Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 2: El Relámpago de la Rabia

19 Luz tenue

Cuando volví a la enfermería, estaba cubierta de telarañas y me dirigí a la fuente discretamente para lavarme el pelo y quitarme la mayor parte del polvo que había acumulado mi túnica verde que ahora parecía más un trapo sucio y verde que una túnica. Con un suspiro, me la quité, hice una bola con ella y la agarré a mi cinturón.

—Voy a la lavandería, Syu. Hasta luego.

Syu desapareció entre los árboles y yo me dirigí hacia la salida de la enfermería. En la entrada, me encontré con Jirio, quien entraba con un paso vacilante. Otra vez parecía haber abusado de las energías.

—Hola Jirio, ¿otra vez en la enfermería? —le solté, divertida.

—¿Mm? Ah, hola, Shaedra. No es nada, creo que me han soltado un sortilegio de desorientación.

Agrandé los ojos. ¿Le habían soltado? ¿Pero quiénes? Jirio vacilaba y zigzagueaba, entrando y saliendo de la enfermería, sin saber adónde ir. No era el momento de preguntarle nada. Le tomé por el brazo y lo conduje amablemente hacia adentro.

—Será mejor que te quedes un rato en la enfermería, a ver si se te arregla —le dije. Tuve la impresión que asentía—. Pero dime, ¿quiénes te echaron el sortilegio? Quizá pueda ayudarte.

Jirio no contestó. Estaba realmente aturdido. Intenté encontrar a alguna enfermera entre las tiendas y acabé por toparme con una que dijo que estaba muy ocupada y que lo mejor era que lo sentase en algún sitio, que ya se recuperaría con el tiempo. Gruñendo interiormente, seguí mi camino y finalmente me encontré con una enfermera muy vieja que se encargó de Jirio ofreciéndole un vaso de agua y dándole palmaditas en la espalda. Al cabo, me dijo:

—No te preocupes, jovencita, de esta se recupera en menos de una hora. ¿Estaba en clase cuando le ha ocurrido? —Puse cara de que no tenía ni idea—. Bueno, no hace falta que te quedes ahí. No le va a pasar nada.

—Muchas gracias, señora. Que tenga un buen día.

Salí de la enfermería y me dirigí a la lavandería. Ahí limpié mi túnica, la froté enérgicamente, la escurrí y me la llevé al dormitorio donde tuve que improvisar poniendo una cuerda para colgarla. Hecho esto, me puse la otra túnica faunista que tenía y me dirigí a la Sala Erizal en busca de Murri y Laygra, pero no los vi por ningún sitio así que volví a la Sala Derretida, me serví un gran plato de lentejas y me senté en una mesa junto a las ventanas por donde entraba más el sol. Se había levantado el viento y por el oeste se acercaban nubes cargadas de lluvia. Pese a lo que había dicho el gnomo aquel, Neyl Dosin, todo parecía apuntar a que el Ciclo sería muy lluvioso.

Después de dejar el plato de lentejas bien limpio y vacío, me quedé con hambre pero se suponía que cada alumno sólo tenía derecho a servirse una vez. Resoplé interiormente, pensando que la cantidad de dinero que pagaba para mi inscripción podía pagarme de sobra comida para un par de años.

Paseé la mirada por la sala. La mayoría estaban sentados en las mesas, comiendo y charlando ruidosamente. Durante los primeros días, me había fijado en que más o menos la mitad de la academia prefería hablar nailtés que abrianés. En las comunidades de Éshingra, la mayoría sabían nailtés, abrianés y naidrasio, especialmente en los pueblos de la costa, donde se mezclaban marineros y mercaderes de todas las regiones de la Tierra Baya. Sin embargo, las clases de la academia se impartían en abrianés, seguramente porque el abrianés se consideraba una lengua culta y noble mientras que el nailtés era más bien calificado de idioma bárbaro en las zonas costeñas. No era que no supiese hablar nailtés, pero tenía infinitamente menos soltura y en ciertas ocasiones expresarse de manera incorrecta podía causar catástrofes. Y a mí me venía estupendamente.

Saqué mis horarios del bolsillo y empecé a consultarlos. Esa tarde tenía mi primera clase. Endarsía. Fruncí el ceño. Áynorin había insistido bastante sobre esa rama especialista y de teoría sabía mucho pero la práctica nunca se me había dado bien, sobre todo el arte de la curación. Bien. Acababa a las cinco y luego empezaba a las ocho de la mañana en Ventisca con clase de Historia. Sobrevolando los horarios del mes siguiente, me di cuenta de que cambiaban todo el tiempo y que más me valía estar atenta si no quería saltarme ninguna clase.

Volví a centrarme en el presente y miré el número del aula a la que tendría que llegar dentro de una hora. Tenía tiempo de sobra, pero decidí preocuparme de inmediato en encontrar el número 26C. Tenía que ser en otro edificio.

Me levanté y salí de la sala para dirigirme hasta el plano de la academia. Me quedé ahí un buen rato examinando los números de las aulas pero no llegué a encontrar el edificio C, y eso que no tenía que ser muy difícil porque había visto el A, el B, el D y el E. Además, estaba segura de que ya había pasado por ahí durante mis exploraciones.

—¡Shaedra! —me llamó Laygra al acercarse—. Te estaba buscando. Quería avisarte de que esta tarde vamos al Termondillo, y vendrás con nosotros, así te enseñaremos Dathrun, ¿qué te parece?

Parecía alterada, como si estuviese ocultándome algo que no se atrevía a decirme donde estábamos. Fruncí el ceño aunque no podía negar que la idea de salir de la academia me atraía bastante.

—Estupendo. Entonces, ¿vamos con los amigos de Murri?

Laygra hizo una mueca y asintió.

—Y vendrán también Rowsin y Azmeth, unos amigos míos.

Sonreí y admití:

—Espero no perderme en camino, en mi vida he estado en una ciudad tan grande.

Laygra rió, divertida.

—Ombay es más grande. Cuando fuimos hacia el sur, Murri y yo pasamos por ahí. Jamás habría pensado que podía existir tanta gente en un mismo sitio. Bueno, ¿nos encontramos en la entrada hacia las cinco? ¿Acabas a esa hora, no?

Me sorprendí que se supiese mis horarios mejor que yo. Sólo después de despedirme de ella se me ocurrió que hubiera podido preguntarle a ver dónde estaba el edificio~C. De ahí la hora tonta que pasé a continuación buscando el aula 26C. Me crucé la Galería de Oro tres veces, me perdí en un sitio perdido por donde no pasaba nadie, y hasta encontré otra de las aberturas que esta mañana había descubierto, o al menos tenía la misma forma, pero cuando me acuclillé para echar un vistazo sólo vi un agujero no muy profundo tapado en el fondo con una piedra gorda. Hasta pregunté a varios estudiantes que se rieron y se fueron sin contestarme. No hace falta decir que estaba echando humos cuando finalmente, pasando por un pasillo del edificio~E, me encontré casualmente con Jirio, quien estaba arrodillado en el suelo recogiendo varios libros y lápices que se le habían caído de su macuto. Fue entonces cuando me di cuenta de que me había olvidado totalmente de llevar las hojas para escribir que me había pasado Murri. Bah, de todas formas sólo me quedaban ya unos minutos para llegar a tiempo a clase y aún no había encontrado el maldito edificio~C.

—¿Necesitas ayuda? —le pregunté a Jirio.

El joven ternian se asustó y sentí que estuvo a punto de echar un sortilegio que bien hubiera podido electrocutarnos a los dos, pero cuando me reconoció, sonrió, molesto y se serenó.

—Perdón, me he asustado. Se me ha roto el saco, no es nada grave.

—Ya —solté ayudándole sin embargo a recoger las últimas hojas esparcidas por el suelo—. Ya veo que te has recuperado de lo de esta mañana.

Jirio frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno… cuando has entrado en la enfermería Azul, estabas muy aturdido —lo observé unos segundos, inquieta—. ¿No te acuerdas de lo que ha pasado esta mañana? Me dijiste que te habían atacado.

—¿Dije eso? —replicó Jirio, levantándose y llevando su saco con las dos manos para que no se le cayese nada—. Bueno, son cosas que pasan. Tengo clase ahora, nos vemos.

Lo observé alejarse, atónita por su actitud.

—¡Espera! —le llamé—. ¿Por casualidad no sabrás dónde está el aula 26C? Tengo clase de endarsía ahí y llevo una hora buscándola.

Jirio se detuvo y pareció haber superado una prueba cuando se giró hacia mí y sonrió alegremente.

—¿Has dicho el edificio~C? El edificio~C no existe desde hace más de treinta años.

Tragué saliva, de pronto sintiéndome estúpida. Así que se habían reído todos cuando les había preguntado por el edificio~C. Algunos habrían pensado hasta que les estaba tomando el pelo. Vaya. Volví a sacar mis horarios y asentí.

—Aquí pone 26C —le dije, acercándome a él y enseñándoselo.

Jirio agitó la cabeza.

—Yo tengo clase de endarsía ahora mismo, en la sala 26E. Quizá sea la misma.

Solté un ruido de desesperación y le conté mis desgracias durante el corto trayecto que nos separaba del aula 26E. Jirio no mostró muchos escrúpulos y se rió, aunque luego confesó que él también había tenido muchos problemas al principio para orientarse en ese laberinto de pasillos.

Una vez llegados delante del aula, me encontré con Steyra que me prometió impedir que me volviese a perder tan tontamente. Cuando le pregunté dónde estaban las gemelas, la enana adoptó una expresión extraña.

—Se supone que deberían estar aquí, pero no vienen siempre.

Por cómo lo dijo, no me cupo duda de que sabía más de lo que decía, sin embargo no tenía ninguna intención de averiguar qué secretos tenían Zoria y Zalén: ya tenía bastantes preocupaciones y no tenía ningún deseo de añadir más.

Enseguida me di cuenta de que los que estaban más cerca nos habían visto llegar a Jirio y a mí con curiosidad. Esa misma tarde aprendí hasta hartarme cuáles eran las opiniones que tenía la gente sobre Jirio. Según lo que oí, Jirio tenía fama de ser alguien extraño y poco sociable, una persona poco seria en los deberes y sin embargo siempre traficando con máquinas y electricidad. Era hijo de una familia muy rica y, según una tal Yensria Kapentoth que no paró de hablarme durante buena parte de la clase de endarsía, descendía directamente de los antiguos reyes de Éshingra.

—Los reyes locos, ya sabes —me dijo mientras yo trataba de escuchar un poco lo que decía el profesor.

Cuando había entrado en el aula, Steyra me había guiado hasta la cuarta fila, donde Yensria, seguida de todo un grupillo, se había sentado, obligando a Jirio a sentarse en la fila quinta. Después de todas las críticas que me soltó Yensria sobre el ternian, empecé a preguntarme si no lo habían hecho queriendo.

Cuando todos los alumnos entraron, me sorprendí de que hubiese tanta gente. Éramos al menos sesenta alumnos. Claro que en algún sitio tenía que estudiar toda esa muchedumbre de estudiantes que me cruzaba en los pasillos.

El profesor Zeerath apareció poco después abriendo una puerta en el fondo del anfiteatro. Según Steyra, Zeerath daba las clases demasiado rápido y lo pude comprobar aquella tarde, durante las tres horas de endarsía. De hecho, parecía hablar sin hacer pausas y sin prestar atención a sus alumnos, lo que me sorprendió bastante considerando que había sido el más simpático del consejo a la hora de hacerme sus tres preguntas. Bueno, no era que diese mal la clase, pero desde luego una buena parte de sus alumnos tenían pinta de desinteresarse totalmente por lo que decía.

Como no tenía ningún soporte para escribir, Steyra me prestó con amabilidad un papel y un lápiz y tomé algunos apuntes, imitando a los demás, aunque realmente no estaba muy habituada a hacerlo. Generalmente, en Ató, Áynorin nos daba deberes, íbamos a la biblioteca, consultábamos libros, y luego devolvíamos nuestros trabajos. Tomar apuntes de las palabras precipitadas de un profesor me parecía realmente ineficaz y, finalmente, saturada por el flujo de palabras de Yensria y por las explicaciones infinitas del profesor Zeerath, dejé el lápiz a un lado y me dispuse a escuchar y meditar.

Aquel día, el profesor Zeerath daba una lección sobre cómo había que entender la relación entre los músculos, el jaipú y los sortilegios de curación. También habló de los tendones e hizo una analogía con algo que tenía que ver con la metalurgia que yo no entendí muy bien. Al de un rato, Yensria se había girado hacia su vecino de la izquierda para meterle otro rollo y me dejó al fin tranquila con mis pensamientos. Poco después, me fijé en que Steyra miraba al profesor Zeerath con unos ojos fijos y al principio creí que era la única en interesarse tanto por la clase, pero cuando el profesor Zeerath atravesó el aula para abrir una ventana, los ojos de Steyra seguían fijándose en el mismo punto. Me fue difícil contener la risa.

—El problema consiste —decía el profesor Zeerath, abriendo la ventana— en desatar la cantidad de energía exacta. Uno de los mayores problemas de los curanderos es evaluar con exactitud las necesidades de los pacientes. La teoría es fácil, pero la práctica requiere muchos años de experiencia. Veamos un poco la fórmula de Jalper y comparémosla con la de Sunbac. Veréis que la fórmula de Jalper es más precisa que la de Sunbac para la modulación de los músculos esqueléticos pero que le falta precisión para los músculos lisos y cardíacos.

Mientras hablaba, se puso a escribir en la pizarra una fórmula complicada que recopié en mi papel con minuciosidad, casi boquiabierta de lo pomposa y complicada que era. Zeerath, al girarse hacia nosotros, sonrió anchamente.

—Quiero que me aprendáis bien esta fórmula porque me temo que estamos acabando las tres horas que teníamos y no nos volvemos a ver hasta dentro de dos semanas, así que he preparado una lista de deberes para vosotros para que paséis unas buenas vacaciones.

La gente gruñó, aparentemente no muy contenta. Cuando salimos de clase, tenía todo el papel lleno de garabatos pequeños que aun parecían más desordenados que el caos de la pizarra del profesor Zeerath.

Cuando le dije a Steyra que iba a visitar Dathrun, se me ocurrió proponerle que me acompañase.

—¿Qué te parece? —le pregunté.

La enana puso cara como meditativa pero asintió casi enseguida.

—Me vendrá bien cambiar un poco de aire. Hace más de un mes que no he salido de la academia, ¿puedes creerlo?

Le acompañé hasta nuestro dormitorio, donde yo guardé mi papel garabateado y Steyra posó algunos de sus libros, nos quitamos la túnica verde y nos dirigimos hacia la salida de la academia vestidas normalmente. En el camino estuvimos hablando sobre los distintos profesores de la academia y sus respectivas asignaturas y Steyra me enseñó que la mayoría de los profesores eran extranjeros.

—El profesor Zeerath, por ejemplo, viene de Mirleria —me contó—, y el profesor Erkaloth viene de Dumblor, de los Subterráneos.

—¿De los Subterráneos? —repetí, boquiabierta—. Creía que había muy malas relaciones con las ciudades del Subterráneo.

Steyra se encogió de hombros y sonrió con misterio.

—Son malas en general, pero Dumblor tiene una escuela muy célebre, el Conservatorio de los Kireins, ¿nunca has oído hablar de él?

Fruncí el ceño y al cabo asentí.

—Creo que sí. De ahí salió Mélensar, el nigromante ése tan famoso… ¿verdad?

Steyra hizo una mueca pero asintió.

—Sí. De ahí salió. Y yo estudié un año ahí.

Palidecí y la miré de hito en hito.

—Oh —dije entonces.

La enana sonrió, como riéndose de mí.

—En Dumblor no hay esqueletos —me aseguró—. La gente de aquí piensa que por las calles se van paseando trolls, asesinos, esqueletos y nigromantes. Pero —rió— son sólo leyendas urbanas.

Enarqué una ceja temblorosa.

—¿De veras?

—Pues claro. Dumblor es una ciudad de saijits normales. La fundaron los enanos. Y puedes estar segura de que si hay un nigromante que se acerca a ella, ya puede tener una buena razón o un buen cargamento de mercancías porque, si no, lo mandan a hacer gárgaras. Y bueno, el profesor Erkaloth se quedó dos años en Dumblor como profesor, y eso que algunos dicen que tiene prácticas nigrománticas. La ciudad es bastante tolerante. Yo viví ahí durante toda mi infancia… pero, por favor, no lo vayas cantando por ahí… comprenderás que es difícil que la gente se deshaga de los prejuicios de siempre.

—Entiendo —dije con lentitud—, pero, entonces, ¿por qué estás en esta academia si podías quedarte en el Conservatorio de los Kireins?

Steyra se mordió el labio y suspiró.

—Hay cosas que ni yo misma puedo entender. Pero la verdad es que me gusta la Superficie —añadió, sonriente—. El sol es más caliente que las piedras de luna y los cristales naturales, y reconozco que el aire es más puro.

A partir de ahí, cambiamos de tema. Estábamos a punto de llegar a la entrada principal cuando Jirio apareció de pronto por un pasillo tropezándose casi con nosotras.

—Oh, perdón —dijo, pasándose la mano por el cabello, con aire azorado—, ¿puedo… puedo hablarte un momento Shaedra?

Advertí que Steyra ponía los ojos en blanco. Oí la voz de Murri en la entrada principal y me dije que no estaba bien que la gente estuviese esperándome más tiempo.

—Por supuesto, Jirio, pero si no te molesta, vamos para allá, voy a ir a visitar Dathrun por primera vez.

—Por segunda vez —me dijo.

—¿Cómo?

—Digo que por segunda vez. De alguna manera has tenido que entrar —replicó, sonriendo.

—Oh —solté—. Claro.

Cuando entramos en la sala, vi a Murri con los tres amigos que me había presentado el día anterior en la playa. Con sorpresa, me di cuenta de que me acordaba de sus nombres: Yerbik era el humano de pelo negro, Sothrus el ternian anormalmente alto, y el tercero era Iharath, un semi-elfo pelirrojo más pequeño que Murri y con los ojos tan violetas como los de Lénisu. También estaba Laygra, con Rowsin y Azmeth. Rowsin era una sibilia de pelo rosa y ojos azules, de unos dieciocho años, y Azmeth era un humano de cara bonachona, cuerpo fuerte y manos gruesas, y llevaba su pelo castaño oscuro bien peinado.

No parecían aburridos de esperar pero cuando nos vieron, Murri me dijo animadamente que pensaba que les había dejado plantados y después de que Laygra me presentase a Rowsin y Azmeth, les presenté a Steyra y a Jirio y nos pusimos en marcha. Me dio la impresión de cruzar un mercadillo en vez de un puente porque además de nuestro grupo entraba y salía gente de todo tipo y estaba todo muy transitado.

—¿Qué tenías que decirme, Jirio? —le dije, mientras andábamos.

Jirio se había quedado un poco atrás y tuve que esperarle para andar junto a él.

—Bueno… er… —Jirio miró hacia delante y palideció al ver que Steyra nos miraba.

—¿Sí? —lo animé, con paciencia, empezando a preguntarme si realmente tenía algo que decirme.

—Verás —dijo al fin bajando la voz—. Me he acordado de lo que ha pasado esta mañana y quería darte las gracias por haberme ayudado.

—Pero si yo no hice nada —contesté, sin entender—, cuando llegaste a la enfermería ya estabas desorientado.

—Sí, pero no me abandonaste ahí. Bueno… quería decir… vaya. El caso es que sé lo que te ha dicho sobre mí esa gente, Yensria y los demás… No les caigo bien únicamente por la historia de mi hermano —soltó, nervioso.

—No lo entiendo —confesé.

—Ya… bueno, el problema es que mi familia es muy rica.

Enarqué una ceja, divertida por la manera con la que Jirio empezaba su explicación.

—¿Eso es un problema? —repliqué.

—En sí, no es un problema —concedió él—, pero lo único que quiero decir es que la locura de mi hermano no significa nada. Yo estoy perfectamente bien de la cabeza —afirmó, mirándome con seriedad.

Cerré los ojos durante uno o dos segundos para no estallar de risa. Después de todo, Jirio se tomaba todo eso muy en serio. Inspiré hondo. Así que era eso. Jirio pensaba que lo miraban mal porque su hermano estaba loco. Quizá tuviera razón. Yensria me había insistido en que descendía de los reyes locos y que no estaba del todo cuerdo y sobre todo que era un tipo peligroso que te podía soltar una descarga sin quererlo: “Sólo las tontas hablarían con un chico así”, me había dicho la muy inteligente Yensria Kapentoth.

—Por supuesto —respondí al de un rato—. Sinceramente, nunca he creído que estuvieses más loco que muchos de este lugar. Mira, no hablemos más de esto y acompáñanos a Dathrun.

—Oh, yo no querría… tengo que coser mi saco y tengo que…

—Una verdadera lástima —solté con un suspiro teatral.

Mi falta de insistencia tuvo que sorprender a Jirio, quien sonrió a medias y puso los ojos en blanco. Unos minutos después, llegamos todos a Dathrun. Las calles junto a la playa eran anchas, pavimentadas y con bancos y farolas, pero vi que más allá, por donde caía el puerto, las casas eran más pequeñas y más pobres, con calles embarradas y pequeños jardines enlodados y llenos de trastos. Nosotros nos dirigimos hacia el interior, pasando por la avenida principal donde estaban todos los comercios y las tabernas.

Jirio nos estaba contando a Steyra y a mí cómo se había construido el puente Frío que acabábamos de cruzar, cuando Murri se acercó a nosotros.

—¿Qué tal ha ido tu primera clase, hermana?

Resoplé.

—Larga. La verdad es que me cambia mucho de… de lo de antes. Estamos al menos sesenta en la clase y el profesor Zeerath nos ha dado un montón de deberes, sobre cosas de las que yo no tengo ni idea.

—Te pasaré los apuntes que tengo, si quieres —me propuso Steyra.

—Gracias —le dije, y luego solté un gemido—. Creo que estas vacaciones me voy a pasar todos los días estudiando.

—Eso es bueno —repuso Murri, burlón—. Además, no es por nada, pero creo que tienes mejor nivel que yo.

—Incontestablemente —intervino Laygra, girándose hacia nosotros—. Oye, Steyra, Jirio, acercaos por favor, decidme, ¿conocéis la tienda de farsería en la calle de la Esperanza?

—Por supuesto —dijo Jirio, animado—. Ahí compro algunos… —Calló de pronto, ruborizándose.

—¿Compras artículos en Yubli y Taun? —preguntó Rowsin, agradablemente sorprendida—. Nosotros somos unos expertos en las bolamofetas.

—Ah, sois vosotros… —dijo Jirio, carraspeando—, pero yo no compro artículos para eso, los compro con un objetivo puramente científico —aseguró solemnemente—, son experimentos totalmente inofensivos.

Rowsin y Azmeth intercambiaron una mirada burlona.

—¿De veras? —replicó Azmeth.

Entretanto, Murri y yo nos distanciamos del grupo y dejé de oír claramente lo que decían mientras mi hermano se preparaba a anunciarme algo importante.

—¿Qué ocurre? —le pregunté entonces, impaciente—. Laygra parece estar inquieta y tú también. ¿Algo va mal en el… trabajo?

—Bueno, no se trata exactamente de eso —empezó a decir Murri—. Seré breve. Márevor Helith se ha ido. Me ha dejado una nota de instrucciones para nuestra tarea así que no tenemos ningún problema respecto a eso pero…

—Espera un momento… ¿El maestro Helith se ha ido? —solté un gruñido, alucinada—. ¡No puedo creerlo!

Murri me miró rápidamente, suspiró, y buscó algo en su bolsillo.

—Lee esto y lo sabrás todo.

El papel que me tendió tenía una cara llena de figuras geométricas realizadas con compás y regla y cálculos por todas partes.

—Del otro lado —gruñó Murri, impaciente.

Di la vuelta a la hoja y empecé a leer la pequeña nota que había dejado para nosotros el maestro Helith antes de marcharse los diablos sabían dónde. Estaba escrita con algunas letras antiguas que me recordaban al caéldrico, pero el mensaje era totalmente comprensible. Decía en ella que un imprevisto le había obligado a cambiar los planes, pero que nosotros siguiésemos adelante en lo que se refería a Mauhilver, el hombre a quien nos teníamos que dirigir para adquirir el libro. No daba más explicaciones sobre el por qué se marchaba pero sí había dejado algunas consignas y consejos, algunos totalmente inútiles y otros que me parecieron de poca prudencia. Se suponía que teníamos que ir el Jabalina siguiente al número cinco de la rúa Sin Paso y llamar a la puerta, preguntar por el señor Mauhilver y hablar con él. Al parecer ya estaba al corriente de nuestra venida. Y al final del papel decía que… Agrandé los ojos y plegué el papel para devolvérselo a mi hermano, con las manos temblorosas.

—¿De veras tenemos que tratar con esa gente? —pregunté.

Murri no parecía alegrarse más que yo.

—Supongo que el maestro Helith piensa que esa gente sabe más de lo que dice.

No contesté, aturdida.

—Lo que más me preocupa es que el maestro Helith nos haya dejado tan aprisa —comentó Murri, pensativo—. Debe de haber pasado algo grave. Mañana tenía clase de percepción —añadió, el ceño fruncido.

Suspiré, resignada.

—Bueno, hay que ver las cosas del lado positivo: nunca había tenido una cita con un ladrón de mágaras.

Murri me miró con escepticismo, e iba a contestar, pero en ese momento llegamos al Termondillo y Rowsin se giró hacia nosotros.

—Basta de secretillos —nos dijo alegremente—. ¡El Termondillo nos espera!

—Las damas primero —soltó Azmeth. Por la manera con que miró a su compañera, deduje que había algo más que amistad entre ellos. Laygra me lo hizo saber al guiñarme un ojo sin ninguna discreción.

Cuando entramos en el Termondillo, supe enseguida que aquello era un establecimiento de lujo. Primero, había que pagar la entrada. Murri se encargó de ello, pagando también la de Jirio, porque no había llevado dinero. Tuve que estar repitiéndole varias veces a Jirio que no pasaba nada, que nos devolvería el dinero si tanto le molestaba, para que al fin dejase de gruñir.

Sinceramente, no me sentía a gusto en ese lugar. Era por supuesto un lugar de diversión para los estudiantes de la academia. Tenía varias salas, unas eran de juego, otras eran bares y hasta había una sala de teatro en la que a veces daban funciones. Laygra, Rowsin y Azmeth se separaron pronto, quedándose con otro grupo instalado en una mesa. La mayoría de los estudiantes que ahí estaban tenían más de dieciséis años, y bien creo que yo era la más joven de todo el establecimiento, pues hasta Steyra tenía quince años y Jirio catorce.

Yerbik y Sothrus se pusieron a jugar a cartas con pequeñas sumas de dinero. Jirio había entablado conversación con una joven elfa que lo miraba con fascinación y que, por lo visto, había bebido más de la cuenta. Murri, después de decirme que me lo pasara bien, había desaparecido de la sala y no sabía adónde había ido. En una esquina, sentado en un taburete, un humano de unos veintitantos años tocaba la guitarra alegremente mientras en la sala estallaban carcajadas y voces difuminadas.

Suspiré y me giré hacia Steyra, quien parecía tener la misma sensación de agobio que yo.

—¿Nos sentamos? —le propuse, como llevábamos un buen rato de pie, observando la sala.

La enana asintió con la cabeza y tomamos asiento en una mesa de cuatro, junto a la ventana. Afuera, el cielo se había vuelto gris y caía una fina llovizna refrescante. Por la calle, abajo, pasaban rápidas siluetas vestidas con los trajes más ridículos que había visto en mi vida, pero que parecían estar de moda en Dathrun.

—¿Cómo pueden caminar con esos zapatos elevados? —me pregunté en voz alta.

Steyra siguió mi mirada y se echó a reír, muy divertida.

—Se llaman tacones —me dijo—. ¿Jamás habías visto zapatos así? —negué con la cabeza—. No son muy cómodos —admitió—, pero la moda es la moda. Aunque debo confesarte que jamás había visto a una enana llevar tacones hasta llegar a Dathrun. Esta ciudad es un verdadero caos, y ya nada de lo que la gente pueda llevar me podría sorprender —suspiró y miró hacia el interior—. Jamás había entrado aquí. Tenía entendido que iban aquí estudiantes con más edad.

—Eso no parece molestarle a Jirio —observé, con una media sonrisa, al ver que el ternian se había sentado a una mesa con un grupillo de jugadores y que acababa de ganar nada menos que diez kétalos con los dos kétalos que le había prestado Yerbik, el humano amigo de Murri.

Iharath, el semi-elfo, apareció de pronto ante nosotros con una sonrisa en la cara. Tenía el pelo pelirrojo que bajo la luz de las arañas brillaba como el fuego.

—¿Puedo unirme a vosotras, señoritas?

—Por supuesto —contesté como Steyra no contestaba nada.

—¿Qué tal os parece el Termondillo? —preguntó con aire burlón, tomando asiento junto a Steyra y luego, fijándose en nuestra cara aburrida, se inclinó hacia nosotras, bajando la voz—. Sinceramente, os entiendo. En este sitio sólo se piensa en el dinero, en la bebida y en las chicas. Y podéis estar seguras de que no encontraréis a nadie que tenga una conversación inteligente.

Enarqué una ceja e intercambié una mirada con Steyra.

—¿Dónde está Murri? —pregunté.

Iharath miró a su alrededor con una ojeada rápida y luego volvió a posar sus ojos violetas sobre nosotras.

—Le habrá visto a Sarmyn.

—Oh. ¿Quién es Sarmyn?

—A menos que le hubiese visto a Leriam.

—¿Leriam? —repetí.

Iharath se echó a reír ante mi incomprensión y luego se levantó de un bote.

—¿Queréis que os traiga algo de beber? Alcohol no, claro, no os conviene, pero ¿algo de agua o zumo?

Entorné los ojos, mosqueada. ¿Quiénes eran Sarmyn y Leriam?

—Zumo de naranja —dijo Steyra, antes de que pudiese preguntárselo otra vez.

—Marchando dos zumos de naranja —replicó el semi-elfo, desapareciendo a la velocidad del relámpago.

—¿Qué ha querido decir con…?

—Oh… —dijo Steyra, con el ceño fruncido—. Quizá sean amigas.

—Mm… —solté por toda respuesta.

Cuando volvió Iharath, lo seguía Murri de cerca. Tenía el pelo mojado, como si hubiese salido del establecimiento y se hubiese quedado bajo la lluvia durante diez minutos sin pestañear.

—Aquí están los zumos —anunció Iharath, posándolos sobre la mesa—, y aquí está Murri.

—Murri, ¿quiénes son Sarmyn y Leriam? —pregunté indiscretamente.

Murri se ruborizó y se giró vivamente hacia su amigo, dándole un empujón.

—¡Iharath! ¿No me digas que has estado…?

El semi-elfo soltó una carcajada.

—Venga, vamos, compañero, todo el mundo sabe que tienes un éxito tremendo con las hermosas damas de por aquí. Sólo estaba intentando adivinar con cuál estarías ahora. Cosa sumamente difícil.

Murri sonrió, con un aire soñador, e hizo un gesto de la mano.

—Eso no es verdad. Quizá antes. Ahora es más serio.

Su sonrisa se había ampliado, y tenía una cara tan tonta de enamorado que Steyra y yo nos echamos a reír por lo bajo.

—¿Oh? —dijo el semi-elfo, con aire súbitamente interesado—. ¿Y se puede saber quién es la hermosa doncella que ha retenido tanto tu atención?

Murri se sentó lentamente y sorbió un trago de cerveza.

—Kéysazrin —murmuró—. Es la más hermosa mujer que he visto en mi vida. Y la mejor. —Agitó la cabeza más enérgicamente—. Me casaré con ella algún día, puedes creerme, Iharath, no la dejaré escapar.

Iharath observó a su amigo con una sonrisa.

—Así me gusta, viejo, que te impongas. ¿Pero por qué no has podido hablarle más tiempo? Venga, vete a por ella, amigo.

Murri negó con la cabeza.

—Hoy sólo he podido verla pasar por la calle. Esta noche le hablo.

—No te olvides que empezamos mañana a las ocho —le recordó Iharath, burlón—. ¿Pero dónde vive la muchacha?

Murri se dio de pronto cuenta de que no estaba a solas con su amigo y se levantó de un bote.

—Esta misma noche —repitió, y salió de la sala con un paso precipitado.

—Mm —soltó Iharath, pensativo, cruzándose de brazos.

—Está feliz como un caracol en un día de lluvia —comenté.

El semi-elfo parpadeó y me miró con una media sonrisa.

—¿Como un caracol en un día de lluvia? Más bien como un joven enamorado al que le patina de pronto la azotea. Curioso cómo se ha puesto.

—Parece serio.

—Sí —dijo simplemente—. Parece serio.

De hecho, cuando volvimos a la academia, Murri no apareció por ningún lado.