Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 3: El Sueño de los Pixies

22 Los ojos del Gremio

Tras propulsarme con órica, oí el choque metálico de la espada. Había calculado bien: mi diamante de Kron había parado el filo del arma sin que esta resbalara y mi órica había aguantado el golpe. Agarré el filo lo más cerca posible del pomo y, comprobando que era de acero simple, lo estallé con mi mano enguantada.

Apenas cayó la hoja, recibí la patada del dokohi en pleno pecho. El dolor me abrumó y caí sobre Yodah y Yánika. Kala tomó el relevo y, al caer, le agarró la pierna al espectro. Estiró. Pero el dokohi no se derrumbó hacia atrás: se tiró de bruces hacia mí y me asestó un puñetazo en el hombro. Sin embargo, no era yo su objetivo: era Yánika. Sin soltar su espada estallada, fue a hincársela por el costado…

Y, de pronto, sus ojos blancos se oscurecieron. El aura de Yánika se llenó de confusión. Y la espada rota cayó de las manos de un aldeano con los ojos exorbitados. Balbuceó algo inintelegible y miró a su alrededor, hacia los cuerpos ensangrentados y hacia sus compañeros que de pronto se habían quedado confusos como él. Ante tal espantoso espectáculo, soltó un grito de desolación que no tenía nada de saijit. Intentó absurdamente alejarse arrastrándose, falto de fuerzas, y me moví para detenerlo. Pero no quería. Su mente estaba más allá del miedo y del horror. Era incapaz de razonar. Tan sólo le entendí un murmullo que decía: morir. Así que hice lo único que se me ocurrió para solucionar el problema rápido: me senté sobre él para inmovilizarlo y, como no opuso resistencia, agarré fácilmente su collar con ambas manos. Al de unos instantes, el collar estalló y el saijit dejó de moverse, desmayado.

Enseguida lo dejé y regresé donde Yánika. Yodah le hablaba en voz baja impidiéndole que mirase a los lados para que su aura no se llenara de horror ante los muertos. Si Yodah se ocupaba antes de su aura que de su herida, es que esta no debía de ser tan grave. No los molesté y miré a mi alrededor. Sharozza, Livon y Orih estaban bien protegidos por los Kartanes. Ni Livon ni Orih eran guerreros y, así como la segunda no podía usar su sortilegio explosivo sin llevarse a todos por delante, Livon no podía arriesgarse a permutar con dokohis y quedarse otra vez con un collar. El kadaelfo estaba agachado junto a Jiyari. Sin sorpresas, impresionado por la sangre, el Pixie rubio se había desmayado.

«¡Drey! ¿Estáis bien?» lanzó Sharozza, acercándose.

«Todos vivos,» aseguré.

Me giré hacia atrás. Reik, que había estado caminando en retaguardia, tenía la espada ensangrentada, pero él mismo no parecía estar herido. Tchag estaba subido a su cabeza, aún bajo la impresión. En cuanto a los dokohis… de los veintiséis, seis estaban muertos, cuatro gravemente heridos, ocho estaban arrodillados bajo las lanzas de los Kartanes y los ocho restantes habían debido de huir. Faltaba el dokohi fugitivo que había lanzado la piedra a Yánika…

Di un paso hacia la estalagmita y, con los ojos llorosos, Orih lanzó:

«Drey… Está muerto. Cayó muerto poco después de que tirase la piedra.»

Vi el cuerpo, me acerqué y, a la luz de mi piedra de luna, me fijé en su piel amoratada. No, no estaba amoratada. Estaba totalmente morada…

«Eso ya sé lo que es,» lanzó gravemente uno de los Kartanes. «Parece ser que se intoxicó con laibria asesina. Vi arbustos de esos en esta caverna. Un par de esas bayas te paralizan la mente, te ponen morado y te matan casi enseguida.»

Era extraño que hubiese comido eso siendo de Loeria y conociendo bien la zona, pensé. Fruncí el ceño.

«¿Te paraliza la mente, eh?»

¿Podía ser que ese dokohi hubiese usado laibria asesina para acercarse lo suficiente sin que Yánika pudiese afectarlo con su aura? Si era así, había contado con que su mente ya estaría deteriorándose y… había sacrificado su vida por sus compañeros dokohis. Meneé la cabeza.

«¿Por qué les dejaste las armas, Yodah?»

«¿Que por qué? No querían dejarlas,» masculló este, enderezándose. Yánika había cerrado los ojos. «Podría haberles chantajeado, pero ellos también podrían habernos chantajeado a nosotros. Y no lo hicieron. Attah. De no ser porque se nos escapó ese dokohi, no habría pasado nada.»

Miré al hijo-heredero que se levantaba pensando que su tono estaba inhabitualmente seco. ¿Estaría frustrado?

«Quítales los collares, Drey.»

Asentí pero dije:

«¿A todos? ¿Y cómo nos los llevamos?»

«El túnel que va hasta aquí es ancho. Te mandaré una carreta o un grupo de anobos en cuanto estemos en el puesto fronterizo. Quítaselos ya,» ordenó. «Yánika necesita a un curandero.»

Me giré hacia mi hermana. La sangre seguía goteando de su frente y ella seguía sin abrir los ojos, como huyendo de la realidad para no perder los nervios. Sentí que Kala se agitaba. Asentí de nuevo.

«De acuerdo.»

«Ah,» añadió Yodah. «En cuanto termines, no olvides atar tu Datsu. Pareces un autómata.»

Asentí.

«De acuerdo.»

Sin más dilaciones, me giré hacia los dokohis controlados por el aura de Yánika y empecé a quitarles los collares de hierro negro. Sharozza se emocionó un poco al verme. Ella nunca había destruido hierro negro. Cada saijit me miraba con una expresión singular cuando me arrodillaba junto a ellos para liberarlos. ¿Esperanza? ¿Miedo? Con el Datsu tan desatado, poco me importaban sus sentimientos.

Dos Kartanes se ocuparon de alinear a los muertos. En cuanto todos los dokohis vivos estuvieron inconscientes y liberados de sus collares, Yodah se marchó hacia el túnel del norte con Yánika. Solté:

«Livon, Orih, ¿podéis adelantaros con ellos? Llevaros a Jiyari, si sois tan amables. Sharozza…»

«Yo te espero,» aseguró la Monja del Viento. «Me gusta ver al geniecillo de Lústogan trabajando.»

Livon, Tchag y Orih acompañaron a Yodah y se llevaron a un Jiyari mareado entre ellos. Reik observaba con fijeza las formas espectrales que se habían deslizado fuera de los collares rotos. Solté una brisa para alejarlas y me centré en los collares de los muertos. Pensé que hubiéramos hecho mejor quitándoles los collares frente a Loeria y dejando los ex-dokohis a los vampiros. Les habrían bebido la sangre, pero probablemente no los habrían matado.

Estaba estallando el último collar cuando Sharozza, apoyada contra una estalagmita cercana, preguntó:

«Di, Drey, esos dokohis, ¿los controlaba tu hermana, no? Di,» añadió como yo no decía nada. «¿Por qué el hijo-heredero de tu clan se interesa de pronto por esa niña? Creía que, aparte de ti, la tenían todos marginada…»

El collar estalló y tiré los dos trozos al montón antes de levantarme atando suavemente el Datsu.

«Yánika es una Arunaeh.» La miré a los ojos. «Al final, incluso Lústogan lo reconoció.»

Sharozza de Veyli arqueó las cejas. Y se encogió de hombros apartándose de la estalagmita.

«Buen trabajo. Los metales puros nunca han sido mi especialidad. Ni tampoco estas cosas,» añadió.

Me tendió algo. El diamante de Kron. Diablos, es verdad, se me había caído durante el forcejeo. Acepté el diamante y Sharozza sonrió con sus ojos bien abiertos posados sobre mí.

«Sigue entrenándote tu hermano, ¿verdad?»

Hice una mueca divertida.

«En cierto modo. Sólo que antaño siempre me daba las respuestas a mis preguntas, me daba indicios y me hacía demostraciones…» Arrojé el diamante al aire y lo recuperé pensativo. «Me dijo que, el día en que lo rompiese, dejaría de ser mi maestro.»

Sharozza inspiró.

«¡Entonces hay una historia sentimental detrás de este diamante!»

«¿Sentimental?» repetí.

«¿No está claro como el agua? Lústogan quiere seguir siendo tu maestro. ¿A que no sabes romper ese diamante? Pues claro que no: sólo los más habilidosos y minuciosos son capaces de romper un diamante de Kron. Se necesita seguir un camino preciso. Algo que Lústogan seguramente no descubrió por sí solo. Eso significa… que quiere que le preguntes otra vez: ¿cómo se hace, hermano?» Imitó la voz de un niño y se rió ante mi mueca sorprendida, ajena a los muertos tendidos a nuestros pies. «¡De verdad no conoces a tu hermano! Él es un maestro en el alma, pero como toda roca tiene su punto débil. Y ése eres tú. Quiere seguir enseñándote y, al mismo tiempo, se da cuenta de que cuanto más te enseña, menos tiempo le queda ya como maestro, el dragonzuelo sale de su nido y…»

«Por todos los dioses, Sharozza,» la corté con sequedad en medio de su diatriba. «Hablas demasiado.»

Me dirigí hacia donde estaba el dokohi intoxicado por la laibria asesina y me agaché.

«Vaya,» se sorprendió Sharozza. «Se me olvidaba ese. ¡No se te escapa nada!»

Puse los ojos en blanco mientras agarraba el collar del saijit morado.

«Antes de destruir cosas de este estilo, evalúo siempre la cantidad de tallo a consumir según el objetivo. Así no se me puede olvidar nunca nada.» Estallé el collar y alcé la mirada. «Es lo que suelen hacer los destructores.»

Y lo que la Exterminadora no sabía hacer, porque su objetivo nunca tenía límites: destruía, no por los saijits, sino únicamente por la grandeza de Tokura. El Templo del Viento le había llamado la atención más de una vez por ello y me preguntaba hasta qué punto Lústogan no había sido algo influenciado por la manera de pensar de Sharozza. ¿O sería lo contrario?

Me levanté y, girándome hacia los siete Kartanes, incliné la cabeza.

«Gracias por ayudarnos. Sin vosotros, este incidente…»

Vacilé.

«Se habría convertido en una masacre,» completó el Kartán que había hablado de la laibria asesina.

Observé su expresión levemente burlona pero tolerante. Su rostro me resultaba familiar. Asentí.

«Sin duda alguna.»

Sharozza se sentó sobre una roca y me invitó a hacer lo mismo mientras Reik y tres de los Kartanes trataban de parar la hemorragia de dos de los ex-dokohis heridos. Por la cara cenicienta de estos, me pregunté si no se habían muerto ya.

«Veintisiete Ojos Blancos,» meditó Sharozza. «¿En serio Yodah Arunaeh estaba tratando de salvarlos? Fue lo que me dijo. En el momento, pensé que iba a usarlos para sacarte de Loeria… Jamás pensé que realmente tratase de salvarlos.»

Apoyé los codos en mis rodillas y la barbilla en las manos, alzando la mirada hacia el techo cubierto de estalactitas y de sombras.

«¿Crees que los Arunaeh son tan despiadados y fríos? Conociendo a Lúst tan bien, deberías saber que no somos así.»

Sharozza enseñó una sonrisa llena de sorna.

«¿Bromeas? Ser despiadado y frío es una cualidad. Mi madre dice que si uno no aprende a tener un corazón frío como el hielo para con el mundo, no sale nunca adelante y no será capaz de proteger a los que realmente le importan ni de ascender en la jerarquía. A los Arunaeh sólo les importan los suyos,» afirmó, adelantándose a mi réplica. «Y Lústogan es un gran ejemplo de ello, no digas que no. Por eso me extraña que Yodah, el mismísimo hijo-heredero, pareciese tan contrariado de que esta pobre gente haya muerto.»

Suspiré interiormente. Hablar con Sharozza no llevaba a ningún sitio. Sin embargo, Kala siseó.

«¿A ti no te contraría? ¿No te entristece? ¿Tan fría eres, Sharozza?»

La Exterminador me miró, sorprendida.

«Fría no soy: soy realista. No te hagas el hipócrita. Hace un rato mirabas a los muertos como si fueran simples marionetas. ¿O no? No estoy ciega,» murmuró. «Sé lo que te pasa: te conozco desde que eres un niño. Y sé que tu Datsu no funciona igual que el de tu hermano. Que funcione bien o no, es la realidad: aquí el más frío de los dos, eres tú. ¡No me lo negarás!»

Attah… Tranquilicé a Kala:

“No merece la pena, Kala: Sharozza habla siempre de más y sin pensar.”

“Yo también,” replicó Kala, ultrajado.

Abrió la boca… y se la cerré. Sharozza sonrió.

«¡Pero para qué hablar de eso!» dijo entonces. «Dime, me dijeron que una vez que encontrarías a la Ragasaki perdida volverías al Templo. Si algún día quieres trabajo, puedo compartir contigo algunas ofertas que me llegan. Sé que eres igualito a Lúst: te gusta más destruir libremente que hacer escultura y alisar calles, ¿a que sí? Y trabajo no me falta. Mira,» añadió. Me enseñó un colgante en forma de lotus negro. «Hasta recibí el título de Gran Bloqueadora de Dágovil.»

Fruncí el ceño examinándolo con curiosidad. Un título de esos no solía darse a destructores tan jóvenes. La pieza era fina pero… estaba hecha nada menos que con diamante de Kron.

«Enhorabuena. ¿Te uniste al Gremio, entonces?»

Sharozza hizo una mueca.

«Desde hace dos años. Los Veyli no somos tan prestigiosos para ocupar asientos pero… mi familia apunta alto.»

«¿Alto, eh? Que se vaya a la Superficie si quiere ir tan alto, es más seguro,» bromeé.

Lejos de ofenderse, Sharozza dejó escapar una risotada.

«¡Descuida! Una vez que mis hermanos se hagan con el poder en Dágovil, conquistarán Lédek, Raizoria, Temedia, ¡y el próximo será Rosehack!»

Sin duda, bromeaba. Sharozza de Veyli, suspiré. No era ni de lejos la persona más arrogante ni ambiciosa que había conocido: en el templo, los había bastante peores. A la Exterminadora no le preocupaba tanto la ascensión social como a su familia. Era demasiado franca e insolente para preocuparse por esos asuntos y no se los tomaba en serio. Por eso no me caía mal pese a ser una bocazas.

Charlamos mientras esperábamos la carreta prometida y, al de menos de una hora, nos llegó un grupo de Zombras con diez anobos. Oficialmente no estábamos en Dágovil, pero no había nadie ahí que fuera a culparlos de una invasión.

Se habló poco, los Zombras cargaron con los ex-dokohis inconscientes, un curandero atendió a los heridos y otro soldado se ocupó de recoger los trozos de los collares: supuse que refundirían el metal para su propio uso. En cuanto a los muertos, el que llevaba faja y venda de sargento dijo:

«A estos los enterraremos aquí, no sea que despierten el apetito de criaturas de la zona.»

Lo decía con fastidio: se veía que el sargento deseaba regresar al puesto cuanto antes. Intervine:

«Si no os molesta, puedo ayudar: soy destructor.»

El sargento se giró hacia mí y me miró con detenimiento.

«¿Y tú quién eres?»

Por Sheyra, a veces olvidaba que mi Datsu ya no era tan fácilmente reconocible…

«Drey Arunaeh,» contesté.

Por su cara de comprensión, supe que el sargento debía de haber oído por Yodah que había un pariente suyo esperando en la caverna. Aun así… Frunció la nariz.

«Abre la boca, por favor.»

¿La boca…? Le dediqué una muy ancha sonrisa incrédula.

«¿Me has visto cara de vampiro?»

Sharozza, al oírnos, se carcajeó. El sargento miró bien mis dientes y mi cuello —tal vez en busca de un collar de dokohi— antes de suspirar y lanzar:

«Mis disculpas. Si no te importa ayudar gratis…»

«Será un placer,» lo corté.

«¡Trabaja bien, yo me adelanto!» anunció Sharozza.

Mientras, escoltados por varios Zombras, ella y los Kartanes se marchaban hacia el túnel del puesto fronterizo dagovilés con los ex-dokohis inconscientes y los anobos, me alejé hacia los soldados con palas. Les sonreí.

«A trabajar.»

Era ya la segunda vez en mi vida que enterraba a unos dokohis. Ignorando las miradas extrañadas de los Zombras, me agaché, posé las manos en la tierra y la hice estallar. Menos de media hora después, habíamos metido a los siete muertos en un foso bien profundo, donde ningún hawi iría a desenterrarlos. Tan sólo quedábamos Reik, yo y media docena de Zombras. El sargento ordenó a sus hombres:

«¡En marcha, muchachos!»

Reik y yo caminábamos detrás de ellos por el túnel, en silencio. El comandante Zorkia estaba pálido y lúgubre. Quizá se preguntaba si alguno de esos Zombras que nos acompañaban había participado en la masacre de sus compañeros dos años atrás. Me imaginé que bullía por dentro, como hubiera bullido Kala en esa situación. Sólo esperaba que nadie lo reconociese…

No tardamos en alcanzar las puertas que cerraban el túnel. Estaban abiertas y una luz tenue de piedra de luna las iluminaba. Las atravesamos sin problemas y desembocamos en una caverna alta, más profunda que ancha. Después de tanta caverna oscura y plagada de bichos, ver aquel lugar luminoso y lleno de gente me alegró. Reik no se alegró tanto. Aun así, mientras cruzábamos la calle principal y subíamos la rampa hacia el centro de dirección, los soldados, mozos de cuadra, comerciantes y transportistas resultaron estar demasiado ocupados en sus asuntos como para dedicarnos algo más que una mirada de refilón.

Había más agitación de la que hubiera esperado en un puesto fronterizo en una zona de nula actividad comercial. Las vistas eran las típicas de un campamento de mercenarios: pequeños grupos que hablaban y reían fuerte, otros que trabajaban, cargaban con agua, provisiones, o corrían hasta su superior para dar su informe. Mercenarios, me repetí. Pero no formaban parte de cualquier compañía mercenaria: los Zombras eran la espada del Gremio. Y habían venido a zanjar el problema de los Ojos Blancos.

Al pasar ante un establo, vi a unos hombres cargar con el último ex-dokohi desmayado y llevarlo adentro de un edificio contiguo al de la dirección. Fijándome en las pesadas llaves que llevaba el portero, entendí que el hecho de que esos kozereños hubiesen perdido el collar no significaba que los dagovileses iban a exculpar sus actos fácilmente.

«Es él. Hey. Mahí.»

Desvié la mirada del calabozo al oír la voz reacia del sargento. Un joven en uniforme de paje, salido de la dirección, se inclinó diciendo:

«Mahí. Me han encargado de decirte que la niña Arunaeh está siendo atendida por el curandero personal del nahó. Yodah Arunaeh quiere que te quedes con ella en su ausencia.»

Fruncí el ceño. ¿El curandero personal del nahó? Ese era un título que sólo se usaba para ministros y grandes jefes de Dágovil. Dánnelah, ¿podía ser…?

«¿Quién dirige ahora este puesto fronterizo?» pregunté.

El paje volvió a inclinarse como si estuviéramos en algún palacio.

«El delegado Zenfroz Norgalah-Odali llegó aquí hace unos días, mahí. Tu pariente está hablando con él en estos momentos. Si me haces el favor de seguirme…»

Lo seguí adentro junto con Reik. Este me pisaba los talones tan diligentemente que parecía mi guardaespaldas y nadie se atrevió a desarmarlo. Algo que seguramente iba contra las reglas, pero los Arunaeh éramos para muchos unos de los más fieles siervos de la Justicia. Los criminales eran nuestras víctimas, no nuestros aliados.

Pese a mi ala protectora, Reik tenía una cara particularmente siniestra. Norgalah-Odali, me repetí mientras caminaba por un pasillo bastamente labrado. Mm, sí, Norgalah-Odali… Si no me confundía, ese era el apellido de algún ministro del gabinete del Gremio pero no recordaba cuál. Tampoco me importaba en ese momento.

Subimos unas escaleras y el paje se detuvo ante una puerta semi-abierta. Asomé la cabeza.

«Con permiso, soy…»

El curandero de Zenfroz, un drow enjuto y más negro que azul, se giró imponiendo silencio con un gesto imperativo. Yánika estaba tendida en una cama, bien arropada, con la frente vendada y el rostro limpio y apacible. Estaba durmiendo. En cuanto la vi, mi Datsu volvió al fin a su estado normal y mi preocupación se diluyó en un mar sereno. Me adelanté en la habitación y murmuré:

«Drey Arunaeh.»

Me senté en la silla que había junto a la cama ignorando totalmente al curandero. Este carraspeó suavemente.

«¿Drey Arunaeh? Así que eres su hermano. Verás… Estudio a las grandes familias como pasatiempo, por eso sé que tú eres el más joven destructor Arunaeh del Templo del Viento…»

Su tono delataba una pasión refrenada. Mar-háï, ¿no era él el que me había acallado un momento antes? Suspiré.

«¿Se repondrá rápido?» pregunté.

El curandero asintió.

«Algunos días de reposo y estará como nueva. El impacto causó una pérdida de consciencia y ha perdido bastante sangre. Tuve que suturar la herida y hasta que no le quite los puntos será mejor que no viaje. Le he dado un sedante a base de evandrelina y dormirá durante un buen rato…»

Dejé que siguiese hablando en murmullos sin escucharlo realmente. El aura de Yánika, tranquila y plácida, me decía todo lo que necesitaba. Kala estaba también aliviado y nuestro cuerpo dejó de estar tan tenso por todo lo sucedido. Finalmente, no había pasado nada realmente grave…

Sólo habían muerto siete saijits inocentes que habían dejado de ser ellos mismos por culpa de unos collares programados. Collares que, según confirmación del Príncipe Anciano, había fabricado Lotus.

Vacilé en hablar con Kala de ello y decidí finalmente que no era el mejor momento. No ahora que el Pixie se sentía tan bien y a punto de dejarse llevar por el sopor. Alcé la mirada hacia el curandero, que estaba guardando sus instrumentos en su maletín.

«Perdona,» dije. «Sirves a Zenfroz Norgalah-Odali, ¿verdad?»

El curandero sonrió.

«Así es. El nahó es un gran hombre, que apenas cae enfermo, ¡así que apenas me da trabajo!»

«Es ministro, ¿no?»

El enjuto drow se quedó un momento sin habla. Entonces, resopló.

«Por Tatako, Zenfroz no es ministro, ¡es el comandante de los Zombras! Lo nombraron hace ya dos años.»

Parpadeé sin inmutarme.

«¿En serio? No sé por qué estaba convencido de que el apellido de Norgalah-Odali era el de un ministro.»

El curandero estaba atónito.

«¿Te refieres a Varandil Noa Norgalah-Odali?»

Inspiré, cayendo al fin en la cuenta. Varandil Noa Norgalah-Odali. Era el máximo dirigente del gabinete del Gremio, el que había tomado el control de este durante la guerra de la Contra-Balanza para posteriormente asentar una autoridad implacable durante treinta años… Sin embargo, el nombre de Zenfroz no me sonaba.

«Mm… Claro,» medité. «Zenfroz es un pariente de Varandil, entonces.»

El curandero meneaba la cabeza, incrédulo.

«¡Por favor! No se bromea con esas cosas, joven mahí. Todo el mundo sabe que Zenfroz es el segundo hijo de Varandil.»

«Ahora lo sé,» sonreí. «Gracias por cuidar a mi hermana.»

Era una forma de decir que podía retirarse. El curandero no abandonó su expresión desaprobadora cuando se inclinó y salió de la habitación. Reik cerró la gruesa puerta y masculló por lo bajo:

«¿En serio no sabías quién era Zenfroz, muchacho?»

Lo miré con curiosidad.

«En serio. La política no me interesa.»

Me levanté, rebusqué en mi mochila y saqué un Ojo de Sheyra. No me apetecía salir de ese cuarto y pedir comida. Cuando masqué, sin embargo, y el sabor agrio me llenó la boca, lamenté un poco mi decisión. Le propuse uno a Reik pero este lo rechazó con un gesto de cabeza. Me encogí de hombros, bostecé y, tras tumbarme sobre un pequeño jergón que había en el cuarto, saqué mi diamante de Kron. ¿Sharozza estaría en lo cierto?, me pregunté, observándolo. ¿Acaso no podía lograr romperlo solo? ¿Acaso Lústogan esperaba que fuera a pedirle consejo? Hubiera sido lógico. Si mi hermano no me había ayudado, tal vez era porque efectivamente quería hacerme entender que todavía necesitaba sus enseñanzas. Había pasado los exámenes del Viento, había aprendido a romper hierro negro, y aun así era consciente de que ignoraba aún demasiadas cosas sobre las rocas.

«Comandante de los Zombras,» dejó escapar de pronto Reik, sentándose en el suelo y recostándose contra el muro. «Me pregunto qué tipo de hombre será ese Zenfroz.»

Le eché un vistazo… y esbocé una sonrisa.

«Creo que no tardaremos en saberlo.»