Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 4: Destrucción

11 Despedida

«El odio es un escudo estúpido con doble filo. Odiamos para excusar nuestros actos.»

Zélif

* * *

«¡Es el último!» le aseguró Sanaytay a Axtayah mientras este cargaba con el onceavo ex-dokohi.

La gárgola salió volando y seguí su despegue con interés. La fuerza que necesitaba para echar a volar era enorme y cada vez que batía sus alas se movían las hojas y las ramas de todos los árboles alrededor, la hierba de la colina se arremolinaba y nuestros cabellos con ella.

A primeras horas de la noche, Zélif había ido a Derelm con la ayuda de Axtayah a por un barco para embarcar a todos los ex-dokohis y los Ragasakis. La líder de la cofradía había asegurado que no le molestaba ocuparse de los ex-dokohis hasta que despertasen. Conocía a gente en Derelm que podría ayudarla, en particular a un tal Duï del que ya me había hablado y que la había cuidado como a una hija después de la muerte de sus padres. Dicho sea de paso, era un antiguo erudito de la Academia de Trasta: de ahí las buenas relaciones que tenía Zélif con esta.

El rocío, sobre la hierba malva, centelleaba bajo la luz reflejada del sol naciente. Mientras Sanaytay reanudaba una suave melodía de flauta y Rao hablaba silenciosamente con Myriah, los demás Ragasakis, tendidos en la hierba, seguimos con una mirada tranquila el vuelo de la gárgola hacia el pequeño trozo de cielo. Orih dejó escapar un largo suspiro de envidia.

«Me gustaría poder volar como lo hacen.»

Sonreí, divertido.

«Y que lo digas. Algunos en el Templo del Viento son capaces de quedarse levitando durante horas… pero sin las alas, le quita gracia.»

«¿Tú no sabes levitar?» preguntó Sirih como decepcionada.

«No se puede aprender de todo,» razoné. «La levitación requiere mucho equilibrio y entrenamiento. Mi padre sabe levitar algo, pero cuando le pedí que me enseñara me dijo que tenía otras cosas que hacer. Nunca le han gustado mucho los críos…»

«Mentiroso,» rió Kala cortándome. «Padre sí que intentó enseñarte pero tú te aburriste de estar sentado buscando el equilibrio.»

¿Acaso estaba rebuscando en mis recuerdos? Mmpf. Levantando una mano, cité imitando la voz de mi padre:

«Siéntate, hijo, concéntrate en las fuerzas, piensa en el Equilibrio de Sheyra y levita. Mar-háï, si le llamas a eso enseñar… Lústogan era mucho mejor maestro. Aunque la levitación nunca le fue bien tampoco. Levitar es difícil.»

«Y que lo digas,» aprobó Sirih.

Callamos durante unos instantes, escuchando la melodía de Sanaytay. Entonces, retomé:

«Pero ahora que lo pienso, Orih. Si hicieras explotar el suelo, te dispararías hacia arriba. Aunque tal vez no tan arriba,» reconocí, alzando la mirada hacia la lejana cima del cono.

«Y salgo de la experiencia en trozos,» repuso Orih. «¿Todavía no sabes hasta qué punto se expanden mis explosiones?»

«Descuida, lo sé,» resoplé divertido. «Desde el día en que conseguiste bloquear el Espiral.»

«¡¿Qué?!» dejó escapar Rao, desviando la mirada de la lágrima dracónida. «¿El río que se bloqueó e hizo evacuar a todos los habitantes de Ámbarlain hace unos meses? ¿En serio lo bloqueó ella?»

Orih se puso roja como un zorfo.

«No lo hice queriendo. Serás chivato, Drey…»

«Estamos en familia,» le aseguré con una amplia sonrisa, que Kala ensanchó.

Livon apartó su mirada de su cubo de números e intervino:

«Rao… ¿Ya le has hablado a Myriah?»

La Pixie asintió y retuvo toda nuestra atención. Nos sentamos sobre la hierba, expectantes. ¿Le habría contado Myriah su pasado? Rao guardó silencio un momento. Entonces, se metió la lágrima en el bolsillo y transmitió:

«Myriah dice que entiende que queráis devolverle su cuerpo, que te quiere, Livon, y que te lo agradece, pero que no puede contar lo que pasó y que, si hubiera tenido una pista para sacarse de la varadia, habría hablado de ello hace tiempo.»

Los Ragasakis fruncimos el ceño. Livon sacudió la cabeza, alterado.

«No puede ser. Tiene que haber alguna forma de sacarla de ahí.»

«¿Por qué no puede contar lo que pasó?» lanzó Sirih con un mohín. «¿Después de que Drey la haya salvado de la varadia, ni siquiera puede decírnoslo?»

Rao se encogió de hombros.

«Dice que los asuntos del pasado mejor se quedan en el pasado. Eso sí,» agregó girándose hacia mí, «según ella, el trozo de la varadia donde se encontraba no está suelto: comunica con la roca-eterna por abajo, a través de la montaña. Y dice que la palabra ‘roca-eterna’ no la había oído nunca, que debe de ser un neologismo.»

Sonreímos. Sí, claro. Un neologismo que llevaba casi doscientos años en los libros.

«No conozco bien la historia de la Superficie,» admitió Rao. «Pero creo recordar que antaño el Imperio de Arlamkas llegaba hasta la costa este, hasta Rosehack, ¿verdad?»

Livon y Orih asintieron al mismo tiempo y se miraron, vacilantes, antes de reconocer:

«Pero…»

«Nosotros tampoco sabemos mucho de Historia,» confesó Orih.

«Son montaraces,» apuntó Kala. «Pero seguro que Drey sabe más.»

Hice una mueca.

«¿Por qué yo? He leído algunos libros de escritores arlamkeses de la era imperial… Pero eso es todo. Yo de Historia tampoco sé: soy destructor,» me defendí.

«Y yo soy guerrera,» intervino Naylah. «Cuando tengo una duda, le pregunto a Loy.»

Pero el secretario de nuestra cofradía no estaba con nosotros. Nos giramos hacia Sirih y Sanaytay y la primera resopló:

«¿Por qué nos miráis? Mi hermana y yo somos queridas daercianas del sur, ladronas sin educación. Si creéis que nos importan los imperios… ¿En qué nos avanzaría, de todas formas?» preguntó. «¿Qué tiene que ver Myriah con el imperio?»

«Aparte de que era la hija de la directora de la Academia de Hilramshil…» Rao dejó su frase en suspense.

Hubo un silencio en el que me imaginé historias improbables sobre el pasado de Myriah. Se había fugado de su patria por algún complot y había vagado por las montañas sin rumbo, acabando por accidente en la roca-eterna; o había ido en busca de la inmortalidad y había permutado con… ¿con qué?, me dije entonces. ¿Qué ser vivo podía estar viviendo en la roca-eterna, ahí perdido en la montaña?

«Pues el maestro Jok,» intervino entonces Jiyari, atrayéndose todas las miradas, «nos hizo leer una vez un libro sobre la historia de la Academia de Hilramshil. No pude leérmelo entero, era un gran volumen y me quedé dormido,» admitió, «pero… era interesante. Recuerdo que la familia que dirigió la Academia bajo el imperio es famosa incluso hoy… Los Lapraska se llamaban. Creo.»

Jiyari nunca estaba seguro de nada. Rao repitió, pensativa:

«Lapraska. Me suena el nombre.»

«Damun Lapraska,» soltó de pronto Livon, sorprendido. «Hay una calle en Firasa que se llama así.»

Con eso no avanzábamos. Pero yo empezaba a colocar las piezas en el puzzle. Meneé la cabeza.

«Sea como sea, que yo sepa, sólo existe una criatura capaz de meterse en la roca-eterna y con la que Myriah haya podido permutar: los Ojos de Eol. Pero los Ojos de Eol sólo se ocupan de la roca. No salen nunca de ella ni atacan a nadie. En los Pueblos del Agua, son criaturas sagradas y algunos incluso ponen en duda su existencia porque son muy pocos los que han visto a uno.» Fruncí el ceño. «Si Myriah permutó con uno, tuvo que dejar al Ojo de Eol fuera. Y un Ojo de Eol debe de valer una fortuna, vivo o muerto.»

Hubo un profundo silencio. Rao intercambió una mirada con Samba y meditó:

«¿Quieres decir que alguien obligó a Myriah a permutar con ese Ojo de Eol para quedarse con éste?»

«Es una posibilidad,» confirmé.

Los ojos grises de Livon se habían encendido de indignación.

«¿Obligaron a Myriah a quedarse atrapada ahí para la eternidad? Pero ¿quiénes?»

Nadie le contestó. No teníamos ni idea. Tras un silencio, Livon suspiró.

«Si Myriah no quiere contárnoslo, es que no necesitamos saberlo. La salvaré de todos modos.»

Lo miré con pesadumbre. Ahora que sabíamos que la varadia era roca-eterna, ¿qué esperanza había? Nunca nadie había sido capaz de romper roca-eterna. La idea que se pudiera conseguir romperla hasta inquietaba. Y, sin embargo, Livon no se rendía. ¿Es que no sabía rendirse?

Mi mirada se posó sobre Tchag, que se había quedado observando a Livon en una posición ridícula con las piernas replegadas y los pies cruzados detrás del cuello.

«Si descubrimos quién es esa bruja Lul,» dije entonces, «tal vez podamos darle a Myriah un cuerpo en el que se pueda mover, como Tchag.»

Livon se levantó. Por su expresión, entendí que no me había estado escuchando.

«Aún no está todo perdido,» afirmó. «Juré que lo conseguiría. Cueste lo que cueste.» Parpadeó y se rascó el cuello, molesto. «Voy… a dar una vuelta.»

Tchag se le subió al hombro y el permutador se alejó, bajando la colina iluminada por los rayos reflejados del sol. Nos quedamos suspensos un rato y una inquietud creciente me invadió. Cueste lo que cueste, decía… ¿Hasta qué punto? No se me había olvidado que, al principio, estaba hasta dispuesto a permutar con Myriah para salvarla. Si no veía otro método… ¿sería capaz?

Hacía ademán de levantarme para ir tras él cuando Orih se puso en pie comentando:

«No se le da bien pensar solo… Será mejor que hable con él.»

La vimos alejarse hacia los árboles y desaparecer en la dirección que había tomado Livon. Tras un silencio, Sirih alzó los ojos hacia la cima y se levantó de un bote diciendo:

«Las gárgolas no parecen darse prisa por volver. Jiyari. ¿Vamos a ver las pinturas ésas?»

Recordé que Zélif había estado tan emocionada por las pinturas prehistóricas de la caverna que Jiyari le había propuesto copiarlas en su cuaderno y la líder se había sonrojado de placer. Acordándose, el escribano exclamó:

«¡Perdón! Tengo una memoria de pez. Voy.»

Tomando cuaderno y lápiz, el Pixie rubio se alejó con Naylah y las dos armónicas, dejándonos a Rao y a mí solos, con Samba. El gato bostezó abriendo grande su boca y sacando su lengua roja. Los païskos trinaban suavemente. Eché un vistazo en dirección a la entrada por la que habíamos llegado. Hacía ya unas cuantas horas que Chihima y Saoko se habían ido a explorar la abertura que había señalado Zélif en camino, para ver si guiaba a algún sitio o era un callejón sin salida.

«Chihima y Saoko ya están tardando,» observé.

«¿Crees que les ha ocurrido algo?» se preocupó Kala.

Rao me echó una curiosa mirada, como preguntándose quién, en ese momento, estaría hablando, si Kala o yo. Apuntó:

«No es mala señal: de haberse encontrado con un callejón sin salida enseguida, ya estarían de vuelta.»

Tenía razón. Si de verdad habían encontrado un túnel que mereciera la pena seguir, las dos Cuchillos Rojos no tendrían que recurrir a las gárgolas para salir de ahí. En tal caso, yo tampoco volaría a la Superficie: aún tenía que buscar esos collares para destruirlos. Ayudándome de Perky de Isylavi, pensé, echando una mirada al drow pelirrojo inconsciente.

«Oye, Drey,» dijo entonces Rao mientras acariciaba a Samba con una mano distraída. «¿Sigue sin interesarte poder volver a tu apariencia de antes?»

La miré con curiosidad y Kala resopló.

«¿Por qué le interesaría? Estamos muy bien así.»

Puse los ojos en blanco y confesé:

«Me interesa. Sobre todo para los tatuajes del Datsu. Ahora que me cubren siempre completamente, no sé por qué me resulta más difícil saber hasta qué punto lo tengo atado a desatado. No es que me preocupe realmente pero… Uno de los principios del Datsu es que todo el mundo pueda ver cómo se extiende en la piel, para que se sepa que, pese a todo, los Arunaeh reaccionamos. Aquí… puedo quedarme sin sentimientos sin que nadie se entere.»

Salvo Yánika, me dije. Ella siempre se enteraba de esas cosas. Rao asintió. Observé su expresión pensativa, me crucé de nuevo con los ojos verdes del gato negro y pregunté:

«¿Por qué le pedisteis a Lotus esta apariencia? Para encontraros más fácilmente, eso ya lo sé. ¿Pero por qué la piel gris y los ojos rojos? ¿Por qué las tres líneas en los círculos de Sheyra? ¿Hay alguna razón?»

Rao sonrió levemente.

«La hubo. En su momento, éramos unos críos que se tomaban las leyendas y los cuentos con gran seriedad. Namun el vampiro…» frunció el ceño, «el Príncipe Anciano nos contó muchas historias antiquísimas. Algunas sacadas de su mundo de vampiros, otras del de los saijits, o de los nixies, e incluso de las gárgolas. Nunca hizo muchos esfuerzos por desengañarnos sobre nuestra visión del mundo. Pensaría que, total, íbamos a morir y no veríamos nunca la realidad. ¿Para qué decirnos que las hadas, los unicornios o los fénix no existían?»

Sentí la emoción de Kala crecer en mi pecho. Kala murmuró:

«¿No existen?»

Rao curvó las cejas en una expresión enternecida.

«Existen en nuestra imaginación. Uno de los cuentos,» prosiguió, «hablaba de los Siete Infernales. ¿Ya te lo contó Kala? Bueno. Pues esos infernales tenían la piel gris y los ojos rojos. Para nosotros que no nos parecíamos en nada, poder compartir esos rasgos nos emocionó. Lotus accedió a nuestro deseo. Él nunca se negaba a hacer nada. Alguna vez dijo que le pedíamos lo imposible, pero cada vez que se sentía capaz de cumplir nuestros deseos, lo hacía.» Meneó la cabeza con una mezcla de nostalgia y tristeza. «Se sentía culpable. Por eso, a nosotros nos gustaba pedirle cosas. Porque cada vez que le pedíamos un deseo y lo cumplía, se le alegraba la cara.»

Sonrió. Kala agachó la cabeza.

«Lo recuerdo.»

«¿Y por qué las líneas?» pregunté.

«Ah…» Rao se encogió de hombros. «Otra tontería. Pensamos que, si nos encontrábamos con los Siete Infernales reales, no nos reconoceríamos. Así que nos añadimos los círculos de Sheyra, en honor a la divinidad. Lotus nos solía hablar del equilibrio del mundo. Y las líneas… Fue idea de Melzar. Recuerdo que en el momento su idea nos gustó a todos, pero no recuerdo por qué. Él mismo no se acuerda ahora,» confesó con diversión. Se levantó agarrando su cuerda de saltar agregando: «Jiyari no es el único en olvidar cosas. Todos hemos olvidado. Pero no importa,» sonrió. «Porque tenemos toda una vida por delante.»

Comenzó a brincar con su cuerda y, cuando propuso enseñarme a contener voluntariamente el sortilegio que me cambiaba la apariencia, Kala no protestó. Estaba muy concentrado en mí mismo siguiendo las consignas de Rao cuando Jiyari, las armónicas y Naylah regresaron, casi al mismo tiempo que Chihima y Saoko. La Cuchillo Rojo anunció:

«Al de un rato el túnel se estrecha demasiado para pasar, pero hay aire que corre en él.»

De modo que no era un callejón sin salida, me alegré.

«¿Habéis visto qué tipo de roca hay?» inquirí.

Chihima entornó los ojos hacia mí.

«Granito.»

Bien. Sería fácil abrirnos un camino. Saoko tenía una cara especialmente fastidiada y me pregunté si Chihima tenía algo que ver en el asunto. Pronto lo confirmé. Mientras Naylah y Sirih mostraban su interés por la cuerda de saltar de Rao, de un material particularmente ligero y extensible, el drow fue a sentarse a mi lado y masculló:

«Esa kadaelfa. Qué fastidio.»

Enarqué una ceja.

«¿Por qué lo dices?» pregunté en voz queda.

El drow inspiró despreciativamente con la nariz.

«Me ha dicho que éramos iguales.»

Enarqué la otra ceja.

«¿Iguales?»

Saoko me echó una ojeada fastidiada.

«Protectores. Ella protege a su rohi hasta la muerte. Yo le he dicho que no te protegía porque pensaba que eras sagrado y que tampoco tenía planeado dar mi vida por ti. Qué estupidez.»

Hice una mueca, reprimiendo una sonrisa.

«¿Se ha mosqueado?»

Saoko se encogió de hombros.

«Yo qué sé. No me gusta pensar en los demás. Es un fastidio.»

Pero así y todo me hablaba de ello. Meneé la cabeza, divertido, y me tumbé de nuevo en la hierba con los brazos detrás de la cabeza diciendo en voz alta:

«Tienes razón. Pensar en los demás es un fastidio. No está sólo el fastidio de saludarlos y conocerlos, también está el fastidio de tener que aguantarlos, de despedirse de ellos, fastidio de tener que entenderlos y bromear y reír con ellos, y tan fastidiado acaba uno que ya no sabe si lo que siente es fastidio o placer. ¿Voy bien encaminado?»

Saoko se había quedado suspenso.

«¿Te estás burlando?»

Sonreí amigablemente.

«No sólo. Piénsalo. Aunque digas que todo es un fastidio, al final, si le haces caso a Lústogan y vienes a protegerme, a lo mejor es porque no te lo pasas tan mal con nosotros.»

Saoko guardó silencio. La ausencia de respuesta no era sorprendente, pero me dejó con las ganas de preguntarle: ¿y bien? ¿qué es lo que estás pensando ahora? Su rostro, a veces, era tan poco expresivo como el de Lúst.

Poco después, Orih regresó diciendo que Livon estaba ya más tranquilo, pero que se había quedado junto a la roca-eterna a jugar con su cubo de números. Y yo todavía no había conseguido reprimir la apariencia de Pixie cuando las gárgolas regresaron desde lo alto del cono. Axtayah anunció que todos los dokohis estaban ya instalados en el barco y que ya era la hora de partir. Como necesitarían dos idas para sacar a los cinco Ragasakis, Rao propuso que los demás nos pusiéramos ya en marcha. Axtayah aseguró que no le molestaba en absoluto volver al día siguiente a la caverna por si nos habíamos quedado irremediablemente atascados.

«Pero que este sea el último favor,» agregó, arrancándonos sonrisas.

Habiendo llegado el momento de las despedidas, me sentí algo torpe ante tanta mirada. Me incliné.

«Volveré a la cofradía en cuanto pueda,» prometí.

Ellos sonrieron. Naylah posó a Astera con fuerza en el suelo diciendo:

«Nunca dejas de estar en la cofradía. No mientras sigas pensando en nosotros. Los Ragasakis somos así: ni las más grandes distancias logran separarnos.»

«¡Y si no vuelves pronto te traeremos a rastras!» agregó Orih alzando dos dedos, como gesto de promesa. «Y con Yánika, por supuesto. Y Myriah. Y Jiyari. Y Saoko.»

Advertí el ligero estremecimiento de este último. Los ojos del Pixie rubio se habían iluminado.

«¿Yo, un Ragasaki? Pero si yo no soy ni celmista ni guerrero…»

Kala rió y le pasó un brazo por los hombros animándolo:

«¡Pero qué dices! Sabes hacer sopa de tugrines. Y pasar la escoba. Y eres más listo que yo.»

«Dice Kala,» creí correcto apuntar.

Se oyó entonces un grito en la caverna y nos sobresaltamos todos. Livon apareció entre los árboles alzando el cubo de números con una expresión de puro asombro.

«¡Lo he conseguido!» exclamó, corriendo colina arriba. «¡Orih, Drey, amigos! ¡He conseguido resolverlo!»

Jadeamos de incredulidad y Orih gritó victoria. Sonriendo anchamente, me giré hacia la gárgola Axtayah diciendo:

«¡Ese sí que es un milagro!»

Y, viendo cómo Tchag se burlaba silenciosamente de Livon tratando de quitarle el cubo para removerlo, le comenté a Kala:

“Sólo falta que el imp recupere también la voz y me creeré realmente que Axtayah es la gárgola de los milagros.”

Le di la enhorabuena a Livon y, al enterarse de que nos íbamos ya, él se esforzó por dejar de mirar su cubo impecablemente resuelto y estrechó la mano que le tendía. Con la otra, le di un papel explicando:

«Es para el Tahúr de los Zandra. Para la Kaara. El padre de Yeren me prometió una respuesta a tres preguntas y me quedan dos. Me dijo que expirarían al de tres meses. Quedan apenas dos semanas para que se cumplan y, bien considerado, yo no tengo nada especial que preguntarle a la Kaara, así que… aquí tienes. He firmado y todo. Sólo te falta escribir las dos preguntas. Por favor, nada de Pixies ni nada sobre mi familia. No olvides que una pregunta también revela información.»

Livon se había quedado mirándome, anonadado. Echó un vistazo al papel.

«Yo… ¿De verdad, Drey? Tú ganaste al Erlun contra él.»

«Ganaron Myriah y Saoko,» le repliqué. «Yo no hice nada.»

«Entonces deberían ser ellos los que escriban las preguntas,» insistió Livon. «No yo.»

«Ciertamente. Pero Myriah no tiene manos y estoy seguro de que confía en que al menos una de esas dos preguntas la ayude a ella,» dije, sonriente. «Y si Saoko tiene una pregunta, que la diga ya, porque nos vamos.»

El drow de pelo pincho frunció el ceño. Alzando un índice, Sirih sugirió:

«¿Por qué los Ragasakis siempre me fastidian?»

Nos carcajeamos. Para sorpresa general, Saoko sonrió levemente.

«Tengo una pregunta mejor. ¿Por qué no nos vamos ya?»

«¡Eso, eso!» se impacientó Nartayah agitando las alas. «¡A volar todos!»

Le agarró a Sanaytay sin previo aviso y esta inspiró de golpe mientras despegaba.

«¡Ha… Hasta luego!» exclamó.

Creo que nunca había oído a la flautista gritar tan fuerte. Sonreí y alcé la mano a modo de despedida mientras Axtabah agarraba a Sirih y echaba a volar también. Mientras sus hijos ascendían removiendo todo el aire, Axtayah posó una manaza sobre mi cabeza con ese mismo gesto paternal que había usado cuando nos habíamos encontrado por primera vez y dijo:

«Aquí nos separamos. No olvides, joven saijit, que la vida se basa en las decisiones que tomamos. Si pudiéramos hacerlo todo, no tendríamos que decidir, pero nuestra satisfacción, nuestra voluntad y nuestra vida morirían antes de nacer. Así pues, todas las decisiones hacen nuestra vida. Y confiar en alguien también es una decisión.» Sus grandes ojos negros sonrieron al girarse hacia Livon. «Toda gárgola de buen corazón merece tener a su lado a un buen amigo.» ¿Me acababa de llamar gárgola? Se inclinó agitando el aire. «Y yo he tomado la decisión de ser al fin libre, educar a mis hijos y dejar de odiar a los saijits. El odio nunca es bueno. Recordadlo.»

Sin esperar una respuesta a sus sabias palabras, agarró a Livon y este soltó un resoplido.

«¡Mi mochila!»

Se la lancé a tiempo y, al recogerla, se le cayó el cubo de números. Iba a devolvérselo cuando Livon me replicó:

«¡Déjalo, te lo regalo! Te van más esos juegos que a mí, de todas formas. Más de dos años para resolver eso, qué diablos, soy un negado…»

Sus palabras se perdieron con los potentes batidos de alas. La pequeña figura de Tchag, agarrada al pelo azul del permutador, observaba el despegue con ojos maravillados. Seguí el vuelo durante un rato, sonriente, con el cubo de números entre las manos. Cuando dejé de sentir tanto la fuerza órica, bajé la vista hacia Naylah y Orih.

«Bueno. Nayu. A ver si ya no pierdes a Astera. No sabía que la manejaras tan bien.»

La lancera sonrió, complacida, pero aseguró:

«Aún tengo que progresar. En los últimos duelos de Firasa perdí en las semi-finales.»

«Contra el caballeroso Grinan Farshi de Ishap, por cierto,» la pinchó Orih. «¡Y este invierno espera una revancha!»

Mientras hablaba, la mirol estaba despidiéndose de Samba, cubriéndolo de caricias, que el gato negro empezaba a apreciar. Parecía que el collar modificado no la había afectado tanto como habíamos temido al principio. Aquella mañana, sólo se había equivocado una vez, confundiéndonos a Saoko y a mí.

«Creo que para entonces estaré de vuelta a la Superficie con Yánika,» sonreí. «Intentaremos asistir a esa revancha. Bueno. Nos vamos. Cuidaos.»

Orih se levantó y, para sorpresa mía, me abrazó con fuerza y me enseñó una sonrisa puntiaguda al apartarse.

«Cuídate tú también. Y cuida de Myriah. Y, por cierto,» dijo, encarándose conmigo. «No sé exactamente cómo eres, Kala. Por lo que te he escuchado no pareces mal tipo pero… si le ocurre algo malo a Drey por tu culpa, no te lo perdonaré. Lo mismo va para ti, Rao. Para mí, antes que destructor o Arunaeh, Drey es un Ragasaki. Un miembro de mi familia. Y…» Se sonrojó. «Pues eso, que Kala y Rao no te metan en líos que tú no quieras, Drey.»

Sospeché que la mirol expresaba ahí unas preocupaciones de las que había hablado con Livon. Los inquietaba mi posición en ese ambiente de Pixies y no querían dejarme solo sin estar seguros de que no necesitaba ayuda. Habían estado pensando en mí. La idea me emocionó y me molestó a la vez, porque seguía sin acostumbrarme.

«Yo… estoy bien,» aseguré. Ante su expresión interrogante, le sonreí con confianza. «Kala no se moverá si yo no quiero moverme y, por si te preocupa, Rao no puede meterse en mi mente porque el Datsu me protege. De todas formas, cuanto más la conozco, más entiendo que no lo haría. Y en fin, como digo, sólo tengo que llevar a cabo un encargo que me dio Yodah. Una vez hecho esto, le ayudaré a Kala en lo posible. Pero ya me conoces: soy prudente. Más prudente que Livon, en todo caso.»

«Es fácil serlo,» resopló Orih.

Sonreímos. Y me puse serio diciendo:

«Que no haga nada absurdo.»

Los ojos de fuego de Orih chispearon.

«No lo hará. Me lo ha prometido.»

Agrandé los ojos. Así que de eso también habían estado hablando los dos. Livon le había prometido a Orih que no permutaría con el cuerpo de Myriah y que encontraría otro método para sacarlo de ahí. Sonreí y me sentí aliviado. Pues en eso Livon era como yo: siempre cumplía con sus promesas.