Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 3: El Sueño de los Pixies

3 El profesor de caéldrico

Conseguimos meternos en la villa rodeando el pedregal y pasando por la colina azul. Era una de las pocas zonas constructibles que quedaban libres: Yadella había crecido tanto en tan poco tiempo que más que viviendas algunas casas de las periferias parecían barracas. Mientras pasábamos por una calleja, vi en una de estas a un joven profesor impartir lecciones a una numerosa panda de chiquillos. Hijos de mineros, entendí. Si los padres habían decidido llevarse a la familia hasta ahí, es que tenían pensado quedarse años. No era común. Si lo que habían encontrado ahí eran yacimientos de oro… la mina debía de ser grande.

Nadie se paró a mirarnos. Algún transeúnte tal vez se fijó en nuestras máscaras, pero los destructores no eran los únicos en llevarlas y para unos mineros ni era fácil distinguirlas ni lo era reconocer el tatuaje de los Arunaeh.

Neybi avanzaba detrás de mí y Reik cerraba la marcha. Cuando llegamos a una plaza más espaciosa, localicé enseguida un establo. Hablé con el encargado, hice beber a Neybi y, tras convencerle a Kala de que no se tirase al abrevadero, le dije a Reik:

«Vayamos a comer.»

Salimos del establo y Reik murmuró:

«Di… Si comemos en una taberna, nos obligará a quitarnos las máscaras. ¿No será mejor seguir comiendo tus Ojos de Sheyra…?»

«Y un infierno voy a seguir comiendo de eso teniendo tabernas con comida de verdad,» resoplé. «Mira. La máscara tiene una abertura en la boca, no tienes por qué quitártela.»

«Oh,» se sorprendió el mercenario, comprobando que lo que decía era verdad.

Sonreí detrás de mi máscara.

«Vamos, hermano. Iremos a esa taberna.»

Cuando Reik vio el edificio que señalaba, noté su vacilación. Era una bonita casa de piedra con una pancarta que rezaba El Hawi Negro. Reik masculló:

«Esa… no es una taberna para pobres, Drey.»

Sin duda, no lo era, pero Lústogan me había dejado una bolsa repleta de kétalos, que los Estabilizadores del Bosque de Liireth habían sido tan amables de respetar. Y, según mi opinión, era mejor ir a una taberna cara que a una barata: tendríamos menos posibilidades de encontrarnos con guardias y patrullas. Al ver a Reik girar los ojos hacia una taberna del otro lado de la plaza con pinta más asequible, puse los ojos en blanco.

«¿El Masticario leí en la pancarta. «Vamos, Lúst. No pienses en los kétalos, si te invito yo… Oh, una cosa,» añadí por lo bajo. «Ni se te ocurra beber alcohol. Los Arunaeh…»

«Ya lo sé,» me cortó Reik.

Su tono seco me recordó tan bien a Lústogan que no pude evitar sonreír de nuevo detrás de mi máscara.

En cuanto entramos en El Hawi Negro, sentí la tensión crecer pese a mi Datsu. Había ahí dentro demasiada gente con uniforme alrededor de las mesas: en total, una buena decena de funcionarios, secretarios del Gremio, oficiales, y hasta vi a un juez con su gran sombrero blanco de ala ancha. Sin duda la taberna no tenía pinta barata —sus paredes estaban bien labradas, había hasta tiestos con plantas exóticas en los rincones y un estilizado jarrón en la barra— pero… diablos, ¿hasta el punto de parecer aquello una reunión del Gremio de las Sombras? Sentí con mi órica cómo Reik se ponía tenso. Mientras caminábamos hasta el mostrador, noté más de una mirada posarse sobre nosotros. El Pixie masculló:

“Tanto saijit me da mareos…”

“Pues aguántate un tiempo,” le dije apoyándome en la barra.

A través de la máscara, posé mis ojos sobre el tabernero. Bien vestido, con varios anillos en cada dedo y un pelo exuberante, el alto drow sonrió a un cliente sirviéndole un vaso de vino de zorfo diciendo:

«¡Sin duda, sin duda, mahí! En dos años apenas, esto se ha convertido en un enjambre de vida. Pero no me lo tengáis en cuenta: yo no me quejo. El negocio es el negocio.»

Su cliente asintió simplemente con la cabeza y el tabernero se giró hacia Reik y yo. Agrandó los ojos reconociendo la máscara y se allegó enseguida diciendo respetuosamente:

«¡Mahis! Bien hallados. ¿Qué deseáis?»

«Dos zumos de zorfo, por favor,» dije.

«Er… ¿Vino, querrás decir?»

«No.» Lo fulminé pese a saber que, a través de mi máscara, el tabernero no podría verme ni los ojos. Repetí: «Zumo. Y el menú, por favor.»

«Bien, ¡enseguida os lo traigo!»

Escogí una mesa tan apartada como pude de los diversos grupos de funcionarios dagovileses. ¿Por qué diablos había tantos de ellos en Yadella? Me senté haciéndoles frente, de modo que Reik, él, les diera la espalda. El tabernero no tardó en traernos una botella de zumo y cuando llegó un camarero con el menú ya nos la habíamos bebido entera.

«Otra, si es posible,» confirmé para el camarero.

En cuanto llegó la comida y aspiré los vapores de esta, se me hizo la boca agua y me di cuenta de hasta qué punto estaba harto de comer Ojos de Sheyra. Estaba ya agarrando mi tenedor cuando me fijé en un cliente que nos miraba descaradamente y, por un instante, me quedé con el tenedor en suspenso. Ese joven humano de pelo castaño rizado y cara de adolescente… Por poco me mordí la lengua. ¿Bluz? El joven Monje del Viento estaba sentado a la mesa con el juez, un secretario del Gremio y otro tipo en silla de ruedas que me daba la espalda. Inspiré. Dánnelah, ¿sería…?

«¿Drey…?» murmuró Reik, inquieto.

Me fijé entonces en mi tenedor aún suspendido y decidí centrarme en la comida. Estaba deliciosa. Rebané el plato hasta la última gota de salsa. Reik seguía comiendo como si cada bocado le costase bajar por la garganta. Estaba más tenso que una cuerda de arco tensada, pensé. En ese momento, bendije mi Datsu por haberme ayudado a olvidar nuestra compañía. Había evitado que la vista de dos Monjes del Viento me cortase el apetito.

Sin embargo, en cuanto sacié mi hambre, la presencia de esos dos volvió al primer plano en mi mente y me puse a pensar. Bluz no había visto nunca a Lústogan: mi hermano había robado el Orbe antes de que este llegara como aprendiz al templo. Pero el de la silla de ruedas, ese… era otro cantar.

Entonces, oí el ruido de las ruedas contra el parqué y sentí el aire moverse. El destructor nos tanteaba con su órica como para avisar de que nos había visto y, por un instante, aumentó su presión antes de dejar que el discreto sortilegio se deshilachase. Sin embargo, no se paró en nuestra mesa y siguió hasta la salida, con Bluz detrás echándonos aún ojeadas descaradas. No giré la cabeza ni una vez. ¿Se habrían ido? No, pensé. Imposible. No si sospechaban que uno de los dos destructores Arunaeh era Lústogan. Ese hombre… ¿nos prepararía alguna emboscada? Pero entonces… ¿por qué me había avisado con esa amenaza órica sutil? Entorné los ojos. A menos que él supiera que quien estaba sentado ante mí no era Lústogan. En tal caso, nos tenía entre sus manos.

Attah… ¿Por qué diablos no habría entrado en El Masticario? Pensar que era por cuestiones de calidad de menú me avergonzaba.

“¿Qué te pasa ahora?” preguntó Kala. “Estamos sin hambre y sin sed, y Reik ya ha acabado de comer. ¿Me dejas un rato? Ya estoy del todo repuesto.”

Estaba positivo. Cerré la abertura en la boca de la máscara y esperé a que Reik hiciera otro tanto para levantarme y acercarme al mostrador.

«La cuenta, por favor.»

El drow me la dio. Treinta y cinco kétalos. Mar-háï, no era poco. Pagué de todos modos y salimos, no sin sentir más de una mirada posada sobre nosotros. Entonces, le dije a Kala:

“Ya puedes.”

Kala sonrió detrás de la máscara y caminó con decisión hacia el establo. En cuanto vi a los dos Monjes del Viento esperándonos en medio de la plaza, mascullé:

“No, no puedes.”

Kala me ignoró.

“¿Qué pasa con esos tipos? Son Monjes del Viento, ¿y qué? Nosotros somos Arunaeh.”

“¿Ahora lo reconoces?” lo pinché. “Pues a buenas horas: esos monjes están cabreados con los Arunaeh.”

“¿Oh?”

«Drey,» intervino Reik en un murmullo detrás de su máscara. «Tengo un mal presentimiento.»

«¡Pues claro!» dijo Kala con naturalidad. «Esos tipos están cabreados con nosotros.»

«¿Deberíamos estarlo?» soltó una voz.

Kala había hablado tan alto que los monjes nos habían oído y ahora Bluz empujaba la silla de ruedas. Carraspeé al ver el rostro del drow sentado ahí. De ojos rojos y rostro duro y seco, era poco mayor que mi padre.

«¿No saludas a tu antiguo maestro de caéldrico, Drey?»

Kala enarcó las cejas y luché para retomar control de mi cuerpo. Que me saludara antes a mí que a Reik evidenciaba que a este no lo había confundido ni con mi hermano, ni con mi padre, ni con mi abuelo… de modo que sabía que no era un destructor Arunaeh. Ignorando mis esfuerzos, Kala dijo con tono afable:

«Claro que saludo. No recuerdo muy bien pero… sí, creo que me acuerdo de ti. Draken, ¿verdad?»

Por Sheyra… Draken de la Casa Isylavi era uno de los destructores más famosos de Dágovil. Un héroe que había perdido trágicamente las piernas cavando el Gran Túnel. Yo lo respetaba. Y ahora Kala me acababa de hacer pasar por un desconsiderado.

Draken frunció el entrecejo.

«Oí decir que estuviste en la isla de tu familia. ¿Acaso te han lavado el cerebro, hijo?»

Kala chasqueó la lengua.

«No. Mi cerebro está perfecto. Y no soy tu hijo. ¿Qué quieres de mí, saijit?»

Había abandonado su tono afable. Mascullé mentalmente protestando. El destructor marcó una pausa mientras escudriñaba mi máscara.

«¿Lo que quiero? Primero, saber quién te acompaña.»

Kala asintió señalando a Reik del pulgar.

«Fácil. Él es mi herm…»

De tanto luchar por el control, conseguí que nos mordiéramos la lengua y emití un gruñido de dolor.

“¡Te maldigo!” exclamó Kala. “¡Estoy haciendo un esfuerzo para Reik y tú me muerdes la lengua!”

También era la mía. Ignorando tanto a Kala como el dolor, alcé una mano.

«Perdón, maestro. Olvida a mi compañero. ¿Qué es lo que quieres?»

Los ojos rojos de Draken chispearon, alternando entre Reik y yo.

«Algo extraño ocurre aquí, hijo. Espero que no andes con prisas. ¿Qué tal si nos acompañas a Bluz y a mí hasta el templo? Está tan cerca y hace mucho tiempo que no te pasas por ahí: estoy seguro de que el Gran Monje se alegrará de verte. ¿Sabes?» añadió mientras yo guardaba silencio, «te echó de menos cuando te fuiste. Estoy seguro de que tiene muchas preguntas que hacerte.»

Reprimí un suspiro.

“Maldita sea,” murmuré mentalmente. “¿Sabes, Kala? Este hombre no es tonto. Me atrae al templo a cambio de guardar silencio sobre Reik.”

“Me da igual,” replicó Kala. De verdad lo había enfadado, me sorprendí.

Draken agregó:

«Saldremos enseguida por la salida norte. Yadella está tan a rebosar de guardias que es casi agobiante, ¿verdad? ¿Tenéis anobos?»

Suspiré largamente.

«Tenemos uno para dos. Draken,» añadí mientras este asentía, satisfecho, y le hacía un gesto a Bluz. «Aviso. No conozco el paradero del Orbe.»

«¿En serio?» Draken me mostró una sonrisa torva. «Es una suerte entonces que el Gran Monje lo conozca.»

Fruncí el ceño sin saber muy bien a qué se refería. Fuera como fuera, no era una buena idea llevarle la contraria a Draken. No tenía mal carácter, pero era un Monje del Viento, trabajaba para el Templo del Viento y no iba a dejarme escapar tan fácilmente.

Me encogí de hombros y, cuando lo vi alejarse, empujado por Bluz, supe que Draken no temía que me escabullera. No teniendo a un fugitivo en mi compañía. Draken me habría mandado a toda la guardia dagovilesa y nos habrían pillado enseguida. Mientras yo caminaba hacia los establos a por Neybi, Kala no dejó de mascullar que estaba harto de mí. Reik lanzó al fin:

«Drey. ¿Qué significa esto? ¿Adónde vamos?»

Su voz estaba falsamente serena. Acepté las riendas de un mozo de cuadra y estiré a la anoba. Tan bien la tenían cuidada que esta no quería moverse de su sitio, pero iba a tener que hacerlo. Finalmente, se movió y salimos. Comenté:

«No sé si habrás oído hablar del Templo del Viento.»

«¿Bromeas? Es el templo de los destructores, claro que he oído hablar de él,» resopló Reik. «De modo que ese tipo es un destructor como tú.»

«El joven también lo es. En fin, verás,» aclaré, «me crié en el Templo del Viento pero fui expulsado hace tres años porque mi hermano robó la reliquia más valiosa del templo. Draken es un Monje del Viento y un antiguo maestro mío. Quieren respuestas… y de momento no podemos hacer otra cosa que escucharlo.»

No fui más explícito, pero Reik no hizo más preguntas. Era un mercenario y le gustaban las explicaciones cortas, me alegré. Bien. Me quedaba por calmar a Kala…

“Kala. Hey.”

No me contestó. ¿En serio se había enfurruñado tan fácil? Resoplé de lado.

“Contesta al menos. Pareces un crío.”

Sin contestar, Kala controló de nuevo mi cuerpo y por poco perdimos el equilibrio, pero le dejé a tiempo el control entero. Tras un silencio en que el Pixie caminaba hacia la entrada norte de la villa con andar firme, comprobé que su enfado se había diluido, reemplazado por el gozo de moverse, y confirmé: era un crío.

Draken me había dicho que esperara junto al Gran Túnel y ahí nos instalamos, a unos metros apenas de los guardias. No dijimos nada. Kala y yo nos apoyamos contra un árbol tawmán con las manos en los bolsillos, Neybi se tumbó perezosamente a mis pies estirando su cuerpo musculoso y el Zorkia se sentó sobre una roca mirando pasar las carretas y viajeros a pie. Draken y Bluz tardaron una buena hora en llegar, y lo hicieron apareciendo por la puerta de un albergue próximo. De modo que sabían que estábamos ahí esperando desde hacía un buen rato, entendí con paciencia. Los vi desaparecer en un establo junto al albergue y resurgir de este montados cada uno sobre un anobo. Draken iba sobre uno particularmente grueso, con una silla especial que convenía a su estado.

Mientras se acercaban, Kala se apartó del árbol, se agachó junto a Neybi y le palmeó el morro.

«Despierta, Neybi,» le dijo. «¿No estás demasiado cansada, verdad?»

Mar-háï, se mostraba más considerado con los anobos que con los saijits… Neybi abrió unos ojos tan tiernos que Kala vaciló.

«Está cansada.»

«Está perezosa,» replicó Reik, levantándose. «Los anobos tienen un aguante de mil demonios. ¿Nunca has oído el dicho? Antes cae muerto de cansancio el anobero que el anobo.»

Kala siguió dudando pero entonces Neybi se levantó por sí sola moviendo su fuerte cola. Ya no parecía tan perezosa. El tiempo que nos alcanzasen los dos Monjes del Viento, ya estábamos montados. El drow realizó un simple gesto de cabeza antes de abrir la marcha. Pasamos ante los guardias sin que estos se atreviesen siquiera a dirigirnos la palabra.

El Templo del Viento no se encontraba lejos de donde estábamos: viajaríamos probablemente hasta Blagra, a unos cinco kilómetros al norte, y luego tomaríamos la ruta oeste hacia la caverna del Templo del Viento, pasando por la Arboleda de Kofayura. No tardaríamos más de dos horas en llegar.

O eso pensé, pero había tanto tráfico y el anobo de Draken era tan gordo que nos quedamos atascados detrás de las carretas y los carromatos nada más salir de Yadella.

«Nunca había visto el Gran Túnel tan movido,» solté. «¿Pasa algo?»

Bluz me echó una mirada extrañada y, como a regañadientes, explicó:

«Es la Feria de Dágovil. Empieza ya a finales de Musarro. ¿Nunca estuviste?»

Negué lentamente con la cabeza. La Feria de Dágovil. Claro. Nunca la había visto, porque siempre pasaba esos meses en la isla de Taey. Con que así se ponía todo el país por una simple feria…

Desvié la vista de la agitación hacia las paredes del túnel. Aquel lugar era el que yo había cavado como un loco a los doce años. Lústogan y yo habíamos ensanchado y asegurado ese trozo durante los días siguientes. Y esa grieta… Fruncí el ceño. Sí, ahí era donde todo se había venido abajo. Ahí donde había visto desaparecer a mi hermano… y donde Draken había sido aplastado por una roca.

Capté la mirada del viejo destructor girándose hacia mí como preguntándose si también lo recordaba. Realicé un seco movimiento de cabeza. Claro que lo recordaba.

“No puedes estarte quieto,” suspiró Kala. “Cuando yo te dejo, no me muevo.”

“Si te crees que es fácil recordar en cada momento que no estoy solo en este cuerpo,” le repliqué.

“Ahora eres tú el que me ningunea,” me acusó.

Me contuve de poner los ojos en blanco y, mientras la cola avanzaba al fin, me fijé en que no solamente Kala ya estaba con la mente más clara sino que mi Datsu estaba ya recuperando su nivel normal.

“Di, Kala.”

“¿Mm?”

“¿Has recordado algo sobre Lotus y tus hermanos?”

Hubo un silencio. Neybi avanzaba ahora siguiendo el imponente anobo de Draken, el cual aprovechaba que el túnel, ahí, se ensanchaba para poder adelantar carromatos. Percibí el suspiro de Kala.

“Ya te diré si recuerdo algo útil,” dijo al fin.

El día anterior me había explicado que así como algunos recuerdos de antes de ser transvasado a la lágrima dracónida seguían siendo vívidos, los que tenía de las décadas pasadas en la lágrima eran escasos. Primero, porque, al contrario que Myriah, no tenía casi conocimiento sobre artes celmistas y, privado de sus cinco sentidos, no se enteraba de lo que lo rodeaba. Segundo, porque, sabiendo que perfeccionar el proceso de transvase a un cuerpo hasta minimizar los errores sería largo, Lotus había preferido inducir a los Pixies en un sueño profundo. Así, los había tenido ahí metidos durante treinta años sin que los Pixies vieran casi pasar el tiempo. Con excepción de Rao. Kala sólo recordaba vagamente alguna conversación con esta y su propia decisión de reencarnarse en un Arunaeh.

“¿Ni siquiera recuerdas quién estaba en la lágrima que fue robada?” pregunté.

Kala frunció el ceño y noté su sufrimiento incrementar. No quería recordar, entendí. Tras un largo silencio, dijo con brusquedad:

“Fui el tercero en salir de la lágrima.”

El tercero, me repetí. Rao y Jiyari se habían transvasado después que Kala, uno de los Ocho Pixies había sido robado y otro era Lotus, con lo que dos de los tres Pixies restantes debían de haberse transvasado antes.

Kala tenía los puños aferrados a las riendas de Neybi con tal fuerza que decidí no insistir. Poco después, llegamos a Blagra. La caverna estaba en pendiente, las paredes cubiertas de cuevas con viviendas, linternas y escaleras. No entramos en la villa, sin embargo: en cuanto pudo, Draken viró hacia la izquierda y atajamos hacia la ruta del oeste. Al contrario que la principal, aquella estaba desierta. Pronto dejamos atrás la caverna y Draken y Bluz encendieron linternas. Aquella ruta pasaba por cavernas más amplias que las del Gran Túnel, por lo que también era más fácil encontrarse con malas sorpresas. La prueba: poco antes de llegar a la Arboleda de Kofayura, Draken masculló con tono irritado:

«Doagals.»

Alcé enseguida la vista hacia el techo del túnel y sentí a Kala ponerse lívido. Las linternas iluminaban tenuemente unas formas negras y gelatinosas pegadas a la bóveda. Esos doagals eran más grandes que el que había atacado a Livon en Firasa. De pronto, vi a uno descolgarse… Al unísono, los tres destructores lanzamos un sortilegio órico. Evitamos la caída del doagal sobre nosotros pero despegamos a otros en el proceso. Observé cómo Reik agarraba instintivamente el pomo de una espada que no tenía. De nada hubiera servido que la tuviera, de todas formas. Reforcé la barrera órica. Los doagals, ligeros, caían y volvían a empotrarse contra el techo. A veces me había preguntado si esas criaturas eran capaces de sentir algo. Si lo eran, en esos momentos debían de sentirse como piedras en una maraca en pleno festival.

«Qué asco,» dejó escapar Bluz detrás de mí.

«Es extraño,» comenté. «Nunca había visto tanto doagal en esta ruta.»

«Últimamente, la zona anda revuelta,» dijo Draken sin girarse.

Enarqué una ceja, pero el destructor no añadió explicaciones. Por fortuna, al de un rato dejamos de ver doagals en el techo y, poco después, desembocamos en la caverna del templo. La luz blanca y tenue de los árboles-perla de la Arboleda me rodeó, asaltándome con recuerdos. Esos troncos espaciados, vellosos y ligeramente azulados, esas ramas finas y numerosas que se terminaban en una lluvia de perlas, y la hierba azul y suave que amenazaba siempre con invadir el camino… Avisté la enorme estalagmita en la que había estado entrenando de joven, cavando hoyos y esculpiendo figuras a mi antojo. Y reconocí el lugar en que había traído una vez a Yánika para enseñarle el nido de unos paiskos. De pronto, me fijé en que Neybi había acelerado y abría la boca para agarrar el rabo del anobo de Draken. Era un comportamiento común entre los anobos cuando querían conocerse. Le palmeé la testa a Neybi carraspeando por lo bajo y recibí su mirada juguetona.

«Neybi, suelta,» murmuré.

La condenada tan sólo soltó cuando el anobo de Draken emitió un gruñido exasperado.

Finalmente, atravesamos el bosque y avisté el templo dominando la colina cubierta de taikas azules. El lago estaba a nuestra izquierda, al pie de la cascada; rodeando la colina, el río fluía hacia el norte antes de desaparecer por una gran grieta en el suelo que llevaba los dioses sabían adónde.

Cruzamos el pequeño puente de madera y dejamos los anobos en los establos, al pie de la colina, y, con apetito, Neybi se acercó a un montículo de forraje. Reconociendo el tatuaje de los Arunaeh en nuestras máscaras, uno de los mozos de cuadra algo crecido nos miró con una mezcla de hostilidad y desafío. ¿Tan mala reputación teníamos que hasta los mozos de cuadra nos acusaban tan descaradamente? ¿Qué le podía importar a él el Orbe del Viento? Reik me agarró de la manga y cuchicheó:

«Hey… ¿estás seguro de lo que haces?»

Mm… Lo miré, pensativo. ¿Se preocupaba de que los del templo nos tendiesen alguna trampa? Sonreí detrás de mi máscara.

«Tranquilo. El Gran Monje es como de la familia. Sólo hablaré con él un rato.»

Kala replicó:

«Hablaré yo.»

“Ni lo sueñes,” repliqué.

Hubo un silencio.

“Entonces, cuando nos encontremos con Rao, me dejarás hablar todo lo que quiera con ella durante tres días sin intervenir,” lanzó de pronto Kala. “¿De acuerdo?”

Su chantaje me arrancó una mueca exasperada.

“De acuerdo, Kala. Pero entonces me dejas tres días enteros también.”

Aquello no le gustó.

“Dos días y medio,” regateó.

“¡Nuestro cuerpo no es una mercancía!” le espeté. Y resoplé, concediendo: “Dos días para cada uno.”

Antes Kala quiso palmearle la cabeza a Neybi y decirle que se portara bien en su ausencia. Al fin, salimos de los establos. Oí a Draken hablar con un monje más joven y decirle algo sobre los doagals del túnel.

«Me encargo,» aseguró el monje de cara familiar. Traté de recordar su nombre. ¿Lufin? No, Lufin era un humano bajito, y ese era alto. ¿Garvel, entonces?

«Acompáñalo, Bluz,» dijo Draken. «Necesitaréis ser al menos tres para acabar con ellos. Los he contado: eran más de cincuenta.»

«¿Más de cincuenta?» jadeó Garvel.

«Pero, maestro,» protestó Bluz, molesto, «para subir hasta el templo…»

Miraba elocuentemente la silla de ruedas en la que estaba sentado Draken. Enarqué una ceja. ¿Maestro? ¿A él también le había enseñado caéldrico? O bien… Recordé que, al marcharme del templo, Bluz se había quejado de que su maestro bebía continuamente. Esa descripción sin duda podía coincidir con Draken. Era un buen drow, pero desde el accidente le daba al frasco con demasiada regularidad. Enseñó una sonrisa torva.

«Tranquilo, Bluz. Drey me ayudará a subir.»

Garvel abrió entonces los ojos como platos fijándose en los dos «Arunaeh».

«¿Drey?» repitió. «¿El hermano de Lúst?»

Alcé una mano.

«El mismo,» confirmé. «Y sí, sin problemas, Draken, te subo enseguida. ¿No has aprendido todavía a levitar con tu silla?»

Bluz y Garvel me echaron una mirada irritada. Draken tosió sofocando una risa.

«Sé hacerlo, pero durante poco tiempo y me cansa. La levitación no es lo mío. Subamos,» dijo.

Agarré la silla y, dejando a los otros dos monjes, nos alejamos hacia el Camino Azul que ascendía hacia el templo. Los taikas seguían coloreando la tierra de azul, ahuyentando todo insecto que se acercara. Las ruedas crujían contra los guijarros. El drow miraba hacia el frente.

«¿Dónde estuviste?» preguntó.

«¿Yo?»

«Sí, estos tres años. Oí decir que no volviste a tu isla.»

Sonreí. De modo que se había preocupado un poco por mí.

«Viajando por el mundo, como me aconsejaste un día, maestro.»

Vi al drow girar levemente la cabeza, sorprendido.

«¿Te lo aconsejé?»

«¿No lo recuerdas? Un día me hablaste de los viajes iniciáticos que escribió no sé qué autor caéldrico. ¿Ramelan Dokir, puede ser?»

«Querrás decir Keyda Kabanoska, supongo,» dijo Draken, divertido. «¿Y te iniciaste?»

Me tomé la pregunta en serio y medité sobre la respuesta. ¿Había acaso entendido algo sobre la vida en esos dos años y medio de vagabundeos?

«Creo que no,» confesé. «Al menos no hasta hace poco. ¿Sabes? Salí a la Superficie y me metí en una cofradía de cazarrecompensas.»

Draken carraspeó.

«Eso oí. ¿Eso es iniciarse?»

No contesté de inmediato. Avisté unos monjes sentados en los bancos de piedra, junto a las puertas del templo. La última vez que había pasado por esas puertas, todos me habían mirado con la habitual distancia y una innegable animosidad. Mis labios se torcieron en una leve sonrisa.

«Bueno,» dije al fin, «ellos se convirtieron en mis primeros amigos.»

Al contrario que los Monjes del Viento, completé para mis adentros. Draken giró la cabeza para mirarme con incredulidad, intentando tal vez adivinar mi expresión detrás de mi máscara. ¿Tan raro le resultaba que hubiese trabado amistad? Resoplé.

«Deja de girarte o acabarás con tortícolis, maestro. Ya llegamos.»

Pasé por delante de los monjes sin mirarlos y entré sin tener que detenerme pues los batientes estaban abiertos. Tres monjes salieron corriendo detrás de nosotros.

«¡Draken! Mahí,» dijo uno, inquieto. «¿Va todo bien? Ellos…»

«Todo bien, Lufin,» replicó mi antiguo profesor de caéldrico. «Le llevo al Gran Monje una oveja extraviada, eso es todo.»

Seguí empujando la silla de ruedas por el corredor con un resoplido lleno de sorna.

«¿Oveja extraviada?» repetí. «Más bien oveja expulsada.»

«¿Te resentiste de que lo hiciera?» preguntó Draken.

¿Me había ofendido porque el Gran Monje me había expulsado? Puse los ojos en blanco.

«Qué va, me hizo un favor. De haberme quedado, tendría que haberme sometido a la ley del templo. Expulsándome, me libró de ella. ¿O no?»

Draken me miró con un tic nervioso poco común en él.

«Arunaeh,» masculló. «Tenías quince años entonces ¿y ya pensabas de esa manera? Di… ¿No te sentiste apenado por tener que marcharte de tu hogar?»

Lo miré con sorpresa. ¿Acaso él había creído todo ese tiempo que me había marchado con las orejas gachas, renegado por el Gran Monje? Confesé:

«La verdad es que no lo pensé.»

Mi antiguo profesor suspiró en silencio pero no comentó nada. Finalmente alcanzamos la puerta del Gran Monje y vi a ambos lados de esta a dos hombres imponentes que parecían más guardias que destructores. ¿Desde cuándo se guardaba la puerta de la Gran Sala?, me sorprendí. Draken alzó una mano.

«Entraré yo primero. No vaya a ser que lo mates de un ataque al corazón por la sorpresa.»

«¿Tan aviejado está?» me inquieté.

Draken me lanzó una mirada penetrante, pasó sus ojos sobre Reik y, sin una palabra, llamó a la puerta del Gran Monje del Viento.