Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 4: Destrucción

24 Epílogo

«Por dos kétalos, te escribo. Por un kétalo, te sonrío. Por cero, te salvo la vida.»

Sisela Dradzahyn, El grillo de las brújulas

* * *

Una paz serena moteada de suaves trinos de ave reinaba en el santuario járdico cercano a Derelm. Naylah posó un paño húmedo sobre la frente sudorosa de una joven de cabellos morenos. Esta tenía tal vez quince años y, al mirarla, la lancera creía verse como en un espejo, años atrás. Se cruzó con sus ojos vidriosos y forzó una suave sonrisa.

«Descansa. El sueño lo cura todo.»

Naylah hablaba con una confianza que no sentía. Cuando ella había despertado, después de que le quitasen el collar de control, había estado aturdida, perdida, pero no recordaba ese estado de ánimo apático que afectaba a todos los ex-dokohis del laboratorio. ¿Qué habían estado haciéndoles esos científicos a los collares? ¿Hasta qué punto podían haber dañado la mente de esa pobre gente? Sólo de pensarlo, una rabia fría la invadía. Se había prometido que no caería en el odio, que Astera se convertiría en el arma de la Salvación y no de la Venganza… Pero no era fácil. Cada vez que veía a los once saijits tendidos en la sala del santuario, cada vez que veía a los generosos monjes calmar los súbitos gritos de esa gente atormentada, se preguntaba si algún día lograrían como ella volver a la realidad.

Salió a la veranda. Desde ahí, alcanzó a ver los árboles frondosos en el límite del claro, así como la colina con el roble y el pequeño barranco. Sentado al borde de este último, bajo los rayos del sol poniente, Livon balanceaba las piernas, ensimismado. Al verlo, Naylah sonrió pese a su humor y se adelantó, subiendo la colina. Conocía al permutador desde hacía años. Recordaba el día en que había aparecido en la cofradía, junto con Baryn. Tenía entonces más pintas de niño salvaje que de saijit. Desde entonces, Orih y él habían crecido y se habían convertido en unos jóvenes con los que se sentía cada día más orgullosa de compartir cofradía.

Sentada al pie del roble, unos metros más lejos, Sanaytay limpiaba su flauta y asentía a algo que le acababa de decir el permutador. Ambos alzaron la cabeza al ver a la lancera acercarse.

«Nayu,» soltó Livon, detallándola con la mirada. «¿Qué tal estás?»

¿Se preocupaba por ella más que por los once ex-dokohis? Naylah ocultó su sonrisa y se sentó junto a él cruzándose de brazos.

«Yo bien. Son ellos los que me preocupan. Despertaron hace seis días y siguen sin recordar quiénes eran antes de que les pusiesen el collar.»

Livon arrugó la frente. Sanaytay murmuró:

«Pero… con el tiempo lo harán, ¿no?»

La flautista vino a sentarse a su izquierda con expresión esperanzada. Lo harán, se repitió Naylah. ¿Lo harían? La lancera miró hacia el oeste, hacia el horizonte cada vez más anaranjado.

«No lo sé,» admitió. «¿No recordáis lo que nos dijo Drey? Esos collares pueden tener efectos irreversibles en la mente de una persona. Incluidos los que no han sido modificados por el Gremio… Mirad Tchag.»

Livon espiró, meditativo.

«Tchag nos recuerda. Y recuerda partes de su pasado, estoy seguro. Es sólo… que no es fácil hablar del pasado. »

No, no lo era. Naylah lo sabía de sobra. Se recostó posando ambas manos contra la hierba para otear el ancho cielo. ¿Qué recordaba en verdad? Las más de las veces, cuando le asaltaba un recuerdo, las siluetas eran oscuras y brumosas. Sólo una entre todas era nítida: la de Kan, el hombre que la había criado. Es decir, no a ella, sino a esa parte sellada que ahora se fundía poco a poco en su mente. Temía que esta pudiera cambiarla. Temía también que los recuerdos que se filtraban fueran a ser atroces. Pero ¿para qué temerlos? Sólo eran recuerdos. No podían cambiarla. Tener miedo de ellos era como temer a un muerto.

Así pues, si había amado a Kan como a un padre, no tenía por qué hacerlo ahora; si había odiado a los saijits, no tenía por qué odiarlos ahora; si había querido matar Máscaras Blancas… no tenía por qué matarlas ahora. Era libre de ser ella misma y desatarse de su pasado para luchar mejor contra él.

Mientras sus ojos seguían el vuelo de una bandada de pájaros a través del cielo del atardecer, se preguntó hasta qué punto una mente debía ser retorcida para inventar un collar de control. Según Drey, la creación de los collares había sido concebida para recuperar las lágrimas dracónidas y los Pixies que el Gremio de Dágovil había robado. Y según él también, Lotus Arunaeh y el Gran Mago Negro Liireth eran la misma persona. Los Arunaeh… ¿Hasta qué punto esa familia era capaz de jugar con las mentes de las personas? Incluso se imponían a ellos mismos un medidor de sentimientos y se lo habían impuesto a Drey desde muy niño. ¿Por qué defendía él su Datsu? Sólo era un instrumento más, tal vez no tan malo como el collar de dokohi, pero Naylah seguía escéptica en cuanto a su verdadero uso. Al fin y al cabo, ni siquiera lo había protegido de tener a un Pixie del Desastre dentro.

«¡Ahí llegan!» dijo Livon.

Naylah bajó la mirada y constató que efectivamente se acercaba una carreta por el camino, tirada por un caballo. Pronto pudo reconocer a Zélif, apoyada contra la parte delantera del vehículo. Su cabellera rubia destellaba como un mar dorado. Sentada en el banco, Sirih arreaba al caballo; un sombrero de paja ocultaba su pelo rojo. Sobre la montura, balanceando los pies como un diablillo travieso, se encontraba Tchag. En cuanto a Orih, estaba tumbada sobre los sacos de provisiones que habían ido a buscar a Derelm para reabastecer el templo járdico. Con tanto paciente, los monjes no daban abasto, pero el propio Aruss había propuesto su ayuda como Gurú del Fuego desde Firasa. Según Zélif, ni siquiera había insistido para saber de dónde sacaban los Ragasakis a tanto ex-dokohi: saber que lo eran había bastado para animarlo a actuar.

Sólo cuando dejaron la carreta junto al templo al cargo de los monjes, Naylah se fijó en que había otra persona que acompañaba a los cuatro Ragasakis. Cuando se acercaron hasta el pequeño barranco, Livon los saludó con alegría.

«¡Zélif, Tchag, Orih, Sirih! ¡Y Yeren! ¡Qué bien que estés de vuelta!» le dijo a este. «Me dijeron que, en los Subterráneos, fuiste a salvar a un pueblo de una epidemia.»

«Bueno, salvar es mucho decir,» matizó el curandero con una mueca sonriente. «Hice lo que pude, como los demás. Hasta los Koobeldas del bosque acabaron vendiéndonos algunas hierbas medicinales. Las usé como mejor sabía y creo que hemos salvado vidas.»

«Deja ya de ser tan modesto, Yeren,» lo recriminó Naylah. «Eres el mejor curandero de Firasa. Espero que hayan agradecido tu ayuda.»

Yeren sonrió.

«Claro. Estaban muy agradecidos. Le dieron un saco entero de baparya a Neybi, la anoba de Drey, y una niña hasta me regaló una flor. La he conservado en mi cuaderno, si queréis verla…»

La enseñó. Era una pequeña flor de pétalos violetas. Sirih resopló.

«Una flor… ¿Eso es todo?»

Estaba incrédula. Zélif sonrió.

«Los Ragasakis tenemos nuestros principios, Sirih. Si está en tus manos salvar la vida de una persona, aunque esta sólo pueda darte una flor, ¿no la salvarías?»

Sirih se sonrojó y masculló:

«Principios, eh… Y supongo que si has venido aquí es que también tienes pensado ir a echarles un vistazo a los ex-dokohis. Demasiada generosidad mata, Yeren.»

«Bueno, al menos moriré sin remordimientos,» repuso el curandero con una sonrisilla.

Sirih dejó escapar algo inintelegible. Tchag ascendió ágilmente el pequeño desnivel y chocó su pequeña palma contra la de Livon antes de subirse a su hombro. Sonreía anchamente. El permutador tendió una mano abierta hacia los recién llegados.

«¡Uníos a nosotros! Hoy el atardecer es hermoso. ¿Qué tal el viaje?»

«Estupendamente,» contestó Zélif.

«¡No sabía que Derelm fuera una ciudad tan grande!» añadió Orih con los ojos centelleantes.

«Con todo lo que hemos comprado, el santuario tiene para aguantar varios meses,» completó Sirih.

Esas eran buenas noticias, se alegró Naylah. No dejó de fijarse en que Sirih hablaba de abastecer al santuario como si fuera el suyo propio… Y luego le daba lecciones mercantiles a Yeren. La lancera sonrió. Le dio una mano a la faingal para ayudarla a subir el desnivel y unirse a ellos. La llevó casi en volandas de lo ligera que era. Con Orih, Livon tuvo más dificultades porque la mirol se tropezó con una raíz medio desenterrada. Yeren la sostuvo y la explosionista masculló:

«Gracias, Drey. Q-quiero decir, Loy. No…»

«Yeren,» la ayudó amablemente el curandero.

Naylah se ensombreció. Todavía Orih seguía equivocándose con la gente. De pronto, olvidaba quién la rodeaba, miraba a la persona y la confundía con otra. Efectos del collar modificado… Sólo esperaba que fueran temporales.

Sirih se las arregló sola para subir, se sentó junto a su hermana pasándole un brazo enérgico por los hombros y soltó animadamente:

«¡Hermana! ¿Me has echado de menos?»

Sanaytay carraspeó con suavidad.

«Bueno… El día se me ha pasado rápido. He estado ayudando a los monjes, y también he compuesto una nueva canción y se la he enseñado a Livon.»

«¡Me ha encantado!» afirmó Livon. «Sanay es una profesional.»

«¡Pues claro que lo es! Debería dedicarse a eso en vez de ganar cuatro kétalos en esta cofradía de pacotilla, ¿no?» graznó Sirih con una risita.

Naylah resopló.

«No seas rencorosa, Sirih. Drey no nos llamó así porque lo pensase sino porque lo piensan los de su templo.»

Sirih se encogió de hombros. Cuando miró el cielo rojo, su rostro se iluminó con una sonrisa. Durante un momento, estuvieron los ocho Ragasakis en silencio, contemplando los fulgores rojizos del sol poniente. Algunas cigarras ya empezaban a cantar entre la hierba alta y la brisa veraniega se hacía sutilmente más fresca.

«Sirih tiene razón,» dijo de pronto Zélif. «Para poder hacer algo por los demás, tenemos que prepararnos y asegurarnos de que tenemos armas, mágaras e información suficiente, y para eso necesitamos dinero.»

Todos miraron a la líder con sorpresa, incluido Tchag.

«¿Prepararnos?» preguntó Naylah. «¿A qué te refieres, Zélif?»

La pequeña faingal enredaba un mechón rubio en su dedo, pensativa.

«Allá abajo, en Kozera, hemos tenido mucha suerte. Hemos huido de los vampiros gracias a Drey. Nos hemos encontrado con vosotros tres, Livon, Naylah y tú, Sirih, de casualidad. Y de no ser por Yánika los dokohis que os perseguían nos habrían matado a todos. Y de no ser porque los dokohis no esperaban que Orih tuviese un amuleto para resistir los efectos del collar, habrían sido más vigilantes y no la habrían dejado escapar. Si hemos salido vivos esta vez… fue pura suerte.»

«Y sin Rao y sus Cuchillos Rojos, jamás habríamos conseguido saber dónde se encontraba Orih,» agregó Livon en un murmullo.

Se instaló otro silencio. Naylah frunció el ceño contemplando la oscuridad creciente. Una luz morada empezaba a iluminar el cielo. Aquella noche no era una noche cualquiera: los tres astros nocturnos aparecerían en su plenitud, primero la Vela, como un gota de sangre, luego la Gema, azulada y tenue como una piedra de luna; pronto no tardaría en salir la Luna.

«Oí decir en Daer,» susurró Sanaytay de pronto, «que a estas noches se las llaman Noches de los Deseos. Al mirar los tres astros y pedir un deseo, este se hace realidad.»

Su hermana resopló, atónita.

«Sanay…» Encendió una luz armónica para verla mejor. «¿Desde cuándo eres astróloga?»

«No es cuestión de eso,» repuso la flautista, ensimismada. «Esas creencias nos hacen pararnos a pensar en lo que realmente queremos. Creo que, si nos unimos todos para realizar nuestros deseos, podremos alcanzarlos. La gárgola, Axtayah, dijo algo así cuando nos dejó en la playa de Derelm: no importa quiénes seamos, no importa nuestro pasado ni lo que debamos a otros, lo que importa es hacerlo lo mejor que podamos. Por eso… creo que la líder tiene razón. Todavía podemos hacer mucho más.»

Naylah inspiró el aire del crepúsculo, sobrecogida. Se oyó el grito de una lechuza a lo lejos. Los monjes járdicos estaban encendiendo las linternas sagradas ante el templo. Livon sonrió y agitó la cabeza con firmeza.

«Tienes toda la razón, Sanay. ¿Pero por qué dinero, Zélif? Para seros sincero, yo estaba pensando más en…»

«¿Volver a los Subterráneos y ayudar a Drey?» lo cortó Zélif con suavidad. Livon parpadeó como preguntándose cómo lo había adivinado. La faingal se frotó los brazos diciendo: «Lo ayudaremos, Livon. Pero, de momento, él no está en peligro. Gracias…» añadió con una sonrisa cuando Yeren la abrigó con su propia capa. Se envolvió con esta, acurrucándose, y declaró: «Loy me ha reenviado a Derelm una carta que Drey nos mandó a Firasa.»

«¿Una carta de Drey?» jadeó Livon.

«¡Así que eso es lo que te entregó el mensajero esta tarde!» exclamó Orih. «¿Qué dice, qué dice?»

«No dice gran cosa en su carta,» admitió Zélif. «Sólo, que está en la capital de Dágovil y que se va a quedar ahí un par de semanas. También dice… que es posible que pase por Firasa para ir al Festival de Trasta a principios de otoño.»

Naylah se irguió bruscamente.

«¿El Festival de Trasta? ¿Va a participar a un campeonato?» Había oído mil historias sobre ese festival. El propio Grinan Farshi había participado el año anterior en los duelos con armas de asta… Inspiró, sintiendo la expectación crecer como un roble. Ya se veía sentada en las gradas con los demás mientras el joven destructor revelaba sus dotes quebrando rocas ante los ojos admirados de los espectadores… «¡Tenemos que ir a animarlo!» afirmó.

«Me alegro y me sorprendo al mismo tiempo,» comentó Yeren. «No imagino a Drey teniendo iniciativas de ese tipo…»

«¿En serio Drey va a participar en el Festival?» insistió Sirih, sorprendida.

«Bueno, eso no lo dice en su carta,» reflexionó Zélif. «En todo caso, de momento no parece necesitar nuestra ayuda. En cuanto a los dokohis de Zyro… según cuenta Loy, los Zombras de Dágovil están muy ocupados con ellos. Se rumorea incluso que los dokohis han tenido que huir de su base principal.»

«¿Los Zombras se han metido en el país de Lédek?» se extrañó Naylah. «¿Eso no es una invasión? ¿Y Zyro?»

Zélif meneó la cabeza.

«No lo sé. Me falta información, como digo. De nada serviría volver a Lédek si los dokohis se han marchado de ahí.»

«¿Por qué no usar las dos preguntas para la Kaara que nos ha dejado Drey?» propuso de pronto Livon. Sacó el papel de su bolsillo. Estaba hecho una bola… «Creo que ya no nos quedan más que tres días para presentárselas a tu padre, Yeren.»

El curandero lo miró con curiosidad.

«Según me han contado, Drey te dio este papel a ti, Livon. Mañana volvemos todos a Firasa, así que… si quieres, puedo viajar hasta Lellet y entregarle el papel en mano. De paso, saludaré a mis hermanos.»

Livon los miró a todos alternadamente, algo desconcertado.

«¿Queréis que escriba yo las preguntas? Pero… ya sabéis que a mí no se me da bien formular…»

«¡Si quieres te ayudo!» se animó Orih.

Sirih ahogó mal su risa.

«Ya me imagino las preguntas: oye, Tahúr, ¿dónde están los dokohis? ¿cómo rompo roca-eterna? Peor: ¿cómo rompo varadia? Ni el tato sabrá lo que es eso ya, salvo Myriah.»

«¿Cómo lo formularías tú?» preguntó Livon.

La armónica gruñó y se tumbó en la hierba con los brazos cruzados, bostezando.

«Ni idea. Yo soy ex-ladrona, no escribana.»

Livon puso cara sufrida.

«Necesitaríamos a Drey para esto.»

«O a Yánika,» intervino Orih. «Ella ha leído mucho.»

«¿Qué tal si le pedís ayuda a Loy?» terció Naylah. «Él es nuestro secretario, al fin y al cabo.»

Los rostros de Livon y Orih se iluminaron.

«¡Es verdad!»

Zélif carraspeó suavemente, divertida.

«Ragasakis,» los llamó.

Todos se giraron hacia ella. Naylah sentía un respeto inquebrantable hacia esa pequeña faingal que le había enseñado la verdadera vida junto a Shimaba. Todos sentían respeto hacia ella. Por eso era la líder.

La perceptista los miró a todos a la luz armónica de Sirih y afirmó:

«En el Festival de Trasta, hay competiciones de todo tipo y los ganadores reciben una generosa recompensa bajo la forma de dinero o de mágaras de buena calidad. Todavía está abierto a los aventureros de Rosehack. Los Ragasakis se inscribirán.»

La sorpresa fue general. ¿Inscribirse? ¿Al Festival de Trasta? A Naylah la invadió una profunda emoción. Sanaytay inspiró, pálida:

«¿Al F-Festival? ¿Nosotros?»

Zélif sonrió.

«Aunque sólo ganara uno de vosotros una de las competiciones finales, nos llevaríamos un buen dinero y daríamos a conocer nuestra cofradía, con lo que recibiríamos más solicitudes y más misiones. Sólo puede tener ventajas. De hecho, hace tiempo que Shimaba me habla de ello. Esperábamos a que Orih y Livon cumpliesen al menos dieciocho años. ¡Así que, este año, iremos todos al festival para gloria de nuestra pequeña cofradía!» Les enseñó una mueca traviesa y, levantándose, se puso de pronto seria y sus ojos azules rebrillaron. «Confío en vosotros, Ragasakis.»

Livon sonrió anchamente.

«¡Cuenta con nosotros!»

«¡Los Ragasakis podemos con todo!» afirmó Orih, radiante.

«¿Hay competiciones de permutadores y explosionistas?» preguntó Sirih, escéptica.

«Algo encontraremos,» aseguró Zélif. «Lo que sí hay son competiciones armónicas de imagen y de sonido.»

Sirih dejó escapar un resoplido y enseñó todos sus dientes.

«Entonces, me inscribo.»

«Y de lucha armada, por supuesto,» agregó Zélif, girándose hacia Naylah.

Esta esperó que nadie se fijara demasiado en su rubor naciente. Se sentía satisfecha y orgullosa, no realmente de participar en ese Festival, sino de participar en él como Ragasaki, junto a sus compañeros. Se sentía ansiosa por saber si Grinan Farshi se inscribiría ese año también. Apostaba que sí, puesto que el año anterior este no había conseguido ninguna gratificación. Los ganadores habían sido los luchadores de Trasta. Debían de ser muy hábiles… Pero esta vez sería diferente. Últimamente, se entrenaba mucho y sentía como si se despertaran en ella viejos reflejos que pulían sus movimientos. ¿Sería el saber del pasado, heredado de las lecciones de Kan, su maestro dokohi? Incluso así, lo usaría. Para ayudar a los Ragasakis, usaré todo lo que esté en mi poder, se dijo alzando los ojos al cielo. Los tres astros habían salido ya y alumbraban la noche tan bien que casi parecía de día. Sirih incluso había dejado de iluminarlos con su luz armónica y los monjes járdicos se habían contentado con encender las linternas sagradas de la entrada. Algunos de estos habían salido a contemplar la Noche de los Deseos.

La Noche de los Deseos, se repitió Naylah, admirando uno a uno los astros. La luz entremezclada, roja de la Vela, azul de la Gema y blanca de la Luna, tenía un fulgor morado sobrenatural. Inspiró el aire nocturno mientras los demás Ragasakis se ensimismaban también. ¿Qué deseo podía pedir?

Oyó un murmullo, el de Livon. ¿Estaría pidiendo también un deseo? También Orih lo parecía y… los demás también. Al mirar sus rostros, Naylah sonrió y regresó a su contemplación del firmamento murmurando mentalmente:

El corazón de un Ragasaki no se separa nunca de los demás.

En ese instante, en el sereno silencio, se oyó una voz ronca:

«Deseo… quedarme con los Ragasakis para siempre.»

Todos se giraron con asombro. El que había hablado…

¡Era Tchag!

El imp tenía las mejillas húmedas de lágrimas. Y sonreía.

* * *

* * *

Nota del Autor: ¡Fin del tomo 4! Espero que hayas disfrutado con la lectura. Para mantenerte al corriente de las nuevas publicaciones, puedes seguirme en amazon o echar un vistazo al sitio web del proyecto donde podrás encontrar mapas, imágenes de personajes y más documentación.

Tomo siguiente: El Corazón de Irsa