Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 2: El Despertar de Kala

18 El hijo-heredero

«¿Qué es real o no si uno puede invocar amor, dolor y alegría a voluntad? ¿Es engañarse tener imaginación? No lo creo.»

Yánika Arunaeh

* * *

No me había dado cuenta, hasta entonces, de lo útil que resultaba ser del clan Arunaeh. Tras hacer una pausa en la aldea de Baida, habíamos andado hasta Wadeyna y cogido uno de los cuantiosos ómnibus que partían de la plaza del teleférico hasta Kozera. Entre los nueve Zorkias y nosotros tres, habíamos llenado un carruaje entero y el conductor había salido enseguida. De modo que, dos horas apenas después de salir del bosque, ya estábamos llegando a la ciudad portuaria.

Fue entonces cuando uno de los guardias de la puerta sur se interesó por nuestro carruaje y los encapuchados. Se subió en el estribo, listo para comenzar el control… Intervine:

«¿Algún problema, soldado?»

El guardia alzó la cabeza hacia mí, parpadeó y, por fortuna, reconoció enseguida mi tatuaje. Se detuvo con una expresión azorada.

«Ninguno, mahí. ¿Son compañeros tuyos?»

«Sí.»

No preguntó más, se bajó del estribo e inclinó rígidamente la cabeza.

«Bienvenidos a Kozera.»

Y así pasamos las puertas, sin control alguno. Tras un silencio en el que sólo se oían el traqueteo del carruaje y el rumor apagado de la ciudad, Reik soltó:

«Por eso odiaba tanto guardar las entradas entre otras cosas. Por los ‘mahis’ a los que no se podía molestar.»

Sus palabras fueron acogidas con aprobaciones y gruñidos por los demás Zorkias. Los miré con burla.

«Y bien que ahora os aprovecháis de ello.»

No replicaron. Una vez apeados en la plaza de diligencias, dije:

«Es necesario que sepa dónde os vais a hospedar para volver a encontraros cuando salga de la isla.»

Los Zorkias estaban tensos. Aunque Jiyari estaba el más tenso de todos. La idea de ser un rehén de esos mercenarios lo tenía muy nervioso.

«Relajaos,» ordenó Reik. «No estamos en un campo de batalla. Somos mercenarios escolta de Lédek. Actuad como tales.»

Ciertamente algunos de ellos podían hacerse pasar por ledekanos… pero no todos. Mayk, en especial, tenía un claro acento de Dágovil. Y Reik, pese a sus intentos por esconderlo, era también claramente dagovilés. Lo bueno era que los mercenarios, por definición, no tenían patria. El comandante Zorkia se giró hacia mí. Como todos sus compañeros, se había puesto una venda para esconder el Ojo de Norobi marcado al rojo vivo en su frente.

«No voy a decirte un lugar. Dime tú a qué hora y qué día regresarás de tu isla.»

Hice una mueca bajo sus ojos tozudos.

«No puedo contestarte con seguridad. Intentaré estar de vuelta antes del quince de Musarro.»

Ese era el día en que había quedado con Livon en La Ola de Oro. Pasara lo que pasara, no podía volver a Kozera más tarde que eso. Me giré hacia Jiyari, cuya tez habitualmente bronceada estaba pálida.

«Er… Lo siento, Jiyari. Intentaré volver lo antes posible.»

El aprendiz tragó saliva y se esforzó por sonreír.

«Lo sé, lo sé. Tranquilo. Estaré bien. No te apresures por mí. Ante todo, tienes que averiguar el paradero de Orih y quitarte ese collar. En serio, estaré bien,» repitió.

Lo fulminé con la mirada.

«Deja ya de sonreír cuando no lo sientes, Campeón.»

Los ojos de Jiyari brillaron.

«Gran Chamán… Estaré bien siempre y cuando me prometas que volverás.»

Bruscamente, varios Zorkias resoplaron de mofa y Amatz rió:

«¡Parecen dos paiskos cortejándose!»

Reik se llevó el puño a la boca riendo. Jiyari sonreía, nervioso. Yo los asesiné con la mirada.

«Como se os ocurra maltratar a mi… esto… a Jiyari, no os lo perdonaré.»

«¿Y qué harás?» se burló Zehen en voz baja. «¿Delatarnos? ¿Después de tu tan honorable juramento?»

Le solté una mirada envenenada.

«No bromeo.»

«Nosotros tampoco,» repuso Reik. «Tu amigo estará bien mientras tú te portes debidamente. Alguien de nosotros te esperará el día catorce de Musarro ante el embarcadero de los Arunaeh. Procura estar presente y con la información, si es posible.»

Me crucé con la mirada de Jiyari, él asintió asegurándome con los ojos que entendía que todo aquello era necesario y suspiré.

«Volveré. Yánika. Vamos.»

Nos alejamos por la animada plaza, rumbo al puerto.

Kozera no era una ciudad tan poblada como Donaportela, pero lo era más que Firasa, aunque ocupaba menos sitio. A diferencia de Donaportela, la mayoría de las casas estaban en la «superficie» y eran pocas las avenidas subterráneas, pero en los barrios residenciales los edificios eran altos, con cuantiosos puentes aéreos de piedra que los comunicaba.

El aura de Yánika se rebullía y, sorprendido, comprobé que mi hermana miraba su alrededor con viva curiosidad.

«Nunca había andado por las calles de Kozera,» explicó ante mi mueca interrogante. «La abuela nunca quería que la acompañara.»

«Ya veo,» sonreí. «Entonces, disfruta de las vistas.»

Eso hizo, y llegó al puerto con un aura radiante, que se ensombreció de golpe por un pensamiento.

«¿Qué pasa?» pregunté.

«Mm… Estaba pensando en Jiyari. Espero que esté bien. Van a ser muchos días.»

«Estará bien,» aseguré con confianza. «Como dices, esos tipos no son tan malos.»

Yánika sonrió… y entornó los ojos.

«¿Lo piensas en serio?»

Hice una mueca.

«Lo intento pensar. Bah, ya sabes, un Arunaeh siempre cumple con su promesa. Nos salvaron la vida, ahora nos toca echarles una mano.»

«¿Crees que el tío Varivak estará en la isla?»

«No lo sé.» Tal vez estuviese ocupado interrogando a otros infelices, pensé. Meneé la cabeza y resoplé frunciendo la nariz ante una oleada maloliente. «Había olvidado el olor a pescado. Es peor que en Firasa.»

Afortunadamente pronto dejamos atrás el puerto pesquero y llegamos al embarcadero Arunaeh. Este se situaba junto a una casa propiedad de mi familia. Cuando iba, de niño, a la isla, más de una vez me había quedado ahí unas horas esperando la llegada de la embarcación. Recordé que una vez, cuando tenía apenas ocho años, un miembro Arunaeh me había pillado cavando una línea en la pared del salón de aquella casa. Bajo sus ojos silenciosos, me había puesto rojo y había balbuceado que estaba grabando la cruz de Tokura. “¿Tokura?” me había dicho. “¿Y por qué no le añades el círculo de Sheyra?” Me había costado entender que no bromeaba. Entonces, bajo su mirada atenta, había grabado en la piedra los dos símbolos encajados el uno en el otro. El Arunaeh había aprobado con un gesto de cabeza diciendo: “Fíjate cómo el círculo más grande envuelve entero a Tokura. La Destrucción es sólo una parte del Equilibrio. El Equilibrio al que contribuimos es mucho más amplio. No lo olvides, pequeño.” Bajo mi mirada sobrecogida, me había revuelto el cabello y se había marchado tan silenciosamente como había venido. Más tarde me había enterado de que ese era el líder del clan. Liyen Arunaeh. Lo había vuelto a ver varias veces desde entonces, pero nunca me había vuelto a dirigir la palabra.

«¿En qué estás pensando?» preguntó Yánika, curiosa.

Se lo dije, concluyendo:

«La primera impresión es la que más cuenta. Y a Liyen le dejé una impresión de niño gamberro, me temo. Aunque él hizo el gamberro conmigo.»

Ella rió por lo bajo. Entonces, su aura se llenó de expectación y alzó la mirada hacia la oscuridad del Mar de Afáh. Se oían las olas rodar sobre la arena blanca de la orilla soltando espuma. Murmuró:

«Me pregunto cómo será la isla.»

Sonreí.

«Pronto la verás.»

Pasamos por un pequeño portal, dirigiéndonos directamente hacia el embarcadero. Este estaba hecho de madera de cedro rojo y, por lo que me había dicho Rafda, uno de los barqueros, no había sido cambiado ni reparado en tres siglos. Precisamente fue Rafda al que vi sentado en el pontón hablando tranquilamente con una niña pequeña. Cuando me vio, se levantó soltando una exclamación.

«¡Si será el pequeño Drey!» Sonreía con toda la boca y los ojos. Su tatuaje negro en el rostro brillaba de energía. «¡Cuánto tiempo, por los dioses, cuánto tiempo! Has debido de estar muy ocupado. ¡Tres años! ¿Quieres cruzar, verdad?»

Asentí, sonriente.

«Me alegro de verte, Rafda.»

«¿Y ella? Ella es…»

«Mi hermana.»

Rafda parpadeó, sorprendido.

«Oh…»

«Será la primera vez que cruce en este sentido,» dije.

«¿En serio? ¡Entonces no perdamos tiempo!»

Eché una mirada interrogante hacia la pequeña que apenas sabía andar y el barquero la presentó posándola entre los bancos del bote:

«Es… una niña que encontré abandonada. La pobrecilla no tenía adónde ir y el Gran Maestro Arunaeh me permitió que la guardara hasta que le encontrara un lugar apropiado.»

Vi su tatuaje negro alterarse y enarqué una ceja, escéptico. El aura de Yánika se cubrió de sorpresa.

«¿Por qué mientes?» preguntó.

Rafda la miró, azorado.

«Yo…»

Se quedó sin habla, pálido. Carraspeé.

«Esta niña…» dije con calma, «es tu hija, ¿verdad?»

A los ahijados Arunaeh no se les permitía tener familia extraña a nuestro clan. Por eso, el barquero palideció aún más y, bajo la mirada curiosa de la pequeña, carraspeó:

«Lo es, mahí. Me avergüenzo de haber mentido. Ella no debería estar aquí pero su madre falleció y no me enteré de que la pequeña Suri existía hasta la semana pasada.» Hizo una mueca, confesando: «No le he dicho al Gran Maestro que es mi hija. No quería que tuviera una mala imagen de mí. Tal y como están las cosas en la isla… pensaba que sería mejor dejarla en un internado, para no traer más problemas pero… Aún no lo he hecho. Lo siento. La dejaré en un internado en cuanto vuelva. No la volveréis a ver…»

«No tienes por qué disculparte,» le solté. «Tú sabrás qué hacer. No me interesa.»

«A mí sí que me interesa,» dijo de pronto una voz detrás de nosotros.

Me giré, sorprendido, y vi en la entrada del muelle a un kadaelfo vestido sobria y a la vez elegantemente con un jubón rojo holgado. Llevaba el tatuaje de los Arunaeh, pero este, al contrario que el de casi todos los miembros Arunaeh, era rojo y no violáceo. Era un miembro de la familia heredera. Lo reconocí de inmediato.

«Yodah,» dije.

Yodah Arunaeh era el hijo-heredero. Tenía siete años más que yo y, pese a que en los primeros años de mi infancia lo había llegado a considerar algo muy próximo a un hermano mayor, nos habíamos ido distanciando con el tiempo. Se avanzó por el pontón con ligereza. Sus ojos, tan negros como los de Yánika, se posaron sobre mí un instante antes de girarse hacia el barquero.

«Sólo por curiosidad, Rafda,» soltó, «la madre de esa niña… ¿era del Barrio Rojo?»

El barquero enrojeció bajo su tatuaje negro y asintió.

«Sí, mahí. Era kadaelfa.»

El aura de Yánika se llenó de compasión. Le eché una mirada fastidiada a Yodah. Ese tipo… disfrutaba poniendo al pobre Rafda en un aprieto, no como un sádico, sino como un brejista profesional, de la misma manera en que yo disfrutaba sacando las características de una roca. Tras observar al barquero avergonzado unos instantes, Yodah puso los ojos en blanco y se desinteresó de él.

«Drey. Me alegro de verte. Te echamos en falta en la reunión del mes pasado. Oí que estuviste dando vueltas por el sur y por la Superficie. ¿Cuántos años tienes ya? ¿Diecisiete?»

«Dieciocho,» contesté. «¿Vas a cruzar también?»

Los ojos del hijo-heredero se deslizaron hacia Yánika pero no comentó nada acerca de ella y asintió:

«Y con ganas.»

Embarcó, los demás lo seguimos y Rafda trató de retomar cierta compostura antes de ponerse manos a la obra. Yodah llevaba una mochila de viaje que posó junto a las nuestras mientras preguntaba:

«¿Sales de Firasa, no? ¿Has tomado el teleférico?»

«Más o menos,» asentí.

«¿Más o menos?»

«Hubo un accidente en el teleférico y el viaje se alargó,» resumí. «La tecnología está bien pero no siempre funciona. ¿Tú también estuviste de viaje?»

«Trabajando,» me corrigió con una sonrisilla. «Alguien tiene que contribuir a llenar las arcas de la familia.»

Enarqué una ceja bajo su mirada directa. ¿Se burlaba? ¿Se enorgullecía? Era difícil adivinarlo. Lo que estaba claro era que me estudiaba. Incluso siendo adolescente, Yodah no paraba de estudiar a la gente. Era una afición bastante corriente entre los Arunaeh. En particular entre los inquisidores. Y Yodah se había iniciado en ese oficio. Era la mejor manera de experimentar.

Finalmente, Rafda desamarró el barco y nos pusimos en marcha. La isla estaba a unos buenos veinticinco kilómetros de la costa y, aun contando con que el barco disponía de un propulsor órico, no llegaríamos hasta dentro de dos horas.

Al principio, no dijimos nada. El agua salada y oscura chapoteaba contra el casco del barco, los remos silbaban en el agua y el rumor de la ciudad se fue poco a poco apagando mientras nos iba rodeando una oscuridad creciente. Las piedras de luna, en lo alto de la caverna y en las gruesas columnas que se alzaban hasta el techo, brillaban tenuemente sin llegar a iluminarnos. Por única fuente de luz, teníamos una linterna en la popa que se balanceaba rítmicamente con el oleaje.

«Hermano,» me murmuró entonces Yánika. Sus ojos, que habían estado observando a Yodah medio discretamente durante un buen rato, contemplaban ahora las aguas negras con fascinación. «¿Viste alguna vez un sowna?»

Negué con la cabeza.

«Que yo sepa, los sownas no entran hasta el Mar de Afáh, se quedan en el Mar de Gassand. Este mar es menos profundo y demasiado cálido para ellos. Por eso, hay mucho coral en el fondo. ¿Nunca nadabas en casa de la abuela?»

«No mucho,» admitió. «¿Tú nadabas en la isla?»

«Todos los días,» sonreí. «Formaba parte de mi entrenamiento.»

Yánika puso los ojos en blanco.

«Cómo no.»

«Tenía que expulsar el agua y mantener aire a mi alrededor,» recordé. «Cansino, pero divertido.»

«Aficiones de destructores,» comentó Yodah. «Demasiada física para mi gusto.»

Su intervención nos dejó en silencio un instante. Rafda remaba con fuerza. La pequeña Suri se había quedado dormida en el fondo del bote. Carraspeé.

«La bréjica también es física.»

Yodah enarcó las cejas y asintió.

«La mente conlleva una física energética más ardua de entender que la de unos simples minerales.»

«Sin duda.»

«Por ser más difícil, también tiene más misterios sin resolver, pero la mente tiene la ventaja de que no siempre es necesario destruirla para sacar resultados.»

Sentí un escalofrío bajo su fría mirada de experto.

«Ya…»

Otra vez, la conversación cayó al agua. No tenía por qué hacer esfuerzos por hablarle, me dije. Yodah se quitó el jubón rojo y se puso cómodo en la proa del barco. El agua cálida del Mar de Afáh calentaba el aire de la caverna agradablemente. Tras un largo silencio, pregunté:

«¿Había mucha gente en la reunión?»

«Mm,» reflexionó Yodah. «Sorprendentemente, estábamos casi todos. Casi cincuenta. Faltabais tú, tu abuelo y… Ah, Sombaw, claro. Ese no ha dado señales de vida desde hace varios años. Estará atrapado en una partida de Erlun interminable.»

«¿Mi abuelo no fue?» me sorprendí.

Un destello extraño pasó en los ojos de Yodah.

«Vino antes de la reunión a hablar con mi padre y decirle su opinión sobre lo que seguramente ya sabes.»

Fruncí el ceño. No. No sabía de qué estaba hablando. ¿Del Sello? No se lo pregunté porque, obviamente, Yodah no quería hablar de ello enfrente del barquero… ¿a menos que fuera enfrente de Yánika? Me encogí de hombros y el silencio se alargó. El bote avanzaba con rapidez, cortando el agua. Parecía que el propulsor había mejorado, noté. Se lo pregunté a Rafda y este se aclaró la garganta diciendo:

«Tu padre encargó un nuevo propulsor más potente. Es realmente increíble y más fácil de activar que el antiguo. Ya no sé ni para qué remo.»

«La automatización es el futuro,» apuntó Yodah con ojos encendidos.

Rafda hizo una mueca y yo comenté:

«Los propulsores óricos son una gran idea, pero no son fiables como un remero. No pueden tomar decisiones.»

«De hecho,» susurró Yodah con una sonrisa irónica, «un remero puede venirte con sorpresas.» El aura de Yánika se llenó de irritación y Yodah añadió: «En cambio, los propulsores son más aburridos porque no tienen mente.»

Y no había peor juguete que el que no tenía mente, completé para mis adentros, exasperado. Tras un silencio, mi hermana preguntó:

«¿Por qué no se les permite a los ahijados de la isla tener familia?»

Hice una mueca. No era un tema del que me apeteciera especialmente hablar ahora, pero contesté:

«Bueno… No se les permite trabar ese tipo de relaciones con gente extranjera a la familia. Así es el contrato. Los Arunaeh emplean a algunos huérfanos sin lazo alguno con el resto del mundo, los educan y hasta les enseñan bases bréjicas.»

«Pero ¿por qué?» insistió Yánika.

«Porque así sólo nos deben lealtad a nosotros,» explicó Yodah. «Reciben una vida tranquila y acomodada a cambio de servir únicamente a nuestra familia hasta su muerte. ¿Te parece incorrecto?» Sonrió ante el mohín fruncido de mi hermana. «Si vieras cómo son tratados algunos huérfanos por los Pueblos del Agua, cambiarías de opinión.»

Yánika estaba entristecida. Miró al barquero y a la pequeña Suri dormida. Y se entristeció aún más.

«¿Y ella?» preguntó.

Yodah se encogió de hombros.

«Qué remedio. La dejaremos en la isla.»

Los remos golpearon el agua con más fuerza. Rafda no decía nada. Pero casi creía haber oído su corazón dar un bote.

«¡Eso lo debería decidir Rafda!» se indignó Yánika. «¿Y si no quiere obligarla a vivir en la isla? Es su padre…»

«Él lleva el Datsu de los ahijados,» replicó Yodah con tranquilidad. «Es un ahijado Arunaeh. Mi padre hizo la vista gorda dándole la opción de dejar a la niña en un internado, pero Rafda no lo ha hecho. Por consiguiente, deduzco que quiere que ella también viva en Taey.»

«No quiere,» protestó Yánika. «¿Te llamas brejista? Pues simplemente mírale a la cara. Él está…»

«Yánika,» la corté. «Cálmate.»

Me miró con incredulidad. Parecía recriminarme el hecho de no haberle hablado nunca de los ahijados Arunaeh. ¿O bien la exasperaba el hecho de que yo no estaba indignado como ella? Carraspeé, buscando las palabras adecuadas. Rafda se me adelantó.

«Mahis,» dijo el barquero con lentitud. «Perdón por la molestia pero… pensé que no iríais a aceptarla. Como el Sello está… Bueno, saqué conclusiones y no debí hacerlo. Pero,» agregó con más fuerza, «si estáis dispuestos a cogerla en nuestra familia y emplearla en la isla, me sentiría agradecido.»

El aura de Yánika se llenó de sorpresa. Yodah sonrió levemente. Yo suspiré.

«Escucha, Yani. Los ahijados de la isla de Taey son pocos y viven bien. Son miembros de la familia. Mira, nuestro abuelo materno es un ahijado y ahora vive como un rey retirado con todo tipo de comodidades. Y si se queda en la isla es porque quiere. La isla es grande. Puedes pasarte el día andando para dar toda la vuelta. No es ninguna prisión. Y tampoco lo será para esa pequeña. Recibirá el Datsu de los ahijados y…»

Callé y miré a Yodah. Si el Sello no funcionaba… ¿cómo iban a meter a la hija de Rafda en la familia? Adivinando mi pensamiento, el hijo-heredero dejó escapar:

«Descuida. Se están haciendo experimentos.»

Agrandé los ojos. ¿Experimentos? Por Sheyra, espiré de asombro. Yánika todavía estaba asimilando su evaluación errónea con respecto a la inquietud de Rafda… Yo estaba atónito. Madre… ¿estaba intentando fabricar Datsus con un Sello alterado?

«No puedo creerlo,» mascullé. «Creía que habíais vedado la entrada. ¿Cómo podéis dejar que mi madre…?»

«Hablaremos de eso en otro momento,» me interrumpió Yodah. «Siento que tienes mucho que contarnos de todas formas.»

Fruncí el ceño, turbado por sus ambiguas palabras.

«¿Qué quieres decir?»

Yodah se rascó la mejilla con una mueca y cerró los ojos suspirando:

«Entre otras cosas, por qué llevas un collar de Liireth al cuello y algún que otro detalle.» Inspiré bruscamente. Tendido en la proa, él me sonrió. «Si te crees que el cuello de una camisa puede ocultarlo ante los ojos de un brejista… Sois graciosos,» rió por lo bajo. «Hace tres años que no venías aquí y ahora lo haces con ese pequeño prodigio bréjico y con un collar de espectro. Cualquiera diría que quieres causar conmoción. Siento que me voy a divertir un rato con vosotros en la isla. ¿Cuánto tiempo planeas quedarte?»

Dejé de apretar los dientes, decidí tomármelo con calma y contesté:

«Como mucho dos semanas.»

Yodah cruzó las piernas.

«Dos semanas,» repitió.

Y no dijo más. Yo quería respuestas, pero prefería tenerlas de parte de otras personas que de Yodah. A Madre, a pesar de sus ataques sentimentales o tal vez gracias a ellos, podía hablársele más fácilmente que al hijo-heredero. Suspiré y, ante los ojos interrogantes de Yánika, meneé la cabeza y dejé que mi mirada se perdiera en las aguas tranquilas del mar. De cuando en cuando, se veían luces en el fondo. Algunas eran piedras, otras algas o peces luminosos. No todas las criaturas que vivían ahí abajo eran inofensivas. Había medusas venenosas, nurones que se rehusaban a ser civilizados por los demás saijits y leawargos que vivían tanto en el mar como en las columnas rocosas. Sin embargo, mayormente, aquella zona del mar no era tan peligrosa como otras.

El cansancio de haber pasado medio ciclo andando por el Bosque de Gan me ganaba y el sopor se apoderaba poco a poco de mí. Estaba casi dormido, ¿o bien del todo dormido? El corazón me latía. Los ojos se me cerraban. No me dolía nada. Sí, me dolía. No, no me dolía nada. Pero me había dolido, hacía mucho tiempo… ¿El qué? Todo. ¿Exageraba? No. De pronto el aura exaltada de Yánika me despertó en sobresalto.

«¿Qué estás haciendo?» preguntaba, a la vez confusa y ultrajada. «¡Le haces sentir cosas raras a mi hermano!»

Espabilé y advertí efectivamente la presencia de un hilo bréjico muy fino que se deshilachaba. Tumbado en la proa, Yodah se carcajeó.

«Perdón, perdón. Sólo le estaba haciendo preguntas a su mente. No te pongas así.»

El aura de Yánika bullía ahora de enfado. Yo miraba a Yodah con fijeza. Ni siquiera había necesitado contacto físico. Había aprovechado mi sopor y me había… Resoplé.

«Te pediré que no vuelvas a hacerlo, Yodah.»

«¡Es un juego inocente!»

«Entre brejistas, tal vez. Pero yo no soy brejista,» repuse. «Eso fue bajo.»

Yodah puso los ojos en blanco, inspiró con las manos detrás de la cabeza y asintió.

«Está bien. La próxima vez te avisaré.»

Maldito… Sin embargo, esta vez sus ojos no bromeaban. Leí en ellos un destello inflexible que me recordaba a Padre, y también al líder de los Arunaeh. Yodah es el hijo-heredero, me repetí. Y, después de aquello, no me quedaba duda de que sabía manejar su bréjica con una habilidad certera. Hasta había pasado a través de la protección del Datsu sin aparente esfuerzo. En silencio, fruncí el ceño y volví la mirada hacia las olas. Ya no quedaba mucho para llegar. A lo lejos, las luces del edificio principal de Taey brillaban como mil fuegos.

Y cuanto más nos acercábamos, más sentía pesar sobre mí una energía extraña. Una energía deprimente. Sombría. Que parecía querer desgarrar el alma. Mi Datsu se desató un poco. Y luego un poco más. Gradualmente, fue resistiéndose a la creciente energía que nos envolvía. Al de un rato, me fijé en que Yánika estaba temblando.

«¿Qué… qué es esto?» preguntó, aturdida.

Sabía lo que era. Aunque no estaba menos asombrado por ello cuando contesté en un murmullo:

«Nuestro Sello.»