Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 3: El Sueño de los Pixies

27 Zigzagueos

Las calles de Arhum siempre me habían parecido más movidas que las de Dágovil y, aquel día, cuando entramos en la villa, no fue una excepción. Al contrario que en Dágovil, donde la población de drows era mucho mayor que el resto, en Arhum había una variedad más igualada. Había tantos drows como humanos, muchos elfos y elfocanos, belarcos y hasta toda una comunidad de tiyanos que vivía en la calle contigua a la del albergue La Piedra de Luna.

Pasábamos por ahí cuando el consejero de Zenfroz Norgalah-Odali, advirtiendo mi mirada, dijo:

«La Piedra de Luna. Un buen lugar para pasar las veladas. Tradicional y con una comida exquisita que no iguala el precio, ¿eh? Yo me hospedaré en casa del ministro Azergaich. Es un buen amigo mío… Sé que a vosotros, los destructores, os tiene en un pedestal,» sonrió. «Estoy seguro de que le honraríais si pasarais a saludar.»

«¿Ministro Azergaich?» repitió Sharozza. «¡Ja! Por supuesto. Drey y yo nos pasaremos a la tarde.»

Agrandé los ojos, mirándola. ¿Por qué me incluía a mí? En el momento, no se me ocurrió ninguna excusa para librarme y suspiré mientras nos saludábamos y el consejero seguía por la calle con sus Zombras hacia la casa del ministro.

«En serio, Sharozza: ¿me has visto a mí cara de querer hablar con ministros?»

«Precisamente por eso lo he dicho.» Sharozza se carcajeó. «¡Tranquilo! no es por eso,» reconoció. «Es porque…»

«Porque tu familia te ha pedido que seas educada con los nahós,» completé con burla.

La Exterminadora se mordió la mejilla y afirmó:

«Exacto.»

«Y no quieres estar sola haciendo reverencias.»

Sharozza sonrió con todos sus dientes y me dio una palmada en el hombro.

«¡Exacto! Si serás listo.»

«No. Soy tonto. De haberlo previsto, me habría quejado de mi dolor de cabeza en el camino.»

Sharozza se echó a reír escandalosamente. Dejó las riendas a un Kartán y empujó la puerta de La Piedra de Luna. Reik tendió una mano y me quitó las riendas de mi anobo.

«Me ocupo yo. Los dejaré en el mismo establo que los Zombras.»

Lo miré con sorpresa. El Zorkia… ¿iba a meterse en un establo con Zombras? ¿Solo?

«¿Estás seguro?»

El comandante Zorkia rebufó por lo bajo y se marchó sin una palabra con los dos anobos, tomando la misma dirección que el consejero y su escolta. Miré a Jiyari, interrogante, y este meneó la cabeza. Sólo esperaba que el extraño comportamiento de Reik no significase que algún Zombra lo había reconocido. Pues aunque no quería que Reik acabase en la horca, tampoco quería que este matara a un Zombra para callarle la boca…

«¿Quieres que lo acompañe?» sugirió de pronto Jiyari.

Enarqué una ceja, advertí la mirada curiosa de los Kartanes y me encogí de hombros.

«No. Déjalo. No son asuntos nuestros.»

Entramos en la taberna. Estaba igual de acogedora y tranquila que siempre. El elfocano que llevaba el local, Kaxen si bien recordaba, tampoco había cambiado. Hablaba con Sharozza, alegrándose de verla, tan risueño y sereno como lo recordaba.

«¡Y este es el pequeño Drey!» me presentó Sharozza, agarrándome por el brazo mientras yo me adelantaba, sondeando el lugar.

Los ojos del elfocano se agrandaron mucho.

«¿Drey Arunaeh?»

Tan ocupado estaba en observarme que tardó unos cuantos segundos más de lo acostumbrado antes de inclinarse profundamente.

«Un honor volver a verlo en esta casa, mahí.»

«Han pasado cuatro años desde la última vez,» apunté, alzando la mirada hacia la hilera de linternas colgadas de las altas vigas. «Di, yorusha. ¿Han venido unos aventureros esta mañana? ¿Un grupo variado con una chica con lanza, otra con una flauta…?»

«La flautista,» afirmó entonces Kaxen para alegría mía. «Vinieron aquí y me pidieron que te dijera que se hospedan en la pensión Maravilla en la zona baja. Ejem. Entre nosotros, me temo que no tienen muchos medios, mahí.»

Y yo menos… Sonreí y golpeé suavemente la barra.

«Gracias, Kaxen.»

El elfocano pareció sorprendido de que, por una vez, lo llamase por su nombre. Sharozza protestó al verme salir.

«¿Ya te marchas? ¿Y el saludo al ministro? ¡No me dejarás sola, Drey!»

«Págame el cuarto y cómprame unos guantes nuevos de destructor e iré,» repliqué alzando un puño de promesa sin girarme.

Oí su carcajada indignada antes de cerrar la puerta y dirigirme con Jiyari hacia la pensión Maravilla. No conocía la pensión, ni la zona baja de Arhum, en realidad, y empezamos a dar vueltas por los sucios callejones, algo perdidos. ¿En qué cuchitril se habrían metido los Ragasakis? La gente con la que nos cruzábamos parecía más delincuente que pobre. Era una suerte que mi tatuaje de Arunaeh no se reconociera fácil: en ambientes como esos, los Arunaeh éramos odiados como las alimañas.

«¿Buscáis algo, muchachos?»

La voz cascada provenía de una vieja que se detuvo al vernos pasar. Como yo me había quedado mirando la enorme verruga que tenía en la nariz, fue Jiyari quien contestó:

«La pensión Maravilla. ¿No sabrás dónde está, anciana?»

«¿La pensión Maravilla? Claro, muchachos. Ahí está. Seguid y, cuando veáis un cartelito donde hay dibujado un triángulo rojo, a la derecha, luego…»

Se perdió en direcciones y yo me perdí con ella. Jiyari, en cambio, escuchaba con atención y sonrió al fin:

«Muchas gracias, anciana.»

«¡Un placer!»

Cuando retomamos la marcha y llegamos al cartel con el triángulo, giramos a la derecha. Seguimos andando por un embroglio de callejones oscuros, apenas iluminados, pues el techo de la caverna de Arhum caía ahí de tal suerte que la luz de las piedras de luna, en las paredes altas, apenas alcanzaba las casas. Alzando mi pequeña piedra de luna, le seguía a Jiyari, cada vez más impresionado. Al de un rato, pregunté:

«¿Cómo haces para acordarte de todo lo que te ha dicho esa bruja?»

El Pixie rubio dio un paso, dos… y se detuvo con una sonrisa divertida.

«¿Casi parecía que me acordaba, eh? Pero ya lo he olvidado todo. Yo te estoy siguiendo a ti.»

«¡¿Qué?!» exclamé. «¡Yo te estaba siguiendo a ti!»

Nos miramos, entendimos nuestro error, y suspiramos, desanimados. Me recosté contra el muro de una casa, graznando, sentí la protesta agitada más que hablada de Tchag desde mi mochila y me volví a poner recto enseguida.

«Perdón, Tchag. Te había olvidado.»

“¿En serio os habéis perdido?” lanzó Myriah con tono de reproche desde mi mochila.

«Eso parece,» confesó Jiyari.

Atrapada en su lágrima, la permutadora arlamkesa nos era de poca ayuda… Suspiré alzando la mirada hacia un caracol que subía por una pared de piedra. En ese momento, me sentía tan lento como él.

«Mar-háï… Esto es Arhum, diablos, no es Dágovil. No debería ser tan difícil encontrar esa Maravilla. Por Sheyra, la pensión debe de ser tan maravillosa que sólo los más valientes pueden encontrarla. Y yo ya empiezo a tener hambre y no me apetece comer otro Ojo de Sheyra…»

«No desesperes,» rió Jiyari. «Hemos pasado por cosas peores.»

En ese momento, vi a dos hombres acercarse a nuestra derecha y otros dos a nuestra izquierda. Me tensé. Tanta gente en un callejón… no podía ser una coincidencia. Me aparté del muro siseando:

«Esa bruja…» Le agarré a Jiyari y le dije: «Corre.»

Corrimos hacia la derecha, tomándolos a los cuatro por sorpresa. Mi instinto no me había engañado: esos dos hacia los que nos abalanzábamos llevaban las armas preparadas debajo de la manga, listos para amenazarnos y quitarnos nuestras pertenencias.

«¡Lo siento pero estamos sin blanca!» les solté mientras me abalanzaba hacia ellos.

Levanté el polvo de la calle y se lo mandé directo. Los cegué, tendí una mano, toqué a uno, tal vez en el hombro, y lo proyecté contra su vecino añadiendo fuerza órica a mi impulso. Jiyari pasó y yo detrás de él. No nos demoramos y desaparecimos en medio de la polvareda.

Unos cuantos callejones más lejos, nos paramos. Jiyari respiraba aceleradamente. Dejé que se sentara sobre una caja rota y comenté, burlón:

«Hemos pasado por cosas peores pero, ¿sabes?, no me gustan estos barrios.»

Tras una pequeña pausa, retomamos nuestra búsqueda. Tardamos un rato en darnos cuenta de que estábamos dando vueltas. Las callejuelas, ahora todas desiertas, lejos de ser rectas, se curvaban de manera que era imposible saber hacia dónde uno se dirigía. Cuando encontramos de nuevo el cartel con el triángulo rojo, mascullé:

«Y vuelta a las andadas. ¿Sabes qué te digo, Jiyari? Volvamos a tierras más conocidas y que los Ragasakis vengan a buscarnos a nosotros cuando quieran.»

El Datsu se me había desatado aplacando mi hartazgo. Me giré, contemplé las calles desiertas… y suspiré. ¿Era posible que no supiéramos ni por dónde habíamos llegado al barrio bajo?

«Kala, ayúdanos un poco,» le gruñí en voz alta. «Llevas todo este tiempo callado como un doagal.»

El Pixie resopló.

«¿Y qué quieres que te diga? Si te has perdido, te has perdido. Asume tu derrota.»

«La asumiré si me dices que sabes por dónde se vuelve,» le repliqué.

Kala sonrió, vencedor, y señaló una calle.

«Por ahí.»

Un cuarto de hora más tarde, estábamos de vuelta junto al cartel rojo. Jiyari estaba cansado, y mi Datsu cada vez más desatado. Kala estaba de malhumor. Lo pinché:

«Asume tu derrota, Kala. Si te has perdido, te has perdid…»

Me cerró la boca a la fuerza y me carcajeé.

«Estás susceptible. Ashgavar. Casi me gustaría que saliera otra vez la bruja.»

«¿Te refieres a la anciana?» dijo Jiyari, sentado en un bordecillo. «¿Y si llamamos a una puerta y preguntamos?»

Tanto interactuar con desconocidos para encontrar una maldita pensión me parecía un exceso, pero… Jiyari tenía razón. Llegando a la misma conclusión que yo, Kala se adelantó hacia la primera puerta y llamó. Esperamos. Nadie abrió.

Iba a llamar a otra puerta cuando noté aire moverse por uno de los callejones. Al fin un transeúnte. Alcé la piedra de luna… y oí de pronto un arco tensarse a mis espaldas.

«Rendíos y no os haremos nada,» soltó una voz femenina y clara. «Mis flechas no fallan nunca.»

Advertí cómo una sombra encapuchada se había deslizado detrás de Jiyari y lo amenazaba con una daga. Kala perdió los papeles. Volteó y se abalanzó como un idiota hacia la arquera. Entendí que se había olvidado completamente de que su cuerpo ya no era de metal. De saber que sólo había una arquera, tal vez hubiera podido desviar la flecha… Pero algo en el aire me decía que eran más de diez. Por fortuna, conseguí hacer tropezar a Kala, caímos de bruces y siseé mientras la arquera me apuntaba de cerca:

“Asume tu derrota, Kala: dicen que no nos van a matar.”

“Mentiras: los saijits sólo saben decir mentiras…”

Sentí una hoja fría contra mi cuello. Una voz cascada soltó:

«Perdón por las medidas drásticas pero nos han dicho que eras una persona importante.»

Mi corazón se heló. ¿Habrían averiguado mi identidad? Diablos… Si no la habían averiguado ahora, lo harían en cuanto encontrasen en mi mochila mi diploma de destructor de Dágovil.

«Importante,» repetí. «¿En qué sentido, bruja?»

Dejaron que me sentase y, entre dos encapuchados, vi a la bruja acercar una linterna a mi rostro. Los dos nos observamos unos instantes. La anciana entornó sus ojos, sonriente.

«Eso te lo explicará la persona que ha pedido que te atrapemos. Un placer,» agregó, tendiendo la mano. «Soy la líder de los Cuchillos Rojos de Arhum.»

Fruncí el ceño, desconcertado por sus maneras: no conocía a los Cuchillos Rojos, pero supuse que sería una cofradía ilegal. Fui a cogerle la mano pese a todo. Sin embargo, antes de poder hacerlo, ella atrapó una extremidad del guante y me lo arrebató.

«¿Está ahí, Chihima?»

La arquera asintió detrás de su velo.

«Ahí está, abuela.»

«Caray.» La bruja sonrió, enseñando sus dientes amarillos o ausentes. «Entonces, en marcha. Alguien quiere hablarte, muchacho.»

«Jiyari viene conmigo.»

La bruja enarcó las cejas.

«¿Jiyari? ¿Te refieres al rubio?» Lo miró con más detenimiento. «Por supuesto. En marcha.»

Caminamos por las calles oscuras, rodeados por los Cuchillos Rojos. Pasamos por una puerta, salimos a otra calle, y llegamos a una casa inesperadamente bien iluminada, limpia y con una mesa redonda en el centro de la estancia. Kala refunfuñaba por lo bajo y al entrar lanzó:

“Si intentan matarnos, ¿qué harás?”

“Algo se me ocurrirá,” aseguré. “Mientras tú no toques mi órica… Mi tallo está casi sin usar.”

Nos invitaron a sentarnos a la mesa. Jiyari estaba muy nervioso. ¿Sería por eso que su piel bronceada se había puesto gris? Sus ojos negros enrojecían por momentos.

«Los Cuchillos Rojos,» solté en el silencio que había caído. «¿Sois criminales?»

La arquera giró unos ojos burlones hacia mí.

«Supervivientes,» rectificó.

Parpadeé ante la extraña respuesta. Entonces, oí un ruido de pasos en peldaños de madera, los mismos por los que había subido la bruja hacía un momento. Me giré hacia las escaleras preguntándome quién diablos había podido encargar a esos tipos que me atrapasen. Una posibilidad me tenía particularmente inquieto: ¿y si Zenfroz Norgalah-Odali había espiado, de algún modo, mi conversación bréjica con Yodah, se había enterado de mis intenciones de destruir los collares y me había tendido una trampa?

Oí una inspiración y alcé la cabeza hacia la figura que acababa de aparecer en el recuadro. Llevaba un vestido azul claro con un jubón negro, tenía el cabello largo y malva con mechas negras, una piel tan gris como la mía… y los tres círculos de Sheyra en su frente.

Antes de que pudiera reaccionar, antes siquiera que Kala pudiera reaccionar, Rao se adelantó con unos ojos azules radiantes.

«¿Kala?»

Este se levantó tembloroso, vibrando de emoción, obligando a mi Datsu a desatarse. Tiró la silla sin querer, rodeó la mesa y tomó a Rao entre sus brazos mirándola a los ojos, anonadado.

«Rao…» murmuró con voz ahogada. «¿Eres tú? ¿Eres tú?»

Mientras los ojos de ambos se llenaban de lágrimas, la Pixie sonrió con toda la alegría del mundo y se giró también hacia un Jiyari atónito antes de confirmar:

«Soy yo.»