Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 3: La Música del Fuego

7 Las Galerías

Habían pasado casi diez días antes de que me decidiera a ir a visitar a Zoria y a Zalén, como les había prometido. Después de haber pasado tres horas con Daelgar, me encaminé hacia la casa que me habían señalado. Estaba algo cansada aunque contenta porque había conseguido permanecer escondida de los ojos de Daelgar durante más de una hora en medio de la muchedumbre. Pero finalmente Syu había empezado a comerse los cacahuetes de un señor del mercado y me había indignado de tal forma que había dado al traste con toda clase de armonías y me había ido en busca de Syu, el cual, al verme, se había escondido de mí durante un buen cuarto de hora. Daelgar por supuesto me había encontrado y cuando le expliqué mi problema me aleccionó diciéndome que ningún sentimiento debía hacerme perder el control sobre las armonías, que lo mejor que podía pasar era que dejasen de funcionar, pero que cuando se desplegaban mucho las energías podían pasar cosas peores. Syu, escondido, se había burlado de mí y acabé por amenazarle con no dejarle venir conmigo a visitar a Zoria y a Zalén. Me dijo que no quería ir a ver a esas chifladas y cuando acabó la lección se alejó de mí sin que pudiese decirle nada. Por eso, aunque pensaba que mi lección se había desarrollado bastante bien, sentía un leve resentimiento hacia Syu, que me dejaba sola sin remordimientos.

La casa de Zoria y Zalén estaba en el mismo barrio que la Torre del Brujo, pero sobre una colina, más al sur. Era un barrio de casas acomodadas, con sus jardines y sus jardineros, y cuando llegué al número veinticuatro me quedé un rato delante del portal, indecisa.

Eché un vistazo hacia los lados y vi a una mujer mirándome desde una ventana, como preguntándose qué hacía una joven ternian desaliñada en un barrio como aquél. ¿Pensará que soy una ladrona?, me dije, burlona.

“¿No me digas que te has perdido?”, dijo de pronto Syu, surgiendo de la nada y trepando sobre el muro.

“¡Syu! ¿Así que no querías ver a las dos chifladas, eh?”, le solté con aire socarrón.

Syu se llevó la mano al bigote con aire pensativo.

“No tenía nada más interesante que hacer”, reconoció.

Sonreí y levanté una mano para abrir el portal. “Entremos.”

Atravesamos el jardín lujosamente cuidado, admirando las flores y los arbustos.

—¿Sabes lo que es eso, Syu? —le dije, señalando un arbusto de flores rojas—. Un emzarrojos. En Ciervo, salen flores blancas, que utilizan para infusiones para bajar la fiebre y cataplasmas, pero en el mes de Amargura, las flores se vuelven rojas, y cuando se comen provocan una terrible diarrea.

“Suena como si lo hubieses experimentado tú misma”, contestó el mono, sonriendo de oreja a oreja.

Hice una mueca.

“Fue una mala broma de un kal que conozco, Nart. Menos mal que tenía preparado un antídoto. Me lo dio y me repuse casi enseguida. Por eso siempre hay que tener cuidado con las plantas.”

“¿Y me lo dices a mí, un mono gawalt?”, replicó con arrogancia.

“Sí”, le dije con el mismo tono. “Porque esta mañana casi te comes una hierba envenenada de no ser por mi consejo.”

“Oh, claro. ¿Piensas que te debo la vida, eh? Pero te diré una cosa, los gawalts no somos tan sensibles como los saijits, seguro que esa planta no me habría hecho nada, es más, olía muy bien.”

“Razón de más para desconfiar”, argumenté. “No todos los pasteles son buenos, como dice Aryes.”

Oí de pronto un carraspeo y levanté la cabeza, turbada. En el pórtico de la casa, había una mujer humana con vestido largo, ancho y dorado, tendida en una silla larga, con la mirada posada sobre nosotros. Por sus rasgos, no cabía duda de que era la madre de las gemelas.

—Oh —dije, carraspeando, molesta. Crucé la mirada con Syu y luego me adelanté—. Buenos días, he venido porque Zoria y Zalén me dijeron que pasase un día de éstos…

—¿Zoria y Zalén? ¿Eres amiga de Zoria y Zalén? —preguntó la mujer, enderezándose, como si súbitamente se interesase por mí.

—Sí. Estudio en la academia. Me llamo Shaedra. Er… ¿están aquí? Espero que no sea ninguna molestia para usted que…

—Shaedra, ¿cómo?

Me interrumpí, pestañeé y contesté:

—Shaedra Úcrinalm Háreldin.

—Mm, no perteneces a la alta sociedad, ¿verdad? Se te nota enseguida —dijo, con una sonrisa. Se levantó y se dirigió a la puerta abierta—. Pasa, puedes esperar a que vuelvan, ¿verdad? Estarán de vuelta dentro de poco, mi esposo se las ha llevado a una merienda con otros amigos, pero a estas horas tendrán que estar ya de camino. ¿Quieres una limonada?

Syu asintió fervientemente y sonreí.

—Claro, es muy amable.

El interior de la casa era vasto y espacioso. Me di cuenta al de poco de que la madre de Zoria y Zalén esperaba un hijo, pero me lo anunció de todas formas, aunque no de la manera que yo hubiera esperado.

—Uno más —dijo, con aire resignado—. Con el tiempo una se dice que se va a habituar a este tipo de cosas, pero no, qué va, siempre llega como una sorpresa y siempre en el peor momento. Si al menos hubiese estado así en invierno, hubiera podido soportarlo. Habría invitado a las demás a mi casa y habríamos charlado juntas de todo, pero en verano, la gente quiere hacer meriendas y actividades al aire libre, en fin, cosas por el estilo, y a mí me quedan apenas dos semanas así que mi esposo no me deja ya hacer nada. Un hombre de valor, mi esposo, ¿sabes que estuvo en la batalla de Narrias, contra los rebeldes? En aquella época era teniente general. Luego, se retiró, una pena, habría podido llegar a ser comandante, si no general. Pero bueno, le condecoraron con la medalla de honor y ahora se ha aficionado a la caza. Una actividad que a mí nunca me gustó pero que al menos le permite a una estar en casa tranquila.

Siguió parloteando así durante lo que me pareció ser mil años. Me presentó a uno de los hermanos pequeños de las gemelas que no debía de tener mucho más de dos años, y me enseñó el jardín mientras una criada iba a preparar más limonada y pasteles. Estaba enseñándome una flor muy hermosa cuyo nombre ignoraba totalmente pero de la que dijo:

—Mi esposo, antes de serlo, me llevó una de esas cada día al borde de mi ventana, pidiéndome que me casara con él, y claro, un día le dije que sí. ¡Era tan pesado! —añadió, con una sonrisa. Y entonces giró la cabeza hacia el portal—. ¡Ah! Míralos, ya vienen todos.

“No sabía que tuviesen tantos hermanos…”, pronuncié, dirigiéndome a Syu. El mono se encogió de hombros, como si el número no lo impresionase para nada.

Zoria y Zalén se alegraron muchísimo de verme y pasé con la familia el resto del día, escuchando las historias de todos sus miembros. En total, eran los padres y sus seis hijos. Los dos mayores, también dos gemelos, tenían unos dieciséis años y parecían los más normales de la familia, los dos menores se llevaban cuatro años, y uno, el de seis años, era el más parlanchín de todos. El padre de las gemelas me repitió varias veces: “Encantado de conocerte, Shaedra”. Y la madre, como dándose cuenta de que había estado contándole la vida a una extraña, empezó a hacerme preguntas varias delante de todos:

—¿Así que eres estudiante faunista también, eh? Y dime, ¿en qué trabajan tus padres?

Agrandé los ojos e hice una mueca pensativa.

—Oh, er… soy huérfana. Pero mis padres eran unos honrados comerciantes, según he oído.

—¡Oh! —soltó la madre, con un tono falso y abominablemente compasivo— Una huérfana. Pero alguien se ocupará de ti, ¿verdad? —dijo, con un gesto de la mano.

—Sí, er, tengo un tío —contesté con desparpajo.

—Ah, y ¿a qué se dedica tu tío, querida?

Ignorando su conmiseración evidente y las miradas sorprendidas de los demás, dije:

—Al negocio.

—¿Es un negociante? Como mi hermano, también era negociante, aunque de muy alto nivel… ¿así que un negociante, eh?

—Ajá, eso, un negociante.

—Y… ¿con qué negocia?

Enarqué las cejas, sorprendida.

—Oh… bueno, ¿con qué negocian los negociantes? —dije, con una sonrisa forzada—. Una pregunta interesante… Supongo que con un poco de todo, como suele decir mi tío: siempre es mejor negociar con varias cosas a la vez, así, si un producto tiene un bajón, siempre te queda algo.

Eso en realidad se lo había oído decir a Sain, lo repetía muchas veces, pero en realidad poco importaba quién lo hubiera dicho ya que de todas formas ya les estaba mintiendo.

—¡Muy listo, sí señor! —exclamó el padre, golpeándose la rodilla con una mano—. Leiri, por favor, ¿quieres pasarme ese pastelito?

La madre frunció el ceño viendo el pastel de chocolate y crema que señalaba el padre.

—Seguro que te has pasado comiendo en la merienda. Vas a engordar, te aviso, no creo que te convenga.

Y cogiendo el pastel, le pegó un mordisco delante de la mirada afligida de su marido. Antes de poder reprimirla, solté una gran carcajada ante esa mueca atónita y el esposo de Leiri dejó escapar un inmenso suspiro.

—¿Lo ves, Leiri? Me has hecho quedar mal delante de una amiga de nuestras hijas…

—Como si fuera mi culpa…

—Y luego me convertirás en el hazmerreír de todo el barrio…

—Y de toda la ciudad, ya que estás —replicó ella, acabando el pastel masticando a dos carrillos—. Oh, ¡venga, querido! Ya sabes que sólo pienso en tu salud.

—No estoy enfermo ni obeso ni nada de eso, ¿verdad, hijos?

Los dos hijos menores negaron con la cabeza y volvieron a lo suyo, los dos mayores levantaron los ojos al cielo, como si esa conversación les estuviese aburriendo profundamente, y Zoria y Zalén intercambiaron una mirada y empezaron a cuchichear entre ellas.

—Muy bien, ya veo que nadie me escucha en esta casa —dijo, y se giró hacia mí como para hacerme testigo de lo que iba a decir—. Mañana mismo subiré al Cerro, y lo haré todos los días. Si alguien quiere acompañarme que lo diga antes de que me acueste porque me despertaré muy pronto… a las seis… no, digamos a las siete de la mañana.

—El Cerro es muy empinado, no es bueno subir eso a ninguna edad —protestó Leiri.

A continuación empezó una conversación sobre las diferentes edades y las diferentes colinas de Dathrun. Al de un momento, Zoria y Zalén consiguieron liberarnos de ahí y salimos las tres al jardín, acompañadas por el mono que había tomado más limonada de lo aceptable y que por consiguiente no paró de quejarse de que la limonada aquélla era realmente asquerosa y mala.

“¿A quién se le habrá ocurrido beberse tanta limonada, entonces?”, le retruqué.

Syu se puso a refunfuñar. Entre él y Zoria y Zalén que no paraban de quejarse de lo frívola que era la vida en aquella casa, me dio la impresión de estar rodeada de descontentos. Zoria y Zalén, por primera vez desde que las conocía, se interesaron por mí y me preguntaron dónde me había instalado para las vacaciones. Parecieron decepcionadas cuando les contesté y Zoria confesó que esperaba poder invitarme a pasar unos días en su casa.

—Este lugar es un infierno —dijo, con toda naturalidad—. No nos dejan hacer lo que queremos. Tenemos que vestirnos con estos ropajes de niñas bien y luego tenemos que ir a las meriendas a hablar con niñas insoportables que no hacen más que hablar de muñecas, ¡a los trece años! Y hablan de chicos y de enamorarse y esas bobadas que a nosotras nos aburren infinitamente.

—Comprenderás que en esas meriendas no encontramos ni a una persona decente con la que hablar —añadió Zalén.

—Debe de ser terrible —solté con tono serio, reprimiendo una sonrisa.

—¡Y lo es! Y lo peor son las presentaciones. Los padres nos presentan a sus hijos, como si tuviésemos que ser amigos sólo porque nuestros padres lo son, ¡es absurdo!

—No digo lo contrario —contesté.

—Y hay que saberse los nombres de memoria, a qué círculo pertenecen y disparates del estilo, ¿cómo diablos quieres que no lo olvide todo?

—Lo apuntamos todo en un papel —asintió Zoria.

—Ah, para no quedar mal, claro —dije.

—Te estás burlando de nosotras —soltó de pronto Zalén.

—No, qué va —repliqué, con una gran sonrisa—. ¿Por qué me burlaría de dos gentiles damillas como vosotras? Sinceramente apenas puedo imaginarme que podáis estar soportando todo esto —y me eché a reír a grandes carcajadas.

Zoria y Zalén intercambiaron una rápida ojeada y se abalanzaron hacia mí con gritos de guerra. Redoblé la risa al caerme pero cuando me di cuenta de que me había caído en medio de un macizo de flores, me levanté enseguida, horrorizada.

—¡Por todos los dioses! —exclamé—. Vuestra madre me va a matar, me dijo que estas flores eran especiales, que le traía una vuestro padre cada día pidiéndole que se casara con ella, y ahora lo he destrozado… —Solté un grito de pronto, al oír un zumbido de abeja a mi oreja y me aparté haciendo un bote impresionante hacia la derecha.

Enseguida empecé a oír las risas socarronas de Zoria y Zalén que, sentadas donde habían caído, se burlaban de mí descaradamente.

—En fin —dije con filosofía, girándome hacia Syu, el cual se había sentado tranquilamente sobre la rama de un arbusto—. Creo que va siendo hora de despedirme de la buena sociedad. El sol ya está muy bajo en el horizonte.

—Oh —se quejaron las gemelas, poniéndose de pie—. ¿Seguro que no quieres quedarte un poco más? Nos lo estábamos pasando en grande.

Negué con la cabeza.

—Creo que no les dije que iba a visitaros así que empezarán a preocuparse.

—Podemos mandar a Lisi y avisarles —dijo Zalén.

—¿Has visto? Se pasa toda una tarde fuera y empiezan a preocuparse por dónde está horas después, ¡eso sí que es una vida! —exclamó Zoria, curiosamente maravillada.

Puse los ojos en blanco.

—No tengo la impresión de que os privéis mucho de vuestra libertad, hasta apostaría a que tenéis algún truco para marcharos sin que se entere nadie en la casa.

Zoria y Zalén me miraron, sorprendidas.

—Bueno… ¿y adónde íbamos a ir? El lugar más interesante de Dathrun es la academia, y está cerrada.

Así que no conocían el pasadizo que desembocaba debajo del puente, pensé. Por una vez sabía algo sobre la academia que ellas no sabían. Eso era todo un puntazo.

—A menos que encontréis un modo de entrar que no sea por la puerta grande —les dije misteriosamente.

Las gemelas tomaron enseguida ese tono de conspiración que les caracterizaba, intercambiaron una mirada elocuente y se giraron hacia mí al unísono.

—¿Conoces otro camino? —preguntó Zoria.

Les sonreí de oreja a oreja como solía hacer Syu.

—Conozco otro camino —asentí.

—Y que no sea por mar, claro —dijo Zalén, burlona.

—Os aseguro que no es por mar —les prometí.

* * *

Dos días más tarde, me sorprendí al despertarme y encontrarme con que Laygra y Deria ya se habían levantado. Miré hacia la ventana y vi que no era precisamente temprano. Me senté sobre la cama, bostecé, me desperecé un poco y reflexioné unos instantes. Aquel día era el tercer Lubas del mes Amargura, y por la ventana se veían ya a los árboles perder sus primeras hojas. El otoño se abría paso poco a poco en el último mes del verano. Sin embargo, aquel día hacía un calor asfixiante y soplaba un viento violento, seco y abrasador.

Vestida tan sólo con un camisón blanco que me había dado Laygra porque a ella le iba demasiado pequeño, me levanté, abrí la puerta entornada y eché un vistazo al corto pasillo. La puerta del cuarto de Dol, Aryes y Murri estaba abierta de par en par, y las camas estaban vacías. Parecía que ninguno había considerado oportuno despertarme.

Bajé las escaleras y vi que alguien había pensado en mí al dejarme una manzana, queso y pan debajo de un trapo para protegerlos de las moscas. Me senté y empecé a comer, disfrutando de la tranquilidad de la mañana. Se oían, de cuando en cuando, unos gritos lejanos que provenían del Puerto y de la playa. Por la ventana de la planta baja, se podía divisar un grupo de niños harapientos corriendo por la arena.

Al de un momento, levanté la cabeza.

“¿Syu? ¿Estás ahí? Te he oído.”

“Me has sentido”, me corrigió él. Y apareció de pronto sobre el borde de la ventana, con un palo entre los dientes blancos.

Tragué mi último cacho de manzana y ladeé la cabeza.

“¿Qué haces con ese palo?”

“No es un palo, lo vendían en el mercado.”

“Has robado otra vez”, gruñí. “¿Cuántas veces te he dicho que no es educado?”

Abrí la ventana y el mono gawalt se deslizó en el interior de la casa, así como una ráfaga de calor. Cerré los batientes de inmediato.

—Diablos, ¡cuánto calor! —mascullé.

“¿No quedan plátanos?”, preguntó Syu.

—Aryes se comió el último ayer. Ambos compartís una misma afición por los plátanos. Oye, Syu, ¿adónde se han ido los demás?

“Todos se han ido, no sé adónde. Ah, sí, a Dol le he visto en el mercado, y Srakhi ha entrado en el mismo sitio donde lo vi por primera vez.”

“¿Ha entrado en Las tres sirenas? Será say-guetrán, pero también buen bebedor”, solté. “¿Y mis hermanos? ¿Y Aryes?”

“Aryes y Deria han ido a…” El mono frunció el ceño, como intentando recordar la palabra. “¡Galerías! Creo que dijeron eso. También me dijeron que te avisara.”

Las Galerías era un túnel comercial subterráneo idílico para días calurosos como aquél. Volví a subir a mi cuarto y, apartando de un gesto de mano los pantalones gruesos que solía llevar, me decidí por ponerme la falda azul y blanca y la camisa de tonos claros, que eran de tela más fina. Cuando volví a bajar, encontré a Syu jugando con las pertenencias de Srakhi.

—¡Syu! —siseé, con un tono de aviso.

“Oh, venga, no soy ningún fisgón, pero me parecía que olía a algo raro, y de hecho, mira.”

Le lancé una ojeada acusadora pero me acerqué con curiosidad, mientras sacaba el mono una caja de madera circular con un diámetro de un palmo.

“Huele.”

Me incliné y fruncí la nariz.

“Esto debe de ser alguna planta extraña.”

Syu intentó abrirla a la fuerza y se la quité de las manos, fulminándolo con la mirada.

“Además de estar fisgando, ¿no le irás a romper sus cosas?” Examiné la caja con sus filigranas finamente elaboradas y entonces tomé una brusca inspiración. “Vuélvelo a meter y no se hable más de esto.”

“Qué poca curiosidad”, gruñó el mono, tomando la caja redonda y metiéndola en la bolsa. “Algo olía a mi tierra. Quiero decir que olía a mi familia de antes.”

Me quedé mirándolo un rato, anonadada.

“Vayamos a reunirnos con Aryes y Deria”, dije.

Pero al acercarme a la puerta de salida, oí un ruido sordo. Venía de la habitación de Lénisu. ¡Lénisu! ¿Acaso estaba aún durmiendo? Me acerqué a la puerta con toda discreción, giré la manilla y asomé la cabeza. Ahí, tendido en la cama, boca arriba, estaba Lénisu Háreldin roncando y mascullando palabras.

—Vino rojo —decía, y soltó una risa sarcástica—. Malditos… Infierno… —añadió poco después.

Al borde de la cama, intercambié una mirada con Syu. Era mejor dejarlo descansar, decidí. Salimos de la casa y tuve la impresión de entrar en una fragua.

—¿Cómo pueden estar jugando esos niños con el calor que hace? —dije, asfixiada, mientras avanzaba por el camino de la playa. En la arena, toda una parva de niños menores de diez años iban corriendo con sombreros de paja o pañuelos en la cabeza, chillando en un griterío confuso.

En el camino hacia las Galerías nos encontramos con pocos signos de vida: un gato enorme bufando a un perro sarnoso, un viejo con ancho y usado sombrero entrando en una taberna apoyándose sobre una cachava, y algún que otro cargamento de pescado que iría a parar en cajas llenas de sal. El viento soplaba a grandes ráfagas por las calles polvorientas del Puerto.

Cuando llegué a la calle principal, sin embargo, había más animación. Se habían levantado toldos bien sujetos en los bordes de la calle y las tabernas estaban a rebosar de gente. Me metí debajo de uno de los toldos, aturdida por el calor, y bajé las anchas escaleras de piedra que conducían a los subterráneos de la ciudad. En realidad, las Galerías se resumían a tres grandes pasillos subterráneos en forma de H, que reunían las tiendas unas con otras. Ahí abajo, los túneles estaban iluminados por largas tiras de ercaritas incrustadas en el techo que brillaban día y noche. Las ercaritas eran caras porque en su mayoría se importaban de los Subterráneos y eran pocos los comerciantes que se embarcaban en tan largos viajes.

En las Galerías, corría un aire fresco y vigorizante que había atraído a todo tipo de gente de Dathrun. Las damas se paseaban con sus sombrillas, como si el sol pudiese perforar los metros de tierra que las separaban de la superficie, y mareaban el abanico mirando a su alrededor, con aire aburrido, melancólico o seductor. Muchos señores, de camisa blanca con el cuello desabrochado, llevaban altos sombreros y zapatos de hebilla baja y hasta algunos tenían monóculos.

Me abstraje de todas estas gentes y empecé a buscar a Aryes y Deria, diciéndome que sería realmente un milagro si los veía en un lugar tan poblado. Por una vez, Syu no se apartó de mí y, encaramado sobre mi hombro, entornaba los ojos como si tanto alboroto lo aturdiese demasiado.

“Dime si los ves”, le solté. Percibí el asentimiento de Syu, y me pregunté si tanto jaipú alrededor nuestro no afectaba nuestra comunicación. Apenas conocía la energía del kershí así que sólo me permití aceptar mi suposición como posible.

Estuvimos recorriendo los tres pasillos y cuando ya empezaba a dolerme la cabeza de respirar tanto olor a perfumes y a sudor, Syu me estiró una trenza.

—¡Au! —me quejé.

Noté que señalaba con el dedo hacia una dirección. Noté entonces que había intentado decírmelo por vía mental pero que yo no lo había oído. Con todo aquel alboroto, me resultaba difícil concentrarme. Me giré hacia la dirección que había señalado Syu. Sentada sobre una silla de paja, con un barril delante, vi a Deria con una baraja de cartas en una mano, y con, en la cabeza, un sombrero verdoso, grande y puntiagudo que solían ponerse los ilusionistas y otros artistas, tal vez en memoria de los Diez Druidas de la Justicia Divina de los que había oído yo muchas historias, casi todas de boca de Sain. Me eché a reír al ver que Deria no había renunciado a los malabares, y me dirigí hacia donde la drayta estaba haciendo juegos de habilidad delante de un pequeño público.

—¿Quién ha visto el Gato Gris en estas cartas? —decía Deria en nailtés, con tono de experta, paseando con rapidez unas cuantas cartas delante de los ojos de sus espectadores. Contestaron algunos y Deria volvió a posar las cartas y volvió a coger otras diez, repitiendo el proceso, esta vez con el Lagarto Rojo—. ¿Y en estas?

—¡Yo! —dijo un hombre ya bastante viejo y raquítico que olía a pescado y llevaba una pipa apagada en la boca.

Deria reunió las veinte cartas, las barajó y continuó con el juego, pero en ese momento mi mirada se giró hacia un joven de ojos azules y piel azul muy pálida que observaba el espectáculo medio divertido medio nervioso. Sonreí, me acerqué a él con sigilo y le tapé los ojos.

—Bú —le dije.

Aryes se dio la vuelta, sobresaltado y al verme dio un suspiro aliviado.

—¡Shaedra! Ya pensábamos que no te despertarías.

En ese momento dos manos me taparon los ojos y solté un gruñido.

—Syu, eso sólo funciona cuando no te han visto, luego no tiene gracia.

El mono se encogió de hombros con una mueca maliciosa y se reunió con Deria para atormentar más a los espectadores.

—¿Por qué me habéis dejado dormir hasta tan tarde?

—Bueno, sabíamos que esta noche tuviste una lección con Daelgar así que pensamos que sería mejor que recuperases, por una vez.

—Mm. Aryes… ¿de dónde ha sacado Deria esa baraja y esos dados?

—De Murri.

—¿Y el barril y la silla?

—Oh, nos los ha prestado uno de la taberna —dijo, señalando las cristaleras junto adonde estaba sentada Deria—. Sinceramente, creo que el propietario no se puede quejar. Atrae a clientes y les da sed.

—¿Dónde está el Gato Gris? —preguntaba Deria.

En ese momento alguien soltó animadamente:

—¡Apuesto cinco décimos a que está ahí!

—¿Apuestan… dinero? —articulé, interesándome otra vez por el juego.

—Bueno, si no sólo tendría a niños alrededor de ella. Y los adultos, cuando se trata de juegos, necesitan apostar.

—Vaya. Me recuerda un poco al Ciervo alado —dije al de un momento—. Aunque las apuestas solían ser más altas. Taetheruilín el Herrero siempre acababa perdiendo —recordé con una sonrisa.

—¿De veras? —dijo Aryes. Noté un cambio en su tono y me giré hacia él.

—Quieres volver a casa, ¿verdad?

Aryes puso cara de sorpresa e hizo una mueca.

—Sentémonos.

Me cogió del brazo y nos fuimos a sentar en unas sillas contra la cristalera del restaurante. Mirando hacia donde estaba Deria, advertí que ya había amasado un pequeño montoncito respetable de monedas.

—¿Por qué lo hiciste? —pregunté entonces.

No necesité explicitar más mi pregunta, Aryes sabía perfectamente a qué me refería.

—Aquel día —empezó, pensativo—, aquel día crucé el monolito sin pensarlo mucho. Seguí mi instinto. Necesitaba novedades y no quería perder la ocasión de mi vida. Nunca pensé que dejaría a mi familia para tanto tiempo.

—Lo siento.

Me miró con cara sorprendida.

—¿Lo sientes? —repitió, sin entenderlo—. Tú no tienes la culpa de nada.

Permanecimos un momento en silencio y al cabo dije:

—En cuanto sepamos dónde están Aleria y Akín, iremos a buscarlos. Si resulta que… no los encontramos fácilmente, iremos a Ató. Jamás debí pedirle a Dol que nos acompañase, era una locura, lo puse en peligro por no pensar suficiente. Y tú… volverás a Ató también.

—Pero tú no piensas quedarte ahí —se dio cuenta Aryes.

Lo miré a los ojos y negué con la cabeza.

—No puedo abandonar a Aleria y a Akín.

Aryes soltó una risa breve y sacudió la cabeza, con los ojos sonrientes.

—Yo tampoco.

Me quedé boquiabierta y luego sonreí ampliamente.

—¿Sabes? Lamento no haber querido conocerte más, antes. Pensaba que eras diferente.

Aryes hizo una mueca pero no tuvo tiempo de contestar porque Deria acababa de soltar un grito.

Nos giramos bruscamente y vimos que un agente de policía se la quería llevar.

—¡Aryes!, ¡Aryes! —gritaba Deria.

—Válgame el cielo —murmuré.

Echamos a correr hacia donde estaba el guardia. Los espectadores, lejos de dispersarse, protestaban contra las maneras groseras del guardia.

—¡Déjala que juegue!

—¡Tendré ciento treinta y tres años pero no permitiré que se trate así a una niña! —apoyaba el viejo pescador.

—¡Llévesela, se ha llevado veinte décimos míos haciendo trampas, seguro! —decía un joven con cara de antipático.

—¡Caballeros, por favor! —decía el cortés policía—. No tiene derecho una niña a ganar su vida de esta manera tan infame. Hay que avisar a los padres.

—¿No se la llevará al cuartel? —preguntó una buena mujer.

—¿Dónde están tus padres, pequeña? —preguntó otra voz.

Deria gritó algo que no entendí pero por el tono tenía toda la pinta de ser un insulto. Pero por lo visto no chocó mucho al amasijo que se concentraba alrededor del guardia y de la drayta.

—Por favor, déjenme pasar —dije en nailtés, intentando abrirme un camino entre la gente.

—Es inútil —dijo Aryes, gruñendo junto a mí—. Esta gente es como un muro.

—¡Aryes! —gritaba Deria, del otro lado.

—¡Déjenme pasar! —grité—. ¡Deria!

—¡Shaedra!

De pronto, como si se hubiese abierto un boquete en una pared, la gente se apartó ligeramente, girándose hacia atrás y me metí en la brecha. Oí la protesta de Aryes detrás de mí.

—¡No se preocupen, damas y caballeros, circulen por favor! —gritaba el guardia. La concentración de gente empezó a disiparse rápidamente. El juego había terminado.

—Shaedra, no tiene derecho a llevarme al cuartel, ¿verdad? —preguntó Deria, por lo bajo. Su rostro oscuro tenía una expresión aprensiva.

Le sonreí.

—Qué va.

—¿Dónde está Aryes?

Eché un vistazo hacia atrás pero no lo vi por ninguna parte. Inquieta, tuve sin embargo que prestar atención a lo que se nos puso a preguntar el guardia y traté de contestarle con toda la diplomacia posible.

—Era un juego —dijo Deria, con los labios apretados, como si estuviese a punto de llorar. Apoyé a Deria con argumentos, diciendo mucho pero sin convencerlo, por eso me sorprendí cuando oí su dictamen:

—Bah, pero no vayáis a aficionaros a las apuestas —el policía, con una mueca, miraba hacia otro lado, como si quisiese pasar a otra cosa más interesante—. Está bien, volved a casa rápido y no volváis a provocar barullo.

“Siempre te metes en líos cuando me alejo”, dijo de pronto la voz de Syu, mientras se acercaba rascándose la cabeza con una mano.

Apenas acababa de irse el guardia cuando apareció Aryes seguido de Dolgy Vranc. Al verlos acercarse precipitadamente, noté que más de una persona se giraba hacia el semi-orco con los ojos entornados, como preguntándose si aquella cara era real o simplemente una graciosa máscara.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde se ha metido el guardia? —preguntó Aryes, con la respiración entrecortada.

Entendí de inmediato su propósito al traer a Dolgy Vranc, porque aunque el semi-orco no era de esas personas que atraían la confianza de la gente, era adulto y por consiguiente habría podido evitar que se llevaran a Deria a la comisaría por un simple juego sin importancia. Les expliqué lo ocurrido y Dolgy Vranc resopló.

—Deria, deberías dedicarte a cosas más productivas que a las cartas.

La drayta hizo una mueca testaruda.

—No fallé ni una sola vez. Siempre sabía dónde estaba la carta que buscaba —dijo, orgullosa.

—Aj, venga, venid conmigo, os enseñaré a hacer juguetes, ya que no sabéis entreteneros sin montar follones.

Agrandé los ojos, atónita.

—¿Nos vas a enseñar a fabricar atrapa-colores y alfombritas que vuelan y lámparas que silban? —pregunté, sin poder creérmelo.

—Ajá.

—Uau —dejé escapar en un resoplido, animadísima.