Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 5: El Corazón de Irsa

2 Intrusión

«¡A… A… ACHÁ!»

El estornudo nos sacudió violentamente y de no ser por mi órica el aire expulsado habría alcanzado los cristales de la ventana. Lo mantuve en suspensión y pasé el pañuelo. Este me lo había prestado el tío Varivak aquella misma mañana y ya estaba en un estado deplorable.

“Kala,” mascullé mentalmente. “¿Por qué no volvemos a la cama?”

Kala echó un vistazo a la cómoda cama de la habitación, pero se apoyó otra vez contra el borde de la ventana, rebuznando:

“Yánika ha dicho que iba a pasar el Dragón Negro por esta calle. ¿No quieres verlo, o qué? Es el último día de la Feria de Dágovil.”

Suspiré. Kala bullía de curiosidad. Pero también de fiebre. Apenas había llegado a casa del tío Varivak después de la boda de Perky de Isylavi, me había notado raro. Lo único que había hecho en esos cinco días había sido dormir, estornudar y escribirles una carta a los Ragasakis. Y gruñir con Kala.

Por fortuna, que yo estuviera encerrado no significaba que los demás lo estaban: mi hermana había salido todos esos días a la Feria y volvía con los ojos iluminados. Conociéndola, adivinaba que no estaba entusiasmada tanto por las atracciones y espectáculos como por la cantidad de gente que había por las calles. Y también la compañía… Yodah la había acompañado los tres primeros días. Luego, el deber había obligado al hijo-heredero a recordar que tenía una reliquia recién recuperada que entregar a nuestra isla: la Llave de la Mente, que yo había guardado por inadvertencia durante mi trabajo. Según me había dicho el tío Varivak, aquella mágara la había forjado nadie menos que Irshae y Aydal, Fundadores del clan, hacía más de dos siglos. Al parecer, esa llave era para la bréjica un poco como el Orbe del Viento para la órica: era un guía poderoso y preciso que te ahorraba tiempo y esfuerzo. Cuando Yodah había venido a despedirse de mí, el día anterior, me había dicho:

“¿Sabes, Drey? Si la Selladora se negó a que Yánika la ayudara para equilibrar su Datsu, fue por temor a dejarle la responsabilidad a su hija. Pero alégrate: es muy posible que, con esta llave, tu madre consiga reparar su Datsu. Al final, vamos a acabar con todos nuestros problemas,” había sonreído. “¡Descansa y reponte rápido! Y tú también, Kala. Con un poco de suerte, nos volveremos a ver pronto.”

Y se había marchado junto con su tío Mewyl a la isla de Taey. No había siquiera mencionado que la Llave de la Mente también podía cambiar el Datsu de Yánika… y supe que él tampoco quería que cambiase. Posé mi frente cálida contra el frío cristal. Ojalá lo que decía fuese cierto y Madre consiguiese reparar su Datsu.

Los ojos se nos habían ido cerrando pero entonces Kala los abrió de golpe.

“¡Drey! ¿Oyes? ¡Música!”

“Se oye música desde que ha empezado el rigú, Kala,” suspiré.

“Esta es distinta. Mira… mira, hay gente al final de la calle.”

Era cierto. Se iba acumulando la gente en los balcones y terrazas y, al fondo de la ancha calle donde se alzaba la mansión de Varivak Arunaeh, había agitación. Tras un momento, vi aparecer en la procesión la cabeza del Dragón Negro. Los tambores resonaban incluso a través del cristal aislante. Kala emitió un suspiro de admiración.

“¡Es enorme!”

Era larguísimo, más bien. Tras la cabeza, el cuerpo se alargaba como el de una gigantesca serpiente negra. Lo sostenían saijits disimulados debajo, de los cuales tan sólo se adivinaban los pies. ¿Cuántos había ahí debajo, levantando la tela? Medía como unos cincuenta metros. Avanzaba con un ritmo lento y tardó en pasar por delante de nuestra ventana. El Dragón Negro de Dágovil era conocido por todos los Pueblos del Agua. Al parecer, antaño había vivido en esa caverna uno de verdad, un atroshás, más alto que cualquier otro dragón, más fuerte que cualquier otra criatura de Háreka. Se decía que él había creado el lago de magma por encima de la caverna, bendición y a la vez maldición, pues, según la creencia, si no hacías ofrendas al Dragón y no le mostrabas respeto, podía caerte un río de lava. Con el tiempo, el Dragón Negro hasta hacía caer estalactitas sobre las cabezas de los niños traviesos.

Sentí un cosquilleo, abrí la boca y entorné los ojos diciendo con voz ahogada:

«A… Ach…»

El estornudo no vino. Solté un resoplido cansado y me levanté, arrastrándome hasta la cama.

“No gruñas, Kala. Ya has visto al Dragón: ahora a la cama.”

Kala masculló algo ininteligible por bréjica pero no protestó: él también estaba cansado. Al fin y al cabo, teníamos el mismo cuerpo.

Me tumbé. Los golpes de tambores ya se estaban alejando. Me arrebujé en mis mantas, Kala se abrazó a la almohada y cerramos los ojos. Jugueteé con la órica. Y en un momento, me dormí.

Desperté oyendo pasos ligeros y sentí la puerta abrirse. Kala levantó un párpado. Vestido con su amplio uniforme de inquisidor negro con borlas rojas, el tío Varivak se avanzaba en el cuarto llevando una bandeja. Trataba de no meter ruido. El olor a comida encendió mi apetito y me moví.

«Estás despierto,» se alegró. «Pensé que tendrías hambre. ¿Sigues con fiebre?»

Desplegó una mesilla de madera ligera, la posó sobre la cama y, en ella, la bandeja. Kala y yo sonreímos al mismo tiempo, yo por ver el cuenco de zorfos y él por las rodajas de rowbi. Desde que Varivak nos había puesto rowbi asado para la cena el primer o-rianshu en su casa, el Pixie se había enamorado del plato.

«¡Gusano!» exclamó, entusiasmado.

«Es rowbi,» precisó Varivak, poniendo los ojos en blanco. «Ya pensé que te alegraría, Kala.»

«No deberías mimarlo tanto, tío Varivak,» le repuse.

«Y pensé que a ti te alegrarían los zorfos, Drey,» añadió mi tío.

Hice una mueca y Kala sonrió anchamente imitándome:

«No deberías mimarlo tanto, tío Varivak.»

El inquisidor enseñó una sonrisa divertida.

«Parece que estás mejor,» constató. Pasó una mano por mi frente. «Ya no tienes fiebre. Pero aún debes descansar.»

«Di, tío Varivak,» dejó escapar Kala, masticando. «¿Por qué enferman los saijits?»

«¿Que por qué? Mm,» meditó mi tío, cruzándose tranquilamente de brazos. «Buena pregunta. Algunos dicen que las enfermedades vienen de la luz del sol y que, de no ser por los extereños, no habría nunca epidemias en los Subterráneos.»

Resoplé.

«No le cuentes tonterías a Kala: se las va a creer.»

Kala hizo una mueca sorprendida. Varivak puso cara inocente, agarró una silla y se sentó.

«Perdón, perdón. Es verdad que una mente cándida abraza todo lo que oye. Siendo brejista, debería tener más cuidado. Por Sheyra,» suspiró, poniéndose cómodo. «Últimamente, esta casa estaba muy vacía. Ya estuviste aquí más de una vez, ¿verdad? Entre otras cosas, para pasar los exámenes en la Academia, si bien recuerdo.» Confirmé con un gesto de cabeza mientras comía. «Mm… Es una casa antigua, pero resistente. Y más que lujosa… Sabes de dónde nos viene, ¿verdad? ¿No? Por Sheyra, pertenece a la familia desde hace más de ciento cincuenta años, desde que la compró Herpold de Asdrumgar. El que se casó con Sohorya Arunaeh la Aventurera.»

Tragué, mirándolo con curiosidad.

«¿De Asdrumgar? ¿Hablas del reino de Asdrumgar?»

Ese famoso reino subterraniense estaba muy al norte, a más de mil kilómetros de distancia. Mi tío Varivak meneó la cabeza.

«Te vendría bien conocer un poco la historia de tu familia, sobrino. Herpold de Asdrumgar era el bisabuelo materno de nuestro gran líder. ¿No conoces la historia? Herpold fue rey de Asdrumgar durante un mes, exactamente. Apenas heredó el trono con diecisiete años, una sublevación lo destronó. Huyó lejos, por el Pasadizo de los Demonios, por el Reino de Piedras, por Sensepal, atravesó el Bosque de Chéu, bordeó el Mar de Gassand, recorrió Lédek, siempre con los esbirros del usurpador detrás. Estos parecían dispuestos a perseguirlo hasta el fin del mundo para matarlo.»

Kala estaba embebido. Yo comía mis zorfos.

«¿Entonces lo salvó Sohorya?» solté.

«No. Robó una barca en Kozera y zarpó hacia Temedia. Pero no era marinero y bien sabemos que las aguas de Afáh son serenas arriba y traicioneras por debajo. Herpold naufragó y se varó en la isla de Taey.»

«Y ahí lo salvó Sohorya,» insistí.

«Tampoco,» sonrió Varivak. «Nuestra familia agarró al ladrón y lo mandó directo al Volcán.»

¿A la cárcel de Kozera?

«¿Por qué?» me extrañé. «Naufragar no es ilegal, que yo sepa.»

«No. Pero lo es robar un barco. Moryan, sin embargo, la Tercera Selladora, vio en él algo más que un ladrón y mandó que se lo interrogara. Fue entonces cuando empezó el mayor romance de nuestro clan. Sohorya pasaba a ver a Herpold en la prisión varias veces a la semana, incluso después de que el rey hubiese sido condenado a un año de cárcel. Herpold se enamoró perdidamente de ella. Finalmente, Sohorya lo sacó de ahí y pidió algo que no se había visto en el clan desde los tiempos de su fundación: que un saijit adulto recibiera el Datsu. Pese a los riesgos, Herpold estaba decidido. Los esbirros seguían buscándolo y hacerse Arunaeh significaba cambiar de identidad y unirse a la persona a la que amaba.» Mi tío echó un vistazo a la bandeja vacía y sonrió. «Herpold el Comerciante, como lo apodaban: llenó las arcas del clan como ninguno. Tal vez por recibir el Datsu tan tarde, tenía ciertas tendencias de acaparador. De ahí que haya comprado una mansión tan lujosa. ¿Te has quedado con hambre?» agregó.

Negué con la cabeza y Kala afirmó, de tal forma que nos torcimos el cuello y mascullamos.

«No es posible que tú te hayas quedado con hambre y yo no, Kala,» le lancé. Me respondió un resoplido paciente. Tras ayudar a mi tío a recoger la mesilla y la bandeja, me recosté preguntando: «No había más cartas del viejo Rotaeda, ¿verdad?»

Varivak me echó una mirada curiosa y negó con la cabeza. Hacía dos días, había recibido una invitación por parte de Trylan Rotaeda para que participara a un baile en el que estaría su nieta Erla. Y la había tenido que rechazar por culpa de la gripe, para desesperación de Kala. Si no les había explicado nada a mi familia sobre Lotus era porque había prometido a ese viejo Trylan que no hablaría de ello.

“Kala, tú no prometiste nada, ¿por qué no se lo explicas?”

El Pixie torció la boca. No le apetecía. Porque, a pesar de traernos zorfos y rodajas de rowbi, el tío Varivak no había dejado entrar a Jiyari en su casa. Según Yánika, el Campeón se hospedaba solo en un albergue de viajeros mientras Rao realizaba sus pesquisas con la ayuda de su hermano Melzar. Pesquisas vanas. Si tan sólo pudiera hablar con ellos para decirles que ya sabíamos dónde estaban Boki y Lotus…

Cambié de tema.

«Tío… ¿Has trabajado hoy?»

Varivak enarcó una ceja.

«Aún no. Esta tarde tengo cita con un par de Estabilizadores del Bosque de Liireth que metieron ayer en Makabath.»

«¿Makabath?» repetí. «¿Así que vas a Makabath? ¿A cuánto está de la capital?»

«Una hora en anobo. Tu prima Azuri me acompaña, así que probablemente se encargue ella de todo, como buen maestro que soy…» Sus ojos centellearon y acercó su rostro a mí, burlón. «Ya sé por qué lo preguntas. Quieres que te hable de los Zorkias que hay en la prisión, ¿verdad? Por ese nuevo comandante fugitivo. ¿En serio pretendes ayudarlo?»

Lo miré, hice una mueca… y estornudé violentamente. No pude pararlo esta vez y Varivak se llevó buena parte. Su Datsu rebrilló.

«Attah… perdón,» me disculpé. «Los estornudos son igual de traicioneros que las aguas del mar de Afáh…»

«No me seas poeta ahora,» carraspeó Varivak, limpiándose la cara.

Se oyó de pronto un ruido en el pasillo. ¿Un cuchicheo? Sentí el aura de Yánika, tensa y divertida a la vez. Expectante, la vi asomar la cabeza por la puerta con cara traviesa y… se llevó un susto al ver a Varivak de pie, junto a la cama.

«¡Tío Varivak! V-vaya. Creía que tenías que ir a trabajar. ¿Có-cómo están Kala y Drey?»

Los tres le devolvimos una mirada interrogante. Se avanzó con cierto nerviosismo y contesté:

«Más resfriado que nunca, pero me siento mejor que ayer. ¿Qué tal el último día de fiesta?»

Yánika sonrió anchamente.

«¡Muy bien! ¿Has visto al Dragón Negro?»

«Por la ventana.»

«¿A que era impresionante? ¡Y el ruido de los tambores…!»

«¿Ocurre algo, sobrina?» le preguntó Varivak. «Estás nerviosa.»

«¿N-nerviosa?» contestó Yánika. Sus ojos negros se movían hacia un lado, rehuyendo la mirada de nuestro tío. «Es que… Es que…»

Entendí su apuro: estaba a punto de mentir, ella que nunca mentía en serio. Fruncí el ceño, inquieto.

«¿Qué pasa, Yani? Has estado con Jiyari todo este rato, ¿no? ¿No habréis tenido problemas con la gente?»

Ya me imaginaba que su aura le había hecho alguna jugarreta, o que Jiyari había caído de pronto en la tentación de volver a beber para festejar el día del Dragón Negro, o…

«¡Claro que no!» aseguró Yánika. «Es sólo que pensé…»

De pronto, sentí aire moverse junto a la puerta y apareció un joven humano rubio con bufanda roja. Me fijé en que el Datsu de Varivak se desataba considerablemente. ¿Tanto lo molestaba que un extraño estuviera en su casa? Mar-háï… Kala jubiló:

«¡Jiyari, hermano!»

Se levantó y, con las piernas flojeantes, se acercó para abrazarlo como si no lo hubiera visto en meses. Jiyari parpadeó de sorpresa pero correspondió al abrazo con igual ímpetu y sus ojos se llenaron de lágrimas.

«¡Te he echado de menos, Gran Chamán…! Rao me dejó en el albergue porque dijo que era más seguro para mí. Melzar… apenas he podido verlo un momento. No esperaba que le interesara tan poco el… Bueno… Menos mal que Yánika me ha pedido que fuera con ella a la Feria estos días. Cuando oí que estabas enfermo, temí lo peor.»

Las lágrimas habían empezado a caer en las mejillas de ambos. Resoplé y le robé el cuerpo a Kala, apartándome.

«Anda, sois unos exagerados. Caigo enfermo casi todos los años por esta época. Es automático. No es como si fuera a despedazarme como lo hicisteis vosotros. Vaya par de sentimentales.»

El aura de Yánika se había vuelto un mar de vergüenza.

«Tío Varivak,» murmuró. «Pensé… pensé que Drey estaría contento de verlo.»

«Es culpa mía, mahí,» dijo Jiyari de pronto, inclinándose con elegancia. «No quería entrar, pero mi preocupación…»

«Cuando hayas hablado con mi sobrino, sal directo,» lo cortó Varivak con paciencia. «Yánika. Si no dejo entrar a gente extraña en esta casa es para evitarme visitas indeseadas. No es nada personal.» Cogió la bandeja y agregó mentalmente para mí: “Te lo dejo en tus manos.”

Se marchó y, tras un silencio, Yánika se mordió un labio con cara inocente. Puse los ojos en blanco y solté:

«Son sus costumbres y hay que respetarlas.»

Nos sentamos, Yánika y yo sobre la cama, Jiyari sobre la silla. Pregunté:

«¿Fuiste a ver a los Zatashira?»

No le había pedido nada, pero Yánika había insistido en que pasaría para averiguar por qué esos mercenarios habían dejado plantado a Sombaw Arunaeh en el Templo de la Verdad. Mi hermana se ensombreció.

«Fuimos. Pero el gabinete estaba cerrado. Una vecina nos dijo que hacía meses que no los veía. Al parecer, aceptaron un trabajo dudoso. Pero no supo decirme qué.»

Me quedé pensativo un instante. ¿Un trabajo dudoso? Attah… Me daba mala espina ese asunto. Cambiando de tema, hablamos de las fiestas y del albergue de viajeros donde se había metido Jiyari —un antro de cazarrecompensas y mercenarios, por lo visto. Kala expresó su incredulidad:

«¿Cómo puede Rao haberte dejado ahí?»

A Jiyari se le escapó una risa molesta.

«No la culpes. Melzar y ella están buscando a Lotus. Y yo… no sabría por dónde empezar. Ellos tienen otra educación. »

Eran Cuchillos Rojos. Sin duda estaban más acostumbrados a los trabajos de espionaje que Jiyari y yo. Lo miré con curiosidad.

«¿Cómo es Melzar?»

Jiyari se ensombreció.

«Es… Bueno, en mis recuerdos, era una persona reservada y se cuestionaba a veces demasiado las cosas… Apenas he podido hablar con él,» admitió. «Pero no parecía muy interesado por… conocerme.»

Kala agrandó los ojos, sorprendido.

«¿No se ha alegrado de verte?»

Jiyari hizo una mueca.

«Melzar no es de los que se emocionan fácilmente.»

«Al contrario que vosotros dos,» intervine. «Quién sabe, puede que ese Melzar sea el Pixie más normal de los och… ¡ACHÚS!»

Kala aspiró una bocanada de aire.

«Qué escandaloso.»

«Tú puedes habl… ¡achús!»

Cuando finalmente me guardé el pañuelo, declaré:

«Kala quiere deciros algo.»

Kala parpadeó.

«¿Ah, sí?»

Resoplé.

«¿Te ha vuelto la fiebre, o qué? Ya sabes de lo que hablo. Yo prometí no decir nada.»

«¿Prometiste no decir nada?» repitió Yánika, intrigada. «¿De qué estáis hablando?»

Entonces, Kala entendió y la emoción lo invadió.

«Es verdad, Jiyari, hermano. Hermana… He encontrado a Lotus. En la Academia. Sobre un anobo. No he hablado aún con ella, pero…»

El aura de Yánika se llenó de un asombro tan intenso que Kala calló, mirándola con alarma.

«¿Yani?»

«¡¿Qué?!» exclamó mi hermana. «¿Encontraste a Lotus en la Academia y todavía no nos lo habías dicho? ¿Has dicho ella

«Lotus,» susurró Jiyari. Sus ojos se habían iluminado. «¿De verdad, Gran Chamán?»

«De verdad, Campeón,» suspiré. «Oye, ¿hay alguna manera de contactar con Rao? No vaya a ser que la pillen para nada.»

Jiyari se rascó la cabeza, aún asimilando la escueta explicación de Kala.

«Dijo que, si surgía un problema, fuese a una taberna llamada La Sombra en el Barrio del Fuego. Dijo que alguien ahí la avisaría.»

Enarqué una ceja. El Barrio del Fuego era un barrio de talleres en el norte de la ciudad, junto al río. Ahí estaban casi todas las fábricas y las forjas de la capital. Lo sabía porque había acompañado a Padre una vez, cuando era niño, para comprar material.

Inspiré y me levanté.

«Vamos.»

El aura de Yánika se cubrió de reticencia.

«Iremos nosotros,» replicó. «Tú estás enfermo. Saoko nos acompañará: se quedó abajo, ante la puerta, porque dijo que entrar era un fastidio…»

«Estoy mucho mejor,» aseguré. «Llevo cinco días sin moverme. No puedes decir que no sea buen paciente.»

Agarré mi chaleco de destructor, dejé el diamante de Kron en mi mochila y repetí:

«Vamos.»