Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 5: Historia de la dragona huérfana

Prólogo

—Habría que tomar una decisión ya —decía una voz—. No podemos esperar más. Quedan tan sólo seis días para el plazo. ¿Qué va a hacer?

Los pasos se acercaban por el pasillo. Debían de ser al menos dos personas. El ruido de sus botas resonaba en la cárcel de Ató en el lúgubre día de otoño.

Lénisu, con los ojos abiertos en la oscuridad, prestó atención e intentó pillar la respuesta del otro, pero ese otro no dijo nada o habló tan bajo que él no pudo oírlo.

Al llegar junto a la puerta de su celda, las personas se detuvieron y el ruido de sus pasos murió. Se oyó el tintineo de un manojo de llaves y al fin el sonido de una llave girando en la cerradura. Como hacía horas que no oía un ruido tan cercano, Lénisu se sobresaltó ligeramente. Un recuerdo oscuro y remoto de los Subterráneos despertó en su memoria y él sacudió la cabeza, inspirando hondo. Le bastaron unos segundos para reponerse y sonrió entonces sarcásticamente ante su reacción. Él, al que llamaban Sangre Negra y capitán Botabrisa, estaba aterrado por el ruido de una puerta que se abría. ¿Quién lo hubiera imaginado?

—Señor Háreldin —dijo la voz firme del Mahir al entrar en la cómoda celda en la que residía Lénisu desde hacía ya un mes.

—Señor —contestó formalmente Lénisu, sin levantarse y sin mirarlo apenas.

Gudran Sófterser era Mahir desde hacía ya casi quince años. Cada vez que se proponía cambiar de Mahir, una mayoría aplastante apoyaba la reelección de Sófterser. El Mahir inspiraba un gran respeto. Era trabajador, justo y en el último año había tenido unos cuantos encontronazos con el nuevo Dáilerrin, Eddyl Zasur, el cual, sin embargo, caía bien a buena parte de la población por su casticismo y su manía de dar privilegios a los habitantes de Ató que pagaban contribuciones con respecto a los que no los pagaban. Pero Lénisu no veía en qué esas disensiones podían beneficiarle. Lo cierto era que no había muchas cosas que podía hacer encerrado como estaba en una celda día y noche, a menos que aprovechase aquel momento para intentar escapar sin que el Mahir, su acompañante y el carcelero lo oyeran o lo vieran… una tarea imposible, desde luego.

El acompañante del señor Sófterser posó una lámpara en la mesilla y la encendió de modo que la celda se iluminó. Lénisu lo reconoció enseguida: los Sombríos lo llamaban Ánfora porque solía tener una memoria impresionante para acordarse de ciertos detalles que pasaban desapercibidos para la mayoría de la gente. Lénisu nunca había hablado con él, pero había oído hablar de él. Decían que era un solitario y que había cumplido misiones verdaderamente excepcionales. En aquella época, Lénisu no había querido indagar más acerca de ese personaje, ya que tenía, por entonces, otros problemas más importantes que el de satisfacer su curiosidad. Pero ahora que lo tenía delante, le asaltaban preguntas sobre ese elfo oscuro pequeño y delgado que parecía más un niño que un adulto a pesar de que era mayor que Lénisu.

Lénisu no se inmutó, sin embargo, al reconocerlo. Y Ánfora le sostuvo la mirada durante unos segundos, impasible, antes de girarse hacia el Mahir con clara sumisión y respeto. Lénisu reprimió una sonrisa. ¿Cómo había hecho Ánfora para llegar a ser acompañante del Mahir? ¿Y cuál era el objetivo de Ánfora al buscar la confianza del Mahir? Seguramente no el de salvar a un inútil capitán de la soga. Y esta vez Lénisu sonrió sombríamente.

—Levántate, prisionero —ordenó el carcelero con una voz autoritaria que no le pegaba nada—. El Mahir ha entrado en tu celda. Debes saludarlo como es debido.

Lénisu enarcó una ceja y, lentamente, se levantó. Su pierna ya se había curado completamente y sólo le quedaba una larga cicatriz en el tobillo como recuerdo de su desgraciado encuentro con los mercenarios. Y seguía sin haber visto a Hilo una sola vez todas esas semanas, recordó con pesadumbre.

Levantó la cabeza y sonrió a las tres personas sin mostrar la más mínima sumisión a un Mahir que le estaba robando su espada.

—Hola, ¿qué hay? —soltó. Pese a su tono tranquilo, se tenía que ver a cien leguas que estaba ansiando enterarse de las noticias que seguramente le traían.

El Mahir lo escudriñó durante unos segundos en silencio y luego hizo un gesto hacia el carcelero y Ánfora:

—Gyewel, Dansk, por favor, dejadme a solas con él.

¡Dansk!, se repitió Lénisu, frunciendo el ceño. Si bien recordaba, ese era su nombre real. A menos que no lo fuera, reflexionó, confundido. Pero si lo era, ¿podía ser que Ánfora fuera en realidad un espía del Mahir en la cofradía de los Sombríos? Todo podía ser. Y como hacía tiempo que Lénisu no estaba al corriente de las cosas que pasaban en la cofradía, podía perfectamente haber sido declarado traidor, paria o algo por el estilo… O bien seguía siendo un sombrío. O bien el propio Mahir era un sombrío, meditó Lénisu, divertido al pensar en todas esas posibilidades.

Cuando el carcelero y Dansk hubieron salido, el Mahir puso cara paternal e hizo un gesto afable con la cabeza.

—Siéntate. No quisiera que sufrieras por tu pierna.

Lénisu se sorprendió por ese tono paternal que enseguida lo irritó.

—Mi pierna está bien, gracias —contestó—. Llevo un día entero tumbado.

El Mahir lo miro con interés.

—¿Y qué hacías?

—¿Hacer? —replicó Lénisu, con extrañeza. Y sonrió—. Estaba pensando. Aunque dicen que los prisioneros que más piensan son los que acaban locos más rápido.

El Mahir, con las manos en la espalda, sonrió a su vez. Su rostro algo mayor reflejaba todos los años de experiencia que llevaba a cuestas, sus años de Centinela, sus años de Guardia, de gerente, de Mahir… Y Lénisu no podía sino respetar a ese personaje aunque lo estuviera reteniendo en unos pocos metros cuadrados contra su voluntad.

Tenía ojos rojos, como muchos elfos oscuros, pero de un color rojo pálido que se confundía casi con el rosa. Se miraron durante varios minutos en silencio hasta el punto en que Lénisu se preguntó si realmente lo que se decía sobre la eficacia y diligencia del Mahir era cierto. Él no tenía nada que decirle al Mahir… salvo quizá hacerle algunas preguntas. Pero el Mahir había venido ahí para anunciarle algo, no para contestar a sus preguntas, ¿verdad?

Enarcó una ceja interrogante sin dejar de sostener la mirada del Mahir. Pero como este seguía observándolo como si esperase a que le dijera algo, Lénisu sonrió brevemente, molesto, e inclinó burlonamente la cabeza.

—Ha sido un placer pasar un rato de pie con usted, señor Sófterser. Ahora, si no es mucha molestia, le voy a dejar en este rincón y yo me iré en su lugar…

—Sabes muy bien qué estoy esperando —le interrumpió el Mahir tranquilamente—. Y tengo varias razones por las que me vas a decir lo que quiero.

—Ajá —meditó Lénisu, frunciendo el ceño. Hizo una mueca y le volvió a mirar a Mahir—. Y esas razones, ¿cuáles son?

El Mahir hizo un gesto hacia la cama y Lénisu asintió.

—Por favor, siéntese —soltó muy educadamente como si le estuviese invitando a sentarse en su butaca real en lugar de en una cama que no era ni suya.

El Mahir se sentó y frunció el ceño como si no le agradase mucho el colchón.

—Bien —dijo—. Entenderás que ya no soy muy joven y que a veces me viene bien descansar un poco. El reuma no me deja en paz —añadió cansadamente.

Lénisu abrió la boca, pensativo, y soltó:

—Er… Lo lamento.

—Sí. Y yo todavía más, pero así es la vida. —Sonrió—. Cuando era joven, recuerdo que dije una vez: “si llego a viejo no me importará tener reuma ni sufrir la vejez porque eso significa que habré vivido tanto como debería vivir todo el mundo”.

Lénisu enarcó una ceja.

—Unas palabras muy filosóficas —apuntó, prudente.

—Lo son —concedió el Mahir—. Pero en aquel momento no me daba cuenta de que en realidad ser viejo sólo significa que has envejecido. No significa mejorar. Sólo los sabios mejoran.

—Esas palabras parecen bastante sabias —observó Lénisu, arrimándose al muro de la celda, con un suspiro casi inaudible.

—La sabiduría quizá sea algo muy fácil de entender —dijo el Mahir, sacudiendo la cabeza—. Pero no lo parece por cómo anda el mundo hoy en día. —Miró a Lénisu de hito en hito—. Me gustaría que contestaras a esta pregunta: ¿qué es lo que no hace el sabio?

Lénisu lo miró, asombrado. ¿A qué venía esa pregunta? ¿Por qué tanta conversación filosófica? No podía negar que le venía bien hablar un poco, después de tanto silencio, pero si el Mahir pretendía salir de ahí dejándole sin haberle dicho nada realmente interesante hubiera preferido que se marchara ya.

—¿Quiere… que le conteste a su pregunta, eh? —comentó Lénisu.

—Sí. Y quiero una respuesta inteligente.

—Un sabio —meditó—. Un sabio… evita hacer todo lo que le pueda hacer infeliz.

—Cierto —sonrió el Mahir—. ¿Y qué le puede hacer infeliz?

—¿Esto tiene algo que ver con el Sangre Negra, los Gatos Negros y todas esas estupideces?

El Mahir juntó pausadamente sus manos sobre el regazo.

—Es una pregunta que tiene que ver contigo puesto que vas a contestar a ella.

Su tono había cambiado ligeramente. Lénisu sabía que el Mahir esperaba algo de él y que quería tenderle una trampa sutil que él no acababa de entender. Así que se esforzó por ser prudente y evitar las respuestas que el Mahir quería obtener para no seguirle el juego.

—El sabio —repitió Lénisu tomando una postura de pensador—. ¿Qué le hace infeliz? Quizá su sabiduría.

—¿Y qué, en su sabiduría, podría hacerlo infeliz? —preguntó el Mahir, sin pestañear.

Lénisu estuvo cinco minutos pensando, en silencio. Pero no pensaba en la pregunta, sino que intentaba entender la manera de pensar del Mahir. ¿Por qué de repente había venido a verle? ¿Qué había pasado? ¿Por qué de pronto se habían acordado de él? ¿Qué les había sucedido a los de la expedición? ¿Qué le había pasado a Shaedra? ¿Acaso habían tenido malas noticias?

Al cabo de los cinco minutos, Lénisu sonrió, irónico.

—No puedo saberlo, yo no soy ningún sabio.

El Mahir sacudió la cabeza, algo irritado.

—No estás contestándome a mis preguntas. Sabio puede ser aquel que ayuda a sus semejantes para que ellos le ayuden a su vez en lo que puedan.

—Eso es alguien interesado —le corrigió Lénisu, encogiéndose de hombros.

—No lo es —retrucó el Mahir—. Ese sabio ayuda a su prójimo por amor. No por interés.

—Si el prójimo no le correspondiese con amor, el sabio verdadero no haría nada por este —dijo Lénisu—. El sabio siempre es alguien interesado. Como todos, salvo los locos.

—Así que tú no eres alguien interesado —observó el Mahir tranquilamente.

Lénisu reprimió una sonrisa burlona.

—No. No tengo ningún interés en nada, puesto que estoy loco —asintió—. O al menos lo estaré si me dejáis aquí encerrado más tiempo.

—Hay quienes dicen que todos los sabios están locos.

—No veo adónde quiere venir a parar, señor Sófterser —dijo Lénisu cruzándose de brazos—. Esta conversación podría convenir a una Pagoda o incluso a una taberna, pero no pinta nada en una cárcel. Si tiene algo que decirme, no se ande con más rodeos. Si tiene que decirme que, a pesar de la expedición, me va a ahorcar, me parecerá una conversación más apropiada en una cárcel que reflexionar sobre la felicidad o infelicidad de los sabios.

—Te estás poniendo nervioso —observó el Mahir, sonriendo. Sus ojos brillaron de picardía y Lénisu carraspeó, algo exasperado por haber mostrado que efectivamente estaba demasiado impaciente por saber lo que realmente le quería decir el Mahir como para mantener una conversación improductiva con un hombre que quizá acabaría observando cómo le pasaban la soga al cuello. El elfo oscuro se levantó más rápido de lo que se había sentado y habló—: Te hablo de sabiduría porque pienso que tú podrías ser alguien honrado si lo desearas. La honradez es una característica principal de la sabiduría.

—Entiendo —dijo Lénisu, con una carcajada—. Está usted dándome una lección moral, ¿verdad?

—Algo así.

—¿Es… así como una confesión antes de la muerte? ¿Es lo que se lleva por aquí? La verdad, nunca supe muy bien cómo proceden los eriónicos cuando van a sentenciar a un criminal.

El Mahir lo observó fijamente.

—Estás asustado. Temes morir.

Lénisu ladeó la cabeza.

—Sí —contestó—. Naturalmente. ¿Quién no teme morir?

—Los locos, quizá.

Lénisu tuvo una media sonrisa.

—Entonces, me alegra saber que yo no estoy loco. ¿Para cuándo van a deshacerse de mí?

El Mahir frunció el ceño y asintió para sí.

—Mañana.

Lénisu, aun cuando llevaba preparándose a ello desde hacía varios días, se puso lívido y apoyó una mano contra el muro, sintiendo que se le ponía la mirada borrosa.

—Está bien —dijo, sin embargo—. Me deja poco tiempo para idear un plan de evasión —añadió. Pero su broma sonó débil y poco convincente.

Pero el Mahir negó con la cabeza.

—No te hará falta un plan de evasión. Partirás mañana hacia las Hordas, escoltado por diez de mis hombres, más tres mercenarios. Te canjearemos por los que han secuestrado.

Lénisu lo miró boquiabierto.

—¿No me van a matar?

—No, a menos que intentes huir.

—¿Un canje, ha dicho? —farfulló, aturdido.

—Sí. Los Gatos Negros han secuestrado a las personas de la expedición que iba en busca del supuesto verdadero Sangre Negra. Estuvimos varias semanas sin noticias, hasta que llegó una nota a mi despacho, cerrada con el sello de los Gatos Negros.

—¡Shaedra! —exclamó Lénisu, adelantándose de repente.

El Mahir, sin embargo, levantó una mano imperiosa.

—Atrás. Soy el Mahir, no puedes tocarme.

—¿Shaedra también ha sido secuestrada?

—Todos lo fueron —asintió él.

Lénisu parpadeó y recordó una cosa que había dicho el Mahir. La carta…

—¿El sello de los Gatos Negros? —repitió—. ¿Qué es ese sello?

El Mahir frunció el ceño, como intentando recordar.

—Era la forma de un gato… No recuerdo cómo estaba… sentado, o quizá de pie…

Lénisu vio venir su mezquina trampa. ¿Cómo no podía estar seguro el Mahir de cómo era el sello de los Gatos Negros? Tan sólo esperaba que Lénisu desvelara sus conocimientos sobre los Gatos Negros.

—Un gato —repitió—. ¿Rojo?

Reprimió una sonrisa y el Mahir puso los ojos en blanco.

—Negro.

—Por supuesto —dijo Lénisu, asumiendo su papel con total naturalidad—. Y los Gatos Negros esos quieren intercambiar a los prisioneros y me quieren a mí… Realmente no lo entiendo. Como ya he dicho, que yo sepa, ningún Gato Negro me conoce ni yo les conozco a ellos. ¿Por qué querrían liberar a un desconocido?

El Mahir se encogió de hombros.

—Como ya he dicho, tú podrías ser una buena persona. Si realmente eres el Sangre Negra, no hagas nada que pueda deshonrarte durante el canje.

—El Sangre Negra —repitió Lénisu, sarcásticamente—. Esta sí que es buena. ¿Cómo voy a vivir como un sabio si me honran con nombres que no son míos? Al final acabará usted convenciéndome de que soy ese tal Sangre Negra. —Sonrió.

El Mahir lo miró con gravedad.

—La vida de nuestros guardias está en peligro. Dun, Sarpi, así como… la hija de los Ashar. Es amiga de tu sobrina. Si realmente tienes corazón, y tienes poder para dirigir a esos Gatos Negros, diles que paren y no vuelvan a estorbar nunca más el Paso de Marp y que se entreguen a Ató. Recibirán un castigo menor que el que recibirán los que no se entreguen. Diles eso.

—Los Gatos Negros… Ya. Intentaré decírselo si no me arrancan el pescuezo antes. Aunque, quizá necesiten a un buen cocinero después de todo —dijo Lénisu, pensativo—. Señor Sófterser, quisiera saber una cosa más. El hombre que me acompañaba cuando me atacaron tus mercenarios… ¿qué ha sido de él?

Los ojos del Mahir lo observaron durante unos instantes.

—Ha sido liberado —contestó al fin—. No hemos podido probar nada contra él.

Lénisu soltó una risa nerviosa.

—Y además, no tenía ninguna espada interesante, ¿verdad?

El Mahir frunció el ceño.

—¿No querrás hablarme más de esa espada, por casualidad? —preguntó con sarcasmo.

Lénisu levantó las manos como para protegerse.

—Sería incapaz. Como ya le he dicho, esa espada es un regalo, no la he robado, y no soy ningún experto en reliquias. No puedo ayudarle.

—Y aunque lo pudieras, no lo harías, ¿eh? —replicó suspirando el anciano—. No importa, sé condenadamente más que tú sobre reliquias. He terminado —declaró, golpeando la puerta con la aldaba para que le abriera el carcelero—. Ahora, compórtate como un buen chico durante el viaje y diles a tus compañeros que no se metan en líos.

—No me va a devolver la espada, ¿eh? —preguntó inútilmente Lénisu, mientras la puerta se abría y aparecían el carcelero y Ánfora. Se notaba cierta tristeza en su tono.

—Me sorprende tu pregunta —repuso el Mahir—. Esa espada pertenece a Ajensoldra. Señor Háreldin —soltó, al despedirse.

—Señor Sófterser —contestó Lénisu con un movimiento rígido de cabeza.

A Ajensoldra, pensó, irónico mientras la puerta volvía a cerrarse. Le costaba creer que el Mahir no intentaría quedársela.

En el cuarto volvió a reinar un silencio profundo y Lénisu se volvió a acostar en la cama. Bien, se dijo, suspirando. Al menos estaba claro que los Gatos Negros que habían enviado el mensaje con el sello no podían ser los bandidos que se llamaban falsamente Gatos Negros y que iban asaltando los caminos de las Hordas. No podían serlo, a menos que el mundo se hubiese vuelto loco y que unos crueles bandidos ayudasen sin conocerlo a un pobre hombre encarcelado injustamente.