Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 2: El Despertar de Kala

21 Colisiones

Me sentía dominado por un viento potente, arrastrado a través de un terreno llano y de un blanco apagado por la oscuridad circundante. Las ráfagas silbaban con violencia a mis oídos. Y yo, medio flotando en los aires, medio tropezando, giraba sobre mí mismo, buscando un camino en aquel desierto. Aunque, de todas formas, no podía decidir nada: el viento me llevaba adonde quería.

En un momento, vi, en esa oscuridad lóbrega, una rocacentella que emitía una luz turquesa y radiante. Quise acercarme a ella, tendí los brazos… y el viento me apartó lejos. Cuando volví a mirar hacia atrás, no había nada. En un mundo sin rocas, pensé, ¿cuál era la razón de ser de un destructor?

“Saijits…” siseó entonces una voz. “¿Qué han hecho? ¿Dónde estoy? ¿Por qué…? ¿Por qué…? ¡¿Por qué nos hacen esto…?!”

“Dánnelah… ¿quién eres?” lancé, inquieto.

Hubo un silencio en medio de la borrasca insistente…

“Yo… ¿quién soy?,” murmuró la voz, desorientada. “¿Me he hablado a mí mismo? Me siento… extraño. Es como si despertara de un largo sueño. De uno muy largo. No entiendo nada… Será porque no estoy con mi familia. Si estuviera con ella… tal vez ella me explicaría por qué no actúo como debería. Lotus… Padre… Padre me explicaría.”

Un temor sordo me invadió. ¿De quién era esa voz?

“Lotus no es tu padre,” repliqué.

“No… Esa voz… ¡Si tan sólo pudiera dejar de oír esa voz!”

Su exclamación perdió intensidad y creí que mi interlocutor había sido arrastrado por el viento hacia otra dirección. Entonces, oí un fuerte y suave:

“Kala…”

De pronto, el viento cayó y se hizo un profundo silencio.

“Rao,” murmuró la voz sorprendida y retomó con desesperación: “¡Rao!”

Al fin tuve una iluminación y entendí que estaba hablando con Kala. ¿Sería el Kala real? ¿O sería mi imaginación? ¿Un sueño? De pie, en el llano interminable, concluí que lo era. Aquel lugar era demasiado irreal para ser verdad. Entre la densa bruma que se iba esparciendo en el desierto, vi aparecer una silueta imprecisa.

«Rao,» dijo Kala. «Estoy aquí… metido en una cárcel y no pude… no pude despertar como dije que lo haría. Algo en mí no quiere que lo haga. Creo que es… porque tengo miedo de mí mismo.»

Ajeno a mi presencia, cayó de rodillas cubriéndose el rostro con las manos.

«Mi cuerpo ya no sufre,» murmuró. «Pero yo sigo sufriendo. Lotus… ¿Por qué sigo sufriendo? ¿Acaso fue siempre así? ¿Acaso… es normal?»

Por un momento, no me atreví a decirle nada. No quería que me viera. Si llegara a saber quién era, si supiese que yo era el que le impedía controlar el cuerpo que había robado… ¿qué pensaría? Teniendo en cuenta que el Datsu no parecía afectarlo, probablemente algo como: ven aquí, saijit inmundo, que te haga pedazos.

Sin embargo… no podía dejarlo desesperarse solo. Di unos pasos acercándome.

«Di, Kala,» dije con calma. «¿Por qué desprecias tanto a los saijits? No todos son como las Máscaras Blancas. No todos son tan horribles.»

Entre sus dedos, vi aparecer sus ojos, rojos como la sangre. Brillaban, anegados de lágrimas.

«Lo son,» susurró. «Ellos nos hicieron mucho daño… Son monstruos.»

Sin dejar de mirarlo a los ojos, recordé lo que un día había contado Loy, el secretario de los Ragasakis. Era una historia que había leído sobre un niño nacido con más pintas de monstruo que de saijit. Había pasado toda su infancia metido en su casa, protegido por su hermana mayor y desdeñado por los vecinos, hasta que un día estos, convencidos de que ese monstruo maldito era la causa de su mala suerte, lo intentaron matar. La hermana moría protegiéndolo y el niño conseguía huir, tan sólo para volver meses después e incendiar todas las casas del pueblo por venganza. “Y no sólo se quedó ahí,” había contado Loy recolocándose las gafas. “Se dice que el Niño Monstruo siguió merodeando por toda Rosehack incendiando pueblos y que las llamas que de ellos surgían soltaban gritos de rabia. Como dice el dicho: no enfurezcas al dragón o te quemará la casa.”

¿Era acaso eso lo que sentía Kala? ¿Rabia y furia? ¿Acaso había algo que yo podía decirle para que se parara a razonar?

«No todos los saijits te hicieron daño,» dije al cabo. «Sólo unos pocos. Y esos probablemente ya sean centenarios y estén con un pie en la tumba.»

Kala dejó caer las manos y una sonrisa torva apareció en su rostro oscuro.

«¿Los del laboratorio? Murieron. Todos.»

Sentí un escalofrío al mirar sus ojos negros y rojos y de pronto lo vi todo en sus recuerdos: los pasillos regados de sangre, los gritos desarticulados por el miedo, las máscaras blancas rotas, en pedazos, las garras de Roï ensangrentadas, el grito helador de Tafaria, y a Lotus… a Lotus temblando ante mí mientras desactivaba torpemente la mágara que me mantenía clavado a la estrella metálica. “Kala,” había murmurado Lotus, “tú que sabes hablarles… ¡diles que paren…! Matar no os quitará el sufrimiento.” Yo había mirado su máscara blanca, me había enderezado y había tendido una mano. Quería verle la cara. Quería… Pero al final no lo hice y sólo le repetí con dificultad: “Sálva… nos. Sálvanos. Sálvanos…” Lotus lloraba detrás de su máscara. Asintió y me ayudó a levantarme en medio de la sangría. “Os lo he prometido…” balbuceó. “No os abandonaré jamás, hagáis lo que hagáis. Fuisteis nuestras criaturas… ahora yo seré vuestro esclavo y haré cuanto pueda para ayudaros aunque me cueste la vida. Os lo juro. Sólo es justicia… ¿verdad?” Sonreí suavemente pese al inmenso dolor. Vi con el rabillo del ojo a una Máscara Blanca herida tratar de alcanzar una de sus armas electrocutantes… Le propiné un puñetazo de acero que lo dejó muerto en el acto. Como a un mero insecto. No sentí placer por ello. Sólo sentía dolor. Y un poco menos de miedo. Miré mi mano metálica enrojecida. “Duele,” murmuré. Y levantando los ojos hacia mis compañeros, Jiyari, Tafaria, Roï y Melzar, compartí con ellos la rabia, el miedo y el dolor que nos oprimían y cerré de nuevo mi puño rugiendo: “¡Duele!”

Lo que Kala hizo después de eso… apenas tuve tiempo de divisarlo antes de que alguien me sacara de aquel pozo de atrocidades, pero no me quedó duda de por qué unos adolescentes habían llegado a ser leyenda en tan poco tiempo. ¿Los saijits, unos monstruos? Seguramente algunos lo eran… Pero los Pixies, en su furia loca, no lo habían sido menos. Y sin embargo, en ese momento, al sentir su rabia descontrolada y su dolor, creí entender a Kala… al menos un poco.

* * *

Tuve la impresión de que una mano fuerte me arrancaba de mi desierto llano, algo que por un lado me alegró y por otro me fastidió, porque deseaba hablar más con Kala… y porque aquel desierto monótono con viento, finalmente, no estaba tan mal.

«Al fin despierta,» dijo una voz.

Parpadeé. Ante mis ojos, se fue dibujando el interior de una habitación. Su suelo estaba cubierto por una alfombra y una linterna iluminaba cálidamente las paredes de mármol. Por sus decoraciones, la reconocí: era la habitación de Yodah. Fijándome apenas en la silueta del hijo-heredero agachada junto a mí, clavé mis ojos en la pared vecina. Algo la había resquebrajado violentamente. Se veían las marcas hasta de la mano que la había hecho estallar. Había un buen agujero. Miré el suelo junto a mi cómodo jergón. No había escombro alguno, pero las grietas habían llegado hasta ahí, reventando la alfombra. Reparé entonces en mi mano derecha, vendada y dolorida, y me giré hacia Yodah, avergonzado. Percibiéndolo, Yodah puso los ojos en blanco.

«Tranquilo. Fui yo quien te pedí que me enseñaras tus dotes artísticas, ¿recuerdas? Veo que efectivamente no han mejorado.»

Aquello me arrancó una sonrisa, pero pronto me ensombrecí. Attah… Me enderecé mirando mi mano vendada. Era la primera vez que iba hasta destruir roca estando inconsciente.

«Cuando te desmayaste,» agregó Yodah, «empezaste a usar tu órica de manera descontrolada. Te pusimos un parche transdérmico para consumir y paralizar tu tallo energético. Y bloqueamos parte de las defensas de tu Datsu para que no contrarrestase el efecto. Por todo eso, tal vez te sientas algo raro.»

Comprobé que, efectivamente, tenía un gran parche pegado al pecho debajo de mi túnica firasana. ¿No hubiera sido mejor usarlo desde el principio?

«Esos parches tienen un inconveniente,» dijo Yodah. ¿Acaso estaba leyendo mis pensamientos? Sonrió: «No, no estoy leyendo tus pensamientos: estoy leyendo tus expresiones. No puedo meterme fácilmente en tu mente ahora.» Agrandé los ojos mientras él proseguía: «Como decía, los parches celmistinos, anti-tallos, o anti-magia como los llaman en la cárcel de Donaportela, son bastante efectivos, pero tienen lo malo que paralizan ciertos lugares de la mente. Por eso, has tardado tanto en despertarte de verdad y no hemos podido sacar gran cosa sobre Kala estos días. Aunque de todas formas mi padre ha tenido asuntos que atender.»

¿Días?, me repetí. Yodah, esta vez, no pareció entenderme. Y yo me quedé de pronto como un tonto dándome cuenta de que no sabía… cómo expresarme. Abrí la boca y emití un ruido atragantado. ¿Cómo había podido olvidar? No sabía… cómo se hablaba. Me quedé mirando al hijo-heredero con fijeza.

«Volverás a pensar correctamente cuando te quitemos el parche,» aseguró Yodah. «Es decir, tardarás unas horas en recobrarlo todo. Pero esos parches no dañan nada. Sólo paralizan temporalmente. ¿Nunca oíste hablar de los parches anti-tallos, eh? El producto, la celmistina, lo fabricó una famosa alquimista de Kozera hace ya diez años… A esa elfa sólo le falta imaginación para dar nombre a sus inventos. El caso es que hace unos años un curandero inventó un parche transdérmico y ahora el parche celmistino está de moda en el mundo carcelario. En la cárcel de Donaportela, lo usan hasta con los criminales que no son celmistas, y luego nos piden a los inquisidores que los hagamos hablar ¡cuando los pobres no pueden ni pronunciar una palabra! ¿Absurdo, eh? Pero cuanto más conozco a los saijits, más absurdos me parecen.»

Hablaba distanciándose de los saijits como lo hacía Kala, pensé. De un tirón, me quité el parche y avisté la marca negra que la celmistina había dejado en toda la zona. Yodah se encogió de hombros.

«Avisaré a los demás de que has despertado.»

Lo agarré de la manga para impedir que se fuera. Yánika, quise decirle. ¿Está bien? Intenté decírselo por bréjica, pero, como bien me había avisado, no lograba llegar a mi tallo. La sensación era… perturbante. Yodah, aun así, tenía una capacidad asombrosa para adivinar mis pensamientos y, por un momento, creí que me había entendido. Sin embargo, lo vi hacer una mueca y decir:

«Enseguida vuelvo.»

¿Habría pensado que no quería quedarme solo? Me ruboricé levemente mientras Yodah salía de la habitación. Diablos… ¿En serio había estado varios días inconsciente? El hambre que sentía era un buen indicador. No tenía tanta sed, por lo que deduje que alguien había debido de ocuparse de que bebiera de alguna forma.

Me sentía muy extraño. Tardé un rato en entender que era porque no percibía el aire a mi alrededor. Estaba ciego a sus corrientes. Estaba solo, separado de la fuerza órica que, aunque fuera mínima, siempre me acompañaba, rodeándome como un ala protectora.

Y no sólo era eso, entendí. Me agarré la cabeza con ambas manos y me masajeé la frente. Algo en mi mente había cambiado. Lo notaba. Aunque no sabía si era debido al producto del parche… o a Kala.

Oí unos pasos en el pasillo pero, al no advertir movimiento de aire, pensé que nadie había entrado en la habitación… Me equivoqué. Obviamente, mi oído me decía lo contrario. Alcé la cabeza… y palidecí. Verlo ahí, a unos pasos escasos, después de casi tres años, me causó sensación. En aspecto, Padre no había cambiado. Su pelo, negro como el de casi todos los Arunaeh, no llegaba a los hombros. Sus ojos, dorados como los míos, se habían fijado en el destrozo de la pared. Su expresión estaba cerrada, como solía.

Padre, articulé con los labios, mudo y sorprendido.

Claro. Habían pasado días. Era del todo posible que mi padre hubiera acabado con su trabajo en Doz y hubiera regresado.

Fui a levantarme pero mi padre hizo un ademán seco para invitarme a quedarme sentado donde estaba. Hubo un silencio. Entonces, él dijo:

«Ya has tardado en volver.»

Lo decía con un leve suspiro. Sus ojos seguían inspeccionando su alrededor como buscando otros signos de destrucción. No me miraba. Hice una mueca y asentí. Un poco.

«Tres años.»

Casi, rectifiqué mentalmente. Y bueno… él también había desaparecido. Padre se giró hacia mí y meneó la cabeza.

«Tu hermano y yo nos fuimos antes que tú, ¿verdad? Quedarse en el Templo del Viento, de hecho, no hubiera sido una buena idea. Aunque, francamente, no pensé que a los quince años se te ocurriría marcharte por el mundo e ignorarnos a todos.» Su tono, lejos de ser severo, era ligero. Añadió: «¿Has presentado tus disculpas a Yodah por esto?»

Se refería al mármol agujereado… Me sonrojé y asentí agitando la mano para un ‘más o menos’. Padre suspiró.

«Esos parches modernos… Espero que recuperes pronto el habla. El otro día,» añadió, «cuando me dijeron que habías vuelto a la isla, se me ocurrió que jamás habíamos hablado realmente tú y yo. Ya sabes que a mí no me gusta hablar con los niños… Pero ya eres un hombre. Aunque sigas siendo un inconsciente,» comentó. «Tu tía me contó lo del collar y el espectro. Anteayer recibimos una carta de la parte de unos gremios de Firasa que nos pedían compensación por haber robado un objeto importante y cavado un túnel en la cárcel de una tal Orden de… Bueno, no me acuerdo del nombre, pero veo que sabes de qué hablo,» observó ante mi tic nervioso. «Esa gente está convencida de que les hemos robado una importantísima información sobre los espectros.»

Attah… ¿La Orden de Ishap había ido hasta mandar una carta a los Arunaeh? ¿En serio? ¿Por un simple agujero y un collar de espectro? Carraspeé y me levanté. Ya no me sentía mareado. Estaba sin habla y sin tallo energético y tal vez me faltara alguna capacidad más, pero por lo visto seguía pudiendo razonar. Había papel y tinta en el escritorio de Yodah. Me senté y escribí con la mano izquierda: «Tengo en mi mochila una gema que vale unos seis mil kétalos. Se la enviaré.»

Leyéndome, Padre resopló.

«¿No es eso demasiado, hijo? Seguramente con menos se contentarían.»

Me encogí de hombros y añadí:

«Les explicaré en una carta que no es posible aprender gran cosa sobre los dokohis a través de los collares…»

«No hace falta,» aseguró mi padre antes de que terminara de escribir. «Eso ya lo dice Liyen en su carta. Un mensajero saldrá esta misma tarde a entregarla. Le daré la gema para que se la lleve también. Lo que sí que puedes hacer es añadir una carta de disculpas. No es que Firasa ofrezca mucho trabajo para un destructor, pero alguna vez ya han contratado a algún inquisidor Arunaeh… No querrás que esos saijits nos guarden rencor.»

Asentí con calma. Escribiría la carta de disculpas y problema resuelto. En una nueva línea, añadí:

«Tal vez no sea conveniente hablarlo de esta manera, pero ¿desde cuándo sabes que llevo a un Pixie metido en…?»

«Desde que me lo dijo Lústogan,» me cortó mi Padre, haciéndome levantar la pluma. «Aunque para él era sólo una teoría, pero Mériza, tu madre, acabó por confirmarlo. La lágrima que te dio esa Rao era nada menos que una lágrima dracónida. Las lágrimas dracónicas son raras… y fueron principalmente usadas por nosotros, los Arunaeh, y por varios laboratorios secretos del Gremio de las Sombras.»

Agrandé los ojos. ¿Laboratorios secretos? Apenas me giré hacia la hoja para preguntar, mi padre confirmó:

«Uno de ellos al menos usaba a niños saijits como cobayas. Es difícil saber exactamente lo que pasó, puesto que esa es información confidencial del Gremio de Dágovil, pero en ese caso particular el gremio nos debía explicaciones, ya que un miembro de nuestra familia, un hermano del antiguo líder de nuestro clan, trabajaba en el laboratorio y no regresó. El Gremio de las Sombras tardó años en reconocer que todos los trabajadores de aquel laboratorio habían sido asesinados.»

Marcó una pausa. Yo sentía mi Datsu desatarse a trompicones… De modo que los Pixies habían sido cobayas del Gremio de las Sombras de Dágovil. Por eso… ¿Por eso Liireth le había declarado la guerra? ¿Por venganza? Bajé los ojos hacia mis manos. Conque un hermano del padre de Liyen había trabajado en ese laboratorio maldito… ¿Con qué fin? Fuera como fuera, si no había vuelto, dudaba de que los Pixies lo hubiesen matado. Más probablemente, se había fugado con ellos y, años después, había acabado convirtiéndose en el Gran Mago Negro. Aunque sólo era una teoría… Tras un silencio, retomé mi pluma.

«Seguramente Lústogan te lo habrá contado. En la Superficie, conocí al Príncipe Anciano. Él me explicó…»

«Sin duda,» masculló Padre. «Él, por alguna razón, había relacionado ya a los Pixies con esos niños cobayas que asesinaron a los científicos de dicho laboratorio. Aunque no me sorprende tanto dado cómo ese vampiro siempre intenta sonsacar toda la información posible a sus clientes…»

Lo vi chasquear levemente la lengua y sonreí, de acuerdo con él: no era fácil comunicar con ese Príncipe Anciano.

«Me dijo que un Arunaeh fue a preguntarle cosas sobre sellos,» añadí en el papel. «¿Tú?»

Mi padre asintió y se cruzó de brazos, apoyado en el marco de la puerta.

«El Príncipe Anciano es famoso por su enorme conocimiento. En realidad, cuando fui a verlo, no buscaba sólo información sobre sellos múltiples: sobre todo fui para averiguar de dónde sacaba su conocimiento bréjico. La respuesta le interesaba a Liyen. Aproveché simplemente la visita para hacerle otras preguntas. Y, mar-háï, la visita salió cara,» resopló.

Marqué una pausa y escribí:

«Adivinó el poder de Yánika.»

Le enseñé la frase y mi padre se ensombreció.

«Lo sé. Tu hermano me lo dijo. Poco le va a preocupar al clan que haya un miembro con un Datsu errado teniendo en cuenta que ya están corriendo rumores bastante peores.» Enarqué las cejas, interrogante. ¿Rumores? «Hablo del Sello,» aclaró Padre. «La familia Bókmanon ya ha puesto una denuncia en el tribunal de Kozera diciendo que los Arunaeh estábamos ‘otra vez’ usando artes prohibidas en la isla. Algunos de los nuestros están fabricando un segundo sarcófago para ver si consigue aplacar todavía más el miasma… Pero por lo visto ya es noticia general que los Arunaeh estamos ‘tramando’ algo. Di que mejor que piensen eso. Otros más fastidiosos van diciendo por ahí que nuestro clan ha recibido la maldición de los dioses.»

Medité con el ceño fruncido. ¿De modo que ya habían puesto un sarcófago al Sello? Mar-háï… ¿Cómo sería el miasma sin protección? Cualquiera hubiera dicho que los dioses realmente nos habían maldecido, pensé. Tener un Sello así en la isla era como tener a una horda de locos aporreando tu puerta constantemente para intentar entrar. Y decir que Yánika llevaba varios días soportando el miasma…

Escribí:

«Iré a ver a Yánika.»

Mi padre frunció el entrecejo y meneó la cabeza.

«No es una buena idea.»

Lo miré a los ojos, sorprendido. ¿Que no era una buena idea? ¿Por qué? Tras un silencio molesto, se oyeron unos pasos en el pasillo y vi a Yodah entrar con una bandeja llena de comida.

«¡Sopa de tugrín, carpa negra a la plancha y tarta de zorfo como postre!» anunció alegremente. «Zorfos recolectados por el mismísimo hijo-heredero. Si dejas una sola miga, haré que te emparchen entero con celmistina.»

La boca se me hizo agua al ver la tarta de zorfo. De no estar mi padre ahí, puede que me hubiera olvidado de mis modales. Pero su presencia siempre me recordaba dónde estaba y cómo debía actuar. Me levanté de la silla y me incliné para dar las gracias… sólo para darme cuenta con el rabillo del ojo de que mi padre había aprovechado la intervención de Yodah para esfumarse. Mar-háï…

«Vamos, no seas tan ceremonioso y come,» protestó Yodah.

No me hice de rogar. Me senté a una mesilla sobre la alfombra y comencé a comer con hambre. Yodah estuvo leyendo mis preguntas escritas en voz alta y teatral antes de sentarse ante mí y preguntar:

«¿Qué tal la tarta?»

Estaba en plena degustación y le dediqué una amplia sonrisa.

«Deliciosa,» solté.

Un destello divertido pasó por los ojos de Yodah.

«Tan deliciosa que te ha devuelto el habla,» observó.

Agrandé los ojos, cayendo en la cuenta. Con una sonrisilla, afirmé:

«Ya sabía que los zorfos eran buenos para la salud.»

«¿Verdad?» se burló Yodah.

No dejé una miga del trozo de tarta y, aún saboreándola, dije:

«Gracias, Yodah. Y… realmente lo siento por tu cuarto. Si pudiera arreglarlo de alguna forma…»

«¿Puedes arreglarlo?» se impresionó Yodah.

Hice una mueca. Lo había tomado literalmente. Confesé:

«Soy destructor, no constructor… No sé fusionar rocas. Me refería a si…»

«Olvídalo,» me cortó Yodah. «Como diría mi padre, hasta le da un poco de gracia. No todo el mundo tiene un agujero en un muro de su cuarto.»

¿Y ese era un motivo de alegría? Puse los ojos en blanco. Me acabé el vaso de agua y rompí el silencio:

«Di, Yodah…»

«¿Mm?»

El hijo-heredero había sacado un libro de su estantería y lo hojeaba tranquilamente.

«¿Cuántos días han pasado desde…?»

«Cinco.»

Suspiré. Al menos no habían pasado tantos como para no poder volver a Kozera a tiempo. No se me olvidaba que Jiyari seguía de rehén. El día catorce tenía que reunirme con los Zorkias, y al día siguiente con los Ragasakis…

«¿Vais a seguir examinando mi mente?» pregunté.

Yodah giró una página y alzó los ojos.

«¿Por? ¿Ya no quieres?»

Hice una mueca.

«Si volvéis a hacerlo, podría desmayarme como esta vez, ¿verdad?»

«Es posible. Esas cosas son poco previsibles. Los hay que aguantan bien los sortilegios bréjicos, otros no tanto. Mm… Pero teniendo en cuenta que nuestros Datsus no admiten bien la bréjica ajena, probablemente vuelvas a desmayarte,» caviló.

Si me desmayaba durante cinco días más, me despertaría el día trece… Era un poco justo. Además, hubiera querido pasar el tiempo en la isla de otra forma. Madre debía de estar preocupada. Y Yánika…

«No quieres,» entendió Yodah. «Qué lástima. Con lo divertido que es estar cinco en una misma mente. ¿O quizá debería decir seis? Al fin y al cabo, tú mismo no lo sabes. ¿Eres Kala o no eres Kala?»

«No lo soy,» mascullé.

«Mm.» Volvió a mirar su libro. «Piénsalo. ¿Quieres resolver tu problema de identidad o no? Si no llegas a resolverlo, seguirás teniendo dudas. Si eres un Arunaeh, no debería asustarte la respuesta.» Sonrió ante mi mohín y añadió: «Será mejor que descanses. La celmistina parece eliminarse bastante más rápido en ti que en los demás pacientes. Debe de ser cosa del Datsu. Sin embargo, creo…»

Calló de pronto, como percibiendo algo. ¿Bréjica? Lo vi agrandar levemente los ojos y levantarse con una pizca de precipitación.

«Attah…» graznó.

«¿Qué ocurre?» pregunté.

Para sorpresa mía, el hijo-heredero salió del cuarto sin contestar. Cuando asomé la cabeza por el pasillo, Yodah ya estaba al otro extremo. Jamás lo había visto así de acelerado. ¿Qué diablos había pasado?

Intrigado, lo seguí, lo perdí de vista y salí a la sala principal con los pilares donde me había desmayado. Habían llegado más Arunaeh a la isla, noté. Estaban ahí el sobrino mayor de Liyen, Roak-Shan, dos primas hermanas de Yodah, Raïra y Feylin, así como Yafin, primo mío e hijo de la tía Sasali. Este último tenía dos años más que yo, y había crecido como una katipalka desde la última vez que lo había visto.

«Fue imprudente, tío Liyen,» decía Roak-Shan. «Hubiera sido mejor esperar a que trajéramos el sarcófago.»

«¿Qué habría cambiado?» masculló Raïra con las manos indiferentemente hundidas en los bolsillos de su túnica.

«Por Sheyra,» murmuró Feylin acariciando a Tamber, su ardilla familiar. «Si le llega a pasar algo, Liyen…»

«Era su deseo,» replicó Liyen con calma. «De momento, no les ha pasado nada grave.»

«¿He oído bien?» lanzó Yodah, allegándose. «¿Habéis notado un cambio en el Sello? No puedo creerlo… ¿Lo están consiguiendo?»

«Lo están alterando,» matizó Liyen. «Otra cosa es que logren estabilizarlo.»

Mi corazón se había puesto a latir más rápido.

«¿Alguien está alterando el Sello?» pregunté en voz alta, acercándome. «¿Mi madre…?»

Cinco pares de ojos se giraron hacia mí y callé, interrogante y confuso. Mi primo Yafin fue el que aclaró con voz neutra:

«Tu madre y tu hermana están intentando reparar lo que tú estropeaste.»

Mi madre… y mi hermana. Mi madre y mi hermana, me repetí. La realidad me cayó como un yunque en la cabeza. Madre y Yánika estaban en la sala del Sello y trabajaban para restaurarlo… Las dos estaban en peligro. Miré a los Arunaeh con los ojos abiertos como platos. ¿Cómo habían podido? ¿Cómo… cómo…? ¿Cómo podían dejar a mi hermana, sin protección del Datsu, al lado de un cristal maldito? La iba a volver loca… la…

«¡Drey!» exclamó Yodah, agarrándome de los hombros. «Cálmate. Yánika estuvo de acuerdo.»

¿De acuerdo para acercarse al centro mismo del miasma? Liyen dijo con calma:

«Tu madre nos reveló ayer a tu padre y a mí que, al ponerle el Datsu a Yánika, intentó replicar sus conocimientos de Selladora para que no tuviera que pasar tanto tiempo en su infancia aprendiéndolos… Le salió mal el Datsu, porque el Sello ya estaba estropeado, pero el conocimiento parece que lo tiene bien metido. Las dos sabrán protegerse con bréjica y, con un poco de suerte, acabarán reparando el Sello. Tu madre ha estado despertando los conocimientos de Yánika estos días y se pusieron de acuerdo para empezar el experimento… Por supuesto, quise detenerlas, pero sus argumentos me convencieron. Probablemente necesiten bastante tiempo, pero las dos dicen que lo conseguirán. Tu padre fue esta mañana a verlas… Estaban bien.»

Aún agarrándome de los hombros, Yodah asintió. Sus ojos, negros, parecidos a los de Yánika, brillaban de seguridad… No, me dije. Había en ellos una frialdad que Yánika jamás tenía. Estaba intentando soltarme un sortilegio bréjico para calmarme. Pero yo no me calmaba. No quería calmarme. Quería sacar a Yánika de ese infierno.

Me voy, pensé. Tengo que sacar a Yánika de la isla ahora mismo.

«Dánnelah,» murmuró Yodah.

«¿Qué le pasa?» se sorprendió Raïra.

«Su Datsu,» explicó Yodah sin desviar su mirada de la mía, «bloquea la bréjica de entrada, pero no la interna. Para ponerle el parche anti-tallo, paralicé yo la parte de su Datsu que se ocupa de…»

Dejé de escuchar sus explicaciones cuando una súbita imagen invadió mi mente. La de unas manos ensangrentadas. Se le añadió un terrible dolor. Y un grito helador. ¿El de Yánika?

De pronto, me moví y me aparté de las manos de Yodah con brusquedad. Me tambaleé hacia la salida. Yánika, pensé. Tenía que sacarlas de ahí a Madre y a ella. Destruiría el Sello, razoné. Destruiría toda la montaña para que el miasma se apagara de una vez por todas…

«¡Detente, Drey!» exclamó de pronto la voz de Yodah detrás de mí.

Recibí un fuerte ataque bréjico pero lo repelí. Mi Datsu ahora estaba tan desatado que, por un instante, me pregunté cómo es que podía seguir sintiendo algo… ¿Pero acaso sentía algo? ¿O me lo estaba inventando?

Aún estaba buscando una respuesta a esa pregunta cuando llegué a la conclusión de que, de no sentir nada, no podría estar moviéndome con tal determinación. Ahora, volaba hacia el acantilado de la montaña con una tropa de brejistas detrás… Me tiré. Y oí un:

“¡Usa tu maldita órica! ¡O morimos los dos!”

Sin duda, tenía que usarla para no morir, pensé. Y la usé, deteniendo la caída mortal a trompicones mientras preguntaba con calma:

“Kala, ¿eres tú el que te has tirado por el acantilado?”

“No me hables.”

“Tú eres el primero en haberme hablado,” le repliqué. “Aunque me reconforta saber lo diferentes que somos. Yo jamás me habría tirado por un acantilado sin saber usar órica.”

Entonces me repetí: ¿me reconforta? ¿Eso significaba acaso que seguía teniendo sentimientos? Fruncí el ceño al percatarme de que mi piel se había vuelto gris ceniza. Los círculos de Sheyra habían aparecido con claridad en el dorso de mi mano derecha y…

“¡Vas a matarnos!” exclamó Kala.

Me fijé en que la órica había dejado de funcionar y que caíamos con rapidez.

“Vaya. Cierto. Idiota. Olvidaste que acaban de darme un parche anti-tallo,” dije. “No estoy en condiciones de…”

“¡Haz algo!”

“¿Qué quieres que haga?”

El suelo se aproximaba con cada vez mayor rapidez… De pronto, mi tallo se desbloqueó de nuevo y estaba preparando un sortilegio que parase del todo la caída cuando sentí una sacudida hacia arriba. Aterrizamos con menos elegancia de la acostumbrada y caí bruscamente en la arena de la playa que rodeaba esa parte de la isla.

“¡Puedo usarla!” se maravilló Kala.

Puse los ojos en blanco.

“Eso sólo significa que me estás robando mi habilidad. Y has usado demasiado el tallo…”

“No estaba hablando contigo,” me cortó Kala.

¿Entonces hablabas solo? pensé. Suspiré. El embarcadero y la casa de la Selladora no andaban lejos. Quise asegurarme de que no me había roto nada, pero Kala se levantó sin dejarme respirar. Yánika, recordé entonces. No podía dejar que el Sello le hiciera daño… Kala se puso a correr y no intenté detenerlo. Estábamos llegando a la playa del embarcadero cuando, de pronto, Kala vaciló y… se fue hacia la derecha, hacia el muelle. Por un instante, estuve tan sorprendido que no pude reaccionar.

“¡Kala!” le dije, deteniéndome. “¿Qué estás haciendo?”

“¿Tú qué crees?” siseó el Pixie. “Voy a salvar a mi hermano.”

¿Su hermano? Agrandé los ojos. ¿Jiyari? Luché contra su impulso y logré voltear gruñendo:

“Yo voy a salvar a mi hermana.”

Noté una vacilación. Y la aproveché para salir corriendo hacia las escaleras bordeadas de flores amarillas que guiaban a la Casa del Sello. Las alcancé, subí a la carrera… y de pronto perdí el equilibrio y caí de bruces apoyándome de milagro sobre las manos.

“¡Kala!” protesté.

“Jiyari…” masculló Kala. “Jiyari me necesita. Y tú lo dejaste solo con esos horribles saijits…”

“Lo sacaremos de ahí,” lo interrumpí. “Pero antes sacaré a Yánika y la llevaré conmigo lejos de esta isla… ¿O es que a ti no te importa lo que le pase a mi hermana?”

Kala no dijo nada, por lo que entendí que estaba de acuerdo. Me volví a levantar sintiendo dolor en mis rodillas y mi mano derecha vendada. Attah… ¿Por qué de repente Kala se había vuelto capaz de hablarme y de controlar mi cuerpo con tal facilidad? ¿Qué habían hecho Liyen, Yodah y mis tíos con mi mente?

¿Y qué demonios estaba haciendo yo?

Me detuve ante la casa de granito. Oí la voz sorprendida de la tía Sasali desde la casa de la Selladora, pero no me volví. Empujé la puerta y entré. Había estado vacilando, pensé. Y, sin embargo, mi cuerpo se había movido solo… ¿Acaso eso significaba que Kala también quería salvar a Yánika? Medité sobre ello mientras andaba con grandes zancadas por el austero túnel del Sello. Sentía una creciente tensión invadirme, aunque no sabía si era por el miasma o por mi propio Datsu desequilibrado. Por un lado, me sentía tranquilo; por otro lado, estaba desesperado.

Me puse a correr. Mis movimientos estaban algo desacompasados, pero llegué a la sala del Sello sin tropezarme casi. Mi Datsu estaba casi completamente desatado, pero yo seguía dominado por un sentimiento de urgencia. Tenía un objetivo.

Analicé rápidamente la situación. Junto al gran cristal, no ya rosa sino negro como un gigante diamante de Kron, se encontraban arrodilladas las figuras de mi hermana y mi madre. Ambas tenían las manos posadas contra el cristal en una parte que el sarcófago transparente no cubría y parecían estar completamente absortas en su trabajo. ¿Estaban bien? No podía saberlo… Pero en el momento me parecieron estar demasiado lívidas.

“¡No lo perdonaré!” gritó de pronto Kala.

Me atravesaron la mente varias imágenes fugaces: la estrella metálica que tanto dolor me había causado, los saijits mirándome a través de sus Máscaras Blancas, el cristal que tanto tiempo me había encerrado y el dolor… el dolor… Detuve los recuerdos. ¿Por qué Kala pensaba en eso ahora?

Demasiado tarde, entendí, de pronto, cuando vi mi mano posarse en el sarcófago que cubría el Sello negro. Rugí. O más bien Kala rugió y aplicó toda su fuerza órica contra el cristal, reventando el sarcófago. El horror me invadió.

“¡Kala, no!”

«¡Sois todos iguales!» gruñó Kala en voz alta mientras seguía tratando de estallar el Sello. «¡Nada me quitará el dolor!»

Golpeó el puño contra el cristal. Yo hice todo lo que pude para detenerlo.

«¡Drey!» exclamó Yánika.

Su aura de asombro y horror se unió a la del miasma… Quise decirle: no soy yo. Quise decirle: tranquila, he venido a sacarte de aquí. Pero Kala estaba desatado. Creía entender el razonamiento del Pixie: había pensado que, reencarnándose en un Arunaeh, el Datsu le haría olvidar el dolor. Pero no había sido así. Por lo que los Datsus y el Sello se habían vuelto para él un engaño, un experimento más de los odiosos saijits…

Y me hacía así el comprensivo en medio del caos cuando recibí de pronto un violento golpe de órica que me hizo chocarme la frente contra el Sello.

Nos dimos la vuelta respirando sin aliento y pude ver a Padre con una mano alzada hacia mí y una expresión cerrada. Su Datsu estaba también casi completamente desatado por el miasma. Su frente estaba cubierta de sudor.

«¡Drey!» repitió Yánika. No había apartado las manos del Sello. ¿Acaso se había quedado atrapada?, me espanté. El pensamiento era ridículo, pero…

«¡Hijo!» exclamó mi madre, estupefacta.

Un nuevo golpe de órica me rodeó y me tiró hacia delante, hacia Padre. Caí y reaccioné envolviéndome con órica. ¿O bien era Kala el que lo hacía? No me quedaron dudas cuando mi órica contraatacó e hizo tambalearse a mi padre. No podía creerlo. ¿Estaba atacando a mi padre?

“Kala, maldito…” siseé mentalmente. “¡Es mi familia! No les hagas daño o yo…”

¿O yo qué?, me autoburlé. ¿Qué diablos podía hacer? Kala trató de levantarse. Se lo impedí. Funcionó a medias, nos tropezamos, cerré los puños y traté de recobrar el control completo. Al fin, deshice toda mi órica y la ráfaga de Padre me envió de nuevo violentamente contra el Sello. Mi madre gritaba mi nombre abalanzándose hacia mí.

«¡No te acerques a él, Mériza!» tonó mi padre. «Es peligroso.»

Pero Madre no le hizo caso. Sus ojos desorbitados brillaban de locura cuando me agarró. Yo la agarré a mi vez con ternura aunque no supe muy bien si era yo o Kala. Enseguida, las ráfagas de mi padre se apagaron.

«Todo va bien, hijo,» murmuró Madre abrazándome fuerte. «Todo va bien.»

Por un momento, casi me lo creí.

«¡Suéltala, Drey!» soltó Padre con voz tensa.

Lo ignoré, me giré hacia Yánika y lancé:

«Madre, Yani, corred. Por Sheyra, salid de aquí. Ellos no tienen derecho a obligaros a nada… ¡Corre!» siseó Kala, y empujó a Madre diciendo: «Tengo que destruir el Sello. ¡Corred! ¡Tengo que ayudar a mi familia!»

Attah… ¿Se ha vuelto loco en serio? pensé. ¿A quién pretende ayudar? Y maldije otra vez. He cometido un error. He cometido un tremendo error metiéndome en la sala del Sello…

El odio de Kala fue más fuerte que mi temor. Nos envolvió de nuevo con órica y volvió a dar un puñetazo al Sello. Tuve la impresión de que esta vez el miasma reaccionó violentamente a mi ataque. Otro golpe… Y ese fue el último que le di. Por fin, alguien me alcanzó y me tiró al suelo. ¿Padre? No. Cuando me crucé con los ojos azules y fríos de Lústogan, el temor no hizo más que aumentar.

“Lúst,” murmuré. “No le hagas daño a Lúst…”

Mi cuerpo reaccionaba agitándose endemoniadamente. Mi rostro se contorsionaba. Mi boca escupía con odio:

«Dejasteis que muriera. Lo dejasteis. Era vuestro. Y no le ayudasteis. ¡Lotus era vuestro! Os odio a todos. A todos los saijits. ¡Y odio ese Sello maldito! Nada quitará el dolor… ¿Por qué sufro?» balbuceó con menos fuerza. «¿Por qué no puedo olvidar?»

Miré el rostro de Lústogan al tiempo que intentaba luchar contra las oleadas de emociones de Kala. Todo en este era un fuego monstruoso. Tan monstruoso que temía acercarme… temía salir de mi rincón para apagarlo.

Por suerte, la órica de mi Padre y la de mi hermano combinadas anularon la mía eficazmente. El aura de Yánika se parecía tanto a la del miasma que apenas lograba distinguirla. Madre, en algún lugar de la sala, gritaba. Había perdido los nervios, entendí con el corazón helado. Yo había causado esto. Yo…

De pronto, cuatro brejistas aparecieron en mi campo de visión ya restringido por las lágrimas de Kala. Yodah era uno de ellos. Posó una mano sobre mi frente y oí por bréjica un “¿Listo?” Entonces, todo estalló en mi mente y las tinieblas me tragaron.

* * *

Cuando recobré consciencia, lo hice a bandazos. Mis pensamientos se ponían a divagar y, en cuanto me daba cuenta de que estaba consciente, volvía a caer en la nada. Tuve la impresión, en un momento, que una presencia me ayudaba a comer. Ocurrió varias veces. También, varias veces, unos extraños invadieron mi mente. En esas ocasiones, yo huía sin saber adónde ir… y siempre me pillaban.

Cuando desperté por fin del todo, me encontré sobre una colchoneta, en un cuarto iluminado tenuemente por una pequeña linterna. No era el cuarto de Yodah. No conocía aquel lugar. El suelo y las paredes estaban cubiertos con metal de igriave, un material que repelía las energías moduladas. Por eso, tal vez, apenas sentía el miasma del Sello a pesar de que mi Datsu estaba atado. ¿Atado?, me repetí. Constaté que efectivamente estaba completamente atado. Y… no podía desatarlo.

Poco a poco, empecé a recordar. Mi temor por Yánika y Madre. La caída por el acantilado. Mi cuerpo dominado por Kala. La colisión con Padre. La intervención de Lústogan y los brejistas… Y mi impotencia. Había atacado el Sello. El Sello de la familia. La reliquia más valiosa de los Arunaeh, había intentado destruirla. Kala, no yo, rectifiqué. Pero el resultado era el mismo. Yo no había sido lo suficientemente fuerte para evitarlo.

Cada emoción que recordaba se quedaba agarrada a mí y crecía hasta hacerse inaguantable. La vergüenza por lo que había hecho, mi temor a Kala, el dolor de este, la confusión de no saber si realmente había causado daño a mi familia… Todo se amontonaba en mí, y mi Datsu se quedaba quieto, como muerto, sin ayudarme como siempre lo hacía. Sin él, era incapaz de luchar contra mis emociones y estas me martirizaban cada vez más profundo, cada vez más fuerte… No sé cuánto tiempo estuve así, agotando las lágrimas cálidas de mis ojos, temblando sin control alguno. Horas. Días. No lo sé. Caí dos veces exhausto, y dos veces soñé con que las Máscaras Blancas me fijaban a la estrella metálica en el suelo para experimentar conmigo. Despertaba con un terror sin nombre, golpeado por mi órica alocada que rebotaba en las paredes; entonces, volvía a pensar en mi crimen y volvía a caer despierto en una pesadilla igual de terrible.

La primera vez que desperté, logré beber de la jarra de agua que me habían dejado junto a la puerta. La segunda vez, dejé la comida y el agua donde estaban sin pensar siquiera en ellas.

En un momento, creí oír la voz de Kala en mi mente y grité de horror. Mi cabeza se llenó de alucinaciones de su voz diciendo: odio a los saijits. Odio a los Arunaeh. Y, para luchar contra él, yo invocaba el amor que tenía por mi familia. Por Yánika, mis padres, Lústogan, Yodah, Liyen, los tíos… No a todos los quería igual, pero los quería de todas formas. No sería capaz de odiarlos jamás. Kala era un monstruo. Yo no era Kala.

«Yo no soy Kala,» mascullé en el silencio de mi cuarto. «Soy Drey Arunaeh. Lo mataré. Mataré a Kala, lo mataré…»

¿Pero cómo? ¿Matándome a mí mismo? Esa era una idea de locos. Y no había locos entre los Arunaeh. Yo no sería la excepción. Yo era Drey Arunaeh… Me comportaría como un Arunaeh, analizaría la situación, intentaría resolver el problema sin cometer excesos y, si mi familia intentaba ayudarme, les ayudaría a lo que fuera. Porque yo no era un monstruo como Kala. Era un Arunaeh…

Mis pensamientos dejaron de ser coherentes a medida que volvía a ser aplastado por mis emociones. Yánika sabía luchar contra ellas. Los demás saijits sabían dominarlas un mínimo. Entonces… ¿por qué yo no lo conseguía?

Es Kala, me dije. Kala quiere que me vuelva loco…

¿Pero por qué mi familia me había dejado con el Datsu atado? ¿Tal vez porque así pensaban evitar que Kala volviera a controlarme?

Hundí la cabeza entre mis brazos y, finalmente, volví a caer dormido, extenuado, sólo para encontrarme de nuevo de cobaya en manos de los científicos del Gremio de las Sombras… Cuando desperté, lo hice igual de aterrado que las últimas veces; sin embargo, esta vez había una mano posada sobre mi hombro. Con los ojos desorbitados, miré a Lústogan. Mi hermano me contemplaba con frialdad. Jamás había visto su Datsu tan desatado. Mis ojos se llenaron de lágrimas.

«Ayúdame, hermano,» balbuceé, enderezándome con dificultad. «Ayú…»

Caí como una roca de vuelta contra el suelo. Lústogan consiguió reducir el golpe con su órica y me dio la vuelta.

«¿Qué crees que estoy haciendo?» replicó. «He venido a sacarte de aquí. No metas ruido.»

Agrandé los ojos. ¿Que no metiera ruido? ¿Íbamos a salir de la isla a escondidas? ¿Qué estaba pasando?

«No puedo,» murmuré. «El Datsu…»

«Se desbloqueará al de unos días si nadie lo vuelve a bloquear,» me aseguró Lúst. «Venga, levántate.»

Lo miré, temblando, y sacudí la cabeza.

«Ellos… son los únicos que pueden ayudarme. Mi mente…»

«Está perfectamente,» me cortó Lústogan. «Tienes dos personalidades, ¿y qué? Sigues siendo mi hermano. Fueron ellos quienes lo despertaron, Drey. Ellos quienes sacaron a Kala de donde lo había sellado Madre. Que asuman sus responsabilidades. No tienes por qué seguir sufriendo. Es un despropósito. Tú eres un Arunaeh, no un cobaya.»

Lo miré, anonadado. Mi hermano… mi maestro… quería salvarme. Sus palabras fueron, en ese instante, como una luz intensa y las lágrimas volvieron a caer de mis ojos.

«Hermano… Nunca te lo he dicho pero siempre te he tenido miedo. Pero ahora yo… me doy cuenta de que…»

«Deja de hablar y muévete,» resopló Lústogan.

Me enderezó y me agarró, tratando de levantarme. Yo intenté ayudarlo, pero me sentía muy débil.

«¿Y el Sello?» pregunté. «¿Y Yánika?»

«Deja de hacer preguntas,» siseó Lústogan.

Dejé de hacer preguntas y lo seguí afuera del cuarto. Al final del pasillo, Raïra, la prima de Yodah, se detuvo al vernos. Agrandé los ojos, la vergüenza me invadió… Lústogan me arrastró y pasamos junto a Raïra.

«Er… Lústogan. ¿Estás seguro de lo que haces?» preguntó con un suspiro. «Sacarlo en ese estado…»

Mi hermano no le contestó. Siguió sin soltarme y me centré en echarle una mano para no ralentizarlo. Mi hermano quería ayudarme: no podía seguir cometiendo errores. Tenía que ser determinado. Eso es, pensé. Podía luchar contra mis emociones pensando en otra cosa. Así, me centré en mis pasos. Durante tanto tiempo que ni siquiera me fijé bien hacia dónde íbamos hasta que me percaté de que estábamos fuera y que caminábamos por la arena. Pero no era la playa del embarcadero. Era la playa junto al Cuerno del Dragón, en la otra punta de la isla. ¿Tanto habíamos andado? Había una barca varada ahí. Mi abuelo materno, junto a esta, nos saludó y dejó caer entre los bancos un saco de los que usaba para recoger almejas. De modo que él también pensaba que tenía que irme de ahí…

«Hermano, ¿cómo es que estás en la isla?» pregunté.

Lústogan no se inmutó mientras me ayudaba a subirme a la barca.

«Padre me avisó de que habías viajado a Taey. Llegué justo a tiempo a la sala del Sello para ayudarle a Padre a inmovilizarte.»

No dijo más, dedicó un gesto seco de cabeza a nuestro abuelo y este le ayudó a empujar la barca para ponerla a flote.

«Mira que…,» nos dijo con un suspiro. «Lástima que no podáis quedaros más tiempo en la isla. Pero os entiendo, muchachos. Id con cuidado.»

Lústogan se subió de un salto y dijo simplemente:

«Gracias, Rayp.»

Me apresuré a decir:

«Gracias, abuelo. Y… lo siento mucho.»

Mi abuelo materno meneó la cabeza con una leve sonrisa.

«Lo hecho hecho está. Procura no perder la cabeza, chaval… Y no te preocupes demasiado.»

Aquello me hizo pensar de nuevo en lo que tenía que preocuparme. Yánika. Mi madre. El Sello. Seguía notando el miasma de este… pero teniendo en cuenta que el Datsu estaba atado totalmente, ¿no debería haberlo notado mucho más?

La barca se alejó y me instalé entre los bancos, mareado. ¿Cuántos días había pasado encerrado en ese cuarto? No tenía ni idea… pero mi debilidad era evidente. No había comido nada desde hacía demasiado tiempo.

«Hermano…» dije al de un rato. Aquella barca no tenía propulsor pero Lústogan había izado una vela para soplar en ella con su órica y avanzaba con rapidez por las aguas negras del mar de Afáh. «¿Estás seguro de que no estamos haciendo algo incorrecto?»

Hubo un silencio en el que tan sólo oí el silbido del viento, el claqueteo de la vela y el chapoteo del agua. Entonces, Lústogan me echó una mirada de soslayo y se encogió de hombros.

«¿Quieres volver y esperar a que Yodah vuelva a bloquearte el Datsu?»

«No,» murmuré.

Obviamente, no quería sufrir más. Quería que mi Datsu volviera a ser como antes.

«Pero,» añadí, «si me alejo de ellos y Kala vuelve, nadie podrá hacer que vuelva a ser yo mismo. Y lo que hizo… lo que hice…» El bochorno me invadía ahora como una oleada y sentí que todas las fuerzas me abandonaban cuando susurré: «Me siento tan avergonzado.»

Me respondió tan sólo el silencio. Lústogan no era de los que se repetían. Había dicho que yo seguía siendo su hermano y que me iba a ayudar, pero no estaba listo para consolar a nadie, y menos a un Arunaeh sin Datsu. Traté de pensar en otra cosa, en las olas, en el viento… pero ese truco ya no parecía tener ningún efecto contra mis emociones. Por un momento, hasta pensé que hubiera sido una bendición quedarme de nuevo sin sentimientos. Era, sin duda, menos doloroso. Pero era un camino de cobarde, me dije. El Datsu se había creado para permitirnos analizar las situaciones lo más óptimamente posible y para no cometer excesos, no estaba para enajenarse del mundo como una ostra en su concha. Además, cuando mi Datsu se desataba, Kala salía con más facilidad…

«Toma,» me dijo entonces Lústogan.

Me tendía un Ojo de Sheyra. Lo tomé y me lo comí, acogiendo casi con alivio el mal sabor que me distrajo durante un rato. Bebí un largo trago de una cantimplora, me atraganté y maldije mi torpeza por lo bajo. Temblaba como si estuviera enfermo.

«Lúst, el Sello… ¿lo rompí?»

Lústogan se giró levemente en la barca cuando resopló:

«¿Tan poderoso te crees? Apenas le hiciste un rasguño, tranquilo. Ese Kala… no es más que la sombra de un destructor. Estaba dominado por la rabia y el odio. No se puede lanzar un sortilegio adecuado en ese estado.»

Suspiré de alivio, pero otro pensamiento vino a turbarme.

«Entonces… ¿por qué el Sello estaba tan raro?»

Lústogan frunció levemente el ceño.

«Mmpf. Eso fue porque los sortilegios de Yánika y Madre…»

Calló sin terminar la frase. Palidecí. Todo había salido mal porque yo las había interrumpido.

«Madre… Yánika… ¿cómo están?» murmuré.

«Bien.»

Su respuesta seca me hizo entender que no quería hablar más del tema. Guardé silencio. Cuando Lústogan no quería, no había forma de hacerlo hablar. Y yo de todas formas me sentía demasiado exhausto. Poco después, caí dormido. Y soñé de nuevo con las Máscaras Blancas, sólo que esta vez no estaba ya aprisionado en la estrella metálica. Corre, me decía una voz. ¡Huye! Pero las Máscaras se interponían en mi camino y yo tenía que matarlas para sobrevivir, tenía que matarlas para defender a Jiyari y a Tafaria, para poder volver a ver a Rao y a Boki… “¡Roï!” gritaba. Mi compañero, de la misma edad que yo, había recibido un ataque electrocutante por parte de una Máscara Blanca y había caído al suelo arañando este con las garras frenéticamente. Levanté el puño contra la máscara. Me daría con su descarga, pero no se libraría de mi puñetazo mortal. Sentí los violentos calambres al mismo tiempo que me saltaban a la cara los trozos de máscara acompañados con sangre. Jiyari se desmayó por tercera vez desde que intentábamos salir del complejo de túneles y Melzar lo sacudió para que despertara. Tafaria, viendo que se acercaban dos guardias más con máscaras, inspiró y grité: “¡Tapaos los oídos!” El grito de la pequeña Tafaria llenó todo el túnel y creí que mi cabeza iba a estallar. Desperté de golpe aullando. Lústogan me agarraba de ambas muñecas hasta hacerme daño.

«Ya basta,» me soltó con tono severo. «Despierta ya de una vez.»

Mi hermano mantenía mi órica a raya con la suya y la deshicimos al mismo tiempo. Al fin, él me soltó. Permanecí tumbado un instante, callado, recuperando el aliento, antes de enderezarme. Estábamos en una playa salvaje anegada en la oscuridad. A una centena de metros, se alzaba una columna que alcanzaba el techo de la caverna, iluminada tenuemente por algunas piedras de luna. El mar de Afáh estaba más oscuro que nunca. Del otro lado de la playa, se adivinaban las formas retorcidas de unos árboles.

«¿Dónde estamos?» pregunté.

Lústogan sacó de la barca el saco que nos había dado nuestro abuelo materno y lo posó en la arena contestando:

«No muy lejos de la Ciudad Perdida.»

Agrandé los ojos.

«¿La Ciudad Perdida? Entonces, esto… ¿es el Bosque de Liireth?»

Eso quedaba en la frontera este de Dágovil, a varios días de viaje de Kozera… ¿Pero por qué mi hermano me había llevado hasta ahí? Lústogan mantuvo su inmovilidad unos instantes y, pese a la oscuridad, entendí que me estaba observando.

«Estás recuperando el Datsu,» dijo.

Constaté que era cierto. Partes de mi Datsu ya estaban desatadas al nivel normal. El alivio que sentí me hizo olvidarlo todo por un instante.

«¿Puedes andar?»

Parpadeé y me levanté, asintiendo.

«Estoy mejor,» aseguré e imprequé: «Attah, maldito sea Kala. Si tanto odia a los saijits, ¿por qué se habrá reencarnado en uno? ¿Será masoquista?»

Sin contestar, Lústogan extrajo del saco mi mochila bien llena diciendo:

«Tienes agua para unos cuantos días, así como un saco entero de Ojos de Sheyra, tu piedra de luna, el diamante de Kron y tu navaja. Añadí una vieja muda de protección que tenía: la tuya era irrecuperable. Oh, te quité el lingote de hierro negro, ya vendrás a recogerlo algún día: viajar con eso a cuestas era ridículo… sólo otro destructor como yo puede entenderte. En fin, creo que tienes todo lo que necesitas. Buena suerte.»

Empezó a empujar la barca de nuevo hacia el mar. Yo lo miré, anonadado.

«¿Te vas?»

«Es necesario. Le debo explicaciones al líder.»

Aún no podía creerlo. Mar-háï… ¿Me estaba dejando solo?

«¿Por qué el Bosque de Liireth?» protesté. «¿No podrías haberme dejado en Kozera?»

«¿Para que nuestra familia te encontrara en un abrir y cerrar de ojos?» se burló Lústogan, deteniéndose. «Drey. Piensa un poco. El Bosque de Liireth fue la base de operaciones del Gremio de la Contra-Balanza y por algún motivo lleva el nombre del Gran Mago Negro. Es muy posible que encuentres alguna información de provecho.»

Siseé.

«También es la base de operaciones de los hawis, las arpías, los escama-nefandos y…»

«No hay tantas criaturas como crees,» aseguró Lústogan. «Oí decir que el desequilibrio energético que se creó durante la guerra era tal que ni las criaturas se atreven a entrar. Si crees que es demasiado peligroso, sólo tienes que seguir esta playa y llegarás a la Ciudad Perdida, y de ahí hasta Doz. Pero te recomiendo no salir a descubierto. Tal vez no te hayas dado cuenta, pero por más que tu Datsu se esté equilibrando, tu piel sigue igual de gris y tus ojos igual de rojos y negros… Por eso no puedes ir a Kozera… Lo sé: tenías cita con los Zorkias. Los brejistas analizaron toda la información reciente en tu mente. Sólo que no pudimos hacer nada al respecto de todas formas: alguien los denunció antes y fueron apresados por los kozeranos. Serán próximamente transferidos a Dágovil con toda probabilidad. En cuanto al Pixie, Jiyari, lo interrogó Yodah y lo devolvió a su Escuela Sabia. Y ya sabes todo.»

Hubo un largo silencio en el que sólo se oyó el oleaje del mar. Que los Zorkias hubieran caído de nuevo entre las manos del Gremio de las Sombras me apesadumbraba, pero no tanto como saber que Jiyari había sido interrogado por un Arunaeh. Rendí gracias a mi Datsu que aguantaba mis emociones como un campeón. Cerré los ojos y los volví a abrir.

«¿A qué día estamos?»

«Diecinueve.»

Reprimí un jadeo de sorpresa. Diecinueve. ¿Habían pasado tantos días? Suspiré.

«¿Qué le vas a decir a Liyen?»

«Esos son asuntos míos. Tú conténtate con no hacer nada imprudente.»

¿Y cómo, si me acabas de dejar en un antro de celmistas desterrados?, voceé mentalmente.

«Tómatelo como un entrenamiento,» lanzó Lústogan con calma. «Y aprende a no perder contra Kala. Yodah me dijo que, con un poco de voluntad, serías capaz de extender tu Datsu a los recuerdos de Kala.»

Enarqué las cejas. ¿Con un poco de voluntad? ¿Y qué sabía Yodah sobre mi voluntad? Siseé por lo bajo. Lústogan acabó de poner a flote la barca y se subió.

«Oh, se me olvidaba,» dijo.

Tiró un pequeño objeto que llegó a mí con órica y lo atrapé. Era una carta.

«Es de nuestra hermana,» explicó Lúst. «No olvides destruirla después de leerla.» Y alzó una mano. «Cuídate, hermanito.»

Con un mohín, lo vi alejarse y, cuando desapareció en las tinieblas del mar de Afáh, chasqueé la lengua y me dejé caer en la arena. ¿Nuestra hermana?, me repetí.

«Mar-háï, Lúst…» murmuré en medio de la oscuridad. «Nunca llegaré a entenderte.»