Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 4: La Puerta de los Demonios

6 Deserciones

Al día siguiente, no fui la única en levantarme tarde. La verdad era que la mayoría durmió hasta las once o doce de la mañana. Había pasado casi dos horas, con Frundis y Syu, buscando a Drakvian en el bosque de Roca Grande, pero me fue imposible encontrarla, de modo que volví a la taberna, y en el camino hacia ahí me topé con Marelta, su hermana y algún que otro amigo de su familia. No tuve tiempo de esconderme con las armonías y Marelta se complació en soltar palabras humillantes delante de sus amigos.

—¿Entras sola en el bosque buscando algún dragón de tierra, quizá? —me soltó indolentemente.

—A menos que prefiera la compañía de un mono a la de un saijit —terció su hermana, que aunque tenía dos años menos, tenía el mismo veneno en la lengua.

—Es tan extraña que todo podría ser —replicó Marelta con una gran sonrisa malévola—. Pero sigo pensando que jamás deberían haberle permitido la entrada al segundo año de snorí. Quién sabe si no nos arañará la cara en alguno de sus arranques. Por cierto, ¿qué ha pasado con tu disfraz blanco? A Galgarrios al parecer le ha gustado mucho. A mí no me costó nada reconocerte. Tenías la misma cara de boba.

La música de Frundis se convirtió en un trompeteo bélico y Syu me aconsejó que rodease a esa “panda de gatos enfurecidos” y no buscase pelea.

“En mi vida se me habría ocurrido una idea más tonta como la de pelearme con Marelta”, le repliqué con firmeza.

Sin embargo, tampoco me parecía conveniente dar un rodeo, de modo que pasé junto a ellos, los miré fijamente, levanté la cabeza orgullosamente y solté:

—Me preocupaba que tu lengua se hubiera congelado este invierno. Pero ya veo que el verte rodeada de guardaespaldas te la ha desatado.

Marelta entrecerró los ojos.

—Y la tuya, por lo que veo, sigue siendo tan irreverente. Te recuerdo que tienes a personas importantes delante de ti.

Enarqué una ceja y, pese a la oscuridad, traté de detallar los rostros de las demás personas. El que llevaba la lámpara era Tiel, el hermano mayor de Marelta. Más que nada parecía curioso por escuchar a su hermana proferir palabras insultantes contra mí. A los otros dos no pude reconocerlos, aunque el rostro de la caita me era familiar.

—¿No me digas? —repliqué con mal tono—. ¿Y dónde? Yo sólo veo a cinco cobardes que se meten con una sola persona.

—Oye, jovencita, puedes insultarla a ella porque le encanta que la insulten —intervino tranquilamente el humano, acercándose a la luz, pero no lo suficiente para que le viera bien el rostro—, pero no me insultes a mí, ¿quieres? No suelo encajar bien los insultos. Y ahora, amigos míos, sigamos nuestro camino. Y tú, ternian, piérdete.

Me ardió por dentro una llama de ira repentina y sentí, aterrada, que me estaba transformando en demonio otra vez. Era la segunda vez que Marelta me encolerizaba lo suficiente como para desencadenar mi transformación. Porque no dudaba de que aquel día en que había señalado mis dientes diciendo que estaban afilados éstos lo estaban realmente. Y, aunque mi primer instinto había sido soltar alguna otra ocurrencia o alguno de esos maravillosos insultos que Sain me había enseñado, di media vuelta y eché a correr hacia el río, buscando algún rincón donde esconderme y poder cerciorarme de que no me había transformado totalmente. Empezaba a estar harta de no poder controlar mis transformaciones, y tenía ganas ya de aprender lo que Kwayat tenía que enseñarme, ya que anular mis transformaciones no parecía viable, o al menos no tan evidente como hubiera querido. Y aunque Aryes se había mostrado emocionado cuando me había visto transformada en demonio, dudaba de que a los demás habitantes de Ató les divirtiera mucho. Jamás había oído hablar de los demonios en Ató, si se exceptuaban los de las historias, e ignoraba totalmente el trato que les reservaría el Libro de Ató, pero por las precauciones tomadas por Kwayat, la cautela no debía de estar de más.

A la mañana siguiente, volví a encontrarme con la ventana cerrada con el sortilegio y empecé a irritarme seriamente. Si Drakvian quería hablarme, ¿por qué no entrar en mi cuarto, directamente, y dejarse de ridículos sortilegios que sólo me hacían perder el tiempo y no me aportaban ninguna información? Aunque estaba claro que empezaba a tener práctica deshaciendo esos sortilegios. Drakvian siempre usaba el mismo trazado y por tanto, al de unos cuantos intentos, no me quedaba mucho que averiguar.

“Voy a dar un paseo”, declaró Syu, abrochándose la capa y saliendo por la ventana con un salto elegante de gawalt.

“Buen paseo”, le deseé, envidiándole un poco.

Cuando me hube vestido, bajé tranquilamente por las escaleras y me encontré con Kirlens que preparaba la comida.

—¡Buenos días, dormilona! —me dijo, sonriente—. Ya era hora de que te despertaras.

—¿Qué hora es? —pregunté, bostezando.

—Las once y media. Y ahora se están sirviendo los últimos desayunos. A muchos se les va a juntar con la comida.

—¿Qué tal te fue la cena de anoche? ¿Laynen se quedó toda la noche?

Kirlens sonrió.

—Es impresionante lo trabajador que es ese joven. Ya se ve que viene del campo. Sí, se quedó aquí hasta las doce. Luego lo eché de la taberna, para que fuera a divertirse un poco. Después de todo, no era justo que tuviera que perderse su primera Fiesta de Primavera en Ató.

Le devolví la sonrisa.

—Según me dijo, bailó con todas las jóvenes de Ató. Creo que hasta bailó con Wigy —añadió.

Pensé de pronto en el vestido blanco y mi sonrisa se torció.

—¿Qué tal está Wigy? —pregunté, mientras me comía unas galletas y me servía un vaso de leche caliente.

—Bien, está en el mostrador. Está hiperactiva —me advirtió, poniendo los ojos en blanco—. En cambio a Taroshi le he echado la bronca porque ha vuelto a las tres de la mañana en vez de a las diez, como me había prometido, de modo que lo he castigado y lo he despertado a las seis de la mañana para recoger la leche y alguna que otra tarea.

Me eché a reír, intentándome imaginar a un Taroshi medio dormido fulminando a su padre y protestando cada diez segundos.

—¿Y Lénisu? —pregunté.

Kirlens, en ese momento, frunció el ceño. Todo su rostro se ensombreció.

—No te ha dicho nada —soltó, agitando la cabeza—. Me lo temía. Se ha ido.

Por primera vez desde hacía varios meses, me quedé muda de estupor.

—¿Ido? —alcancé a articular a medias.

Kirlens dejó escapar un suspiro cansado.

—Sabía que no te lo había dicho. Pero cuando le pregunté si te había avisado, me contestó que por supuesto que sí.

Parpadeé durante unos segundos y luego di un respingo, como despertándome.

—¡Lénisu! —solté, furiosa—. Esto me lo va a pagar. ¿Cómo se le ocurre irse de repente, así, y sin prevenirme?

—De todas formas, tú no puedes ir con él allá donde vaya —me replicó Kirlens—. Estás estudiando en la Pagoda. Además, le prometí que cuidaría de ti como a mi propia hija, que al fin y al cabo es lo que eres para mí.

—Yo… esto… —repliqué, extrañamente conmovida—. Y yo te considero como a un padre, Kirlens… Pero… ¿dónde ha ido Lénisu?

Kirlens me contempló unos instantes y negó con la cabeza.

—No me lo ha dicho. Pero el caso es que me he quedado sin mi mejor cocinero —añadió, con una mueca triste.

—¿No ha dicho adónde iba? —repetí, como atontada.

El tabernero se encogió de hombros.

—Decía que tenía algunos asuntos que solucionar.

Suspiré.

—Eso no ayuda, tiene asuntos que resolver por todas partes.

—Pues entonces no le crees más problemas —me contestó Kirlens, posando una pila de calabacines cortados en la mesa.

—Voy a alcanzarlo, tengo que hablarle —solté, dirigiéndome hacia la puerta a todo correr.

—Shaedra —bramó Kirlens.

Me detuve, sorprendida por el tono de su voz.

—¿Qué?

—Hace más de cuatro horas que Lénisu se ha ido. No puedes alcanzarlo.

Agrandé mucho los ojos, di media vuelta y empecé a subir a toda prisa las escaleras. Poco después abría la puerta del cuarto que Lénisu había ocupado durante todo el invierno y me metía dentro. El interior estaba vacío. No había ni un rastro de Lénisu. Y por supuesto, no estaba Hilo, su espada. No había más que los muebles típicos de un cuarto desocupado de albergue.

Que Lénisu se hubiera ido me entristeció muchísimo. Sentía la misma impresión de vacío que cuando nos había dejado por unos días, a las afueras de Dathrun. Sabía que Lénisu tenía realmente muchos asuntos pendientes, aunque él no quisiera especificarme cuáles, pero, ¿eran acaso tan urgentes? Sabía que estaba razonando fuera del tiesto y que Lénisu no era de los que se quedaban quietos mucho tiempo… Por un momento, pensé que había ido a visitar a Murri y Laygra y me imaginé que les convencía para que vinieran a Ató. ¡Habríamos sido tan felices, todos, juntos en Ató! Pero era un pensamiento egoísta. Después de todo, yo también los había dejado para volver con mis amigos.

Sacudí la cabeza, eché una última mirada a su cuarto y volví a cerrar la puerta. Esperaba que Lénisu estuviera bien y que no se metiera demasiado en líos. Por una razón u otra, volví a mi cuarto. En el suelo, junto a la puerta, encontré un trozo de papel doblado. Fruncí el ceño y lo recogí con impaciencia. ¿Y si era de Lénisu…?

Era de Lénisu. El mensaje estaba escrito en naidrasio y decía así: «Vive feliz, sobrina, y cuida de mi caja. La he dejado en tu rincón.»

¿Caja? ¿Rincón?, me repetí. ¿Qué significaba eso? Cerré la puerta y miré hacia los rincones de mi cuarto, esperándome ver alguna caja… ¡la caja de tránmur!, pensé de pronto. ¿Podía ser que me la hubiese dejado? ¡Parecía un objeto tan importante para él! Siempre me había intrigado lo que pudiera contener. Pero… ¿de qué rincón hablaba? Me hacía esa pregunta cuando lo entendí: estaba hablando del rincón en el que solía jugar antiguamente, de aquella terraza donde se amontonaban los barriles viejos y la chatarra y donde estuvimos hablando Lénisu y yo el primer día en que lo conocí.

Metí el papel en mi bolsillo con un gesto apresurado, abrí la ventana y me deslicé afuera. Sigilosamente, llegué a la terraza pero me costó más de diez minutos encontrar la caja de tránmur, escondida dentro de un barril. La saqué y me la puse en el regazo, examinándola con todo detalle. Era una simple caja sin adornos, aunque no todas las cajas eran de tránmur. Generalmente dentro de las cajas de tránmur se metían objetos que se querían conservar intactos. Con lo que el contenido debía de tener cierta importancia.

El mensaje no decía nada sobre si podía abrirla o no, pensé. Y por lo que había podido inferir del aire celoso de Lénisu cada vez que le preguntaban por su caja, él no tenía pensado dejarme que fisgara en sus pertenencias. ¿Pero por qué se había marchado sin decirme nada?, me pregunté, herida. No entendía el comportamiento misterioso de Lénisu. Siempre tenía que estar haciendo algo. La cocina no era suficiente para él…

Me levanté de un bote, recordando de pronto un detalle. ¡Lénisu me había avisado! Bueno, me había dicho algo extraño la víspera, ¿pero qué había dicho exactamente? Hice un esfuerzo por recordar pero tan sólo recordaba que sus palabras me habían sonado absurdas.

Después de cerciorarme de que nadie me espiaba, volví a esconder la caja de tránmur en el mismo sitio y eché a correr por los tejados en dirección a la casa de Aryes. Vivía al otro lado de la colina, y tuve que bajar de los tejados para seguir corriendo. Su casa tenía dos plantas y estaba rodeada de un pequeño jardín con flores que empezaban a florecer. Las macetas de los balcones eran hermosísimas: la madre de Aryes siempre se ocupaba de ellas. En la planta baja, estaba la carpintería de su padre, y la familia vivía en el piso de arriba. Con un impulso, subí al cobertizo y luego, buscando el cuarto de Aryes, trepé por la pared con una agilidad digna de un gawalt. Por una de las ventanas abiertas, vi a Aryes sentado en su cama, leyendo tranquilamente un libro. Me agarré a la ventana y aterricé dentro tambaleándome.

—¡Shaedra! —exclamó él, estupefacto, con los ojos abiertos como platos.

—¡Aryes, necesito que me ayudes! ¿Qué fue exactamente lo que dijo Lénisu ayer, cuando nos lo cruzamos? No recuerdo sus palabras y es muy importante.

—¿Qué…? —farfulló, aturdido.

Por lo visto, Aryes aún no se había repuesto del susto. Entonces me percaté de que mi conducta no era precisamente muy tradicional y carraspeé.

—Siento haber… entrado tan bruscamente. Debí pasar por la puerta de entrada…

—No, no, no pasa nada —me aseguró Aryes, cerrando el libro y levantándose de un bote—. Pero lo cierto es que necesitaría un momento de silencio para recordar las palabras de Lénisu.

Puso cara concentrada y me abstuve de hablar durante un buen rato. Entonces, milagrosamente, Aryes repitió lentamente las palabras de Lénisu:

—Cuídala a Shaedra tal como prometiste hace unos meses. Y tú, Shaedra, estate tranquila, como… sueles. Creo —añadió, frunciendo el ceño.

Asentí con la cabeza, maravillada.

—¿Cómo lo haces?

Él se encogió de hombros con aire modesto.

—No lo sé.

Fruncí el ceño, pensativa.

—¿Qué significa eso de “como prometiste”? —inquirí.

—No lo sé —repitió Aryes, y esta vez estuve segura de que mentía y eso me dolió.

—¿No lo sabes? —repetí, incrédula.

Aryes resopló.

—¿A qué viene todo este interrogatorio? ¿Algo malo ha ocurrido?

Olvidándome de pronto de preguntarme qué razones tenía Aryes para mentirme, apreté los dientes y confesé:

—Lénisu se ha marchado.

Aryes asintió con la cabeza.

—No me sorprende. Debí imaginarme que esas palabras no las había soltado a la ligera. Pero volverá dentro de poco, puedes estar segura.

Enarqué una ceja y luego asentí, más segura de ello por lo de la caja de tránmur que por otra razón. De pronto tuve consciencia de que estaba invadiendo la intimidad de Aryes y carraspeé.

—Bueno, voy a volver a la taberna. Aún no puedo creerme que Lénisu se haya ido —añadí, más para mí misma que para él.

Aryes asintió, pensativo.

—¡Buena lectura! —le solté, saliendo otra vez por la ventana.

Cuando entré en la taberna, Wigy, con las manos juntadas de la emoción, empezó a narrarme todas las maravillas de la noche de fiesta y, por lo que me dijo, se había pasado horas y horas bailando. El nombre de Nakan volvía a aparecer y me contó un incidente que hubo entre Nart y Nakan.

—Ese estúpido de Nart le hizo una zancadilla y nos tiró a los dos —soltó, con evidente cólera—. A ese patán no le vuelvo a hablar en mi vida —juró—, ni aunque me venga al mostrador a pedirme algo.

—Nart no es malo —le aseguré—. Tan sólo está… algo celoso.

—Pff, pues por mí que se muera de celos, como en los libros, y que me deje en paz con Nakan.

No le contesté y ella siguió hablándome de la fiesta, todo emocionada, mientras servíamos a los clientes. Mi cabeza estaba a punto de explotar cuando de pronto me crucé con una mirada azul muy familiar y me paralicé durante unos segundos.

Estaba sentado en una mesa pequeña, entre un grupo de viejos que llevaban ahí ya horas jugando a las cartas y una familia campesina que llevaban varios minutos discutiendo sobre no sé qué de los tomates. Sus ojos eran tan azules como la víspera, y su cabello era blanco como la lana. Kwayat se levantó cuando supo que lo había visto y se dirigió hacia mí con una gran sonrisa teatral.

—¡Shaedra, cuánto tiempo ha pasado! —me dijo, cogiéndome amigablemente del brazo. Un efluvio de rosas me invadió. ¿Por qué cada vez que Kwayat estaba cerca olía a flores?

Wigy se paró en seco en medio de su interminable flujo de palabras y nos miró alternadamente, con un plato de lentejas en las manos. Yo sonreí, fingiendo tranquilidad.

—Ho… hola, ¿qué tal?

Kwayat puso los ojos en blanco y me arrastró hacia la salida, diciendo:

—Tengo que hablar contigo de un montón de cosas, chiquilla, ven.

Lo seguí, salimos y, tras un rato de silencio, aún no salía de mi asombro.

—¿Por qué demonios has sido tan poco discreto? —le pregunté, mientras caminábamos cuesta abajo.

Kwayat frunció el ceño. Había retomado su mismo aire dramático de siempre.

—No es mi intención pasarme escondido todo el tiempo que durará tu aprendizaje. He decidido que no hacía falta que te separase de tus amigos. A veces lo hago, pero en este caso, al menos para las primeras etapas de tu aprendizaje, no ganaríamos nada apartándonos de los saijits. Además, Zaix quiere que no te imponga ir a ningún sitio, y a mí me conviene. Por lo visto, le diviertes.

—Le… ¿divierto? —repetí, sin entenderlo.

—Sí, Zaix es un demonio que se aburre mucho. En su tiempo fue un demonio de la mente, pero robó algo que no tenía que robar, algo que pertenecía a Ashbinkhai, el Demonio Mayor de la mente. Los demás demonios le tienen muy poca estima, pero en realidad no tiene mal corazón. Por eso, cada vez que se encuentra con un demonio huérfano, lo adopta. Como en tu caso.

Su historia me estaba enturbiando las ideas.

—¿Yo soy un demonio huérfano?

—Bueno. Ningún Demonio Mayor se ha molestado en ayudarte a formarte, así que te adoptó él. A Zaix le encanta ocuparse de la gente, pero a veces no se ocupa del todo bien —añadió, levantando los ojos al cielo.

—¿Y también eres tú un demonio huérfano? —pregunté, intentando aclararme.

—Yo… soy instructor de demonios. Llegué a un acuerdo con Zaix. Pero no le sirvo.

—Así que instruyes a los nuevos demonios de Zaix —inferí.

—No exactamente. Pero es cierto que últimamente ya nunca requieren mis servicios los Demonios Mayores.

—¿Y por qué no?

—Los Demonios Mayores tienen sus propias comunidades y sus propios instructores. No necesitan a instructores independientes, aunque sean mejores —añadió, con una leve sonrisa.

Llegamos al linde del bosque y nos sentamos sobre la hierba. Los rumores de la ciudad nos llegaban apagados, en cambio, el fragor del río se oía claramente.

—Muy bien —dije, con las piernas cruzadas—. Instruyes a los demonios… pero ¿a cambio de qué?

—Eso ya no forma parte de la instrucción —replicó tranquilamente Kwayat—. A partir de ahora, tu meta consistirá en entender lo que te enseño. Escucharás atentamente. Y harás todo lo que puedas para hacer lo que te digo.

—Es lo que suele hacer un alumno —repliqué burlonamente.

—Y no hablarás de manera irónica —añadió Kwayat—. Cuando las cosas que se enseñan son serias, el alumno debe permanecer serio.

Puse cara dubitativa pero no me quedó más remedio que asentir. Kwayat, en vez de empezar por enseñarme cómo controlar mis transformaciones, empezó presentándome el mundo de los demonios. Me enseñó los nombres de los Demonios Mayores y de algún que otro demonio conocido, me los presentó detalladamente y me explicó que la apelación de Demonio Mayor era un título eminentemente viejo que heredaban las familias que dirigían comunidades importantes de demonios. También me hizo un breve resumen de Historia, con lo que entendí que algunos demonios eran capaces de alargar la vida a costa de mucho trabajo. Lo cual, en suma, ignoraba si merecía la pena…

—¿No has notado, al transformarte, que vibrabas de energía? —decía mi instructor—. Los demonios somos las criaturas más vivas de todo Háreka. Y algunos son capaces de utilizar su energía para regenerarse. Y esto no tiene nada que ver con lo que hacen los nakrús y otros monstruos —añadió, como adivinando mis pensamientos—. Las marcas que aparecen cuando nos transformamos son pura vida. Las llamamos las marcas de la Sreda.

—La Sreda —repetí, anonadada.

Él asintió.

—No me extraña que hayas oído hablar de ella, pero los saijits utilizan esa palabra de manera completamente fuera de lugar. «Sreda» significa «Vida». Viene del tajal. Es un idioma que ahora todo el mundo, salvo los demonios, ha olvidado. Y aun muchos demonios apenas saben chapurrearlo. Pero yo sé tajal, y te lo enseñaré. Es muy diferente a todos los idiomas que conoces. No tiene verbos, sólo ideas. No hay tiempos como el pasado, el presente o el futuro. Y es prácticamente imposible traducirlo a un idioma saijit porque simplemente no funcionan con los mismos conceptos.

—Espera, espera —intervine, con el ceño fruncido—. Lo de la Sreda… ¿quieres decir que como yo tengo la Sreda voy a vivir más tiempo?

—No. Eso depende de tu experiencia. Algunos de los demonios que intentan alargar su vida incluso la reducen —me avisó, encogiéndose de hombros—. Es un proceso muy delicado y que, en realidad, acaba siendo poco rentable.

—Pero entonces, los demonios que no son… er… los que no saben volver a la forma saijit… —Entorné los ojos—. El otro día les diste un nombre.

—Los táhmars —me ayudó él.

—Eso. Los que no son táhmars, son saijits que a veces se transforman en demonios, ¿no? Así que también son saijits —razoné.

Kwayat negó con la cabeza.

—Cada uno tiene su raza. Pero lo que prevale es el ser demonio —me explicó, muy solemne—. Cuando la Sreda está despierta, sigue fluyendo en el cuerpo saijit. ¿Acaso no la notas ahora mismo? Se nota menos, porque fluye regularmente, y cuando te transformas, todo se arremolina. ¿Entiendes?

—No. No noto nada —contesté.

Me pasé media hora intentando sentir la Sreda en mí, bajo los consejos de Kwayat, pero en vano. Y cuando le dije que no sabía por qué me transformaba, creí adivinar un brillo de exasperación en los ojos del instructor. Al parecer, Zaix no le había informado de mi ignorancia total sobre el tema de los demonios.

—No suele pasar que uno se transforme en demonio sin querer —suspiró Kwayat—. Esto va a ser un desafío, pero lo intentaré —pronunció, como animándose a sí mismo.

En ese momento, apareció Syu y se tiró sobre mí imitando el aullido de un lobo.

“¿A que el aullido me ha salido mejor que a Frundis?”, soltó, orgulloso, mientras yo reía a carcajadas.

“¿No me digas que quieres ser cantante?”, le repliqué.

“¿Y por qué no?”, repuso él, con aires de aristócrata.

Así fue como empezaron mis lecciones con Kwayat. Todas las mañanas, iba a la Pagoda Azul y, después de comer, en vez de dirigirme hacia la biblioteca, salía de Ató y me encontraba con él. No pretendíamos escondernos, todos sabían que Kwayat y yo hablábamos y todos suponían que me enseñaba algo, pero nadie sabía qué, si se exceptuaba a Aryes.

Sinceramente, yo habría preferido mantener esas lecciones secretas, porque Aleria y Akín no paraban de preguntarme quién era ese tal Kwayat con el que pasaba tanto tiempo. Me hubiera gustado decirles todo, pero ahora que sabía que Kwayat se enfadaría si lo delataba no podía hacer una locura así.

La gente de los alrededores se fue otra vez a sus campos y Ató volvió a quedarse más tranquila. Wigy no me preguntó por mi vestido y me alegré de que no lo hiciera, aunque siempre me quedaba el temor de cómo reaccionaría cuando se enteraría. En ocasiones me imaginaba el vestido blanco, flotando en la Bahía Azul de Yurdas, como un fantasma hundido. Y la cara enfurecida de Wigy. Era una imagen bastante tétrica, pero no podía evitar evocarla a veces. En cuanto a Drakvian, no volvió a dar señales de vida, y que hubiese cerrado mi ventana tan sólo dos veces durante aquellos días me dejó algo perpleja y preocupada, pero Deria aseguraba que la había visto una vez por la ventana, aunque fue apenas durante un segundo.