Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 4: Destrucción

13 El Templo de la Verdad

«Alzando la cabeza hacia los ollares humeantes del dragón de tierra, el Golem de Acero sonrió: tranquilo, me ocuparé de que los saijits no vuelvan a molestarte.»

Recuerdos de Kala, años 5572-5576

* * *

Tan pronto como Kala empezó a moverse hacia Rao, ella se quedó parada y sonriente, confirmando mi sospecha: también era una ilusión. La luz cegadora sobre el campo no me dejaba ver bien y estaba demasiado lejos como para distinguir el rostro con precisión, pero su cabello violeta y negro era definitivamente más abultado y más largo de lo que era antes. Además, de ninguna manera la Rao real podría estar tan tranquila ahí sin preocuparse por Samba o por nosotros. Estaba maldiciendo la credulidad de Kala y tratando de ralentizar sus impulsos cuando de pronto aparecieron más mujeres alrededor de Rao. Todas iban vestidas con una fina túnica blanca y etérea y una corona en la frente. Parecían…

«Hadas,» jadeó Kala. «Rao… ¡Son hadas!»

Gateó hacia ellas con evidente maravilla. Gruñí.

“O a lo mejor son todos unos orcos sangrientos…”

“¿Y tú qué sabes?”

Nada. Yo no sabía nada. Pero él, por lo visto, todavía menos. Esa Rao tenía toda la pinta de ser una ilusión y sin embargo… respiraba. Estaba seguro ahora: mi órica acababa de percibir su suspiro. Las demás mujeres no respiraban. Pero esa sí. Paralicé de nuevo nuestros movimientos.

“Lo siento, Kala,” le dije, “pero deberías aprender a usar tus neuronas.”

“¿Mis qué?” replicó Kala, furibundo.

Mis labios se torcieron en una sonrisa incrédula.

“¿No sabes lo que son las neuronas, Kala? Las necesitas para pensar. Si dejas de ser tan tozudo, te prestaré alguna, ¿vale?”

Kala marcó una pausa.

“Vale.” ¿Me estaba tomando en serio? Agregó: “Pero yo sé pensar: si Rao no es la verdadera, entonces es un impostor. Lo sabré en cuanto la toque.”

“¿Y una vez que toques al impostor, qué? ¿Lo harás pedazos?” me interesé. “Por lo visto, estas armonías ahogan las voces, por lo que no podrás hablar con Rao. No te fíes de tu vista ni tampoco del tacto. Ni del suelo. Quién sabe si el objetivo de estas armonías no es guiarnos hasta un gran hoyo, una jaula o un puchero con agua hirviendo. ¿Lo pensaste?” Hubo un silencio. “Cálmate pues y déjame…”

«¡Me da igual!» graznó Kala. «Voy a por ella.»

Siguió avanzando hacia el grupo de hadas. Ahora, Rao ya no llevaba la ropa oscura de Cuchillo Rojo sino el mismo atuendo que las otras hadas. Le iba bien… Pero, attah, ¿y si Kala tenía razón y era la real? No, me dije. La posibilidad era mínima. Pero bueno, ¿dónde se habían metido todos?

Olvidé mis cavilaciones cuando de pronto, al gatear, nuestra mano dio con un hoyo y, con el impulso, Kala por poco nos tiró adentro. Una suerte que no había ido corriendo.

Cuando alzamos de nuevo la vista, la escena había cambiado. Las hadas habían desaparecido. Nuestro corazón dio un bote cuando vimos los cuerpos de Rao, Chihima, Jiyari y Perky tendidos en un suelo rocoso, al pie de una enorme cruz de Tokura. Nos encontrábamos en una lúgubre caverna terrosa tenuemente iluminada por alguna rocámbar. ¿Era real? ¿O eso también era ilusión?

Rodeamos el hoyo e íbamos a alcanzar los cuerpos cuando estos, de pronto, empezaron a fundirse en la tierra y todo, a nuestro alrededor, se hizo oscuridad. Nuestra respiración se precipitó.

“Esto es una locura,” gimió Kala.

De hecho, lo era. Había oído hablar de lugares inestables, con ilusiones naturales, pero aquello era todo salvo natural. Alguien estaba detrás de todo eso, seguro, pero ¿quién? ¿O qué?

Sentí entonces aire moverse a mis espaldas y me giré con rapidez. Nada. Nadie atacaba. Aspiré aire. El ambiente olía a tierra. Con lo que, tal vez, el suelo terroso no era ilusión… Di un paso. Mi mano tocó un barrote. ¿Con que nos habíamos metido en una jaula? Por Sheyra… ¿Era metal? Sí. Era de hierro forjado. Nada que me impidiera salir. Estaba dando la vuelta a la jaula tocando los barrotes para asegurarme de que realmente estaba atrapado cuando oí de pronto una risa.

«¡Otro!» dijo una voz jovial. «¡Otro cayó, otro cayó! La Jaula de los Sentidos quiere castigarte más. Verdad contra mentira. Mentira contra verdad. ¿Qué palabra digo sin armonías en ‘El locuaz aprendiz va a rescatar a sus amigos, gatea como un gato y se deja seducir por las hadas’? Da la buena respuesta y te daré el oído. Da una mala respuesta y te haré oír horrores.»

Nos quedamos confundidos en la oscuridad más completa. ¿Conque ahora ese tipo nos quería hacer pasar un examen de capacidades armónicas o algo? El silencio se alargó.

«Amigos,» dije de pronto.

Era la única palabra que me había revelado por órica la posición de la persona que me hablaba. Esta respiraba muy tenuemente y me habría costado localizarla de no ser porque había pronunciado esa palabra en voz alta y no ayudándose de armonías de sonido. Recordaba haberle oído decir una vez a Sanaytay que imitar una voz con armonías era una de las técnicas más difíciles de su arte. Ese armónico… sin duda debía de ser hábil.

«¿Quién eres?» pregunté.

No oí respuesta ni percibí movimiento de aire alguno fuera de la jaula. Pero oí voces. Sí. A mi alrededor, había ruidos de voces.

«¿Esto es el infierno?» preguntaba una voz histérica. «¿Es el infierno? Es… el… infierno…»

«Son ilusiones, sólo ilusiones,» repetía la voz tensa de Chihima.

«… ¿Me oyes, granuja?» graznaba Rao, malhumorada. «Que no somos aprendices armónicos, somos viajeros. A mí me gustan los juegos, pero este no. ¡Si no nos sacas de aquí ahora mismo te vas a enterar!»

Ignorando las voces, el armónico soltó a mi derecha:

«La Jaula de los Sentidos quiere castigarte más. Verdad contra mentira. Mentira contra verdad. ¿Qué luz que ves es cierta? ¿Cuál es la que es verdad? Da la buena respuesta y te daré la vista. Da una mala respuesta y te haré ver horrores.»

Yo no veía ninguna luz. ¿Le estaría hablando a otra persona?

«A-ayuda.» Ese era Jiyari. ¿El verdadero o uno falso? «Tatako. Kala. Rao. Ayuda. Por favor. ¡Por favor…!»

Gritó de desesperación. Ni Kala podía esperar más ni yo veía una razón por la cual no actuar. Uno de los barrotes de mi jaula estalló. Salí de ahí a ciegas maldiciendo:

«Explícanos qué diablos estás haciendo, armónico demoníaco. Si vas a matarnos, te haré explotar. Soy celmista. Tengo el poder de hacerte estallar en pedazos a una distancia de cincuenta metros. Poco importa dónde te encuentres. Así que deshaz las armonías ya. Ahora.»

Mientras hablaba y soltaba mis mentiras, caminaba hacia el armónico con una mano tendida amenazante hacia él. Seguía su respiración. Noté cómo inspiraba de sorpresa. Y yo me llevé una sorpresa también cuando, a medio camino, pisé algo y oí un bufido. Kala se agachó y tocó algo peludo que seguía bufando. Lo agarró por el cuello y lo alzó, aliviado. Ese debía de ser Samba y, por cómo se movía y agitaba las patas en el aire, parecía encontrarse bien.

Antes de que pudiéramos movernos más, oí un grito lejano y un:

«¡Anuhi! ¡Ya basta! ¡Deshaz las armonías!»

Por un momento, la oscuridad se hizo aún más densa. Entonces, se diluyó. Una luz tenue de rocámbar iluminó las jaulas, metidas en una caverna terrosa. Jiyari estaba acurrucado y temblaba de pies a cabeza. Rao estaba en plena guerra con la cerradura de su celda. Chihima se tapaba los oídos como si hubiera estado luchando contra una orquesta infernal. Perky, fuera de las jaulas, yacía, inconsciente, cerca del mismo hoyo en el que por poco había caído yo.

Alcé la vista hacia la entrada de la pequeña caverna. Habían aparecido ahí cuatro personas: Saoko, que miraba la escena con fastidio sin alejar la mano de la empuñadura de su cimitarra; un elfocano de mediana edad, más alto que musculoso; y dos ancianos —uno humano en una larga sotana y el otro un kadaelfo con una abundante melena blanca. Cuando mi mirada se posó en este último, se detuvo, suspensa.

Llevaba un tatuaje en el rostro. Un tatuaje rojo con una forma precisa que reconocí de inmediato. Mientras Samba, colgado de mi mano, giraba su cabeza felina hacia mí con un brillo furibundo en sus ojos verdes, resoplé. ¿Qué hacía un Arunaeh del linaje heredero ahí? ¿Sería una ilusión? El anciano sonrió y señaló a Saoko con el pulgar.

«Una suerte que este se haya escapado y nos haya avisado. Quién iba a imaginar que aparecería gente por aquí. Y nada menos que tú, Drey. Ya cuando naciste y llenaste toda la isla de gritos pensé: este pequeño nos reserva grandes sorpresas.» Rió. «Pero cómo has crecido, pequeño. ¡Cómo has crecido!»

Parpadeé mientras los dos viejos se adelantaban junto con Saoko. El humano dijo con voz de franca disculpa:

«Lo siento mucho. Anuhi tuvo que pensar que erais aprendices venidos a entrenar. Sólo que no tenemos nuevos aprendices desde hace ya más de quince años. Discúlpenla. Es una armónica sin par, pero es… peculiar. Yo, Lanken, como maestro de este templo, me disculpo.»

Ciertamente, podía: el «entrenamiento» de Anuhi hubiera podido resultar en una desgracia. Solté un largo suspiro.

«Por Sheyra, Saoko, te debo una.»

El brassareño me ignoró. Tras posar a Samba, me giré de nuevo hacia el viejo Arunaeh. Mientras el viejo maestro del templo abría las jaulas y el elfocano le daba la vuelta a Perky, aún inconsciente, lo detallé con la mirada. Este carraspeó de buen humor.

«Tu compañero drow nos ha contado brevemente lo ocurrido. Entiendo que si habéis aterrizado en el pozo lleno de carroña, habéis tenido que imaginaros lo peor. Pero los hawis no llegan hasta aquí, tranquilos: viven arriba del cañón y arrojan los deshechos abajo. Aquí, los únicos peligros son los juegos de Anuhi,» sonrió.

«Anuhi,» repetí, echando una mirada alerta a mi alrededor. «¿Dónde está?»

Los ojos del anciano Arunaeh centellearon de diversión.

«Es un poco especial. No le gusta que nadie la vea. Ni siquiera yo, que conozco este sitio desde hace muchos años, le he visto nunca la cara.»

Enarqué una ceja.

«Ya veo. El otro viejo ha dicho que estábamos en un templo. ¿Un templo de qué?»

«De armonías,» explicó el kadaelfo. «Antaño se lo llamaba el Templo de la Verdad.»

«¿Antaño? ¿Y ahora?»

Sus labios apergaminados se estiraron.

«Ahora no se lo llama. Llegó la era moderna y cayó en el olvido. Ya nadie está dispuesto a arriesgar su vida para pasar la Prueba de la Verdad. Los tiempos cambian. Y los niños se hacen grandes,» agregó mirándome de pies a cabeza. «¡Ja! La naturaleza es una maravilla, ¿no crees?»

Me sentí incómodo bajo su sonrisa apreciativa.

«Er… Si tú lo dices.»

«Drey,» soltó Rao, acercándose con primor con un Samba ronroneante en los brazos. De pronto, tuvo un movimiento de arredro prudente. «Oye… ¿Eres real, verdad?»

Sonreí.

«Creo que lo somos.»

Mi respuesta en plural no le dejó dudas. Imprecó:

«Ashgavar, ese tipo… ¿es de tu familia?»

Chihima la seguía con cara de querer apuñalar a alguien. Jiyari se aproximó también, tan tenso como un barrote.

«¿Lo conoces?» preguntó el Pixie rubio. Sus ojos estaban enrojecidos y sus manos, llenas de arañazos, temblaban.

Inspiré. ¿Lo conocía?

«No. Diablos. Que yo sepa, hasta podría seguir siendo una ilusión.»

«Eso es rudo,» protestó el viejo Arunaeh. «Soy real. Soy Sombaw Arunaeh. ¿No te acuerdas de mí?»

Agrandé los ojos.

«¿Sombaw Arunaeh?»

¿El jugador de Erlun?

«¡Te acuerdas!»

«No. No me acuerdo,» lo desengañé. «Es sólo que en las reuniones en la isla solían hacer bromas acerca de ti y tu paradero. Eres el hermano de mi abuela Anatha, ¿verdad? ¿Nos conocemos?»

Sombaw arrugó su frente con una expresión decepcionada.

«Claro. Bueno, es verdad que la última vez que nos vimos apenas tenías un año.»

¿Y esperaba que me acordase de él?, resoplé.

«Fue en la reunión para ponerte el Datsu,» recordó en voz alta. «Lústogan tenía el Datsu tan desatado que yo le dije: se ve, pequeño, que este hermano tuyo será especial para ti. Y cuando escuché que se había convertido en tu maestro destructor, pensé: vaya, por una vez mi predicción era correcta.»

Sonreía, bromista. Contrariamente a casi todos los Arunaeh a los que conocía, Sombaw parecía comportarse como un anciano normal. Algo en su manera de hablar y sus gestos tranquilos me recordó a mi abuelo materno de la isla.

Una vez todos libres, Lanken, el maestro del olvidado Templo de la Verdad, nos invitó a seguirlo por un túnel hasta una puerta de madera maciza. Perky de Isylavi se había desmayado por la impresión de las armonías que había estado viendo y Saoko y yo cargamos con él y pasamos el umbral del templo aún algo confusos por la experiencia.

«Normalmente, la puerta esta está cerrada,» aseguró el viejo Lanken y, mientras seguía por un pasillo tenuemente iluminado por una vela, admitió: «Pero Anuhi es una pilluela. Roba las llaves con una facilidad asombrosa. El suelo de la caverna de pruebas es particularmente apto para usar armonías duraderas. Por eso, le gusta ese lugar. Se lo conoce como su propia mano. Sólo ahí consigue hacer que sus ilusiones sean tan convincentes. Particularmente las voces, ¿os habéis fijado? A Anuhi le encantan las voces. Hasta tal punto que a veces la pillamos hablándose a sí misma como si fueran tres o hasta seis personas. Es juguetona,» afirmó con cariño. «Pero os pido ser comprensivos, dado su pasado… Por favor, posad al buen hombre aquí. No soy curandero pero tengo cierta experiencia atendiendo enfermos… veré qué puedo hacer por él.»

Posamos al científico pelirrojo sobre un jergón. El Templo de la Verdad sin duda había vivido días mejores. El suelo estaba hecho de madera, un detalle que en los Subterráneos ya señalaba riqueza. Pero además no parecía ser cualquier tipo de madera. Era resistente contra el fuego: lo indicaban las partes ennegrecidas que aparecían un poco por todas partes, como si hubiera habido algún incendio hacía mucho tiempo. Me erguí y sondeé la gran sala a la que habíamos llegado, cálidamente iluminada por dos candelabros. Había unos biombos claros con bellos motivos, abandonados en un rincón. Colocado contra uno de los muros, se alzaba un altar con una hermosa estatua, también de madera, que representaba a una mujer con dos cabezas.

«La Xoga,» nos la presentó Sombaw Arunaeh al captar nuestras miradas. «Es una divinidad más antigua aún que las divinidades waríes. La cabeza de la izquierda señala lo Verdadero. La cabeza de la derecha, lo Falso.»

«Es al revés,» replicó Lanken con una mueca divertida, arrodillado junto a Perky.

«Ah. El gran dilema de los seguidores de Xoga,» sonrió Sombaw, sentándose sobre unos cojines. «¿Cuál de las dos cabezas es la verdadera?»

«Las dos tienen pinta de ser bastante verdaderas,» observé. «Cambiando de tema, abuelo. No te preguntaré qué diablos haces aquí porque no quiero que me preguntes qué diablos hago aquí pero… ¿dónde estamos exactamente?»

Sombaw paseó una mirada curiosa por nuestro grupo. Rao estaba nerviosa. Chihima fulminaba a la Xoga con la mirada. Jiyari se dejó caer en los cojines suspirando:

«Con permiso. Decidme que todo esto no es ilusión. Realmente sois todos reales, ¿verdad?»

Sombaw sonrió.

«Esas son preguntas complicadas. ¿Dónde estamos? ¿Cuál es la verdad? ¿Qué tal el muchacho?» agregó para Lanken.

El maestro del templo se encogió de hombros.

«Tiene algún rasguño, pero nada grave, creo. Espero que Anuhi no lo haya traumado demasiado. Como digo, la chica tiene un pasado algo turbulento y sus ilusiones pueden ser brutales,» confesó, levantándose. «Es muy bromista. Reitero mis disculpas y, por favor, sentaos. Tenéis aquí un cuenco de agua por si queréis lavaros las manos. Y aquí una pomada para las pequeñas heridas, pues veo que tenéis unas cuantas…»

«Tranquilo, no son graves y Anuhi no tiene la culpa de todas,» le dije.

Lanken inclinó la cabeza.

«Ah… Me alegra saberlo. Reposaos. Os traeré una ilusión de simella.»

«¿Una ilusión?» exclamó Jiyari, alarmado.

Lanken se sonrojó y juntó ambas manos rectificando:

«Perdonad mi cabeza, quería decir una infusión. Sawk y yo volvemos enseguida. Dicen que la simella lo cura todo. Lo cual no es cierto pero una bebida caliente siempre calienta.»

«Yo necesitaría un buen trago de camún,» masculló Rao con voz ahogada.

«Tú lo has dicho,» apoyó Jiyari. Y me dedicó una mueca de disculpa al recordar que me había prometido no volver a tocar la bebida.

Los tres Pixies nos sentamos. Saoko y Chihima declinaron la oferta. Al ver la expresión cerrada del drow de pelopincho, me pregunté en qué demonios estaría pensando. ¿Tal vez en que su protegido era un inútil que no había hecho más que caer en las ‘juguetonas’ trampas de Anuhi? Pero bueno… todos habíamos caído excepto él.

Mientras el maestro del templo salía de la sala con el elfocano, seguramente hacia la cocina, le devolví la cuerda de saltar a Rao, con lo que el humor de esta mejoró un poco. Fue a lavarse las manos en el cuenco. Sus ojos vivaces escaneaban el lugar con la curiosidad de una espía. Al aplicarle a Jiyari un poco de pomada en la rasgadura de su mejilla, observé:

«Este templo parece algo vacío.»

Sombaw se encogió de hombros.

«Venís más almas de las que habitan aquí. De hecho, sólo os falta por ver al joven Snofiro y ya habréis visto a todo el mundo. Está un poco abandonado. Pero es un buen lugar para morir.»

Agrandé los ojos. ¿Para morir?

«Er… Abuelo, eres viejo pero… ¿ya te estás enterrando?»

Sombaw se carcajeó de buena gana.

«No. Todavía no. Tampoco me enterraré solo. No soy tan trágico. El día que me entierren, no me iré sin un tablero de Erlun, un buen libro y una copa llena de zorfos.»

“A él también le gustan los zorfos,” observó Kala.

Y los libros, suspiré. Meneé la cabeza dejando la pomada en la mesilla que nos separaba.

«Eso es pensar trágicamente,» lo corregí. «¿Para qué vas a querer un tablero, un libro o unas bayas si una vez muerto no vas a poder jugar, ni leer, ni comer? Cuando estás muerto, estás muerto.»

«La verdad tautológica es la única verdad,» repuso Sombaw.

Observé su cara divertida con un tic nervioso.

«¿La verdad qué?»

«Por Sheyra. ¿Si será que no sabes lo que es una tautología?» se sorprendió el anciano. «La muerte es la muerte, el juego es el juego, un gato es un gato,» agregó bajando la vista hacia Samba. El gato negro se había hecho un ovillo sobre un cojín rojo algo desgastado y le devolvió una mirada burlona. Los ojos del anciano, dorados como los míos, destellaron a la luz de las velas. «¿Pero es el gato que veo un gato real o no lo es? Esa es la pregunta clave.»

Oí la risita burlona de Kala en mi interior.

“El erudito que tanto sabe no sabe lo que es una tautología,” se burló.

“¿Tú lo sabías?”

“No. Pero yo no soy erudito.”

Puse los ojos en blanco. ¿Desde cuándo me había adjudicado el título de erudito? Pasando a otra cosa, señalé el tablero de Erlun que había en otra mesilla, justo ante el altar de Xoga.

«¿Os hemos pillado en plena partida? Por la isla dicen que eres un Arunaeh un poco especial. De verdad eres un apasionado del Erlun, por lo que veo.»

«Las apariencias engañan, te digo,» sonrió Sombaw. «Esa partida se congeló hace más de diez años, cuando el anterior maestro del templo murió y dejó el juego a medias. Según sus últimas palabras, el día que dos adversarios sigan con la partida, todo dependerá de la belleza del juego. Si es digna, entonces hará que el ganador descubra la Verdad y el perdedor la Falsedad. Decía Xoga que sus dos cabezas eran una sola. Si entiendo una, entiendo la otra.» Al ver nuestras expresiones confundidas —o tal vez no las vio—, su sonrisa se ensanchó, enseñando su blanca dentadura postiza. «Así es que cada año paso por aquí a preguntarle a Lanken si ya está listo para la partida final, pero él dice que no está preparado para alcanzar el nivel de su maestro. Tiene aún más paciencia que yo.»

«Y eso lo tomo como un cumplido,» dijo Lanken, entrando de nuevo en la habitación con una gran bandeja y vajilla más bien lujosa.

Lo seguían Sawk, el elfocano, y un belarco relativamente joven que debía de ser el tal Snofiro. Y bien… ¿esos eran todos los miembros de aquel templo? Mar-háï, y considerando que en esa zona, según Zélif, no había pueblo más cercano que el del Templo del Viento… Sentados ante Sombaw y los tres monjes ilusionistas, Rao, Jiyari y yo intercambiamos una mirada de reojo. Ese lugar realmente parecía un refugio de eremitas.

Sawk, el elfocano, servía diligentemente y me fijé en que todavía no había pronunciado una sola palabra, pero sonreía e inclinaba la cabeza muy a menudo. El silencio se prolongaba… La Pixie carraspeó.

«¿Está lejos Arhum de aquí?»

Los dos ancianos tomaron un sorbo de su infusión y fue Snofiro el que contestó.

«¿Arhum? Hace un tiempo, fui ahí para comprar una linterna nueva. ¡Es enorme! ¡Y tanta gente! ¿Habéis estado ahí? Es increíble. ¿A que sí?»

«Lo increíble, Snofi, es que nos volvieras sin linterna y con un amuleto de buena fortuna comprado por sesenta kétalos a un buhonero,» se burló Lanken.

El aprendiz hizo una mueca.

«Ya. Las ciudades…»

«Son muy traicioneras,» aprobó el anciano, comprensivo. «Para tu pregunta, joven… er… joven saijit…»

«Soy bliaca,» apuntó Rao.

Me sorprendí. Yo creía que era humana. No pensaba que fuera mestiza con sangre belarca en las venas. En todo caso, esa no era la respuesta que Lanken esperaba. Sonrió.

«Ah. Bueno… qué importan las razas ni los nombres. Supongo que, como el joven drow, no nos diréis qué hacíais realmente cavando como dragones de tierra hasta hacer un agujero en nuestra caverna de pruebas… Y bueno, no importa, en serio,» aseguró. «Yo no soy quien para pedirle explicaciones a un Arunaeh. Le tengo, como veis, un gran respeto a esa familia además de un eterno reconocimiento por haber dejado en silencio verdades sobre este templo que están mejor enterradas. Así pues, esto… ¿qué decía ya?»

«El camino,» le recordó Rao. «Tengo la impresión de que este templo está un poco… cómo decir… perdido en el mundo salvaje. ¿Me equivoco?»

El maestro del Templo de la Verdad suspiró, divertido.

«Mm. Puede verse así o puede verse al revés si ves el mundo de los saijits como un mundo lleno de salvajes. No estamos tan lejos de esos salvajes, sin embargo. Aunque la lejanía también es subjetiva. El camino más seguro sería tomar el túnel que parte de aquí hacia la izquierda. Baja mucho pero luego sube. En tres días, tal vez cuatro, llegaréis a las minas abandonadas al norte de Blagra. Lo sé, es largo para un recorrido tan corto, pero el túnel da muchas vueltas. Por lo demás,» apuntó alzando un índice, «puede que os encontréis con algún narkog, alguna manada de nadros o hawis. Y, por supuesto, doagals: últimamente están por todas partes. Oh, y hay una parte inundada. Pero si sabéis nadar sobreviviréis muy probablemente.»

Por poco me atraganté con mi infusión de simella. ¿Qué clase de camino seguro era ese?, me exclamé para mis adentros.

«Ese es el que yo uso,» intervino Sombaw. «Claro que voy escoltado por varios mercenarios, todos bien armados, aunque… deberían haber vuelto a por mí hace ya cuatro meses,» admitió frunciendo el ceño. «Me pregunto si les habrá pasado algo.»

Cuatro meses… Lo observé preguntándome cuánto tiempo más pensaba esperar a que sus mercenarios llegasen para escoltarlo de vuelta.

«¿El camino más seguro?» repitió entonces Rao. «¿Hay otros?»

«Por supuesto que hay otros,» afirmó Lanken haciendo un amplio ademán. «Todo son caminos. Algunos más arduos que otros, pero todo cuanto ves ante ti son caminos. Sobre todo para un destructor como es él.» Me señaló con una sonrisa llena de no fingido respeto. ¿Acaso pensaba que podía cavar roca infinitamente? Mi tallo, hoy, estaba empezando precisamente a estar harto de sortilegios. Lanken se puso entonces serio y aseguró: «En cuanto a caminos abiertos y conocidos… no hay más que el que os he dicho.»

Fruncí el ceño. Algo no me cuadraba.

«Si el camino ese llega a Blagra… ¿por qué mandaste a tu aprendiz que comprase la linterna en Arhum? Eso está en la dirección contraria. No quiero tratar a nadie de mentiroso pero… ¿existe otro camino, verdad?»

Lanken se hizo reservado e intercambió miradas con Sawk y Snofiro. Sombaw carraspeó.

«Vamos. ¿Por qué hablar de caminos cuando se ve que estáis reventados? Será mejor que toméis un descanso antes de retomar vuestro viaje. Hay unos baños termales al fondo de ese pasillo, si os interesa. Mi nariz es poco sensible, pero la de Snofiro no ha parado de fruncirse desde que ha llegado.» El aludido se volvió rojo como un zorfo. «¿Dónde los vas a instalar, viejo amigo?» le preguntó a Lanken.

Este se incorporó.

«¡Muy cierto! Recibimos visita tan pocas veces que olvido fácilmente los deberes de un anfitrión. Por favor, seguidme, os enseñaré vuestros cuartos. Podéis quedaros todo lo que queráis. Aquí, como veréis, estamos un poco incomunicados. Una vez que hayáis descansado un poco y os hayáis lavado, tal vez podáis uniros a nuestra humilde cena y compartir noticias del mundo con nosotros.»

Sawk, el elfocano, sonrió ante la perspectiva. A Snofiro se le iluminaron los ojos.

«¡No quiero perderme eso!»

Acabé mi taza de simella de un trago y la posé sobre la mesilla con una leve mueca. Esos tres Monjes de la Verdad parecían tan desconectados de la realidad que hasta inquietaba. Pero no parecían mala gente. Aunque, bien pensado, ¿de qué realidad hablaba? ¿Acaso era menos real la apartada vida de un eremita que la vida mundana? Meneé la cabeza, resoplando interiormente. Ya empezaba a pensar como ese viejo Lanken.

* * *

El baño termal me vino de maravilla, relajó todos mis músculos, me quitó todo el polvo acumulado por un día de excavaciones y mejoró mi humor. En contrapartida, me invadió un profundo sopor y, de no ser porque me moría de hambre, me habría acostado seguro de caer dormido en el momento en que tocaría la almohada. Saoko y Jiyari ya habían salido de los baños pero, así como el segundo había regresado a los cuartos, el primero se había quedado esperando. Le dediqué una ojeada curiosa pero seguí andando por el pasillo.

«Di. ¿Qué les has dicho a esos monjes?»

Siguiéndome, el drow no se inmutó cuando replicó:

«Que íbamos buscando una mina de darganita y caímos en el cañón.»

Había retomado la historia que me había inventado para Perky de Isylavi, entendí. Me encogí de hombros.

«Si sólo les has dicho eso, ¿cómo es que el elfocano te mira con esa cara de no querer acercarse a ti?»

Saoko frunció el ceño.

«¿El tipo alto? Mmpf. Qué sé yo.»

Puse los ojos en blanco. No se me habían pasado por alto los golpes de espada recientes sobre la gruesa puerta que comunicaba con la caverna de las pruebas. Una forma como otra de llamar a la puerta… Pero no se lo comenté.

«¿Cómo hiciste para evitar las armonías?»

Saoko masculló por lo bajo:

«Y dale con las preguntas… No las evité.»

Me paré, perplejo.

«¿No las evitaste?»

Ante mi mirada incrédula, el drow me escudriñó como si fuera estúpido.

«Fui tanteando y encontré la puerta,» aclaró.

«¿En serio? ¿A voleo?» resoplé. «¿Sabes que tienes una suerte de mil demonios, amigo?»

Saoko gruñó.

«No es suerte. Y no soy tu amigo. Eres mi protegido, eso es todo.»

Posó la mano en el pomo de la puerta del cuarto e iba a girarlo cuando de pronto vaciló y soltó en el silencio del corredor:

«Dijiste que me debías una.»

Se giró y se encontró con mi expresión suspensa.

«Lo dije,» confirmé. «De otro modo, puede que hubiera atacado a esa Anuhi y, a posteriori, me habría sentido mal por ello…»

Callé ante los ojos rojizos de Saoko. Nunca me había parado a pensar en ello pero ¿acaso había algo que Saoko deseaba? Él que, al salir del infierno de Brassaria, había dedicado sus esfuerzos a obedecer los deseos de mi hermano, él que me había protegido y ayudado a encontrar a Rao… ¿Qué podía desear un hombre como aquel?

«Recuérdalo,» dijo Saoko, girando el pomo de la puerta.

Entró en el cuarto a oscuras y yo tras él con un tiempo de atraso. Que lo recordase, decía. Vi a Jiyari y a Perky, completamente dormidos en las camas. Este último roncaba ahora con aspiraciones sonoras y, con una mueca, lo empujé de lado para que no metiera tanto ruido. En el renovado silencio, sonreí levemente y murmuré:

«¿Sabes, Saoko? Si mi memoria no me falla, te debo más de una. Me salvaste la vida, allá en la Superficie. De eso tampoco me olvido. Si lo que deseas está en mis manos, sólo tienes que pedir.»

Saoko se tumbó en una cama con un gruñido.

«Te lo he dicho: recuérdalo y punto. Ahora estoy cansado. No me apetece pensar.»

Sonreí más ampliamente metiendo el uniforme de destructor en mi saco.

«Entonces, buen o-rianshu, Saoko. Parece que hoy os saltáis la cena. Iré a hablar con ellos de todas formas. Y no hace falta que me protejas de dos viejos abuelos, tranquilo… amigo.»

El drow no me respondió y, con mi órica, comprobé que ya se había quedado dormido. Mar-háï. Literalmente había caído como un saco de drimis en su cama. Debía de estar realmente agotado y, sin embargo, me había esperado en los baños… ¿tal vez porque tan sólo deseaba hablar conmigo? Meneé la cabeza y, en la media oscuridad del cuarto, sentí a los tres inspirar y espirar durante un momento. Jiyari parecía estar teniendo un sueño agradable. Perky mascullaba en sus sueños:

«Lo he hecho. Le he pedido que se case conmigo. Y ella ha dicho: sí. Ella ha dicho: sí.»

Sonreía como un hombre dichoso. Nunca antes había conocido a una persona que hablara tanto durmiendo como Perky. Incluso con satranina solía soltar frases, casi todas relacionadas con su madre, quien, por lo visto, lo trataba aún como a un niño. Pero ahora hablaba de su novia con la que se tenía que casar dentro de unos días en Dágovil.

«No me pondré tu traje, madre, no pega nada,» se quejó Perky en un balbuceo. Y rió quedamente, girándose otra vez sobre la espalda. «Bella Lina…»

Soltó un ronquido y tendió una mano hacia el aire. ¿Era sonámbulo además?, me exclamé.

«Te quiero.»

Me sonrojé. Siguió farfullando:

«Al diablo… el linaje. Lina, Lina. Te quiero,» repitió. Se puso de pronto a temblar y su respiración se aceleró. Gimió de horror. Se debatió.

Para sorpresa mía, Kala se adelantó y posó una mano apaciguadora sobre la frente sudorosa del científico dormido.

«Tranquilo, saijit,» murmuró. «Estás entre amigos y yo te protegeré. No tienes por qué tener miedo.»

Tuve un tic nervioso. Caray…

“¿A qué juegas, Kala? Apenas conocemos a este tipo.”

Kala se apartó al comprobar que Perky se había tranquilizado. Se encogió de hombros.

“¿Y?”

¿Cómo que ‘y’? Meneé la cabeza, salí de ahí y cerré la puerta. Kala, él que antes desconfiaba de los saijits y los odiaba, se mostraba de pronto compasivo y cariñoso con un extraño. ¿Es que no conocía el punto medio?

Cuando pasé por el cuarto de Rao y Chihima, constaté que la puerta estaba cerrada y que probablemente ambas se habían quedado dormidas desde hacía rato. En el salón, me esperaban los tres Monjes de la Verdad, con Sombaw Arunaeh y una niña extraña cubierta por una gran capa negra. Se le escapaba un mechón azul de la capucha. Al posar mis ojos sobre la niña, ella sonrió, ladeó la cabeza y apareció una segunda cabeza idéntica, a imagen de Xoga. Puse los ojos en blanco. No hacía falta que me enseñase eso para que entendiera que su rostro estaba ocultado por unas ilusiones. Pese a todo, Kala se pegó un susto. Sonreí y me incliné.

«Por favor, excusad a mis compañeros. Se han quedado dormidos. Un placer verte de nuevo, Anuhi. Tu prueba estuvo divertida.»

Noté la sorpresa de todos. Los ojos armónicos de Anuhi rebrillaron de contento y su segunda cabeza desapareció. Era una niña de cuento, irrealista, de tez blanca como la caliza, iris grandes, emotivos y azules como el zafiro. Era una ilusión y, a la vez, entendí que era la imagen que adoptaba habitualmente. La que quería que todo el mundo viera.

«¿De verdad?» se entusiasmó. «¿De verdad te gustó? ¿Quieres jugar también mañana?»

«Me gustaría,» contesté. «Desafortunadamente, mañana nos iremos.»

“¡¿Te gustaría?! ¡¿Divertida?!” repitió de pronto Kala, estallando mentalmente. “¿En qué oír gritos de auxilio y caer en agujeros es divertido?”

Lo ignoré y me senté a la mesilla. Lo que había en el puchero olía de maravilla. Miré la loncha humeante que me sirvió Lanken y pregunté:

«¿Qué es?»

El maestro del Templo de la Verdad sonrió de oreja a oreja:

«Lo ha cocinado Snofiro. Prueba antes y dinos si te gusta.»

Lo probé. Me gustó. Al decírselo a Snofiro, este se quedó sin habla de placer. Entonces, Sombaw Arunaeh sonrió a su vez y dijo:

«Tienes un fino paladar, Drey. No todos saben apreciar la carne de rata.»

Inspiré de golpe. ¡¿Qué?! Sintiendo tal vez mis náuseas, Kala sonrió y dijo:

«Otra, por favor. Están deliciosas.»

No tenía compasión.

Como recompensa, le dejé el honor de masticar.