Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 4: La Puerta de los Demonios

12 Sorpresas

Pasaban los días, uno tras otro, y no llegaba a Ató ninguna noticia de Lénisu. Los voluntarios que habían salido de Ató volvieron con las manos vacías y muy sombríos. El asunto del Sangre Negra perdió importancia para la gente y todo volvió a la normalidad. Salkysso y Kajert estaban hartos de oír las mismas sandeces de Marelta y volvieron a hablarme con amabilidad, disculpándose por haber sido tan tremendamente tontos, y Laya me agradecía los consejos que le daba para que se mejorara en el har-kar. Revis y Ozwil no me hablaron mucho más de lo que acostumbraban, pero nunca me soltaron en cara ninguna mención sobre mi tío. Sotkins seguía ganándome, y Yeysa seguía siendo tremendamente bruta.

El maestro Dinyú pasó a enseñarnos a manejar un bastón y luego pequeñas espadas que no cortaban nada. Aryes alternaba entre los libros y la práctica de bréjica y de vez en cuando venía al terreno de entrenamiento a hacerle preguntas al maestro Dinyú sobre la energía bréjica y el maestro entonces dejaba de interesarse por nuestros combates y yo aprovechaba esos momentos para hacer el payaso con Sotkins y Galgarrios. De cuando en cuando también, el maestro Dinyú nos hacía preguntas sobre lo que todo har-karista debía saber, y solíamos contestar correctamente, pero en realidad muchas de las enseñanzas filosóficas requerían tan sólo sentido común y honor.

Un día, el maestro Dinyú nos anunció que también vendríamos al campo de entrenamiento por las tardes, de cinco a siete, porque a partir de aquel día tenía la intención de enseñarnos las bases de la nocialía y la deserranza para prepararnos a los desequilibrios energéticos y enseñarnos a defendernos con las energías asdrónicas y no sólo ya con nuestro propio cuerpo y nuestro jaipú.

Así que yo tuve que acortar mis lecciones con Kwayat para poder dar abasto y no llegar tarde a todas partes. El único momento que era sólo mío era la noche, y de noche generalmente dormía profundamente y me olvidaba hasta de transformarme en demonio. De cuando en cuando, sin embargo, cogía a Syu y a Frundis y volvíamos a pasearnos por el bosque, escuchando las canciones favoritas de Frundis, echando carreras y contándonos historias. Pero la mayoría de las veces, entraba en mi cuarto, me metía en la cama y dormía a pierna suelta hasta que mi reloj interno me despertara a las siete y media.

Llegó el segundo mes de verano cuando, un día, Stalius, Aleria y Akín desaparecieron. Me enteré desde la mañana, en la taberna, al salir de la cocina, por un parroquiano que solía venir a desayunar al Ciervo alado. Al oír sus palabras, me detuve en seco, petrificada.

—Esta mañana, la vecina llamó a la puerta y no recibió respuesta —contaba el parroquiano, en medio de un auditorio atento—. Y justo ahora acabo de enterarme de que la señora Eiben no ha encontrado a su hijo en su cuarto y que había hecho la cama y había recogido algunas de sus pertenencias, como si se fuese para un buen rato.

—Pobre señora —soltó un anciano.

—Y el renegado también ha desaparecido —siguió contando el parroquiano—. Para mí que ha raptado a la madre de Aleria y ahora ha raptado a su hija y el joven kal se ha marchado a buscarla.

—Recordad, hizo lo mismo el pasado año —intervino la zapatera, que había entrado ahí para enterarse mejor de los acontecimientos—. La joven Mireglia desapareció y el hijo de Eiben se marchó a buscarla.

—Pobre chico —dijo el anciano.

—¡Cállate ya, hombre! —interrumpió el parroquiano, fulminando el anciano con la mirada—. Lo que pasa es que el año pasado lo encontraron muy rápidamente, a ese muchacho. Ahora parece que han desaparecido de veras.

—Un asunto misterioso —agregó otro.

Con los ojos agrandados, noté que mi parálisis se desvanecía y aproveché para salir de la taberna y correr tan rápido como pude hasta la casa de Aleria. Encontré la puerta cerrada y a Trwesnia, la vecina, sentada en el banco junto a su casa, echando nerviosas ojeadas hacia la casa de Aleria. Me precipité hasta ella.

—¿Es cierto? ¿Aleria se ha ido? —pregunté, respirando hondamente.

Trwesnia levantó sus ojos rojos llorosos hacia mí.

—Sí —me contestó de mal modo. Hubo un silencio en el que yo no supe qué decir. Trwesnia soltó un sollozo—. Si hubiese insistido para que Aleria dejase esa casa y viniera a vivir conmigo no habría pasado eso.

—No tienes la culpa de nada, Trwesnia —le reconforté, tratando de ordenar mis pensamientos.

¿Por qué, así, de la noche a la mañana, Aleria y Akín habían decidido marcharse, sin ni siquiera decirme nada? A menos que ellos no hubieran decidido nada y que efectivamente Stalius los hubiera raptado… Sacudí la cabeza. Ese pensamiento era demasiado ridículo e inimaginable para poder ser cierto. También podría haberlos raptado uno de esos que se habían llevado a la madre de Aleria, ¿pero qué lógica tenía llevarse a dos jóvenes kals y a un legendario renegado? No, lo más lógico era que Stalius le hubiera convencido a Aleria para que hiciera alguna bobada ya que era la Hija del Viento y Akín, por supuesto, siempre se apuntaba a todo… ¿pero por qué no me habían dicho nada?

Esa pregunta me volvía una y otra vez mientras permanecía de pie, junto a Trwesnia, con la mirada fija en la puerta de Aleria.

—Deberías marcharte —me soltó la vecina, sonándose la nariz—. Tú sólo has conseguido traer mala suerte a esa familia.

Trwesnia nunca me había caído del todo bien, porque era una de esas vecinas cotillas y entrometidas que no siempre eran muy amables, pero en aquel momento me cayó realmente mal.

Afortunadamente, en ese momento, se abrió la puerta y salió un hombre vestido con una túnica blanca y llevando una tabla con unas hojas y me olvidé totalmente de Trwesnia. Me abalancé sobre él.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunté con aire de desesperación—. ¿Cómo han desaparecido?

El inspector o lo que fuese me miró enarcando una ceja.

—¿Eres de la familia?

—No…

—Ah. La joven Mireglia ha recogido sus cosas y se ha marchado con dos personas. Eso es todo lo que sabemos por el momento.

Cerró la puerta y se marchó y yo me quedé delante de la puerta mirándola como si pudiera abrirla por fuerza de voluntad.

—Vete ya de una vez —soltó Trwesnia, débilmente.

La miré de mal modo y me fui hacia el campo de entrenamiento. En cuanto me vio aparecer, Aryes se precipitó hacia mí. Parecía tan alarmado como yo.

—¿Te has enterado, verdad? —me preguntó.

Asentí con la cabeza.

—¿No te han dicho por qué…? —dejó su pregunta en suspenso y yo negué con la cabeza.

—No.

—Es extraño.

Lo miré con cara desesperada.

—Aryes. Yo ya no puedo más. Primero lo de Lénisu y ahora esto… —Me tambaleé—. Me siento muy mal.

Aryes me cogió los brazos, inquieto, y me ayudó a sentarme en la hierba.

—Shaedra, quieres… ¿quieres que te traiga algo? ¿Un… un té, quizá?

Parecía muy alarmado y no pude evitar sonreír levemente.

—No… Gracias. Creo que necesito no pensar. Ya sé que es un acto cobarde, pero no quiero pensar en lo que ha pasado.

Me levanté bajo la mirada sorprendida de Aryes.

—Voy a luchar contra Yeysa —murmuré—, y voy a pegar fuerte.

Aryes me miró fijamente y se levantó con lentitud.

—Shaedra… Creo que será mejor luchar otro día, ¿eh? Como dice el proverbio, huye para luchar otro día, ¿no te parece? Las cosas hay que tomarlas con calma… No puedes luchar contra una matona en ese estado…

—¿En qué estado? —repliqué, remangándome las mangas de la túnica con gestos cuidadosos.

Aryes carraspeó.

—Para hacer har-kar, hay que tener la mente fría —articuló—. Te aseguro que no es un buen momento para añadir penas a tus sufrimientos. Que no quieras pensar ahora no significa que tengas que actuar mal. Cuando uno no piensa, es mejor no hacer nada.

Suspiré, un poco más calmada, aunque aún sentía esa oleada de tristeza y amargura que me obnubilaba la mente y me acribillaba a preguntas.

—Tú siempre actúas habiendo pensado las cosas antes, ¿verdad? —pregunté.

Aryes no contestó de inmediato y vaciló antes de decir:

—Intento hacerlo, al menos, cuando es posible.

—Está bien —acepté—. Lucharé contra quien me diga el maestro Dinyú. Y que el destino decida —dije, con tono fatalista.

“Un gawalt no necesita destinos ni personas que decidan por él”, soltó Syu, apareciendo de pronto junto a mí. Me sobresalté.

—¡Syu! ¿Cómo lo haces? No he notado tu presencia hasta ahora.

Syu gruñó.

“Te ha vuelto a pasar como la vez esa, en Dathrun, cuando dijiste que acababas de vivir la vida de otra persona de hacía cientos de años”, me explicó el mono. “Te cerraste. Así que he ido a ver qué te pasaba.”

Agrandé los ojos, sorprendida. ¿Cómo que me había “cerrado”? Pero en aquel momento entendí lo que quería decir Syu: era como una tormenta que se desataba en mi consciencia y que impedía totalmente el contacto con el exterior. El kershí quedaba como ahogado y yo había tenido que volver a llevarlo a la superficie. La imagen de la tormenta era, en realidad, bastante acertada.

—Está bien —repetí, sentándome otra vez en la hierba seca—. Voy a calmarme. Me sentaré aquí y me pondré a pensar en por qué Aleria y Akín no me han dicho nada. ¿Has notado que estuviesen raros, o algo especial? —le pregunté a Aryes mientras éste volvía a sentarse junto a mí, mirándome con precaución.

Él negó con la cabeza.

—No. Hace días que no hablaba con ellos. Es lo malo de tener a maestros distintos.

—Yo vi a Aleria ayer —dije—. En la enfermería. Parecía algo nerviosa, pero yo creí que era porque tenía mucho trabajo. El maestro Yinur le deja hacer todo lo que no requiera realmente mucha práctica. Estaba normal —insistí.

—Recuerdo haberme cruzado con Akín hace dos días —reflexionó Aryes, frunciendo el ceño—. Iba a la Pagoda con un objeto encantado para enseñárselo a su maestro… Parecía nervioso y apenas me vio. Pero claro, en ese momento pensé que era porque no estaba seguro de si su objeto estaba bien encantado o no.

Solté un suspiro ruidoso.

—Está claro que algo ha pasado.

—¿Crees que se han ido adrede? —me preguntó.

Lo miré con cara de infeliz e iba a contestar cuando la voz del maestro Dinyú nos sobresaltó.

—¿Hoy no vas luchar, Shaedra?

Levanté la cabeza de un golpe y vi que el maestro Dinyú se había acercado y estaba apenas a unos metros de distancia.

—Buenos días, maestro Dinyú —dije, levantándome—. Sí, ahora voy. Creo que ahora estoy mejor.

El maestro Dinyú frunció el ceño.

—¿Te ha ocurrido algo malo?

Lentamente, asentí con la cabeza.

—Dos amigos míos se han marchado de Ató sin avisarme.

—Oh, entiendo —dijo el maestro Dinyú—. Eso no es muy educado, pero estoy seguro de que tendrán sus razones. ¿Vienes?

Asentí otra vez con la cabeza y anduve colina abajo hasta el campo de entrenamiento. Ya estaban todos ahí. Laya peleaba con Yeysa y cuando recibió un golpe en el brazo me dolió por ella. Galgarrios luchaba contra Sotkins y se defendía bastante bien, aunque varias veces advertí que Sotkins amainaba golpes que le habrían permitido vencer.

Aquel día, luché muy irregularmente. Casi vencí a Sotkins y perdí contra Galgarrios. Laya consiguió darme un puñetazo y yo conseguí toda una serie de ataques contra Yeysa sin que ella lograse tocarme ni un solo pelo. Luego pasamos a la lección de nocialía, que seguiríamos a la tarde, y nos sentamos todos en la colina, frente al maestro Dinyú. Syu había ido a pasearse por los alrededores durante las luchas, pero volvió para la lección de nocialía y se sentó junto a mí, con una actitud tan formal que les hizo muchísima gracia a los demás, especialmente a Sotkins.

La nocialía, en sí, era una ciencia muy amplia, y el maestro Dinyú se centraba sobre todo en enseñarnos a hacer y deshacer escudos energéticos. Suminaria era una experta en esa materia, en eso sabía más que todos los kals, pero no estaba con el maestro Dinyú y resultó que el más hábil en crear escudos entre los har-karistas era Zahg, el elfo oscuro con cara fea. A mí, los escudos brúlicos eran los que se me daban mejor. Mis escudos esenciáticos eran un desastre en toda regla y hacía tiempo que el maestro Dinyú había renunciado a que mejorara en esa cuestión. También nos enseñaba técnicas de desintegración de energías, lo que requería energía brúlica sobre todo. Y nos ejercitábamos creando escudos y deshaciéndolos, protegiendo una zona y cosas del estilo. Los kals de segundo año tenían más práctica en todo eso pero eso no cambiaba el hecho de que Yeysa fuese una inútil creando escudos.

Aquel día, estaba centrándome para crear un escudo brúlico entre Galgarrios y yo cuando oí un grito familiar y todo mi sortilegio se deshizo y se quedó en nada.

Levanté la cabeza, extrañada, y vi a Deria que bajaba la colina corriendo a toda prisa.

—¡Shaedra!

Intentó frenar al llegar, pero con la carrerilla, se empotró contra mí y tuve que sostenerla para que no perdiera el equilibrio.

—Deria —resoplé—, ¿qué ocurre?

La drayta tenía los ojos desorbitados.

—Aleria y Akín… ¿Ya lo sabes?

Asentí con la cabeza y al ver que todos estaban pendientes de nuestra conversación, le cogí el brazo a la drayta y me alejé un poco del grupo.

—Sí, se han marchado —le dije—. Me enteré esta mañana.

—Pero… pero…

—Yo tampoco sabía nada —le aseguré—. Ahora pienso que quizá se hayan ido a buscar a Daian, aunque sea una verdadera locura.

Deria me miró con los ojos agrandados.

—¿Daian? ¿La madre de Aleria?

Asentí.

—Aleria pensaba que estaba en el Archipiélago de las Anarfias, pero quizá haya descubierto algo más verosímil… Sinceramente, no tengo ni idea. Aleria siempre es muy misteriosa. Y Akín guarda los secretos de los demás con mucho ahínco. Pensándolo bien, no me extraña que haya pasado… Tan sólo me molesta que no me hayan dicho nada. Yo también quería ayudarlos.

Más bien me molestaba mucho, me corregí mentalmente. Después de haber pasado más de un mes buscándolos por Acaraus, iban y se marchaban de nuevo. ¿Qué lógica tenía? Todo el mundo se iba de Ató y yo me quedaba como una buena niña aprendiendo tácticas de combate que quizá no me servirían nunca de nada y aprendiendo a no convertirme en un monstruo y a ser un buen demonio.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Deria.

Me giré y sonreí a medias. Al menos Deria se esperaba a que hiciese algo.

—Voy a indagar adónde han ido Aleria, Akín y Stalius —contesté—. Y si resulta que vuelven a aparecer dentro de unos días, les daré razones para que me avisen la próxima vez que se vayan.

Deria pareció aliviada al notar la seguridad de mi voz y después de una breve conversación la dejé ir y volví a preocuparme por mi escudo. Galgarrios, sin embargo, rompió el silencio al decirme con sinceridad:

—Echaré de menos a Aleria y a Akín, como cuando os fuisteis, el año pasado. Durante aquellos meses… os eché mucho de menos.

Lo miré fijamente, y luego asentí con la cabeza, sin contestarle, y me centré en mi escudo. Pero no conseguía centrarme. Al cabo, suspiré.

—Yo también te eché de menos, Galgarrios. Y ahora, por favor, haz tú el escudo, hoy yo estoy muy poco eficaz.

Galgarrios sonrió y asintió con la cabeza.

—De acuerdo.

* * *

“¿Y por qué yo no puedo ir?”, protestó Frundis, enervado.

“Porque para subir tejados no eres especialmente ágil”, repliqué tranquilamente. “Hasta luego, Frundis.”

Frundis gruñó pero no añadió nada más y Syu y yo salimos del cuarto en silencio. Nos bastó unos minutos para llegar a la casa de Aleria.

“Subiremos hasta el tejado y bajaremos por el patio interior”, expliqué.

Syu asintió y saltamos al tejado más cercano. No me costó nada entrar en la casa de Aleria. Trepé rápidamente por las piedras de la casa, me agarré a una viga y en unos minutos ya estaba dejándome caer al suelo, en el patio.

Conocía la casa de Aleria por haber ido ahí más de una vez aquel invierno, aunque la segunda planta me era menos familiar. Sabía que arriba de las escaleras, enfrente, estaba el cuarto de Aleria, y que el pasillo seguía hasta llegar a una puerta que siempre estaba cerrada. Aleria nunca había querido dejarnos echar un vistazo al laboratorio de su madre, tal vez por buenas razones: por lo que había dicho, Daian solía trabajar con productos peligrosos, no siempre legales, y aun cuando sabía que podía confiar en nosotros, siempre nos había mantenido alejados de esa puerta, tal vez porque sentía que si nos dejara entrar sería como traicionar los secretos de Daian. O tal vez porque el lugar era realmente muy peligroso, pensé con una mueca vacilante.

Sin embargo, Syu no parecía tener miedo de esta pequeña expedición y si Syu no tenía miedo, yo tampoco debía tenerlo. Aun así subí las escaleras en espiral de la entrada de la casa con innecesario sigilo.

La puerta del cuarto de Aleria estaba cerrada y me paré un momento, vacilante. ¿Qué estaba buscando exactamente?, me pregunté. ¿Alguna nota en la que Aleria habría dejado por escrito dónde estaba y por qué se había ido? Resoplé. Los guardias de Ató ya se habían encargado de entrar en la casa para buscar pistas que hubiera podido dejar Aleria, y al parecer no habían encontrado gran cosa. ¿Acaso tenía esperanzas de encontrar algo que ellos no hubiesen visto? La verdad es que no, me dije mordiéndome el labio.

“Venga, vamos”, me animó Syu. “¿O es que vas a quedarte aquí toda la noche?”

“Tienes razón”, aprobé.

Entré en el cuarto de Aleria y eché un vistazo rápido. Contrariamente a lo que solía encontrarme cada vez que entraba en aquella habitación, todo estaba ordenado. Los libros estaban contra el muro, ordenados, y nada sobrepasaba de la caja que tenía sobre el suelo, aunque, eso sí, estaba a rebosar.

Por alguna oscura razón, se me ocurrió que Aleria había podido dejar alguna nota en alguno de los libros y hojeé alguno, con esperanza. Pero pasaron unos minutos y, al no encontrar nada, me entró el complejo de fisgona y me levanté, dejando el cuarto tal y como estaba antes de haber entrado.

“Vamos, Syu. Quizá Aleria haya utilizado una poción, como la última vez, y le apareció un monolito… quizá aún quede un rastro energético…”

Después de un instante de vacilación, empujé la puerta del laboratorio. Estaba abierta y forcejeada y supuse que los guardias no habían tenido la paciencia de buscar la llave antes de entrar. Entonces vino a mi mente la imagen de Brínsals, el guardia tan corpulento y antipático, empujando la puerta con todas sus fuerzas para hacer saltar la cerradura. Desde luego el mundo no estaba a falta de brutos, pensé. Y Yeysa iría a acrecentar el número.

Entré en la sala con una pequeña sonrisa que se transformó de inmediato en una expresión de estupefacción cuando intensifiqué un poco la luz de mi esfera armónica.

Empezaba a entender por qué Aleria no quería que viéramos aquello. La sala, alargada y no muy ancha, estaba llena de trastos rocambolescos. Había una larguísima mesa contra el muro izquierdo y unas grandes estanterías a la derecha. El pasillo estaba quemado en varios sitios y en un estado deplorable. La mesa estaba a rebosar de cristalería de alquimia: tubos de ensayo, probetas, decantadores, buretas y no sé cuántos utensilios que no tenía ni idea de para qué servían y que parecían tan inverosímiles los unos como los otros.

En la estantería, al igual que en la mesa, había frascos llenos o vacíos, con líquidos o productos en polvo, y cada uno iba meticulosamente etiquetado con una escritura elegante y precisa.

También había pergaminos, cuidadosamente apilados sobre una mesita, junto a la puerta. Aun así, tuve casi la certidumbre de que el inspector los había mirado. Y se habría llevado la decepción al ver que sólo contenían cálculos de cantidades, densidades y demás. Me aparté de los pergaminos y solté un inmenso suspiro.

“Aquí no hay nada que pueda ayudarme”, le dije a Syu. “Aleria se ha ido de aquí por algo, ¿pero cómo podría adivinar adónde? Siento… que me ha traicionado. Bueno, vale, exagero. Seguramente no quería hacerme daño pero… ¿te parece normal que siempre tenga que ser yo la que va a buscar a todo el mundo? Aleria y Akín siempre desaparecen”, añadí, con un suspiro exasperado.

Syu estaba encima de la mesa, examinando los extraños artefactos. Se giró hacia mí, distraído.

“Tal vez se hayan ido sin avisarte porque no querían que fueras con ellos”, soltó.

Lo miré, frunciendo el ceño.

“¿Y por qué no querrían que fuese con ellos?”

El mono olfateó un tubo de ensayo, curioso, y contestó:

“Quizá porque piensan volver pronto… o bien no han tenido tiempo de avisarte”, añadió.

“Syu, deja de curiosear”, repliqué. “¿Recuerdas los efectos de la última poción que me tomé?”

El mono gawalt agrandó los ojos, apartó el dedo del recipiente que iba a tocar y saltó al suelo con una mirada inocente.

“¿Nos vamos?”

Asentí.

“No sé qué esperaba encontrar, pero por lo visto, todo esto ha sido inútil. Así que será mejor que vayamos a dormir. Asbarl, Syu”, le dije, antes de dar media vuelta.

* * *

Pasaron varios días y seguía sin noticias de Aleria y Akín. Dos veces fui al cuartel general a preguntar si tenían pistas, pero la primera vez me echaron sin decirme nada y la segunda vez me informaron de que no sabían nada.

Volví a hacerme las uñas por todas partes como solía hacer cuando algo me preocupaba. Y hacía un gran esfuerzo para no estropear los bancos de la biblioteca porque Rúnim y el Archivista Mayor me habrían estrangulado.

Y mientras tanto, el maestro Dinyú seguía enseñándonos har-kar y nos aseguró, con una sonrisa sincera, que estaba orgulloso de nosotros. Las lecciones con Kwayat, en cambio, eran más decepcionantes. Aprendía muchísimo pero la práctica era muy diferente. Ahora sabía controlar mi Sreda más o menos, pero aún me ocurría perder el control cuando estaba cansada o muy preocupada, de modo que Kwayat me hizo prometer que utilizaría las técnicas que me había enseñado para sosegarme y dejar de pensar en mi vida y mis problemas.

Un día, el maestro Dinyú se puso a enseñarnos un ataque particularmente difícil al que llamaba «El ataque Zairen», debido a un famoso har-karista llamado Zairen. Cada vez que explicaba el cómo utilizar esa nueva táctica, tenía la impresión de volver meses atrás, a la Torre del Brujo, en Dathrun, y de estar escuchando los consejos de Daelgar cuando jugábamos al Erlun y me explicaba qué jugada era la más acertada para tal o tal propósito. Lo que importaba, en todo caso, era el propósito. Claro que el propósito del maestro Dinyú era enseñarnos a vencer al enemigo, y no a hacerlo reflexionar, pero me di cuenta de que en realidad la filosofía del Erlun se parecía mucho al har-kar: requería saber anticipar las consecuencias antes de actuar. Por supuesto, en el har-kar, además, había que aprender a jugar muy rápido.

Estábamos ensayando el ataque Zairen cuando apareció Deria corriendo colina abajo con el mismo aspecto atolondrado que unos días atrás. Me paré en seco en medio de mi ataque y Laya me dio una patada en la rodilla. Solté un gruñido de dolor y Laya se cubrió la boca con la mano, con aire confuso.

—¡Lo siento! —dijo.

—No pasa nada —le aseguré, renqueando para salir del campo de entrenamiento—. Espera, voy a ver qué le pasa a Deria.

Laya asintió con la cabeza y me alejé, retomando poco a poco un paso normal.

Deria se detuvo ante mí y abrió la boca pero no salió ningún sonido. Enarqué una ceja.

—¿Qué pasa ahora? —pregunté, con falso desenfado—. ¿Se ha esfumado alguien, verdad? ¿Kirlens o Wigy, quizá? Oh, entiendo. Márevor Helith los ha raptado por lo del shuamir… —Hice una mueca—. Dime, ¿qué pasa, Deria? —insistí, cada vez más inquieta por el silencio y la expresión de Deria.

La drayta agitó la cabeza, inspiró hondo y dijo con un hilo de voz:

—Han llegado tres mercenarios a Ató, esta mañana.

Sentí que el corazón dejaba de latirme.

—¿Lénisu…?

—No —negó ella—. Llevaban a Trikos. Pero no a Lénisu.

—¡Trikos! —exclamé, dando un respingo.

—Lo han llevado al establo de la guarnición. Está bien. Pero hay algo más… —Enarqué una ceja, animándola con un gesto, y ella carraspeó—. Se trata de los Gatos Negros. También han capturado a un miembro.

Fruncí el ceño, muy preocupada.

—¿Han capturado a un Gato Negro? —repetí—. ¿Y ese Gato Negro estaba con Lénisu?

Deria se encogió de hombros.

—Eso ya no lo sé. Pero Dol dice que todo va a arreglarse, dice que vengas rápido, que va a ir al cuartel para informarse pero que tú tienes que venir para reclamar a Trikos.

—¿Reclamar a Trikos? Oh —resoplé, entendiendo—. Voy enseguida. No se quedarán con Trikos, de eso puedes estar segura. Trikos es un amigo y no lo abandonaré ni aunque me lo quisieran quitar los mismísimos orilhs.

Deria asintió con la cabeza, con más serenidad, y bajé hasta el campo de entrenamiento. El maestro Dinyú estaba sentado tanquilamente sobre una piedra con las piernas cruzadas y me observaba con una ceja enarcada.

—Maestro —dije, acercándome a él—. Tengo que hacer algo que no puede esperar. Con su permiso…

El maestro Dinyú asintió con la cabeza enseguida.

—Por supuesto, Shaedra, puedes irte. El ataque Zairen puede esperar —aseguró, sonriente.

Sonreí anchamente y lo saludé con las manos juntas.

—Gracias. Volveré esta tarde.

Ya me estaba girando hacia la colina cuando el maestro Dinyú dijo:

—Shaedra…

—¿Sí, maestro?

—El har-kar no es sólo un arte de lucha, sobre todo es un arte de vida y una manera de pensar. Espero que no lo olvides.

Tratando de entender por qué me decía eso en ese momento precisamente, asentí solemnemente.

—No lo olvidaré.

Y entonces salí corriendo colina arriba y Deria y yo nos dirigimos a casa de Dolgy Vranc con rapidez.

Dolgy Vranc nos esperaba y en cuanto llamamos a su puerta abrió y salió.

—Vamos a ver si nos dejan entrar —dijo—. Está claro que si le han cogido a Trikos, Lénisu debe de estar pasando malos momentos.

Agrandé los ojos.

—¿Por qué dices eso? —pregunté.

—Bueno… Por lo que he visto, Lénisu le tiene mucho aprecio a Trikos. Si lo ha dejado ir, es que ha estado a punto de estar en apuros, ¿no crees? Además, uno de los mercenarios estaba herido.

Asentí, palideciendo.

—Tenemos que recuperar a Trikos —dije con firmeza—. A saber lo que harían con él si no. ¿Y cómo sabes que tenían a un Gato Negro?

El semi-orco soltó un gruñido.

—Lo llevaban a rastras. Era un ternian, pero no era Lénisu, aunque ahora se ha extendido el rumor de que han pillado al Sangre Negra. Pero es falso. Ese ternian no tenía la menor semejanza con tu tío. Y, de todas maneras, no está claro que sea ningún Gato Negro.

Cuando llegamos al cuartel, había tenido tiempo de imaginarme todo tipo de desastres que podían ocurrirle a Lénisu. ¿Y si Dolgy Vranc no había visto bien y que efectivamente aquel presunto Gato Negro era Lénisu? Aunque también podía ser que hubiesen cogido finalmente al Sangre Negra y se dieran cuenta de que nada tenía que ver con mi tío.

Las puertas del cuartel estaban abiertas y dos guardias protegían la entrada, más atentos que habitualmente, seguramente por los acontecimientos de aquella mañana.

—Buenos días —dijo Dol, al llegar a la altura de los guardias—. Venimos a reclamar la propiedad de un caballo que unos hombres han traído esta mañana aquí.

Los guardias nos observaron e intercambiaron una mirada.

—¿Nombre? —soltó uno de los guardias con un tono contrariado.

—Trikos —contesté.

El semi-orco soltó una carcajada.

—Creo que querían saber nuestros nombres —me explicó mientras yo me sonrojaba—. La propietaria de Trikos es Shaedra —añadió, señalándome con un vago ademán—, la sobrina del que lo montaba. Según la ley, tiene todo el derecho a recuperar su caballo.

Los guardias volvieron a intercambiar una mirada y uno de ellos asintió con la cabeza.

—Está bien. Voy a hablar con el capitán.

Desapareció en el interior y solté un suspiro.

—¿Crees que he hecho el ridículo? —pregunté inocentemente al semi-orco, en voz baja.

Dol sonrió, divertido.

—Qué va. Sólo un poco. De todas formas, Trikos es un buen nombre. Al candiano no parece molestarle que le llaméis así.

Bostecé y asentí.

—Por cierto, ¿qué tal te va el har-kar? —preguntó, mientras esperábamos pacientemente delante del otro guardia.

—Estupendamente —contesté—. Sotkins sigue ganándome la mayoría de las veces. Y Yeysa sigue tan bruta como siempre.

Deria soltó una risita.

—Hoy me he fijado en ella. Parece una mula mosqueada.

Sonreí aunque recobré mi seriedad al ver que el guardia nos miraba con cara de cotilla. Poco después, volvió el otro guardia acompañado del capitán, un elfo oscuro vestido de la habitual túnica dorada de Ató con un dragón rojo cosido en el centro. Sus ojos amarillos se posaron en el semi-orco.

—Buenos días. ¿Qué desean?

—Quisiéramos recuperar a Trikos —contesté, antes de que el semi-orco pudiese hablar. Después de todo, era yo quien debía ocuparme de ese asunto, y no Dol.

—Trikos —repitió, como extrañado.

—El caballo que ha llegado esta mañana —expliqué—. Es un candiano con pelaje rojizo, seguramente lo habrá visto…

—Entiendo —me interrumpió—. Pero aún no podemos restituírtelo. Estamos aún realizando pesquisas. Dentro de poco, te lo enviaremos a tu casa. ¿El Ciervo alado, no es así? —Asentí—. Bien. ¿Eso es todo?

—No —intervino Dolgy Vranc—. Quisiéramos saber si tienen noticias de Lénisu…

—Eso no es asunto vuestro —cortó el capitán amablemente.

—Y si el Gato Negro que habéis capturado sabe dónde están los demás Gatos Negros —continuó Dolgy Vranc, imperturbable—. Porque si localizáis a los Gatos Negros, será muchísimo más fácil localizar al Sangre Negra verdadero.

—Sabemos hacer nuestro trabajo —replicó el capitán, sin perder la calma—. Si eso es todo, podéis marcharos.

Deria y yo intercambiamos una mirada resignada pero Dol soltó un resoplido.

—Capitán —gruñó—. Esta muchacha lleva meses preocupándose por su tío porque lo están acusando en falso. Me parece razonable que si se va a llevar un juicio justo, se averigüe antes todo lo relacionado con los Gatos Negros hasta que el asunto esté totalmente claro.

Percibí un brillo de impaciencia en los ojos del capitán.

—Señor Vranc, usted sabe que aplicamos estrictamente la ley del Libro de Ató. Así que, por favor, no siga acosando a mis guardias. Le conozco mejor de lo que cree, y usted me conoce a mí: tendré en cuenta sus palabras. Buenos días.

Inclinó rígidamente la cabeza y se marchó mientras nosotros le dábamos la espalda al cuartel general de Ató.

—Nunca me ha acabado de caer bien esta guardia que tenemos —masculló Dolgy Vranc.

—Bueno, al menos ha sido amable —reflexioné—. No podía hacer mucho más por nosotros. Es verdad —razoné, al ver que el semi-orco me miraba, con una mueca—, ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Dejarnos pasar e interrogar al Gato Negro directamente? Eso seguro que está prohibido.

—Mm. Al menos no nos han puesto muchas pegas por lo del caballo —consintió Dol—. Me carcome que tengas que pasar por esto, Shaedra. Ayer, vino Aryes a casa y en un momento me dijo que estabas agotada. Me revienta —añadió.

—Oh —solté, sorprendida de que se lo tomara así—. No te preocupes por mí. Tampoco estoy tan agotada. Es más, últimamente duermo de un tirón todas las noches. Aunque es cierto que a veces preocuparse por alguien es peor que estar huyendo de una manada de nadros rojos.

—Yo tengo una idea —intervino Deria, de pronto—. ¿Y si esta noche nos colamos en el cuartel y vamos a ver al Gato Negro? Le sonsacamos todo lo que podemos, y luego nos marchamos todos en busca de los Gatos Negros… Er… Capturamos al Sangre Negra y…

No acabó su frase porque, obviamente, se había dado cuenta de que su plan era ligeramente imposible.

—Yo propongo ir a beber una infusión en mi casa —dijo Dol—. A menos que tengas que volver al entrenamiento, Shaedra.

Negué con la cabeza.

—Apenas queda una hora de entrenamiento. No valdría la pena.

—Entonces, a mi casa. Y te quedarás a comer. No cocino tan bien como Lénisu ni como Kirlens, pero sé hacer unos pasteles de puerros fritos muy buenos, y lo digo con toda modestia.

Me reí.

—Tengo demasiada hambre para fijarme en si es buena o mala cocina.

Y de camino a su casa los tres nos pusimos a hablar de comida y de arte culinario muy animadamente.