Lénisu lo escondía mejor, pero yo lograba notar que jamás dejaría de intentar recuperar su espada.

Muy bien, si había que recuperarla, se recuperaría.

Crucé el arco exterior de la biblioteca y levanté la cabeza. El edificio parecía sumido en un silencio total. Como la semana siguiente la Pagoda Azul estaría cerrada por la primera semana de Puertos, durante la cual se organizaban juegos y competiciones, pocos jóvenes se habían decidido a pasar la tarde estudiando. Tampoco era mi intención, pero como Laya y Ozwil estaban realizando un trabajo de recopilación de canciones populares de Ató y sus alrededores, me habían pedido que les ayudara. Sin duda Frundis les habría podido ayudar más que yo, pensé, al entrar en la biblioteca. Detrás del mostrador, me sorprendí al ver a Usin. El caito, que se había pasado tanto tiempo ocupándose de la biblioteca, había estado más de un mes ausente, pero ahora ahí estaba de vuelta.

—Buenos días —dije, con una sonrisa—. Qué sorpresa verte de vuelta.

Usin, con su pálido y escuálido rostro, me miró frunciendo el ceño. Mi sonrisa desapareció.

—Aún estoy vivo —replicó, como desafiante.

Solté una carcajada.

—Me alegra oír eso —le aseguré.

Sus ojos negros me siguieron, lúgubres, hasta que desaparecí por la puerta de la Sección Celmista. Usin siempre había sido una persona sumamente extraña, enfermiza y tenebrosa.

—¡Shaedra! —me llamó Galgarrios, desde la sección de Historia.

—No grites, Galgarrios —le recriminó Laya.

Estaban sentados Galgarrios, Ozwil y Laya alrededor de una mesa, con varios libros abiertos.

—Qué ideas —les dije, dejándome caer sobre una silla—. Recopilar canciones…

—Es un trabajo serio, Shaedra —afirmó Laya—, no pongas esa cara. El padre de Ozwil y el mío nos han pedido que realicemos una antología para poderla imprimir en Aefna. ¿Verdad que es maravilloso?

—¿Imprimir canciones? —Los miré, extrañada—. Qué ideas —repetí.

—El problema es que hay muchas canciones populares que no están ni escritas —intervino Ozwil echándose para atrás en su asiento y abandonando su lectura—. Por eso te necesitamos.

Ambos me miraban con cara esperanzada.

—Tú conoces muchísimas canciones —prosiguió Laya—. Canciones populares enteras. Yo apenas me sé algunas estrofas.

—Yo todavía menos —aseguró Ozwil.

—Pero vamos a ver —dije yo, sumida en mis reflexiones—. ¿Por qué queréis hacer una antología de canciones populares?

Laya y Ozwil se quedaron mirándome unos segundos sin contestar.

—Nuestros padres… —comenzó a decir Ozwil. Vaciló.

—A mi padre le encantaría tener un libro de canciones populares —explicó Laya—. Tiene su biblioteca llena de libros. Se trata algo así como de… un trabajo que represente la sabiduría popular de Ató —dijo, citando sin duda alguna las palabras de su padre.

—En esa antología aparecerá la historia de Ató —añadió Ozwil—. Mi padre dice que es esencial.

—¿Y por qué no lo hacen ellos mismos? —pregunté, con curiosidad.

Ozwil meneó la cabeza.

—Mi padre dice que es hora de que haga algo útil para Ató. Como si recopilar canciones fuera algo… —Carraspeó, sin acabar su frase. Obviamente, a Ozwil no le apasionaban las canciones populares.

—Entonces, ¿nos vas a ayudar? —inquirió Laya.

Los miré a ambos y me giré hacia Galgarrios.

—¿A ti qué te parece?

Galgarrios se encogió de hombros.

—Bueno. A mí nunca se me ocurriría abrir un libro de canciones, prefiero oírlas que leerlas, pero… Bueno —repitió.

Sonreí y posé las manos sobre la mesa, con determinación.

—Empecemos.

Laya sonrió, entusiasmada, y entonces sacó un rollo de pergamino y una pluma.

—La primera canción que quisiera poner, en la primera página, es ese bonito romance, sobre el pastor que va al bosque y se encuentra rodeado de rosales, ¿ves la que digo?

Asentí. ¿Cómo no iba a sabérmela? Yo recitaba y ella escribía, cuidadosamente, en el papel. El problema estaba en que era difícil no cantar muy alto y, en un momento, el Archivista Mayor entró en la Sección y me callé en medio de un verso, con la otra mitad en la boca. El Archivista Mayor dio la vuelta no muy lejos de donde estábamos y cuando volvió a salir, Laya soltó:

—Será mejor que la próxima vez vengáis a mi casa. Por cierto, ¿no tenía que venir Ávend hoy?

Me encogí de hombros.

—Tendría otras cosas que hacer.

—De todas formas, Ávend últimamente está muy raro —intervino Ozwil, levantándose—. Dicen que se pasa el día encerrado practicando con la energía aríkbeta.

Fruncí el ceño, pero no dije nada. Cuando estábamos ya saliendo de la biblioteca, Laya se giró hacia mí diciéndome:

—Oye, Shaedra, si se te ocurre alguna canción que hable de la fundación de Ató o de un evento importante, nos dices, ¿eh?

—Mm, seguro que hay alguna canción que pueda valerte para eso —contesté, pensativa, segura de que Frundis sabría ayudarme—. ¡Hasta mañana!

Aquella noche, cuando volví a mi cuarto después de la cena, Frundis me pidió que lo llevara a hacer una carrera.

“Me temo que esta noche no podrá ser”, le dije. “Lénisu está planeando algo sin mí, y tengo que averiguar lo que va a hacer.”

“Es más interesante la carrera”, intervino Syu, con una mueca.

“Syu…”

“Si el problema es sólo que quieres saber lo que va a hacer Lénisu…”, comenzó a decir el bastón.

Agrandé los ojos.

“¿Quieres decir que tú sabes algo?”

“¡Ja!”, se rió el bastón. “Yo sé muchísimas cosas, amiga mía. Pero no sé lo que va a hacer tu tío. No soy un adivino.”

“¡Ah!”, soltó el mono, con aire triunfal. “Es lo que le vengo repitiendo yo desde hace tiempo. ¡Pero sigue preguntándome cosas absurdas!”

Solté un suspiro, irritada al ver que ambos se ponían a hablar de mí sin el menor reparo.

“Si seguís así, iré yo sola a ver lo que hace”, les amenacé.

Resolvimos sin embargo que iríamos los tres: Syu y Frundis eran todavía más testarudos que yo. Apagué la luz y esperé quizá una hora, sentada en mi silla para no dormirme, pero finalmente fue Syu quien me despertó con un sobresalto, soltando un grito ahogado y aferrándose a mi cuello.

Abrí los ojos y me quedé boquiabierta, incrédula. Delante de mí, con un impresionante vestido amarillo de tela muy fina y lujosa, estaba Márevor Helith, mirándome con sus ojos de un azul que recordaba a la luz astral de la Gema. Casi había olvidado su rostro esquelético de nakrús, y al verlo volví a pensar en aquel día en que encontré el shuamir, con ocho años. Había sido la primera vez que lo había visto, con un sombrero estrambótico y una sonrisa esquelética.

Sus primeras palabras fueron:

—No sé por qué pensaba que los ternians dormían en una cama, como todos los saijits.

Su tono ligero era claramente burlón. Carraspeé.

—Me quedé dormida —contesté lentamente. Y me levanté, tratando de calmar a Syu. Un escalofrío me recorrió y me fijé en que la ventana estaba abierta.

—¿Ibas a alguna parte?

—Tal vez.

El maestro Helith frunció el ceño.

—He venido a avisarte de algo que podría interesarte.

—¿Tiene que ver con los Hullinrots? —pregunté.

—Exacto. Como quizá sepas ya, los Hullinrots han sufrido muchas bajas este último año.

Meneé la cabeza, mirándolo con extrañeza.

—No lo sabía, ¿cómo podría saberlo?

—Ya… Bueno, ahora lo sabes. —El maestro Helith soltó su carcajada característica. A cualquiera le hubiera parecido la de un loco.

—Maestro Helith —le dije al ver que no proseguía—, ¿no estás enfadado porque perdí el shuamir?

—Quién puede saber si ha sido mejor o peor que lo pierdas —respondió—. Pero considero una lástima que trates así a los objetos que te regalo.

Me ruboricé, avergonzada.

—Te pido perdón, maestro Helith.

—Bah, de todas formas no te lo habrías puesto, no confías en mí —soltó—. Yo simplemente he venido a decirte que no sería tan remoto que algún día veas a algún Hullinrot. Dudo cada vez más de que sepan realmente qué llevas en tu mente. La filacteria no va a ayudarlos en nada.

—¿Y por qué no se lo dices? —pregunté, cada vez más nerviosa.

—Porque entonces llegarían a la conclusión de que sólo pueden acabar con el lich a la fuerza bruta —explicó.

—¿Y no lo conseguirían?

—Tal vez. Pero no es lo que quiero yo.

Sus palabras me dejaron pensativa. El nakrús sonrió anchamente.

—Los Hullinrots están desesperados. Su pueblo se deshace en pedazos. Los nigromantes mueren y algunos ya han huido hacia niveles superiores y hacia las ciudades. Pero sé de algunos Hullinrots que no pararán hasta vengarse de mi pequeño Ribok.

Hice una mueca.

—Hablas de Jaixel como si aún fuese ese muchacho simpático del que nos contaste la historia.

—Ese muchacho simpático sigue ahí —dijo Márevor Helith con aire misterioso—. Sólo hace falta despertarlo. En cualquier caso —añadió—, te diré dos cosas más. Primero —dijo soltando una bolsita de cuero de su cinturón—, tengo algo que darte. Si pierdes esta mágara, puedes estar segura de que te pasarás todo el resto de tu vida buscándola hasta que la encuentres.

El tono de su voz me estremeció en lo más hondo. El nakrús desató la cuerda y vertió el contenido sobre los largos huesos de su mano. Eran tres pequeñas piedras. Una era azul-violeta, otra tenía los colores del fuego, y la tercera tenía una mitad blanca y otra negra.

—¿Qué se supone que es? —pregunté intrigada, aun sabiendo que no lo aceptaría.

—Un arma maravillosa —contestó el nakrús—. Pero hay que aprender a usarla. Yo las llamo las Trillizas. Las necesitarás.

—¿Para qué?

—Drakvian te explicará cómo usarlas, si le parece bien. Me encanta que os llevéis tan bien. Las Trillizas son únicas, son una de mis mayores obras. Pero en manos de un inexperto, pueden causar catástrofes. Cógelas, no te harán daño —me aseguró, tendiendo la mano.

Negué con la cabeza.

—No puedo aceptarlas, maestro Helith. No entiendo por qué te empeñas en regalarme objetos peligrosos. Yo… agradezco tu regalo pero no puedo aceptarlo —repetí.

Márevor Helith, lejos de ofenderse, se puso a reír, extremadamente divertido. Lo miré irritada mientras Syu iba a refugiarse debajo de la cama.

—¿Es que no lo entiendes? —solté, furiosa—. No puedo aceptarlas. Con la suerte que tengo, seguro que las pierdo.

—Si las perdieses, las volverías a encontrar —replicó el nakrús, sin reír ya—. No te he pedido tu opinión, de todas formas. Las Trillizas te ayudarán. Son muy poderosas. Canalizan la energía. Sólo necesitas aprender a controlarlas. Ahora, tiende la mano.

Habló de forma tan autoritaria y me miró de tal forma que no me quedó otra que tender la mano, soltando un inmenso suspiro. El nakrús puso una a una cada piedra redonda y colocó su mano sobre la mía. Sentí una descarga brutal que desapareció tan rápidamente como vino, y noté cómo Márevor Helith me había cogido la mano, apretándola para que no soltase las Trillizas.

—Ahora te pertenecen —me anunció, soltándome la mano y sonriendo anchamente.

—¿Y qué hago yo con ellas? —pregunté, algo fastidiada.

—Guardarlas y usarlas cuando sea preciso —rió—. Algún día las necesitarás, joven ternian. Y ahora, una última pregunta. Acerca de la poción que te bebiste en la academia de Dathrun.

Me tensé y ladeé la cabeza.

—¿Qué quieres saber?

—¿Eres realmente un demonio? ¿Los efectos son para siempre?

Me quedé boquiabierta. Lo cierto era que nunca había pensado en si mi condición de demonio sería temporal o no. Pero, inconscientemente, siempre me había parecido ser algo de por vida.

—Pues…

Entonces oí un ruido detrás de la puerta y creí que el mundo se me caía abajo. Rápida como el rayo, entreabrí la puerta y vi a una sombra desaparecer al fondo del pasillo. Sin duda alguna, era Taroshi. Volví a cerrar la puerta despacio, desesperada. Dejé escapar un ruido quejumbroso.

—Se lo contará a todo el mundo —solté, aterrada—. ¿Cómo puede ser que no lo haya oído?

—Un último consejo —soltó el nakrús a mis espaldas—. Ten muchísimo cuidado. Y manténte en vida.

Sentí un revuelo de energía y, tras un silencio, resoplé:

—Mantenerme en vida, ¿y cómo, si toda Ató descubre la verdad?

Meneé la cabeza y me pasé el brazo sobre los ojos, aturdida, antes de darme la vuelta. Márevor Helith había salido por la ventana; levantó su mano esquelética, despiéndose, y se alejó en las sombras de la noche. Aun sabiendo que el nakrús quería ayudarme, me sentí aliviada al quedarme otra vez sola, con Syu y con Frundis. Me dirigí hacia la ventana abierta y asomé la cabeza. La noche estaba muy oscura pese a la luz de la Gema que brillaba en el cielo, y no alcancé a ver nada.

Cerré la ventana y sopesé las tres piedras que aún tenía en el puño de la mano. Me quedé un rato observándolas, sin entender cómo podían tres pequeñas bolas ser tan poderosas como el maestro Helith decía que eran.

“No me gusta ese saijit”, soltó el mono, saliendo de debajo de la cama.

“Es un nakrús. Pero tienes razón, el maestro Helith es muy extraño. Aunque él fue quien nos hizo cruzar el monolito a los dos.”

“¿De verdad? ¿Y qué es un monolito?”, preguntó Syu.

Puse los ojos en blanco.

“Ya te lo he explicado más de una vez.”

El mono gawalt gruñó y resopló y gruñó otra vez. No pude reprimir una sonrisa.

“Está bien, te lo explico después, cuando vayamos a ver si encontramos a Lénisu. Pero ahora tengo que hablar con Taroshi, o nos meterá en un buen lío. No quiero más rumores sobre mí.”

Y diciendo esto, dejé a las Trillizas dentro de mi saco naranja y salí al pasillo. La habitación de Taroshi estaba enfrente de la de Kirlens, al fondo del pasillo, a la izquierda. No sabía qué iba a decirle, pero algo tenía que hacer para convencerle de que no revelara nada de lo que había oído, suponiendo que hubiese oído algo: las puertas del albergue eran muy gruesas.

Una vez llegada ante su cuarto, dudé entre llamar a la puerta o no, pero al final decidí que si lo hacía, a lo mejor despertaba a Kirlens, de modo que giré la manilla, entreabrí la puerta y di un paso.

—Taroshi… —murmuré—, ¿estás despierto?

Apenas hube dejado de hablar cuando me asaltó Taroshi gritando, con un puñal en la mano. Respondiendo de instinto al ataque, utilicé una técnica de desarme y le torcí el brazo sobre la espalda. Su puñal se fue volando y, felizmente, aterrizó bajo la cama. Entonces me quedé totalmente paralizada de terror al darme cuenta de lo que había querido hacer Taroshi.

Se abrió la puerta de enfrente en volandas y salió un Kirlens alocado con una larga bata blanca y un gorro gris sobre la cabeza.

—¡Shaedra! —exclamó—. ¿Qué sucede?

Creo que en aquel momento sentí que me abandonaba toda la sangre del cuerpo. Taroshi se liberó y corrió hasta su padre, llorando.

—¡Me ha atacado! —sollozó—. Había bajado a beber agua y de vuelta, he oído ruidos. ¡Shaedra hablaba con otra persona, papá! ¡Y al darse cuenta de que escuchaba, vino a mi cuarto y me atacó!

Me miró, señalándome. Tras haberlo escuchado, sentí un alivio tremendo. Si Taroshi hubiese oído y entendido la conversación entre el maestro Helith y yo, lo habría soltado todo de un trecho, sin miramientos. Pero no lo había hecho. Por consiguiente, lo más probable era que Taroshi apenas había oído unas voces. Nada más.

Soltando un suspiro de alivio, salí al pasillo bajo la mirada incrédula de Kirlens y la mirada de odio de Taroshi.

—Bobadas —solté, con suma tranquilidad—. Yo jamás podría atacarte, Taroshi. Las personas civilizadas no atacan a la gente.

—¿Qué es esto, Shaedra? —preguntó Kirlens, totalmente perdido—. ¿Por qué has entrado en el cuarto de Taroshi?

—¿Yo? —Solté una risa nerviosa.

—Esto es muy extraño, Shaedra —dijo Kirlens, sobre los sollozos de Taroshi—. ¿Qué hacías en su cuarto? ¿Cómo quieres que no me crea lo que me ha dicho Taroshi? Jamás lo he visto tan afectado —agregó, arrodillándose junto a su hijo y dándole un fuerte abrazo.

No se me ocurría nada que decir. ¿Qué historia podía inventarme? Pero mentir a Kirlens tan descaradamente… Era más de lo que podía hacer. Los ojos de Taroshi me miraron con un brillo de triunfo y en ese momento sentí un resentimiento real por ese niño.

—Eres un… —Solté un bufido nervioso al no encontrar la palabra apropiada y di media vuelta para volver a mi cuarto, con la sangre hirviéndome por dentro.

—Mañana hablaremos de ello con más tranquilidad —dijo Kirlens, a mis espaldas—. Ahora no quiero más historias en mi casa. Acabaremos despertando a Wigy. Buenas noches, Shaedra.

Suspiré, cansada, y asentí.

—Buenas noches.

Cuando me encerré otra vez en mi cuarto, cerré los dos puños tan fuerte que me hice daño y golpeé la palma de mi mano con mi puño, pronunciando maldiciones e injurias terribles. Tras mi explosión de rabia, mis ojos se humedecieron y me quedé muda, pensando en cómo odiaba a Taroshi; éste había conseguido que Kirlens empezase a desconfiar de mí. Porque, al fin y al cabo, eso era lo más terrible: Kirlens dudaba de si Taroshi había mentido o no. Y esa duda ponía en evidencia que no confiaba en mí.

Syu había contemplado mi ataque de furia pacientemente.

“Estás olvidándote de lo más elemental”, dijo cuando me hube calmado. “Un gawalt enseña su rabia en el buen momento, delante de los rivales, no cuando no sirve de nada.”

“Pero yo no soy un gawalt”, repliqué, muy triste.

Syu, lejos de ofenderse ante mi declaración, se acercó a mí y dijo con bondad:

“Entonces yo tampoco lo soy.”

Lo miré, extrañada, pero pasé de intentar entender sus palabras y solté un largo suspiro. Un pensamiento, sin embargo, vino a desechar todo ánimo de autocompadecerme.

Me levanté de un bote.

—¡Lénisu! —murmuré, y me giré hacia la ventana.

Con un gesto rápido, me abroché la capa, cogí a Frundis y abrí la ventana. Afuera hacía frío, pero seguía brillando, inmutable, la luz de la torre de vigía.

“¿Listo?”, pregunté al mono, abrigándome con la capucha.

“De repente tengo la impresión de que no es una buena idea”, murmuró Syu.

“¿Lo dice el adivino?”, repliqué, con una media sonrisa.

“No, lo dice un gawalt”, gruñó él con orgullo.