Página principal. El espía de Simraz

1 El trono perdido

Con el andar presto, los ojos de un negro profundo y los labios ladeados en una sonrisa, Rinan se acercaba, guardando la mano sobre el pomo de su espada. Me alcanzó y levantó los ojos hacia la torre que se alzaba ante nosotros. Por su aspecto ruinoso, cualquiera hubiera pensado que estaba abandonada y, sin embargo, según nos habían informado, no lo estaba. Al fin, Rinan bajó la vista y carraspeó.

—Vaya si nos ha costado encontrar esto. Esperemos que esté realmente ahí.

Me encogí de hombros.

—Sería una pena que no estuviese, después de tanto tiempo dando vueltas. En fin, yo te dejo hablarle. Las princesas no son mi especialidad, ya sabes.

—Pff —resopló Rinan, divertido—. Hablas de princesas. Las princesas no viven en los bosques, ¡que yo sepa! Antes me esperaría que apareciese una arpía de la nada.

Esbocé una sonrisa.

—No es incompatible. Así que, está decidido, entramos, la llamamos y le hablas tú. Apuesto a que no tendrás problemas para convencerla: no parece que este sea un sitio muy difícil de abandonar. Y, si no, le ponemos una mordaza y nos la llevamos a cuestas —bromeé.

Rinan hizo una mueca.

—Ya, bueno, no te prometo nada.

—Es una suerte, porque tu promesa habría sido vana —soltó una voz a nuestra derecha.

Rinan y yo dimos media vuelta con viveza, listos para desenvainar… y entonces nos miramos, pasmados. Lo que acababa de hablarnos ¡era nada menos que un fantasma! O, por lo menos, tenía toda la pinta de serlo. Entre los arbustos tupidos que rodeaban la torre, se erguía la silueta etérea de una mujer. Vista así, daba hasta miedo y, sin embargo, era bella como una princesa de cuento. No era una arpía.

Hice un esfuerzo por acordarme de las palabras del viejo Consejero, ese maldito señor Ralkus. “Id a buscarla, allá donde esté, y traédmela”, había dicho. Y tras meses de pesquisas infructuosas, al fin la encontrábamos, escondida en una torre en medio del Bosque Azul. Pero ¿cómo podíamos llevar a un fantasma? Y además, ¿cómo saber si realmente era ella? Rinan estaba tan turbado como yo. Sacudí la cabeza.

—Dígame, si no es mucha molestia, usted no será… la princesa Uli, ¿verdad? —pronuncié.

Era la primera vez en toda mi vida que veía a un fantasma y, a decir verdad, no pensaba que pudiesen existir. Meneé la cabeza de nuevo, incrédulo. El señor Ralkus nos había mandado, a mi hermano y a mí, en tierra desconocida, en busca de una princesa desaparecida… ¡Qué diría él si pudiese ver en aquel instante lo que veían mis ojos!

El fantasma sonrió.

—Por supuesto que soy la princesa Uli. Desde siempre. ¿Qué queréis de mí, muchachos? Confieso que no he tenido visita desde… je, desde hace muchos años. Bueno, no, estoy mintiendo, la semana pasada hubo un cazador que pasó cerca de aquí, pero cuando me vio salió a todo correr, a saber por qué —bromeó. Como no contestábamos, nos observó con el ceño fruncido—. ¿Estáis bien?

Rinan asintió, enmudecido. Yo suspiré.

—No lo entiendo. Hace unos años, usted estaba viva. Yo creía… bueno, esperaba que…

—¿Que seguiría viva hoy también? —sonrió ella—. ¡Ah! Y lo estoy. Más o menos. Todo es por esta maldita torre que me arrebató el cuerpo. Al principio, cuando os he visto venir, me he dicho que os dejaría entrar, para que os transformarais en fantasmas como yo —sonrió con todos sus dientes—, pero admito que, hasta en mi triste estado, aún tengo sentimientos. Por eso mi padre me solía decir que nunca sería una buena reina.

Rinan parpadeó.

—¿El rey Koyben le decía eso?

—Ajá —asintió tristemente—. Pero ya todo acabó y desde hace mucho tiempo. Supongo que vosotros también sois antiguos súbditos de mi padre. Sois akareanos, ¿no es así? —insistió.

Aprobé con la cabeza, aturdido. ¡Estábamos hablando con una princesa del reino perdido transformada en fantasma! Era increíble.

—Sí. En realidad, Akarea ya no existe —precisé.

La princesa Uli se quedó boquiabierta.

—¿Cómo que Akarea ya no existe? Así que… ¿no solamente esos malditos rebeldes mataron a mi padre, sino que además destrozaron el reino?

Pese a su aire fantasmal, su expresión de desazón era inequívoca.

—Simplemente le cambiaron el nombre —la consolé—. Los súbditos siguen con vida. —Percibí el alivio en sus ojos de un azul muy oscuro. Puntualicé—: Ahora, se llama el reino de Ravlav.

El fantasma hizo un mohín, desolado.

—No se lucieron con el nombre —apuntó al fin.

Rinan debía de haber superado el susto, porque en ese instante dejó escapar una risita.

—Tiene usted razón, princesa. Se lo pusieron por la diosa Ravlav, que rige ahora todos los templos —explicó—. Comprendo su sorpresa. Ha habido muchos cambios desde la caída de Akarea. Aun así, estamos aquí para hacerla volver al reino. Usted es al parecer la última superviviente de su linaje…

La súbita carcajada de la princesa Uli lo interrumpió.

—¿Superviviente? —repitió—. Ya me gustaría. Pero miradme mejor, ¿acaso habéis visto mi aspecto? —preguntó, dando unos pasos cortos sobre la tierra cálida y soleada.

Pestañeé cuando salió de la sombra. Apenas se la veía bajo la luz.

—No se ve nada —masculló Rinan.

—Cierto —dije—. En fin, mi hermano le ha explicado nuestra misión. Debemos hacerla volver al reino…

Un codazo de Rinan me acalló.

—Déjame a mí —me murmuró. Levantó la cabeza—. Verá, alteza. Akarea ya no existe, pero Ravlav la necesita. El rey… usurpador —carraspeó— murió hace cuatro meses. No dejó herederos y el único que podría sentarse en el trono es un pariente de las Islas Perdidas, pero por lo visto desapareció para siempre porque todas nuestras investigaciones no sirvieron de nada.

Puse los ojos en blanco ante tamaña mentira. Hacía unos meses, Rinan y yo habíamos salido en busca de ese heredero, un tal Sarishal. Nos enteramos de que se había instalado en las Islas y que se había convertido en un pirata medio mago medio bárbaro; por eso los Consejeros del reino se habían apresurado a pedirnos que nos dedicáramos más bien a buscar a la princesa Uli, quien, según se decía, había desaparecido en algún bosque donde había fundado su propio reino de hadas. ¡Disparates!, pensé. A fin de cuentas, no había ni reino de hadas… ni verdadera princesa.

Las palabras de mi hermano habían dejado al fantasma pensativo.

—Realmente es una lástima —dijo al fin—. ¡Un reino sin rey! —Se carcajeó y me pregunté si su transformación en fantasma no habría afectado algo más que su cuerpo. Nos miró con curiosidad—. ¿Sois guardias?

Mi hermano y yo intercambiamos una rápida ojeada.

—¿Guardias? —repitió Rinan—. No. No exactamente.

—Pero estáis armados.

Resoplé.

—Nadie en su sano juicio entraría en el Bosque Azul sin un arma, princesa.

La princesa Uli se pasó la lengua sobre los labios, divertida.

—Yo no tenía armas cuando tuve que huir de aquellos horribles matones que asesinaron a mi familia. Así que no sois guardias, pero trabajáis para el reino.

La vi avanzar un paso y tragué saliva.

—Cierto. Somos… unos simples agentes.

La princesa ladeó la cabeza.

—¿Agentes? Ya veo. Así y todo, es gracioso que no tuviese heredero.

Enarqué una ceja.

—¿Gracioso? ¿Habla del rey?

Frunció el ceño.

—Del Usurpador, sí. Decidme… —El sol desapareció un instante detrás de las nubes y el fantasma apareció en todo su esplendor. Sus ojos escrutadores nos examinaban—. ¿Trabajasteis para el Usurpador?

—Er… —farfullé, sin saber muy bien qué decir.

—No —afirmó Rinan.

¿No, de veras?, me dije, divertido. Lo miré con el rabillo del ojo y sacudí la cabeza.

—Trabajamos para nuestro pueblo —proferí, muy grandilocuente—. Y esperamos que usted hará lo mismo.

La princesa se encogió de hombros y se giró ligeramente.

—No tengo intención de seguiros —declaró, mientras se acercaba a los peldaños exteriores de la torre—. Podéis intentar llevarme a cuestas, si deseáis —bromeó, empleando mis mismas palabras—, pero sabéis, en el fondo, que esto no es más que una mala broma. Yo ya no tengo pueblo. Esto que veis aquí —dijo, realizando un amplio gesto hacia la torre—, es todo lo que tengo. Aquí, Uli de Akarea está en su casa. Y ahora, si me permitís, os invito a tomar una infusión. Pero os aviso: no saldréis de esta torre con vuestros hermosos músculos y vuestro cuerpo tan robusto.

Nos dedicó una sonrisa del todo sensual y, como una gacela, subió las escaleras y desapareció por la puerta abierta.

—¡Princesa! —exclamamos al mismo tiempo.

Rinan se precipitó hacia las escaleras y lo seguí. Cuando llegamos ante la puerta, ambos nos quedamos sin aliento. Adentro, la bella princesa había recobrado su consistencia. ¡Estaba viva! Su cabello castaño revuelto, sus párpados medio cerrados, su cuerpo blanco tumbado sobre una especie de sofá…

Me sonrojé. No era para nada la primera vez que veía a una mujer desnuda, pero es que ella era la princesa…

—Por Ravlav, yo alucino —murmuré.

Rinan se precipitó en el interior antes de que yo pudiera retenerlo.

—¡Rinan! —lo llamé, temiendo lo peor. Cerrando casi los ojos, pasé el umbral. No noté ningún cambio perceptible. Después de todo, quién sabe si la princesa no se había burlado de nosotros con sus historias de fantasmas…

—¡Alteza! —exclamó Rinan. Se apresuró a quitarse la capa para dársela a la joven, quien, lejos de arroparse con ella, dejó escapar una enorme carcajada.

—¿Qué quieres que haga con eso, joven? Cada vez que he cometido el error de salir vestida he acabado perdiendo la ropa. Pasa a través de mí y no me agrada mucho la sensación. Por favor, guarda esa capa, agente de Ravlav. —Se levantó con presteza y puso los ojos en blanco al ver nuestras expresiones—. Está bien…

Agarró una especie de túnica cuyo borde salía de un baúl mal cerrado. Una vez vestida, brincó hasta la chimenea y se acuclilló para añadir dos leños. El fuego ardió.

—¿Areinea? —preguntó.

Como la mirábamos, sin entender, ella suspiró.

—La infusión —explicó—. La areinea es un poco como la tila. Es muy bueno para los riñones.

Esbocé una sonrisa y ella entornó los ojos.

—¿Qué pasa? —refunfuñó—. Voy a buscar agua. Sentaos. Ya que estáis aquí, más vale disfrutar.

La vimos desaparecer por las escaleras que subían y fruncí el ceño.

—¿Cómo que más vale disfrutar? —lancé en voz baja.

Rinan tuvo un gesto de incomprensión. Contemplamos el fuego que chispeaba en la chimenea.

—Es increíble lo hermosa que es, hay que decirlo —dejé escapar al de un rato.

Rinan gruñó.

—Ey, Deyl, ten cuidado. Te recuerdo que es la princesa.

—Ya, ya —dije con una mueca—. Pero… aun así…

Intercambiamos una mirada y nos carcajeamos.

—Somos unos imprudentes —solté entonces—. ¿Has oído lo que ha dicho? No sé si era una buena idea entrar tan inconscientemente como lo has hecho.

—Me seguiste —observó mi hermano, divertido.

Suspiré.

—Sí, por eso he dicho: somos unos imprudentes.

Rinan hizo una mueca.

—Francamente, ¿realmente te crees esa historia de torre encantada?

—Bueno… ya has visto a la princesa —me limité a decir.

—Ya. Bueno, en cualquier caso, nuestra misión aún no está del todo perdida —me aseguró Rinan—. La joven no parece querer vernos partir. La convenceremos, ya lo verás. —Inspiré, poco convencido—. Te lo juro, confía en mí. Ya sabes que soy un experto hablando con las mujeres.

Puse los ojos en blanco pero no repliqué: la princesa Uli ya regresaba con dos cubos de agua. Sostenía entre los dientes un saco de hierbas. Rinan se apresuró a ayudarla y yo coloqué la marmita.

—¡Ah! —soltó la princesa, al sentarse de nuevo sobre el sofá—. ¡Vuestra llegada me hace pensar en tantas cosas que había creído olvidadas!

Adoptó una expresión soñadora. Rinan me miró, elocuente, como diciendo «observa al experto». Su cara se suavizó y preguntó:

—Princesa, ha debido de sufrir mucho, durante estos últimos diez años, aquí, tan sola.

—Oh. —Parecía sorprendida—. Sí. Bueno, no, no mayormente. ¿Diez años, dices? Eso es mucho —reconoció—. Pero no siempre he estado en esta torre. Sólo estos últimos siete años. Los tres años después del asesinato de mi padre, los pasé en el Bosque de las Hachas.

Palidecí. El Bosque de las Hachas era uno de los bosques más peligrosos de la región.

—Os he impresionado —observó, con agrado—. Me llevé más de una mala sorpresa en ese bosque. Entre otras cosas, viví dos años en una tribu de elfos que me esclavizó. Os lo juro. Y luego me fui, me marché de las Hachas y llegué aquí, al Bosque Azul. —Sonrió—. Cualquiera creería que voy de bosque en bosque. Bueno, ahora, estoy lejos de salir de este. Esta torre es lo único que puede devolverme mi cuerpo —suspiró.

A pesar de su tono siempre ligero, percibí en su voz un deje de amargura. Sus ojos, de un color azur, brillaban más intensamente.

—Es… una historia verdaderamente terrible —alcanzó al fin a decir Rinan—. Esclava de los elfos, ¡por Ravlav! Eso es lo último que hubiera podido imaginar. La compadezco de todo corazón, alteza. Y le juro que esa afrenta será vengada.

La princesa arqueó una ceja y mostró una sonrisa socarrona.

—Pues bien, si así lo juras, ve inmediatamente y tráeme la cabeza del jefe de la tribu.

Mi hermano se quedó sin voz. La princesa rió y no pude reprimir una sonrisa.

—Deja ya de jurar cosas que no quieres cumplir, joven akareano. Además, la tribu de los elfos ya no existe. Pero, qué diablos. Te he oído jurar por Ravlav. ¿Esa no es la diosa de ese rey infame que murió hace poco, según dijiste?

—Exacto, alteza —confirmé.

—Alteza —repitió ella con un tono burlón—. Vamos, ¿acaso tengo pinta de ser una alteza?

La observé un momento y entonces debí reconocer:

—No.

Rinan se golpeó la frente con el puño.

—¡Por supuesto que sí! —exclamó—. Usted es la princesa Uli de Akarea, del linaje de Akarea, Pluma de Oro del Reino, hija del Águila y del Unicornio. Usted es la única Akarea del mundo y la legítima pretendiente al trono. —Mi hermano hincó una rodilla en el suelo y, con una mueca dubitativa, lo imité—. Uli de Akarea —tonó con solemnidad—, le suplico nos acompañe hasta su reino y su pueblo, que la necesita.

Cayó el silencio. Levanté ligeramente la cabeza. Rinan había logrado sobrecoger a la princesa Uli: esta nos miraba y se mordía el labio inferior, confusa.

—¿Qué… has dicho? —soltó al fin.

Oí claramente el suspiro exasperado de Rinan e hice tremendos esfuerzos por no sonreír.

—He dicho: la acompañaremos hasta su casa. A Akarea.

La princesa pareció recobrarse.

—No —declaró—. Por un segundo, me imaginé volviendo a ese hermoso lugar al que antaño llamaba mi hogar. Pero es imposible. No es que no quiera… Bueno, sí, en realidad, nunca quise ser reina. Claro que jamás me atreví a decirlo a nadie, y menos a mi padre… —Calló, dándose tal vez cuenta de que estaba divagando—. No —repitió finalmente—. Ya veis, estoy aprisionada en esta torre.

Fruncí el ceño y estuve a punto de tomar la palabra, pero me retuve y esperé a que mi hermano hablara.

—Entiendo —dijo Rinan, con un tono suave y teatral—. Esta torre la aprisiona, pero nosotros podemos liberarla. Usted está viva. Basta con romper el hechizo que opera esta torre sobre usted y quedará libre.

La princesa lo miró con una media sonrisa.

—Y, naturalmente, supongo que tú sabes cómo hacerlo —ironizó.

Rinan no perdió la compostura.

—Todavía no —admitió—. Pero estoy seguro de que, cuando lleguemos a Akarea, un sacerdote podrá romper el maleficio. Se lo prometo.

La princesa puso cara afligida.

—Prometes muchas cosas, joven guerrero.

—No somos guerreros —intervine, atrayéndome una ojeada fulminante de parte de Rinan—, pero somos hombres de palabra. Al menos en el caso presente. Yo también le prometo que haré todo lo posible para liberarla y para que pueda así ocupar el trono.

Lejos de devolverle su buen humor, mis palabras parecieron desanimarla.

—Y dale con el maldito trono, ya os he dicho que no quiero ocuparlo —dijo—. ¿Acaso pretendéis liberarme, a pesar de todo?

Me quedé inmóvil, sin saber qué contestar. Rinan carraspeó.

—Princesa, tan sólo somos unos agentes de Ravlav. Bueno, de Akarea, si prefiere —se apresuró a rectificar, cuando la princesa frunció el ceño—. Nuestro deber consiste en llevarla al Palacio de Eshyl. Una vez ahí…

—Una vez ahí, me olvidaréis y me dejaréis en manos de desconocidos que me detestan o incluso que quieren matarme. —La voz de la princesa era categórica—. No soy una paranoica, pero he pasado quince años en la Corte y puedo deciros que algunos recuerdos que tengo de aquella época no son muy agradables. Ah, el agua ya está hirviendo.

En realidad, el agua hervía ya desde hacía un buen rato. Se levantó y fue a echar unos pellizcos de areinea. Eché un vistazo discreto a mi hermano, que parecía turbado.

—Oh, pero levantaos —nos pidió ella, molesta—. Quiero decir, sentaos normalmente. Eso me recuerda demasiado a aquellos años en los que me arrodillaba en los templos con mi hermanita Tigali… Oh, Tigali…

Un brusco sollozo la sacudió y me quedé como petrificado. Rinan, el experto con las mujeres, no estaba menos confundido.

—Yo… alteza, yo… usted… lo sé, es terrible —concluyó torpemente.

La princesa meneó la cabeza y secó sus lágrimas con el revés de la mano.

—Me hacéis pensar en demasiadas cosas al mismo tiempo. Pensaba que con el tiempo… Pero no. Mira, ya que soy la princesa, servidme la infusión, ¿vale? Estoy temblando de los pies a la cabeza y no quiero que se me caiga nada.

—Enseguida —respondí, levantándome con diligencia.

Vertí la infusión en tres vasos y, cuando me senté, la princesa Uli se había recobrado. Desde luego, estábamos lejos de salir de la torre, pensé.

—Gracias, es muy amable —dijo ella cuando le di su vaso.

Cayó un silencio pesado. Rinan tamborileaba sobre su vaso.

—Bien, retomando —dijo este—. Creíamos que estaría usted muy contenta de volver a casa.

La princesa clavó sus ojos azules en los suyos.

—¡Qué emoción! —retrucó, sarcástica—. Akarea toda entera tuvo que alegrarse de la muerte de mi familia. Sí, tengo unas ganas tremendas de volver. ¡Venga pues! Que ese nuevo reino, Ravlav, se gobierne solo. Y además, ¿cómo voy a aceptar la corona llevada por el asesino de mi padre? Es sencillo de entender, ¿no?

—Sí, lo entendemos —dijo Rinan con un tono de conmiseración.

—Lo entendéis, pero os importa un pimiento —comprendió la princesa.

Cerré los ojos por un breve instante. Distábamos mucho de tener la partida ganada.

—Se equivoca —solté al fin. Mi hermano me miró, algo extrañado—. Su destino no me es indiferente. Y le prometo que la protegeré allá donde vaya. Princesa —añadí.

Un destello de sorpresa y luego de emoción pasó por los ojos de la joven. Entonces dijo:

—Pues tienes suerte. No puedo moverme de aquí. Podéis quedaros tanto tiempo como queráis. Yo os invito. Parecéis buenos chicos. Y, debo confesaros que —se inclinó hacia mí— me aburro terriblemente en este lugar.

Me ruboricé, pero le dediqué una sonrisa.

—Es muy amable. Sin embargo… escuche, se supone que debemos llevarla de vuelta al Palacio de Eshyl, como dice mi hermano. Una vez ahí, le juro que la seguiré a todas partes. Podréis nombrarme capitán de la guardia, si lo deseáis. O hasta guardaespaldas. Así, estaré siempre junto a usted y la protegeré contra todos los que le quieran perjudicar. ¿Qué opina?

La princesa Uli sacudió la cabeza, decepcionada.

—¿Lo que opino? Opino que tengo delante a dos agentes desafortunados y algo sordos. —Tomó una inspiración y articuló cada sílaba—: No volveré jamás a Eshyl.

Sus ojos penetrantes me miraban. Sentí mi rostro contraerse en un tic nervioso.

—Eso me lo ha dejado bien claro, princesa —dije.

Rinan aprobó con la cabeza, en busca tal vez de algún nuevo argumento.

—Ravl… —Se interrumpió y rectificó—: Akarea la extrañará. Ella la necesita.

La joven levantó los ojos al cielo.

—Todo eso es enternecedor, pero es totalmente absurdo. Piensa un poco. Nadie necesita a una reina fantasma. Parecería un poco demasiado escuálida, ¿no creéis?

Puse los ojos en blanco.

—No puedo más que estar de acuerdo con usted.

—¡Deyl! —me increpó Rinan con un siseo nervioso.

—Aunque, quién sabe, tal vez sería la mejor reina de toda la historia —añadí—. En todo caso, sería la primera reina fantasma.

La princesa Uli sonrió.

—Tal vez. Pero no me convenceréis. ¿Sabéis? La historia se escribe muy bien ella sola. Yo ya tengo bastantes problemas con los trasgos que se instalaron no muy lejos de aquí.

Agrandamos los ojos, alarmados.

—¿Trasgos? —inquirió Rinan.

—Ajá. Escuchad: esos trasgos vinieron expresamente para ver lo que había en esta torre. Quizá se imaginaban que iban a encontrar algún tesoro. Sin embargo, no sabían que la torre estaba ocupada. —Nos dedicó un guiño burlón—. Los espanté regándolos con un barril lleno de fuego de gracia.

Mi hermano y yo nos miramos, impresionados.

—Fuego griego, ¿querrá decir? —pregunté.

—Eso, fuego griego. —Soltó una risita—. Desde luego, a los trasgos no parecía hacerles mucha gracia cuando recibieron el aceite en plena cara. —Alzó la cabeza con orgullo—. ¿Veis? Sé defenderme solita. No necesito protectores.

Nos sonrió con todos sus dientes y tomó un sorbo de su infusión. Levanté mi vaso y capté la expresión desesperada de Rinan. Dejé escapar un suspiro y volví a posar mi taza.

—Princesa, si no quiere volver, tendremos que obligarla —declaré con un tono neutro.

Ella silbó entre dientes.

—¡No os atreveréis! —se indignó—. Ya habéis oído lo que hice con los trasgos. Podría resistir. Y, además, como os decía, ahora vosotros también estáis malditos. Os avisé, pero por lo visto no me habéis tomado en serio. Qué se le va a hacer.

La miramos fijamente, inquietos.

—¿Está usted hablando de la maldición de esta torre? —interrogó Rinan. Echó un vistazo a su cuerpo—. No noto nada raro.

La princesa hizo una mueca.

—Sería realmente injusto que la maldición sólo me afectase a mí —meditó en voz alta—. Vayamos afuera y ya veremos.

Acabó su infusión de un sorbo y se levantó. La imitamos, cada vez más nerviosos.

—Está bromeando, ¿verdad? —me susurró Rinan al oído.

Mi expresión no pareció reconfortarlo. Salimos y enseguida vimos a la princesa perder consistencia y retransformarse en fantasma bajo los rayos de sol.

Inmediatamente, bajamos la mirada hacia nosotros… Rinan se carcajeó.

—Reconozco que me ha asustado, Alteza, realmente pensaba que…

Se atragantó cuando vio que su mano comenzaba a brillar extrañamente. Bajé de nuevo los ojos hacia mí y fruncí el ceño.

—Me siento… ligero —apunté, tratando de permanecer sereno.

La princesa asintió con la cabeza, como diciendo que aquello era totalmente normal. Empecé a estar preso del pánico. Rinan soltó un grito.

—¡Esto es una locura!

Le di una palmadita sobre el hombro, y entonces tuve la impresión de que, bajo la ropa de mi hermano, no había carne. Estaba hecho de aire comprimido, por así decirlo.

—¡No! —chillé, espantado. Acusé a la princesa con el índice e iba a acribillarla a insultos cuando vi mi dedo. Era casi transparente.

Rinan cayó de rodillas, al borde de las lágrimas. Intenté tranquilizarme.

—Usted —dije—. Usted nos ha engañado.

—¡Os avisé! —se defendió la princesa etérea. Su túnica atravesaba ya su cuerpo poco a poco.

Reprimí las ganas de estrangularla.

—¿Qué maleficio es este? —la apremié—. ¿Cómo podemos saber si va a durar mucho?

La princesa luchó para borrar su sonrisa.

—Oh, durar, dura mucho, de eso no hay duda. Como os decía, llevo siete años aquí. Y el único lugar en el que recobro mi materialidad es el interior de la torre —precisó, por si no lo habíamos entendido todavía.

Junté las manos llenas de aire y asentí con gravedad.

—Ya veo.

Mi tranquilidad no era más que una fachada. Mi corazón, si acaso tenía uno, latía a toda velocidad. O al menos me parecía estar oyéndolo. De pronto, restalló un ruido metálico y me sobresalté antes de entender que sólo era mi espada que acababa de caer pesadamente contra el suelo.

—¡Dioses de los demonios! —juré—. Rinan, dime que esto no es más que una pesadilla.

Sin embargo, Rinan, arrodillado en el rellano, estaba como tetanizado. La princesa Uli emitió un carraspeo.

—De veras que lo siento —soltó con una vocecita—. Pero, sed comprensivos, tan sola, aquí, empezaba a decirme que no vería más que trasgos, conejos y escarabajos… Lo siento muchísimo —insistió.

Al menos, realmente parecía sentirlo. Suspiré, con el alma afligida. Dos agentes del reino partían en busca de una reina y… eso era lo que ocurría cuando uno no era lo suficientemente prudente. A Isis, mi mentor, le habría parecido bochornoso. Era deplorable.

—Bueno, que no cunda el pánico —dije. Me acuclillé junto a mi hermano—. Cálmate. Vamos a arreglarlo todo. Volvemos a Ravlav y le pedimos a un sacerdote que nos cure. No debe de ser tan complicado.

Rinan me miró con los ojos agrandados. Estaba petrificado por el horror. Me aproximé a su oído.

—Recóbrate, hermano. Sólo es magia, nada más.

—¿Nada más? —consiguió graznar él. Y entonces perdió el control.

Hundió su rostro entre sus manos nebulosas y tuve que reunir todas mis fuerzas para no dejar que me invadiese el pánico. Me incorporé.

—Princesa Uli…

—Llámame Uli.

Avanzó y me cogió del brazo.

—Er… ¿Está segura? —vacilé.

—Absolutamente —sonrió. Bajamos los peldaños—. Demos un paseo. Tu hermano necesita tiempo.

Tanto como yo, pensé, pero la seguí de todas formas. El sol brillaba con viveza y tenía la impresión de que mi cuerpo perdía toda consistencia. Levanté un brazo y permanecí un instante inmóvil. ¡Apenas me veía!

Entonces, una mano suave cogió la mía. Sentí su calor y una sensación electrizante me recorrió todo el cuerpo.

—No es tan terrible, ¿ves? —La joven me sonrió, a pesar de que en sus ojos brillaba aún un destello de culpabilidad.

—Yo… ¿Cómo puede ser? —pregunté al fin.

Ella se encogió de hombros.

—Honestamente, no tengo ni idea. La torre es… especial. Como tantos sitios, en este mundo, ¿verdad? Bueno, en realidad es particularmente especial, hay que admitirlo… Sin embargo, lo hecho hecho está y no puede ser deshecho —recitó—. Mi abuela solía decírmelo.

Hizo una mueca tímida y sus labios se pusieron entonces a temblar.

—No… no me perdonarás nunca, ¿verdad?

De golpe, parecía terriblemente atormentada. Y aun así ¡era tan bella y tan inocente! En fin, no exageremos, me dije. No era el momento ideal para caer bajo el encanto de una princesa, ¡por Ravlav!

Sus ojos azules transparentes brillaban bajos los rayos del sol como dos estrellas lejanas. Y sin embargo, estaba tan cercana.

—Siete años viviendo en este sitio —resoplé sin contestarle—; ¿cómo lo consiguió?

La joven se giró para mirar los alrededores: los árboles, los arbustos, las flores del claro… Cuando posó de nuevo sus ojos sobre mí, tenía una mueca divertida en el rostro.

—¿Quieres saber exactamente en qué consiste un día para mí? —Dejó de nuevo vagabundear su mirada a su alrededor mientras murmuraba—: Al alba, canto con los pájaros, recorro los arroyos y pesco para comer y, cuando se pone el sol, subo hasta arriba de la torre y toco el arpa. Al final, me quedo dormida y entonces el sol vuelve y vuelta a comenzar.

Sus palabras tan directas me dejaron perplejo. ¿Cómo podía estar hablando con tal franqueza con Uli de Akarea? Aunque, al mismo tiempo, yo ya no era más que un espíritu, un fantasma. Era delirante, pero era cierto, me dije. Mi ropa ya se había deslizado al suelo, en algún sitio, y yo ya no era más que aire luminoso. ¡Aire luminoso!

Cuando Uli me cogió de nuevo las manos, sentí esa dulce descarga de ternura y levanté unos ojos azorados hacia su rostro. Y la vi tal como era: un alma cuyo corazón rebosaba de soledad y de deseos voraces. Anhelaba la libertad, ansiaba vivir, y se moría de ganas por volver a ser lo que era, pero al mismo tiempo no quería volver a Akarea. Jamás, comprendí.

Meneé la cabeza, mareado. La transformación en fantasma no estaba, aparentemente, del todo terminada.

—Somos espíritus, pero estamos vivos y siempre nos queda la posibilidad de correr y cantar —pronunció Uli. Marcó una pausa y añadió entonces sonriente—: ¿No es maravilloso?

Hice una mueca, temblando.

—Sí. Es… maravilloso y… increíble.

Mi voz murió en la garganta. Esto era demasiado, me dije. Parpadeé y me derrumbé. Bueno, más bien sentí que caía flotando hasta el suelo.

—Uli… —mi voz se quebró.

—¿Sí? —susurró a mi oído, algo preocupada—. ¿Te encuentras bien?

—Esto… sí. Yo… ni siquiera consigo desmayarme —balbuceé—. Yo… en fin, perdóneme, no parezco un agente real, por Ravlav.

La princesa hizo una mueca y se sentó ante mí con aire formal, sobre la hierba.

—Ravlav —repitió—. ¿Y cómo es, esa diosa?

Me quedé mirándola, atontado.

—¿Cómo?

La joven se encogió ligeramente de hombros.

—Pregunto, ¿cómo es esa Ravlav? ¿Realmente vale tanto la pena para que se hayan enterrado los Dioses de Azur de Akarea?

Inspiré hondo y traté de adoptar una posición más digna.

—Bueno —carraspeé—. No lo sé. Yo… Hace diez años que nos hablan de Ravlav. Todos la veneran. En cambio, los Dioses de Azur han desparecido completamente. Bueno, casi. Aún existen algunos criptoazures que creen en ellos. En realidad, no suelo pensar mucho en esas cuestiones —confesé.

La princesa esbozó una sonrisa.

—Yo tampoco —admitió, y levantó los ojos hacia los árboles que se alzaban, más lejos—. Aquí, pienso más bien en las estaciones y en el sol.

—¿En las estaciones y en el sol? —repetí, intrigado.

—Así es. Es la única manera de ver que el tiempo avanza. Aparte de las estaciones y del sol, todo es igual. Los peces suben y bajan los ríos, los árboles tienen brotes y luego pierden las hojas. —Contempló el cielo antes de posar su mirada azul sobre mí—. Entenderás que, después de mis años de esclava, con los elfos, estaba bastante contenta con mi suerte.

Guardé silencio un momento, y al fin observé:

—Pero ya no, después de siete años.

La joven suspiró.

—Supongo que mi vida no es tan monótona. Después de todo, a veces tengo que ir a cazar. Y canto muy bien —sonrió. Pero enseguida frunció el ceño—. O al menos esa es mi impresión. ¿Ves? Me alegro de que estéis aquí, tú y tu hermano mayor. Así, me sentiré menos sola. Pero tampoco pretendía atraeros el mismo destino que el mío. A veces, soy… un poco egoísta —confesó con una voz infantil que me arrancó una sonrisa.

—Mi vida es aún más monótona —le aseguré.

Ella enarcó las cejas, curiosa.

—¿En serio?

—En serio. Hace más de diez años que no me sentía tan ligero.

Nos miramos con una sonrisa en los labios, y entonces nos echamos a reír. ¡Ah! ¡Y cuánta razón tenía! Con doce años, había sido vendido junto a mi hermano a la Corona de Akarea. Y durante diez años habíamos trabajado sin descanso bajo la tutela de Isis y luego bajo las órdenes del señor Ralkus y del «Usurpador». En teoría, éramos mensajeros. En la práctica, éramos mucho más que eso. ¡Ese querido viejo Consejero! Él que me encargaba siempre las tareas más arduas, ¿quién hubiera creído que, gracias a él, conocería al alma más hermosa que había visto en toda mi vida? Apenas exageraba, reflexioné, sonriendo como un bobo.

—Vaya —soltó entonces la princesa, burlona—. Me miras raro desde hace ya unos cinco minutos.

Puse los ojos en blanco.

—Perdone mis modales, princesa, sólo soy un pobre hijo del pueblo. —Estuve tentado de decirle más cosas y estuve a punto de intentar seducirla como un buen hijo de la Corte. Al fin y al cabo, dijese lo que dijese Rinan, no era tan mal seductor. Sin embargo, callé, recordando de pronto el maleficio. Había problemas que arreglar, decidí. Y me levanté.

—Voy a acabar con este maleficio. Y la liberaré.

Ella siguió mi movimiento y me escrutó, atenta.

—Quieres decir… ¿que vas a intentar romper el sortilegio? —Un destello de esperanza nació en sus ojos transparentes—. Entonces… te diré cómo conseguirlo. Pero sólo después de llevaros a tu hermano y a ti una buen cena. ¡Voy a buscar un pez! —exclamó alegremente—. Soy vuestra anfitriona, no lo olvidemos. Y eso no pasa todos los días, créeme. Regresa con tu hermano y dile que una buena cena revitaliza siempre el espíritu.

Sonriente, la vi alejarse. ¿Había visto acaso alguna vez una persona tan despreocupada y a la vez de humor tan voluble? Me acordé de Alima, una joven del Palacio de Eshyl que, en mi adolescencia, se había encaprichado de mí, enviándome flores y cartas de amor. Pero claro, Alima era la hija de un barón e Isis me había ordenado que no la volviese a ver y yo así lo había hecho. En aquella época era bastante obediente. Sonreí, divertido. Ahora, no tenía a mi alcance una hija de barón, sino la mismísima princesa de Akarea… Levanté una mano transparente y suspiré, desanimado. Y ahora no era un adolescente, había visto la muerte de muy cerca unas cuantas veces, había mentido, espiado y robado al servicio del rey difunto. Era duro de roer, como solía decir Isis con orgullo, y aun así este parecía invariablemente sorprendido cada vez que volvía vivo de una misión. E increíblemente el gran espía de Simraz había caído como un conejo en una trampa al entrar en esa torre encantada. En fin, como solía decir Rinan, todo no podía salir bien.

Regresé con pasos lentos hasta la torre y alcé la mirada hacia mi hermano. Estaba sentado en uno de los peldaños y contemplaba su espada, colocada a su lado. Todo en él era transparente, pero la sombra revelaba sus contornos y su expresión descompuesta.

—Yo tengo toda la culpa, hermano —suspiró, cuando me senté junto a él—. Debería haberle dicho a Ralkus que preferíamos las patrullas. Le habría fastidiado, pero habría aceptado darnos unas vacaciones. ¡Después de todo lo que hemos hecho para encontrar ese maldito pirata!

Asentí, pensativo.

—Cierto. Ese Sarishal nos ha hecho perder la mar de tiempo. Y te juro que es la última vez que me subo a un barco. —Mi hermano sonrió, recordando seguramente mi terrible mareo—. Pero no seas demasiado presuntuoso —agregué, teatral—: no tienes toda la culpa. Es a medias, como siempre. Ahora, somos espíritus. Pero no te preocupes, todo se arreglará. Uli dice que existe una solución para anular el sortilegio. Imagino que no debe de ser sencillo, ya que ella no lo ha conseguido sola, pero para nosotros dos, que somos tan fuertes, tan majestuosos, tan…

Mi hermano interrumpió mi arranque poético.

—¡Espera un momento! —Me observó con detenimiento—. ¿Hablas en serio? ¿Hay una solución?

—Al menos eso es lo que ha dicho Uli.

Rinan permaneció pensativo un instante. Parecía haber recobrado la moral. Entonces, entrecerró los ojos.

—¿Uli? —repitió—. ¿No estarás olvidando quién es esa joven?

Hice una mueca. Ya estaba Rinan con esas.

—Claro que no —le aseguré—. Ella misma me pidió que la llamase así, sencillamente. Y ahora, deberíamos entrar y vestirnos antes de que vuelva Uli.

—A propósito, ¿adónde ha ido?

—A buscar un pez —contesté.

Me miró con fijeza.

—¿Un pez? ¿De qué estás hablando?

Le sonreí anchamente.

—Es idea suya. Quiere prepararnos una cena de reyes.

Rinan sacudió la cabeza y se echó a reír.

—La princesa es sorprendente, debo confesarlo.

—Cierto… —Le eché una discreta ojeada, meditativo. Sabía que, tozudo como era, Rinan intentaría convencerla de nuevo para que volviese a Ravlav. En vano, seguramente. Era de lo más normal que la princesa no quisiese volver a un reino que había derramado la sangre de sus padres, de sus hermanos y hermanas, de sus amigos… Reprimí una mueca. Y, sin embargo, estaba seguro de que el reino se las habría arreglado mucho mejor si, a su mando, hubiese habido una mente con sentido común en vez de esos Consejeros más bien antipáticos que nos mandaban cumplir tareas tan poco gratas.

Rinan me cogió del hombro.

—Venga, si lo que dices es cierto, aún hay esperanza para reparar mi error.

Esgrimí una media sonrisa al notarlo más enérgico pese a su aspecto etéreo y entramos en la torre con nuestra ropa procurando que esta no se nos escapase de las manos. Bruscamente, todo se puso a dar vueltas. Sentí cómo una ducha fría me sumergía. Acto seguido, un fuego me quemó por dentro y, al fin, toda la piel me empezó a picar, como irritada. Abrí y cerré mi auténtica mano con una mueca amedrentada.

—Es increíble la de cosas raras que puede llegar a hacer la magia —resoplé.

Rinan, que se había quedado mirándose como si no se reconociese, emitió una risita nerviosa.

—Ojalá acabemos pronto con este lío, hermano.

Asentí. Sin embargo, ambos no nos atrevíamos aún a dar del todo pábulo a nuestra esperanza ya que… ¿cómo dos espíritus que apenas podían llevar un objeto en las manos serían capaces de conseguir nada? Si Isis supiera lo que nos había ocurrido, no se lo creería.