Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 3: El Sueño de los Pixies

12 La Melodía de la Vida

Rodeamos un gran lago y subimos por escarpados caminos antes de dar de nuevo con el Río Negro y remontarlo por una orilla cubierta de arena. Menos para los trechos difíciles, el día pasó con tranquilidad. Durante horas, estuve en cola de caravana hablando por bréjica con Yodah y contestando a sus preguntas sobre mis impresiones con respecto a Kala. Mezclaba todo tipo de preguntas: que si compartíamos gustos en tal cosa, que si éramos capaces de controlar a la vez el cuerpo, que si cuáles eran nuestros puntos comunes y divergentes… Cuando Yodah se interesó por el punto de vista del Pixie, dejé de buen grado a este contestar y controlar el cuerpo mientras yo me centraba en mi órica y mi diamante de Kron.

No fue hasta después de la pausa que logré quitármelo de encima, cuando Yánika le pidió precisiones sobre no sé qué sortilegio bréjico y los dos se pusieron a hablar entre ellos por vía mental como dos profesionales, ajenos a su alrededor. No los oía pero, dado el aura de Yánika, esta disfrutaba de la conversación. Era extraño verlos reír y resoplar sin que se les oyera una sola palabra, pero poco parecía importarles. En un momento, sentí que el aura se incomodaba y se alegraba al mismo tiempo y me giré para ver a Yánika ruborizada. Entorné los ojos y fulminé a Yodah. ¿No había dicho que no le importaba esperar?

Suspiré y alcancé de nuevo a Jiyari, Yeren y Reik. Andábamos al lado de un carromato lleno de peregrinos y, en un momento, vi a Zélif asomar la cabeza por este con una mueca aburrida.

«¡Si tan sólo no hubiese pisado ese cristal!» se quejó.

«Alégrate,» le dijo Yeren, «tú no tienes que andar. Yo empiezo a estar harto de poner un pie delante del otro.»

«Andar es bueno para la salud,» le citó Zélif con un brillo de burla en sus ojos azules. «¿No es lo que sueles decir?»

El curandero suspiró.

«Sí. Pero esto… no es andar en llano como en la playa de Firasa. A saber cuántos cientos de metros hemos subido ya desde que hemos salido de Kozera.»

«Y los que faltan,» dije. «Este techo va subiendo, ¿os habéis fijado? Acaba de aparecer la luz roja de la Cascada de la Muerte. ¿La veis?»

«¡Yo no!» se quejó Zélif, retorciéndose para ver hacia delante. Estaba en la parte trasera del carromato.

Yeren resopló.

«¿Esa luz? ¿La de arriba?»

«Ajá. Está situada por la mitad de la cascada. Es una rocallama. Apenas emite luz, pero se la ve de lejos.»

«¿La mitad de la cascada? ¿Quieres decir que esa no es la cima?» balbuceó el curandero, boquiabierto.

Sonreí.

«Pues no.»

«Por la salud del cielo,» murmuró Yeren.

«¿Aún falta mucho para llegar al sanatorio?» preguntó Zélif.

Me encogí de hombros.

«No lo sé. En realidad… nunca había visto la Cascada de la Muerte,» confesé.

Pero ahora la empezaba a ver. Y, a medida que avanzábamos por la orilla del Río Negro, el estruendo se hizo cada vez mayor hasta que se estabilizó.

«¿Por qué construirían un sanatorio en un lugar como ese?» gruñó Reik a nadie en particular.

«Eso es porque…» empezó a decir Jiyari.

Pero Yeren y Zélif también habían empezado la explicación y finalmente Jiyari y Zélif le dejaron la palabra al curandero. Este sonrió, rascándose el cuello.

«Bueno… En realidad, lo construyeron aquí por varias razones. Se encuentra a medio camino entre Kozera y el Bosque de Ribol, un lugar donde, se dice, crecen todas las plantas curativas del mundo. Además, los warís cuentan que ahí es donde el gran Dogoyaba, dios del Agua y de la Fortuna, fue recogido por Neeka mortalmente herido y que una lágrima de esta le devolvió la vida. Por eso, se dice que la vida nace en el bosque, baja por el Río Negro, cae por la Cascada de la Muerte y revive.»

Mientras Yeren seguía hablando del sanatorio hacia el que nos encaminábamos, advertí la mirada impresionada de Jiyari.

«¡Por Tatako!» dijo cuando el curandero calló. «¿Cómo aprendiste tanto?»

«Oh… Me leí un libro muy bueno sobre la vida de Dogoyaba,» explicó Yeren.

Enseguida, Jiyari se desmoralizó.

«Oh… Así que leyendo.»

Me carcajeé.

«Jiyari es alérgico a la lectura,» aclaré.

«Pero contado así,» dijo Jiyari con ánimo, «¡contado así, el conocimiento es impresionante!»

El curandero rió, divertido. El rubio meneó la cabeza.

«Aun así… no puedo dejar de pensar que yo no estoy hecho para aprender.» Ladeó la cabeza, risueño. «Mi memoria no está hecha para eso. Y los libros siempre me han dado… algo de miedo.»

«¿Miedo?» se sorprendió Yeren.

«Todo se explica,» intervine. «De pequeño le golpeó su maestro con las Santas Escrituras y desde entonces se traumó.»

«¡No te inventes historias!» protestó Jiyari.

«¿Cómo sabes que me las invento si no te acuerdas?» lo pinché.

El Pixie resopló y se vengó atrapándome del brazo y diciendo con tono dulzón:

«Te perdono si me dedicas más tiempo este o-rianshu, Gran Chamán.»

Decidí seguirle la corriente y le dediqué una sonrisa acaramelada.

«Cuando quieras, Campeón.»

Jiyari abrió los ojos como platos… y nos carcajeamos. Kala gruñó por lo bajo.

“No flirtees con mi hermano, tú. Déjame, que me toca,” añadió.

Le dejé el control del cuerpo. Poco después, dejamos la orilla del Río Negro y empezamos a avanzar por un camino más cuidado, entre árboles de hojas rojas. No tardamos en ver aparecer el más alto edificio del sanatorio, al pie de la Cascada de la Muerte. Era de mármol blanco, con numerosas ventanas, para que los peregrinos y enfermos en tratamiento pudiesen contemplar las vistas de la caverna y la cascada. Cuando salimos del bosquecillo rojo, avisté la empalizada con las diversas terrazas de las casas al pie del edificio principal. El camino se estrechó hasta tal punto que todos los que andábamos tuvimos que colocarnos en la cola de la procesión para que cupiesen los carromatos. Íbamos detrás y, cuando llegamos a la empalizada, la plaza ya se estaba llenando de los viajeros que se apeaban de los carros.

Mientras Kala seguía a los demás por un camino que subía, me fijé en que muchas de esas pequeñas casas eran en realidad dormitorios para los pacientes del sanatorio. Nos cruzamos con un buen número de enfermeros con túnica malva. Pese a que el sanatorio era originalmente de la Doncella, muchos enfermeros llevaban el tatuaje de Mahúra en el rostro, la diosa del Aire y del Universo, otros llevaban el de la Anciana Mosoldabir, otros el de Sayiro de la Naturaleza. En definitiva, aquel lugar no era un lugar de una sola divinidad sino un real paraíso de curación donde se reunían curanderos de toda creencia, raza y cultura. Empecé a entender más la creciente excitación de Yeren. El drow albino sonreía solo, abrumado.

“¿Vamos a algún sitio particular?” pregunté, sorprendido, al ver que seguíamos subiendo.

“¿No te has enterado?” se impacientó Kala. “Yeren ha dicho que quería ir a ver la Fuente de la Juventud.”

Enarqué una ceja mentalmente. ¿La Fuente de la Juventud? En ese momento, vi pasar a un viejo que había pasado de mucho los cien años y comenté:

“Pues no debe de ser muy efectiva.”

Kala soltó una risotada y, al recibir varias miradas extrañadas por la calle, suspiré.

“Kala… Oí que el sanatorio tenía una sección especial para dementes. Por favor, no tientes al personal.”

Kala apretó los labios, luchando contra su sonrisa, y replicó:

“Por una vez que soy yo el que hace cosas raras…”

Puse los ojos en blanco y, tratando de ignorar el estrépito del agua de la cascada, centré de nuevo mi atención en el diamante de Kron. Sin embargo, mi concentración no duró mucho pues en ese momento recordé una de las preguntas banales de Yodah de aquella mañana y mis pensamientos derivaron. “¿Cuál es vuestro color favorito?” había preguntado. Y yo había contestado: “Pues… no tengo.” Pero Kala, él, había contestado: “El gris.” Mientras caminaba calle arriba con los demás, medité sobre ello. A Yánika le gustaba el blanco porque, según ella, era el color de la vida y de las emociones.

“¿Kala?” lo llamé. “¿Puedo hacerte una pregunta? ¿Por qué dijiste que tu color favorito es el gris?”

Kala arqueó las cejas.

“Bueno… Porque es el color de las nubes cuando llueve.”

Mar-háï, la razón era todavía más simple que la de Yánika. Tras un silencio, Kala preguntó:

“¿Por qué tú no tienes un color favorito?”

La respuesta me parecía evidente y ya se lo había explicado a Yánika.

“Porque puedes relacionar un color con algo positivo o algo negativo, puedes pensar una cosa en un momento y otra muy distinta en otro… Por eso no tiene sentido para mí tener un color favorito,” reflexioné. “Y por eso también me resulta… incomprensible que se pueda justificar que el color favorito de uno sea el gris sólo porque las nubes cargadas de agua son grises.”

“¿Quieres decir que mi razón no es buena?” se ofendió Kala.

Resoplé mentalmente.

“¿Qué es bueno y qué es malo? Es una razón, eso es todo. Simplemente yo soy incapaz de tomar una decisión para detalles de esos, porque que sea uno u otro me da totalmente igual. Está claro que Yodah ha querido hacerme pensar en nuestras diferencias, pero… ¿qué es lo que pretende con eso? ¿Que consiga compartir el Datsu contigo? ¿O que aprenda a conocerte más a fondo?”

Kala hizo un mohín aburrido.

“Me estás mareando con tanto parloteo tonto. ¿Que no sabes tomar decisiones para los detalles? Bobadas. ¿No prefieres los zorfos a los Ojos de Sheyra? ¿No prefieres el calor al frío?”

“Esos no son precisamente detalles,” resoplé.

Kala emitió una risita burlona.

“¿Que no? Recuerdo una vez que Yánika dijo que los cordones rojos en mi pelo nos daban buen talle… Por eso los siguientes que nos compraste eran rojos. ¿O no? A lo que iba: cada uno decide si algo es un detalle o no lo es. ¿O no?”

Vaya… Iba a resultar que Kala tenía razón. De pronto, Kala tropezó con uno de los adoquines y cayó de bruces emitiendo un gruñido de sorpresa. Conseguí amortiguar un poco la caída con órica, pero sentí igual el dolor en uno de los codos cuando este golpeó el suelo. Attah…

“Por ejemplo, para ti,” mascullé, “hacer el ridículo es un detalle, ¿verdad?”

Nos levantamos en medio de las preguntas inquietas de mis compañeros y las miradas de algunos peregrinos. Para colmo, dos enfermeras nos asaltaron preocupadas preguntando:

«¿Estás bien? ¿Te has hecho daño?»

Kala se puso nervioso. Una de ellas, fijándose en que se agarraba el codo, tendió una mano diciendo:

«Por favor, déjame ver.»

Lo dijo con tal suavidad que Kala se relajó y se quedó detallando su rostro de sibilia, igual de grisáceo que el nuestro, mientras dejaba que le remangara la camisa holgada. Kala farfulló:

«Estoy bien. No duele. Soy duro como el metal.»

¿Todavía se lo creía? La enfermera clavó unos ojos azules sonrientes en los míos.

«Seguro. Es un pequeño rasguño. Lo desinfectaré y le pondré un algodón en un minuto, ¿de acuerdo?»

Era tan dulce que Kala, subyugado, asintió como un niño obediente. La enfermera sonreía sacando un bote desinfectante del bolsillo.

«Va a picar,» avisó, mientras me agarraba el codo, «pero, como dicen, lo que pica cura, ¿verdad?»

No habíamos recibido ni tres gotas cuando, para asombro mío, Kala se echó para atrás y retrocedió resollando:

«¡No! No quiero ser curado nunca más… Nunca…»

Entendí lo que pasaba al instante. Siseé y luché para retomar el cuerpo pero Kala no quería: estaba demasiado asustado.

“¡Oye, Kala! Que no es una Máscara Blanca. ¿Estás ciego?”

Kala respiraba precipitadamente. Attah, Jiyari estaba más traumado que Kala pero este tampoco le andaba a la zaga…

Entonces, sentí una mano posarse sobre mi hombro derecho, y otra agarrarme el brazo izquierdo. Jiyari. Y Yánika. El aura de esta estaba inquieta pero, sobre esa inquietud, reinaba contradictoriamente una suave serenidad que calmó a Kala en unos segundos.

“Menudo espectáculo nos has dado,” mascullé.

Sin embargo, las enfermeras ya no me miraban a mí, sino a Jiyari. Por alguna razón, la piel de este se había vuelto gris y sus ojos estaban rojos sobre fondo negro como los míos. Él no parecía haberse dado cuenta aún, pero mis compañeros sí. Yeren parpadeaba murmurando:

«¿Una mutación contagiosa?»

Zélif miraba al Pixie rubio con fijeza como pensando: ¿él también? Reik tenía el ceño fruncido cuando preguntó:

«¿Qué demonios pasa ahora? ¿Por qué ponéis esas caras?»

¿Es que el Zorkia no se había dado cuenta? Yodah se pasó una mano por la boca, bostezando con expresión del todo relajada, y contestó:

«Nada muy raro. Gracias por vuestra ayuda,» añadió para las enfermeras. «¿Seguimos subiendo?»

Habiendo conseguido recuperar el cuerpo, asentí, agradecí rápidamente a las enfermeras con educación esperando que se quedaran con la última impresión y no la primera y seguimos subiendo hasta la Fuente de la Juventud. La plaza era ancha, la fuente hermosa. Desde ahí se podían ver las aguas negras del río caer en un estruendo de espuma. Estaba apoyándome contra la balaustrada, contemplando las luces de las linternas del sanatorio y de nuestra caravana recién llegada cuando oí unos murmullos detrás de mí y me giré. Zélif, Yodah y Yeren parlamentaban. En un momento, Zélif asintió y se acercó con ellos hasta plantarse ante mí, ante Jiyari, Reik y Yánika.

«No subiremos la Cascada de la Muerte hasta mañana,» declaró. Sus ojos centellearon cuando añadió: «Tenemos tiempo de charlar y de poner las cosas claras. ¿No os parece?»

Me miraba a mí, pero luego se giró también hacia Jiyari. Este había recuperado su color de piel bronceada hacía apenas unos minutos. La pequeña líder de los Ragasakis se avanzó hacia la balaustrada. Su mirada se perdió en la lejanía de la caverna y murmuró:

«Creo que es necesario para todos.»

* * *

Pese a las reservas de Kala, seguí el consejo de Zélif y, en la pequeña casa que alquilamos para el o-rianshu, sentado a una mesa redonda con los demás, Yodah, Yánika y yo les explicamos más o menos todo lo que sabíamos sobre los Pixies. Jiyari participó sólo para decir que él no recordaba bien nada de todo eso, pero que su corazón le decía que era un Pixie y que yo era su hermano. Por fortuna, los demás fuimos más explícitos.

«De modo que ese Lotus y Liireth serían la misma persona,» murmuró Zélif, aún impactada.

Yeren jugueteaba con su gorro, ensimismado y silencioso desde hacía un buen rato. En ese momento, rompió el silencio.

«Hay algo que sigo sin entender. Entiendo que, si esa tal Rao se ha especializado en esa rama de la bréjica, haya transvasado la mente de Jiyari a un recién nacido y lo haya confiado a un templo de Tatako. Pero… ¿cómo consiguió llegar hasta un recién nacido Arunaeh? Leí hace poco que hasta que no recibíais el Datsu no podíais ser sacados de la isla. Sin querer ser indiscreto… ¿cómo lo consiguió?»

Hubo un breve silencio y entonces Yodah se recostó cruzando los pies sobre la mesa. Pillé su indirecta sin necesidad de bréjica.

«Lo siento, Yeren. Esos son secretos de familia,» dije.

«Oh… Debí imaginármelo. Disculpa,» dijo Yeren con una mueca sincera. «Siendo de una familia de tahúres, entiendo bien el valor de los secretos.»

«Pues me alegro,» dijo Yodah con tranquilidad. «Pero tendréis que guardar silencio para lo demás de todas formas. Si se descubriera que Drey tiene un Pixie dentro, podría ser problemático. En el Gremio de las Sombras todavía quedan viejos carcamales de la época en que pasó todo aquello. Los peores ya murieron… pero las malas mañas, cuando no se reprimen, se heredan y quién sabe si los famosos laboratorios del Gremio no siguen ‘curando’ saijits.»

Me echó una mirada de biés. Hice una mueca y me serví otro vaso de agua con miel de kérejat. Mientras tomaba un sorbo, Zélif se apoyó sobre la mesa diciendo:

«Me toca a mí deciros algo que, por lo visto, no sabéis. En Trasta, investigué también sobre Liireth y acabé por fijarme en que las circunstancias de su muerte… fueron muy extrañas.»

Sus palabras atrajeron toda nuestra atención. Con el ceño fruncido, Zélif explicó:

«Al parecer, antes de ser acorralado, el Gran Mago Negro fue visto en un poblado. Pasó en plena calle sin miedo, y alguien declaró en un informe que sus ojos centelleantes no parecían de este mundo.» Marcó una pausa. «Unas horas más tarde, en una caverna al este de Blagra, Liireth fue acorralado y abatido por celmistas. Lo lógico hubiera sido capturarlo para interrogarlo y sacarle todo lo que sabía sobre los últimos enclaves rebeldes de la Contra-Balanza. Pero en ningún sitio pone que se tomaran el tiempo para eso. Lo mataron y trasladaron su cuerpo a la capital de Dágovil, donde fue quemado muerto en una hoguera ante los ciudadanos. ¿No os parece extraño?»

Hubo un silencio. La ira de Kala me quitó de en medio en un relámpago y golpeamos la mesa con un puño enguantado.

«¿Extraño?» graznó Kala. «¡Los saijits son unos monstruos! ¿Qué tiene eso de extraño? No habléis así de Lotus como si fuera historia. Jiyari y yo somos sus hijos. Sabemos que no puede estar muerto.»

Se quedaron mirándome todos durante unos segundos. Suspiré. Entonces, Yodah se sentó de manera más conforme con su título de hijo-heredero y se aclaró la garganta.

«Es interesante lo que cuentas, Zélif. De hecho, tras una investigación, llegué a la misma conclusión.»

La líder de los Ragasakis pareció casi decepcionada.

«¿En serio? Bueno,» se animó. «Eso significa que quizá no sean delirios míos.»

«Lo siento pero… ¿de qué estáis hablando?» preguntó Yeren, perdido.

Zélif se cruzó de brazos y aclaró:

«Creo que ese hombre que murió no era Liireth. Si eso es cierto, entonces, su muerte fue fingida. Y los altos cargos dagovileses lo saben.»

Kala y yo nos quedamos igual de atónitos. Por una vez que alguien no enterraba a Lotus… La faingal agregó:

«Lo que me hace preguntarme: ¿lo secuestraron? ¿llegaron a un acuerdo con él? ¿o simplemente ignoran dónde está y decidieron publicar una muerte falsa?»

«Pero…» intervino Jiyari tímidamente, «¿cómo podrían esconder a Padre? Es el Gran Mago Negro…»

«El Gremio de las Sombras da sombra hasta a las verdades más claras,» afirmó Yodah con ligereza.

Zélif hizo una mueca.

«No sé qué fue de Liireth, pero teniendo en cuenta de que se lo considera como uno de los más grandes celmistas del siglo pasado… debe de tener conocimientos que sólo él posee. Aunque ahora debe de ser muy viejo…»

«A menos que se haya metido en una lágrima dracónida o en otro cuerpo,» intervino Yodah. «Sea como sea, si está vivo, o está con el Gremio o no lo está. Es decir: no tenemos ni idea.»

Durante un rato, el ambiente se llenó de cavilaciones silenciosas. Si Liireth había perdido su cuerpo y se había transvasado a una lágrima dracónida… ¿dónde había ido a parar esa lágrima? ¿Se habría quedado abandonada en alguna caverna? ¿Estaría en manos de los dagovileses?

Kala gruñó.

«Si perdió su cuerpo, se habrá reencarnado en otro como nosotros,» dijo. «Y mis hermanos y yo lo encontraremos. No vosotros.»

Noté varias muecas entre mis compañeros. Yeren carraspeó y dijo con tono molesto:

«Drey… O Kala… Sé que ese hombre os salvó, pero jugó con vuestros cuerpos como los demás científicos durante años, no lo olvides. Y, en la guerra, cometió el crimen de crear los collares de los dokohis. Cientos de personas inocentes se vieron forzadas a luchar a muerte contra las fuerzas del Gremio…»

Calló de sorpresa cuando Kala se levantó de un bote, temblando, y rugió:

«¡Os odio a todos!»

Attah… Habíamos hablado demasiado del pasado. Y por lo visto, cuando se hablaba de Lotus, Kala resultaba ser mucho más sensible que Jiyari. Adiviné sus sentimientos: se sentía atacado, asustado, preguntándose si finalmente esos saijits no eran igual de horribles que las Máscaras Blancas a las que había conocido en su anterior cuerpo. El ambiente se cargó de un aura de miedo y alarma.

«Hermano,» murmuró Yánika con voz aguda.

La estaba asustando. Me sentí tan mal por ello que mi Datsu se desató. Y con la rabia ciega de Kala… se me desató del todo. Vaya, entendí. Me había quedado otra vez sin sentimientos.

Kala se había alejado bruscamente de la mesa y acababa de golpearse contra un muro con fuerza, emitiendo gritos ahogados. ¿Estaba tratando de controlarse? ¿O bien de desfogarse? Sabiendo que tanto golpe sólo lograría estropear nuestro cuerpo, traté de amortiguar la fuerza con órica.

«¡Hermano!» gritó Yánika.

Los seis se habían levantado de la mesa. Analicé la situación: si alguno se acercaba demasiado, acabaría herido. Y eso era malo. Tenía que impedir que Kala utilizara la órica: él no sabía controlarla y, además de usar todo el tallo energético, destrozaría la casa…

Kala inspiró de sorpresa cuando dos manos agarraron mis brazos por detrás, doblándomelos casi. Tropezó por un rodillazo y caímos al suelo inmovilizados por un peso. ¿Reik? Sí, era el Zorkia. El Pixie enseguida dejó de luchar. Sentía calor en la cabeza, el corazón latía como un tambor, los ojos quemaban por las lágrimas. Kala sufría, entendí. Logré atar el Datsu un poco y sentí su dolor asfixiante. No dijo nada. Su rabia había muerto, reemplazada por ese dolor tan familiar que arrasaba con su mente y lo dejaba exhausto. El incidente había sido corto, pero intenso. En el silencio impactado de la habitación, murmuré:

«Lo siento. No he podido calmarlo.»

De hecho, al perder mis sentimientos durante un rato, la posibilidad de calmarlo con palabras ni me había rozado la mente. Dudaba de que hubieran surtido efecto de todas formas. Reik resopló.

«Dos personas en una,» dijo. «Es una locura.»

Al menos ahora me creía, me alegré. Cuando me fijé en que el aura de Yánika se había vuelto serena y hasta algo alegre, alcé los ojos hacia ella, incrédulo. Era imposible que se sintiera así de verdad. ¿Podía ser que estuviese empezando a controlar su poder?

En cualquier caso, funcionó: Kala se tranquilizó un poco, recuperé el control total del cuerpo y dije:

«Puedes soltarme, Reik. Soy yo, Drey.»

El Zorkia vaciló un instante antes de soltarme. Me levanté bajo la mirada meditativa de Yodah, los ojos impactados de Zélif y Yeren, la mueca temblorosa de Jiyari. Y les dediqué una sonrisilla incómoda.

«Perdón por la interrupción. Tal vez la próxima vez que habléis de Liireth tengáis que excluirme de la conversación…»

«No,» me cortó de pronto Jiyari, avanzándose. Su tono de voz era inhabitualmente serio. «Tenemos que oír la verdad, Gran Chamán. Créeme: si queremos encontrar a nuestro padre y a nuestros hermanos, necesitamos ayuda. Ellos no son nuestros enemigos. Todos los saijits no son monstruos, Kala. No todos son como los que nos curaban. Tenemos que abrir los ojos a la realidad. Es lo que Padre hubiera querido. Tenemos que superarlo.»

Me quedé mirándolo, absorto. Superarlo. Eso es lo que Kala había querido desde el principio. “Superarlo…” murmuró Kala débilmente. “¿Cómo?” Era evidente que ni él ni Jiyari tenían la respuesta a eso.

«Esto…» intervino Zélif avanzando unos pasos con las manos juntas en la espalda y una expresión inquieta. «Siento lo que ha pasado. Sólo quería exponer mi visión sobre el asunto, pero aún nos faltan demasiados indicios para saber la verdad.»

«Pareces una detective,» se burló Yeren con tono bromista algo forzado. «¿Sabes? No sé si no deberíamos dejar de hablar de esto por ahora…»

«Mataron al real,» dijo de pronto Reik.

Todas nuestras miradas convergieron hacia el Zorkia y, fijándose, este hizo un mohín y explicó parcamente:

«Estaba en una de las patrullas que lo acorraló. Y vi cómo lo mataron. Lo atravesaron con varias picas. Luego lo cubrieron con una mortaja y los escoltamos hasta Dágovil. La chiquilla rubia tiene razón: no le dejaron hablar antes de morir. ¿Por qué le habrían dejado? Él provocó la muerte de compañeros míos… Es todo lo que sé.»

Sus ojos me observaron con calma. Parecían decirme: sí, tomé parte en la muerte de Liireth, ¿sigue nuestra alianza en pie o tendré que salir de aquí corriendo perseguido por los guardias? Suspiré.

“Deja de atormentarte, Kala. No sirve de nada. Reik no conocía a Liireth: puede estar equivocado.”

Y dije en voz alta:

«Gracias, Reik, por las precisiones. Yo mismo ignoro qué es lo que pretendía hacer Liireth, ni lo que pretenden realmente los Pixies. Pero confío en que nos ayudaremos mutuamente y arreglaremos nuestros problemas.»

Reik frunció la frente y la cicatriz que surcaba su rostro se arrugó junto con el Ojo de Norobi. Se reajustó la venda y, para alivio mío, asintió con una leve sonrisa torva.

«Yo también confío en ello. Los dos tenemos un enemigo común: el Gremio. Pero si quieres que de verdad te ayude, muchacho… voy a necesitar una espada, una daga, un casco y una armadura ligera. De lo contrario, me temo que no llegaremos muy lejos.»

Parpadeé.

«Esto… Veré lo que puedo hacer. Ciertamente, no es mala idea.»

Reik pareció satisfecho. Yo lo maldije mentalmente por no haberlo pensado en Kozera. Dudaba de que en un sanatorio se pudieran comprar armas.

En ese momento, Zélif alzó la cabeza.

«Vaya… El jefe de la caravana se dirige hacia aquí.»

Apenas acabó de hablar, oí voces y alguien que llamaba a la puerta. Yodah fue a abrir. La alta figura excéntrica e imponente de Mag'yohi Robelawt apareció en el marco de la puerta, acompañada por otros tres saijits.

«Oh… Mahí,» dijo, inclinándose con respeto. Estaba claro que hubiera preferido encontrarse con otro de nosotros.

«¿Qué ocurre?» preguntó Yodah.

«Ah… Bueno, verás. Veníamos a avisaros de un evento extraordinario. Al parecer, este o-rianshu, una paciente del sanatorio va a realizar una orquesta utilizando el ruido de la cascada. Ya lo hizo ayer y, según parece, fue una obra de arte que hechizó a todos. Algunos hasta la llaman la Reencarnación de la Doncella. Si os interesa, va a empezar ahora. Nosotros vamos para el río: mi hermana dice que se oye mejor desde ahí. ¡Por cierto! Ellos son los tres enfermeros que nos acompañarán hasta el Bosque de Ribol.»

Eran dos humanos y un nurón. Los tres inclinaron levemente la cabeza presentándose:

«Yango Bertol.»

«Pinaklo Dorwa.»

«Saboth Robelawt,» dijo el último, el nurón. «Un placer.»

Yo los miraba con la cabeza ladeada. Esos rostros con tatuajes de la diosa Mahúra me sonaban de algo…

«¡Pero si sois los del Lago Blanco!» exclamó Yánika, cruzando el umbral.

Caí al fin en la cuenta.

«Diablos, es verdad,» me sorprendí, adelantándome también. «Los de las sankras. ¿No dijisteis que trabajabais en un hospital?»

El encuentro nos arrancó sonrisas y recuerdos. Contestando, Yango aseguró:

«El hospital va bien. Finalmente regalamos las sankras al sanatorio, porque tienen más medios para que no se les mueran. A cambio, prometieron proveer el hospital en el que trabajábamos con medicinas y un mecenas nos dio fondos. Por eso…»

Se giró hacia sus compañeros con una sonrisa y Saboth Robelawt terminó:

«Decidimos rendir gracias a la gran Mahúra y hacernos voluntarios para llevar medicinas y cuidados a las aldeas más perdidas de Kozera.»

«¿A que mi primo es maravilloso?» rió el jefe de la caravana. Le dio un coletazo amistoso a este exclamando: «¡Un verdadero altruista!»

Saboth frunció el morro, divertido, y preguntó:

«¿Qué tal le va a Livon, el permutador? Nunca olvidaré que ese muchacho me salvó la vida.»

«Er…» carraspeé. «Bueno, es uno de los que se fueron a por una Ragasaki raptada por los Ojos Blancos… ¿No os los cruzasteis aquí? Tranquilos, conociéndolo, seguramente estará bien.»

Mis palabras optimistas no debieron de sonar convincentes porque los tres enfermeros habían agrandado los ojos, impactados. Pin estaba pálido.

«¿Los Ojos Blancos…?»

«Oh, vamos, no nos quedemos aquí,» se impacientó Mag'yohi. «Siento las prisas pero no quiero perderme el espectáculo después de lo bien que me lo has vendido, primo. Los demás ya deben de estar abajo.»

El caravanero se alejó calle abajo agitando su potente cola y, tras intercambiar miradas interrogantes, salimos todos de la casa, cerramos la puerta y nos apresuramos detrás de los enfermeros hacia la parte baja del sanatorio, curiosos por oír esa orquesta extraordinaria.

Empezó antes de que llegáramos abajo. Primero, el estruendo de la cascada se alteró. Luego, se hizo más suave hasta que empezaron a oírse tintineos acompasados. Cruzamos la plaza llena de carromatos y nos fundimos en la muchedumbre que se había instalado ahí a escuchar. Me adelanté con Yánika, Yodah y Jiyari hasta las rocas junto al río y me senté, entornando los ojos hacia la cascada negra. De ahí venían los sonidos, cada vez más nítidos, justos y frescos, enredándose en una melodía armoniosa. El ruido del agua se mezclaba a algo parecido a un arpa y una flauta. Las notas fluían ahora libremente a través de las cuerdas de agua como sobre las cuerdas de un laúd.

«Es hermoso,» murmuró Yánika, maravillada.

Nunca había sido muy versado en música pero… sí, aquello era hermoso sin lugar a dudas. La melodía era clara y suave como un cálido rayo de sol. Me sorprendí por mi comparación y sonreí cuando comprobé que Kala ya no sentía dolor alguno ni miedo ni odio: estaba cautivado.

Entonces, una voz se alzó, alta, clara y hechicera, cantando en una lengua suave y cantarina. Traté de entenderla. No era abrianés. ¿Caéldrico? Tampoco…

«Daercio,» murmuró Yodah. «Eso es daercio.»

El aura maravillada de Yánika debía de afectarlo algo porque el hijo-heredero no desviaba la mirada de la cascada. ¿Daercio? ¿La lengua del país al sur de Rosehack? Entonces, agrandé los ojos con una súbita idea y me levanté. Dánnelah. ¿Podía ser? Sin duda, esa melodía estaba algo cambiada, pero no era la primera vez que la oía.

«Armonioso y armónico,» murmuré.

Sonreí anchamente. ¿Qué demonios hacía Sanaytay en el sanatorio?