Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 2: El Despertar de Kala

16 El Bosque de Gan

Mi cuerpo me dolía, me dolía, me dolía… Pero yo no pensaba en él. Yacía sobre un gran campo de flores y alzaba la mirada hacia las nubes. Oía el viento y el trino de los pájaros pero, sobre todo, lograba sentir los rayos cálidos de sol sobre mi piel dura como el hierro negro.

Un poco más lejos, Jiyari se había agachado ante una gran flor roja y giraba la cabeza, como hipnotizado, a cada oscilación del tallo mecido por el viento. Decía que ver las flores le ayudaba a recordar todo lo bueno… pero sus recuerdos se perdían igual. A la sombra de un gran árbol de hojas verdes, Rao saltaba, jugando a la comba, pero en ese momento dejó de saltar.

«¡Kala! ¡Ven a jugar conmigo!»

Quería. Realmente quería pese a que ya no era precisamente un niño. Pero no podía. Porque me dolía todo demasiado. Sabiéndolo, Rao se acercó, se sentó a horcajadas sobre mí y clavó sus ojos en los míos. No me veía. Hacía unos meses que se había quedado ciega. Pero decía que veía mi energía. También decía que veía mi alma.

«Juguemos,» dijo.

No contesté. Ya no podía contestarle. Mi voz había desaparecido casi al mismo tiempo que su vista. Poco a poco, nuestros cuerpos se deterioraban. Poco a poco, íbamos hundiéndonos en la nada.

Levanté una mano hacia su mejilla. Rao tenía ya dieciocho años, pero su cuerpo se había quedado con la apariencia de una niña de doce. Ninguno, en verdad, teníamos apariencia saijit. No éramos como los seres que habíamos visto a través de nuestros velos mientras viajábamos, huyendo del laboratorio masacrado. No éramos como nadie. Éramos unos monstruos. Unos cobayas condenados a la muerte.

Una lágrima nació en mis ojos. No pude ocultarla: pese a su ceguera, Rao siempre sabía cómo me sentía.

«Kala, ¡no llores!» me recriminó. «Tus ojos se roñarán y dejarán de funcionar.»

Los tuyos ya no funcionan, pensé. No se necesitan para vivir. Mi mano le acarició el cuello. A través de las yemas de mis dedos, lograba sentir sus escamas. Y sabía que a Rao le gustaba que la tocara.

Si tan sólo pudiera hablarle, pensé. Si tan sólo supiera hablar por bréjica como Lotus…

Entonces, le diría… le diría…

Su rostro se acercó y nuestros labios se tocaron. Sentí placer en medio de tanto dolor. Sentí y entendí que no iba a renunciar a mi vida. Rao posó su frente contra la mía y tras un silencio murmuró:

«¿Le digo a Lotus que estás de acuerdo con el experimento?»

Me crucé con su mirada ciega, hermosa pese a todo. Asentí en silencio bajo el contacto de sus dedos cubiertos de pelo y la volví a besar. Mi corazón latía con fuerza. Vive, me decía. Vivamos todos juntos y creemos nuestro propio mundo. La voz sorprendida y aun infantil de Jiyari nos alcanzó:

«Kala. Rao. ¿Qué estáis haciendo?»

Sonreí. Mis ojos estaban empañados de lágrimas y me hacían sufrir. Mi sonrisa me hacía sufrir. Pero ya no me importaba.

* * *

Mi recuerdo se diluyó en un sueño vacío donde ya tan sólo me sentía apresado, aplastado, reducido a un grano de sal. ¿Era acaso la sensación de cuando Lotus había trasvasado mi mente a la lágrima de cristal? No. Esa sensación la sentía más fuerte que un simple recuerdo. Pero no lograba entenderla. Hasta que de pronto abrí los ojos, oí un gruñido animal y perdí el equilibrio, desorientado, confuso. Mis reflejos óricos no funcionaron y me estrellé contra la roca dura y cortante con fuerza. De no haber llevado ropa de destructor, habría salido mal parado. Alcé unos ojos de horror hacia la criatura que se inclinaba hacia mí. No era un nadro rojo. Era un escama-nefando. Sus escamas negras se abrían y cerraban como si respirase por estas. Sus ojos se acababan de desviar hacia un lugar detrás de mí mientras sus colmillos de un blanco naranjizo, a un metro escaso, dejaban filtrarse un aliento fétido más cálido aún que el aire del Aristas. ¿Qué diablos estaba pasando? No lo sabía. Lo único que sabía en esos momentos era que no lograba moverme. Estaba paralizado. Paralizado de terror.

Era demasiado tarde de todas formas para poder huir, o lo hubiera sido si en ese instante el escama-nefando no hubiera recibido una flecha en el ojo izquierdo. El rugido que soltó me atravesó los tímpanos y me cubrí los oídos, más confundido que nunca. No lograba poner dos pensamientos seguidos. Las emociones me invadían, me ahogaban, me dejaban como un ratón indefenso temblando de pies a cabeza y sin respiración, acurrucado en la roca mientras unas voces me llamaban.

«¡Drey!» decía una.

«¡Cuidado con la cola!» tronó otra voz.

«¡No le ha dado de milagro!»

«¡Ya se va, comandante!»

De hecho, el escama-nefando, tras provocar un alboroto agitado que no me había matado de milagro, se alejaba. La criatura se apoyó contra una estalagmita que no aguantó su peso, titubeó pero siguió andando y desapareció en las tinieblas dejando un reguero de sangre negra. Sus pasos, habitualmente silenciosos pese a su gran tamaño, retumbaban pesadamente contra el suelo ígneo del Aristas.

«¡Hermano!»

Unas manos me agarraron y se aferraron a mí en el momento en que al fin mi Datsu se decidía a desatarse. Enseguida, mi terror se convirtió en una mezcla de miedo y alivio, mi cuerpo dejó de temblar, aparté las manos de mis oídos y abrí los ojos.

«Yáni… ka,» jadeé. La abracé. Por los dioses… ¿qué había pasado?

«Te transformaste,» dijo Jiyari arrodillándose junto a mí. Sus ojos oscuros brillaban de emoción. «Unos yurmis quisieron llevarse a Yánika mientras dormíamos. Esos bicharracos… la dejaron inconsciente y se la llevaron bastante lejos… Cuando los Zorkias la liberaron… tú, o sea el espectro, ya habías desaparecido. Has estado corriendo durante horas… ¿Te… te encuentras bien?»

No sabía si lo preguntaba por mi cuerpo maltratado por la carrera, por el escama-nefando o por las lágrimas que se me escapaban de los ojos sin que yo pudiera detenerlas. Yánika había estado en peligro, y yo me había quedado dormido como un idiota. Primero me había dejado engañar por un charlatán y había llevado a mi hermana al Aristas conmigo y luego no había sido capaz de protegerla. Y para colmo había estado preocupándola durante todo ese tiempo porque había perdido mis sentimientos y no había sido capaz de retomarlos más que gracias a la intervención de… ¿de quién? ¿De Kala? ¿Del espectro, involuntariamente? No lo sabía. El Datsu estaba tardando en apaciguarme, me fijé. Pero mi piel al fin había retomado su color azulado de kadaelfo.

«Gracias a los dioses, estás de vuelta,» sonrió Jiyari.

Y, viéndonos a Yánika y a mí abrazados, nos imitó pasando los brazos a nuestro alrededor con una expresión emocionada… Me tensé como una cuerda y lo fulminé con la mirada.

«¿Qué haces?»

«Quiero alegrarme con vosotros,» sonrió.

Sólo entonces me fijé en los nueve Zorkias y me puse rojo como un zorfo. Uno tenía todavía el arco en la mano, escudriñando las tinieblas. El del galón ensangrentado tenía un brillo extraño en los ojos.

«¡Suelta ya, Jiyari!» protesté.

Me liberé. El aura de Yánika se había aligerado considerablemente y nos dedicó a ambos una sonrisa divertida. Sin embargo, cuando me fijé bien en su rostro y vi los puntos rojos que empezaban a observarse en él, la preocupación me invadió de nuevo.

«¡Yánika! ¿Qué te ha pasado? ¿Qué…?»

El aura de mi hermana se llenó de incomprensión. El del galón se acercó unos pasos y echó un vistazo al rostro de Yánika.

«Kasrada imprecó. «Ven a ver esto, Danz.»

Uno de los encapuchados se acercó e imprecó igual.

«Es veneno de yurmi. Actúa lento, pero es peligroso. En un ciclo, empiezan a aparecer los puntos, en dos empezará a picarle todo el cuerpo, en tres llega la fiebre y en cuatro ya no…»

«Basta de detalles,» lo cortó el del galón.

Sus ojos pasaron del rostro de mi hermana al mío, tal vez atraídos por la forma en que mi Datsu se iba esparciendo por mi cara a partir del tatuaje normal. Mi hermana… había sido envenenada. Por unos yurmis. Por los libros sabía que eran insectos bípedos peligrosos del tamaño de una gran rata; rehuían el agua, de ahí que en los Pueblos del Agua fuesen tan raros y se refugiasen en lugares volcánicos y cálidos como el Aristas. Lo peor es que no tenía ni idea de lo que podía llegar a hacer su veneno. No sabía si era mortal. Pero no me atreví a preguntarlo ante Yánika: su aura ya estaba bastante inquieta.

El Zorkia suspiró.

«Hay un antídoto.»

Bajó de nuevo su mirada hacia mí y yo repetí con esperanza:

«¿Un antídoto?»

Se giró hacia el tal Danz que, por lo visto, tenía competencias de curandero. Este asintió.

«Sé fabricarlo. Ya lo hice una vez hace años para uno de nuestros hombres… En el Bosque de Gan, debería encontrar los ingredientes fácilmente.»

El del galón hizo una mueca de fastidio.

«Kasrada,» masculló. «No puedo creer que esté haciendo esto por un Arunaeh…»

Me dio la espalda. Y de pronto pensé que Yánika tenía razón: ese hombre era una buena persona. Había salvado a mi hermana, me había salvado a mí y… ahora se disponía a salvar a mi hermana otra vez. Solté espontáneamente:

«Mahí.»

El del galón se giró con sorpresa al ser llamado con un título que señalaba tanto respeto. Posé las manos contra la roca y me incliné profundamente.

«Por todo lo que has hecho ya por nosotros… me siento infinitamente agradecido. Juro devolverte el favor cueste lo que cueste pero… por favor, salva a mi hermana de ese veneno.»

El del galón emitió un gruñido bajo y alcé la cabeza hacia él para cruzarme con sus ojos cansados.

«Cueste lo que cueste, ¿eh?» preguntó.

Tragué saliva.

«Salvo matar a gente, si es posible.»

El Zorkia me enseñó una sonrisa torva.

«Un Arunaeh con principios, qué hallazgo. Jamás pensé que mi sueño se haría realidad tan rápido: tener a un Arunaeh arrastrándose ante mí es una delicia.»

Bajé la cabeza poniendo los ojos en blanco.

«Aunque preferirías que fuera otro, ¿verdad?» repliqué con calma.

Hubo un silencio.

«Mmpf. Si hubiese sido ese otro… no habría vivido bastante ni para suplicarme piedad, créeme.»

Sus ojos se habían encendido, me fijé. Te creo, pensé con un escalofrío. Como bien le había dicho a Yánika, hasta la gente buena podía cometer crímenes. Porque la mente era débil. Y el rencor envenenaba las mentes peor que cualquier veneno.

«En marcha,» dijo entonces el líder Zorkia. «Hemos estado dando vueltas por medio Aristas para encontrarte. No alcanzaremos el Bosque de Gan hasta el ciclo siguiente. ¿Estás herido?»

Negué con la cabeza y me levanté.

«Estoy bien.»

Los ojos vivos del hombre se posaron sobre el collar dokohi durante un breve instante. Se giró y dio órdenes a sus compañeros para ponerse en marcha. Yánika, Jiyari y yo nos disponíamos a seguirlos cuando pregunté en un murmullo:

«¿Qué le contasteis?»

Jiyari y Yánika hicieron una mueca al mismo tiempo.

«Lo normal,» carraspeó Yánika.

«Quiso saberlo todo,» confesó Jiyari.

Lo miré con alarma.

«¿Todo?»

¿Incluido lo de los Pixies? Adivinando mi pregunta tácita, el rubio levantó los ojos hacia las lejanas tinieblas de la caverna.

«Le contamos al líder todo lo relativo a los dokohis, a los Ragasakis, tu Datsu… y al poder de Yánika.» Agrandé los ojos. ¿También el poder de Yánika? Claro… ¿cómo habrían podido explicar si no que el espectro dejaría de controlarme en cuanto Yánika se acercara? Jiyari carraspeó. «Por cierto, tu mochila pesa como un saco de ladrillos. Me he contenido de mirar cuando metí la máscara dentro pero… ¿qué llevas ahí dentro? ¿Plomo?»

Inspiré el aire cálido con lentitud.

«El lingote de hierro negro,» contesté al fin. Le quité la mochila de las manos a un Jiyari incrédulo y me la puse a cuestas. «No perdamos tiempo.»

Yánika asintió y Jiyari nos alcanzó diciendo:

«Ya lo verás: esos tipos son increíbles. Profesionales de los buenos. Salvarán a tu hermana, Drey.»

«¿No decías antes que eran unos criminales asesinos sin sentimientos?» repuse, medio burlón.

Jiyari se carcajeó por lo bajo y me miró entre dos mechones rubios con una expresión seductora y a la vez muy familiar.

«He cambiado de opinión.» Y, con energía, pasó un brazo fraternal sobre mis hombros diciendo con alegría: «¿Sabes qué? Echaba de menos al Drey de siempre.»

Le dediqué una sonrisa asesina.

«¿Quieres dejar de tocarme?» Como no me soltaba, lo avisé: «Vas a echar de menos al Drey apático como no me sueltes.»

Jiyari me soltó al fin, no sin burlarse, y Yánika reprimió mal una risita socarrona. Su aura se reía claramente de nosotros y, pese a no olvidar el veneno que se esparcía en ella, no pude evitar sonreír y alegrarme de volver a sentir su aura. Los tres avanzábamos entre las estalagmitas del Aristas como si una barrera de luz alejara de nosotros las tinieblas y los monstruos. Sólo que era una barrera llena de puntos débiles, pensé, echándole una mirada preocupada a Yani. Pero no menos poderosa.

* * *

Mi preocupación fue en aumento el ciclo siguiente cuando Yánika comenzó a sentir comezón por todas partes. Su aura se llenaba de desagrado y de sufrimiento. Intentaba no rascarse —le di mis guantes de destructor para que no lo hiciera—, pero la picazón no disminuía, al contrario. Su rostro, sus brazos, sus piernas se cubrieron de pústulas y la angustia creciente que sentía se comunicaba a todos.

Tal vez también gracias a eso, no nos atacaron los nadros ni los escama-nefandos. Más de una vez los notamos en las proximidades y oímos sus gruñidos… pero se mantuvieron a distancia.

Cuando llegamos a los lindes del Bosque de Gan, decidimos hacer una pausa y el líder Zorkia vino a verme.

«Encontraremos un lugar seguro donde dejaros mientras Danz consigue los ingredientes.»

Asentí. Acababa de agarrarle las piernas a Yánika para que dejara de rozarlas contra la roca. Varias pústulas habían estallado, salpicando el suelo de un líquido blanco y apestoso.

«Ese aura,» añadió el Zorkia con voz tensa, «no sé cómo la aguantas.»

Por el Ojo de Norobi de su frente, caía una gota de sudor, no ya tanto por el calor del Aristas, que había dejado de ser tan vivo a medida que nos acercábamos a los lindes, sino por Yánika. Esta se agitó. Su respiración estaba precipitada. Sus ojos exorbitados me hicieron el efecto de un grito de auxilio desesperado.

«Hermano… tengo miedo, no quiero morir…»

«No vas a morir,» le repliqué con fuerza. Me esforcé por calmarla y, tratando de que no se me notara demasiado mi tensión, le dije al Zorkia: «Tiene fiebre.»

Le había llegado antes de lo previsto.

«Déjame verla,» dijo un Zorkia, acercándose.

Era Danz, el curandero de los Zorkias, un humano de unos cincuenta años que llevaba casi tantas cicatrices en el rostro como su líder. Hasta ahora tan sólo le había aplicado a Yánika una crema calmante sobre la piel, pero su efecto había sido dudoso. Estaba a unos cinco pasos de nosotros cuando el Zorkia ralentizó… y se detuvo, tenso como una cuerda.

«Esto…»

«Es su aura,» explicó el del galón. «Se siente uno casi de vuelta en las mazmorras del Makabath, ¿eh? ¿Crees poder hacer algo por ella ahora?»

Danz vaciló.

«No,» confesó. «Será mejor que sigamos. Sólo el antídoto puede salvarla.»

«Entonces, en marcha,» ordenó el del galón.

Me levanté agarrando a Yánika y llevándola más que ella se llevaba a sí misma. A Jiyari hacía tiempo que le había dicho que no se acercase: las dos primeras veces que me había querido ayudar, había caído desmayado. Por lo visto, no sólo la sangre lo impresionaba, también lo hacían las pústulas. Alcé la mirada hacia el Zorkia del galón y, al ver cómo todos sus hombres se movían prestos, listos para meterse entre los árboles ramudos y tupidos, lo llamé:

«Esto… Mahí.»

«Llámame Reik. ¿Qué pasa?» me preguntó, girándose. «Si necesitas que alguien la lleve… lo siento, pero mis compañeros ya tienen sus propias cargas y no creo que ninguno se sienta dispuesto a aguantar esa… aura por mucho tiempo.»

«No es eso,» aseguré. «Yánika no pesa mucho. Quería preguntarte… Reik. ¿Por qué me estás ayudando?»

El líder Zorkia se mordió una comisura de sus labios, fingiendo un desenfado que, por supuesto, no podía sentir estando tan cerca de Yánika.

«Porque tengo una misión importante para ti,» dijo.

Agrandé los ojos. Diablos. ¿Una misión? ¿Qué me tenía preparado ese mercenario? Sin dejar de observarme, alzó la cabeza hacia atrás y sus labios se estiraron.

«Vamos, muchacho. Si salimos todos vivos del Gan, te invito a una copa en Baida. Es una aldea de leñadores del otro lado del bosque. Recuerdo que una vez pasé ahí hace muchos años y tenían un camún excelente.»

Pese a que Yánika se rebullía constantemente, cargué con ella y resoplé bajo el esfuerzo:

«Será un placer.»

No le dije que yo no bebía alcohol. No me daba el aliento.

* * *

El Bosque del Gan era muy distinto a los bosques de la Superficie y también distinto a la arboleda abierta y de troncos finos que crecía en la caverna del Templo del Viento. Era, en verdad, la primera vez que entraba en un verdadero bosque de los Subterráneos. El terreno estaba lleno de hoyos y raíces que a veces cubrían enteramente el suelo y no dejaban ver roca o tierra. Había una gran variedad de árboles, en particular muchos muy altos y gruesos que no reconocí. Bajo estos, había tawmanes, y Danz recogió la sustancia gelatinosa antiséptica que cubría su corteza diciendo que formaba parte del antídoto. También vimos un roble blanco al pasar por un hoyo con suelo ramudo, y avistamos unos cuantos alejiris que evitamos prudentemente: la sustancia oscura que impregnaba su corteza era famosa por ser capaz de corroer la piel y gangrenarla. Evitamos otros árboles, pero yo no supe reconocerlos y Jiyari, que siempre había vivido en la ciudad de Kozera, su Escuela Sabia y sus tabernas, tenía todavía menos idea que yo de plantas. Por fortuna, los Zorkias parecían tener más experiencia y los seguíamos, confiando en su buen criterio.

A lo lejos, oía un trino casi continuo de pájaros, algo poco común en el bosque del Templo del Viento donde sólo había pequeños paiskos azules. Sin embargo, a nuestro alrededor, el trino se interrumpía, se percibían batidos de alas y susurros de hojas rojas, blancas y azules, como si un mar de animales invisibles se desviara para liberarnos el camino. El aura de Yánika, ahora, era un constante sinvivir confuso y delirante.

«Este lugar bastará,» dijo entonces uno de los Zorkias.

Nos hicieron entrar en el hueco de un árbol gigante y, mientras los Zorkias tomaban un descanso, Danz salió con dos compañeros a por los ingredientes del antídoto. No importaba cómo lo mirase, el empeño que ponían en su tarea me dejaba confuso. ¿No se suponía que los Zorkias habían sido torturados psicológicamente por un inquisidor Arunaeh? Entonces… ¿por qué diablos ayudaban ahora a unos miembros de su familia? Fruncí el ceño, sentándome en el interior del tronco. ¿Podía ser, como le había dicho a Yánika, que los Zorkias se estuvieran arrepintiendo de algo? Tal vez quisieran salvar nuestras vidas para hacerse perdonar por las que habían robado en Dágovil dos años atrás.

«Hermano,» castañeteó Yánika. Su frente, roja de pústulas estalladas, ardía de fiebre.

Le cogí las manos.

«Yánika… Voy a hacerte una infusión.»

Danz me había dejado unas hierbas que había recogido en el camino para que se las diera. Preparé la placa metálica, activé la mágara para que se calentase y minutos después le estaba haciendo beber a Yánika la infusión. Mi hermana había comenzado a delirar.

«Hermano…»

«Bebe hasta la última gota,» dije con suavidad.

Bebió, se recostó y volvió a llamarme:

«Hermano. Si muero…»

«No vas a morir.»

«Lo sé, no quiero hacerlo, pero si muero quiero… quiero…»

No quería oírla, pero no la interrumpí. Tan sólo le cogí una mano con dulzura. Su aura no se calmaba. Estaba demasiado extenuada y aturdida para notar lo que ocurría a su alrededor.

«Quiero,» murmuró tras otro silencio, «que no estés triste.»

Una sonrisa amarga se dibujó en mis labios.

«Nunca estaré tan triste como tú, Yánika. No te preocupes por mi tristeza. Preocúpate de ti e intenta dormir. La infusión debería hacerte bajar la fiebre…»

La vi cerrar los ojos y murmuré:

«No vas a morir porque aún tienes mucho que hacer en tu vida.»

He de confesar que, en ese momento, invadido por la angustia de perder a mi hermana, pensé en la lágrima de cristal en la que se había metido Myriah y deseé tenerla aún en mi posesión para que al menos, en el peor de los casos, Yánika… pudiera… Cerré los párpados con fuerza. ¿En qué estaba pensando? Yánika no iba a morir. El antídoto la salvaría. Y aunque hubiese tenido esa lágrima de cristal, no tenía ni idea de cómo funcionaba. Mar-háï… ¿desde cuándo pensaba tanto en los síes y no en lo que realmente podía hacer para ayudar?

Oí de pronto un grito de alarma afuera del tronco y salí con rapidez, tan sólo para ver cómo uno de los Zorkias le disparaba una flecha entre ceja y ceja a un orquillo.

«¡Hay otro ahí!» gritó Reik. «¡Atrapadlo!»

No lo «atraparon», pero un arquero le atravesó el cuello de parte a parte. De todas formas, como bien dijo Reik entre imprecaciones, los orquillos, pese a ser considerados saijits por algunos estudiosos, muy raramente aprendían otro idioma que el suyo, apreciaban la carne de saijit tan bien como la de los conejos y no tenían escrúpulos en matar a todo aquel que se acercara a su territorio.

«En cuanto vuelva Danz, nos movemos,» determinó Reik.

Sin embargo, no tuvimos noticias de Danz en varias horas y Reik y los demás Zorkias murmuraban inquietos entre ellos desde hacía un buen rato cuando uno de los centinelas dio un silbido y se levantaron todos al unísono, armas en mano. Ya había visto mercenarios en mis viajes y mis trabajos como destructor, pero nunca a ningún grupo tan cohesionado y unido como aquel. En cuanto apareció Danz corriendo con sus dos compañeros, se movieron como un sólo hombre, sin innecesarios parloteos. Entendí al fin lo que pasaba: una decena de orquillos los estaba persiguiendo. Vi a Danz repeler el ataque de un orquillo con su espada mientras uno de los dos arqueros se posicionaba prestamente junto al tronco donde estaba yo. Tensó el arco y disparó. Fue una masacre. Los orquillos cayeron uno tras otro bajo las flechas y los golpes de espada. Era la primera vez que veía algo así. Y la verdad era que, pese a estar impresionado, semejante desequilibrio me causaba un profundo malestar. No era como matar una mosca o una serpiente… Esos mercenarios… estaban matando a seres que casi pensaban como nosotros, y lo hacían sin un segundo de vacilación, persiguiéndolos hasta la muerte antes de que lograran huir y avisaran a más congéneres.

No tenían piedad.

Los Zorkias estaban acabando cuando sentí un brusco movimiento de aire encima mío, a lo largo del enorme tronco. Sin mirar, solté un sortilegio órico y paré el golpe de garrote con la mano sin muchos problemas pero el orquillo traicionero se me tiró encima de todas formas. Pese a su pequeña talla —no medían más que un hobbit— los orquillos eran musculosos y ese consiguió hacerme perder el equilibrio. Le solté una potente fuerza órica para expulsarlo, pero, aunque lo desarmé, consiguió agarrarse a mi chaleco con sus dos manos. Forcejeamos en el suelo. Los ojos del orquillo estaban agrandados de rencor… y de miedo.

«¡Drey!» exclamó Jiyari con pánico. «¡T-t-te ayudo! ¿Cómo te ayudo?»

«¡Yo qué sé, haz algo!»

Jiyari fue a recoger el garrote y llegaba ya con él cuando una espada se clavó en el cuello del orquillo, se retorció y me regó de sangre. Escupí, parpadeé, oí el ruido sordo de Jiyari cayéndose, desmayado, y me crucé con los ojos muertos y enrojecidos del orquillo. Entonces, seguí la hoja de la espada que se desenclavaba del muerto y tragué saliva ante la expresión tranquila de Reik.

«¿No hubiera sido mejor sacar tu navaja?» preguntó.

Me ruboricé. Aparté los brazos verdosos y musculosos del orquillo haciendo una mueca ante la sangre y me enderecé.

«No me dio tiempo. No, en verdad,» rectifiqué, «no lo pensé.»

«O bien,» dijo el Zorkia, «no te decidiste a matarlo.»

Eché otro vistazo al orquillo que había muerto a un escaso palmo de mí y desvié rápidamente los ojos. Me crucé con las miradas de los Zorkias, pero no vi burla en ninguna de ellas. Ellos estaban demasiado acostumbrados a matar… y a proteger civiles que, como yo, no sabían y no querían matar.

«Gracias,» dije.

«No me las des,» replicó Reik. «Sólo lo hago para que puedas llevar a cabo la misión que te encargaré.» Lo miré a los ojos, preguntándome de nuevo en qué tipo de misión estaba pensando. «Tu hermano,» añadió, echándole un vistazo a Jiyari, «es la tercera vez que se desmaya desde ayer.»

Suspiré.

«Es la sangre. Y no es mi hermano.»

Mi verdadero hermano podía ver un lago entero de sangre sin inmutarse, pensé. Danz llegó a nosotros diciendo:

«Tengo los ingredientes, pero será mejor que nos movamos de aquí antes de que nos venga toda la tribu de orquillos. A juzgar por la avanzadilla, son bastante numerosos.»

Todos aprobaron y yo me quedé con una esperanza renovada y un respeto creciente hacia los Zorkias. Mientras ellos se encargaban de levantar sus sacos llenos de lo que tuviera el cofre que les había abierto, yo desperté a Jiyari dándole unas fuertes palmadas en la mejilla y le dije:

«No mires hacia tu derecha.»

El muy tonto miró… y volvió a marearse al ver al orquillo ensangrentado. Siseé y lo agité por los hombros para que no se me desmayara otra vez.

«¡Aguanta, Jiyari! Y deja de mirar cuando te digo que no mires. Qué ganas de desmayarte…»

«No me toques,» protestó Jiyari.

Enarqué las cejas.

«¿Ahora te quejas de que te toque? ¡Si antes no parabas de…! ¡Hey! ¿No irás a vomitar?»

«Es que…» se excusó Jiyari, «tú también estás cubierto de sangre, Drey…»

De pronto se movió, se giró, dio unos pasos y vomitó todo lo que había comido aquel día. Hice una mueca pero no comenté nada, me quité el chaleco ensangrentado y, tras encargarme de sacar a Yánika del agujero del tronco sin despertarla de sus delirios, nos pusimos todos en marcha. Caminamos durante largo rato, rodeando de cerca lo que, según algunos Zorkias, era territorio orquillo. De cerca porque podía ser que, saliendo del territorio orquillo, entráramos en otro más peligroso…

Finalmente, llegamos a un claro con un peñasco de granito y nos paramos en la cima. Desde ahí, se veía la copa de los árboles así como las luces de Doneyba y avisté en lo alto de una enorme columna unas luces que se movían en la línea aérea del teleférico. Por lo visto, ya lo habían vuelto a poner en marcha. Yánika estaba en un estado de delirio tan profundo que me había sentido obligado a alejarme de los Zorkias durante la caminata para no molestar el avance así que, cuando los alcancé arriba del peñasco, Danz ya estaba usando mi placa metálica para calentar agua. Posé a Yánika sobre una manta y pregunté:

«¿El antídoto actúa enseguida?»

«No del todo, pero es bastante rápido,» aseguró Danz. Echó una mirada hacia Yánika, sumida en su fiebre, y precisó: «Depende de la gente. Y de la raza. El paciente al que se lo di, hace años, era humano y se mejoró rápido internamente, pero las cicatrices no se le fueron. Siendo kadaelfa… es posible que la piel se le regenere con ayuda de alguna crema especial.»

Poco me importaban las cicatrices de momento: yo sólo quería que no se muriera. Danz debió de verlo en mi rostro porque no tardó en ponerse manos a la obra. Jiyari y yo lo vimos sacar un mortero y aplastar raíces y plantas durante largo rato hasta que no quedara más que pulpa. Entonces, lo vimos mezclarlo todo con el líquido del tawmán y con algo que se parecía a resina. Sentí que soltaba un sortilegio. ¿Aríkbeta? Sí, era energía de transformación. Y energía brúlica. Pero no fui capaz de entender más sus sortilegios. Al cabo de una hora, el antídoto estaba listo. Danz me tendió un vaso.

«Que se lo beba entero.»

Acepté el vaso y me agaché junto a Yánika para levantarle la cabeza. Pese a su media insconsciencia, conseguí hacerle tragar todo el líquido. Esperé. Miré su rostro, pero el efecto, lógicamente, no podía ser tan rápido.

Cuando dejé de buscar síntomas de mejora milagrosos, Danz ya se había unido a los Zorkias, que cenaban en la otra punta de la cresta rocosa. Una lástima porque hubiera querido preguntarle qué tipo de sortilegios había usado para su poción. Entonces, el olor a cereales asados que comían los Zorkias me alcanzó y me hizo recordar el hambre. Miré dentro de mi mochila. En Firasa, había previsto provisiones para unos días de viaje pero tomando en cuenta que en las paradas comeríamos en las tabernas… Suspiré.

«Me temo que hoy toca cenar Ojos de Sheyra.»

«¿Ojos de Sheyra?» repitió Jiyari, impaciente. «¿Está rico?»

Le puse una pastilla en la mano.

«A Livon le gustan.»

«Genial. ¿Sólo me das uno?»

Le dediqué una media sonrisa burlona.

«Tranquilo, uno basta.»

«Pero…»

«Cómete uno y luego me dices si quieres otro,» le corté.

El rubio se tragó la pastilla y tendió una mano. Lo miré, alucinado.

«¿Ni siquiera lo has masticado?»

«Tengo hambre,» explicó Jiyari. «Si hubieses puesto comida en ese saco en vez de lingotes de hierro…»

«Sólo puse un lingote y no preví que fuéramos a dar un rodeo como este,» mascullé. Miré con paciencia su mano tendida y le di otro Ojo de Sheyra. «Este mastícalo, por favor. En serio que no necesitas más: son pastillas energéticas fabricadas por un dietista profesional. Drey Arunaeh. Un tocayo mío muerto hace un siglo.»

«¿Llevaba tu nombre?» se atragantó Jiyari. Medio escupió la segunda pastilla, la masticó y… por poco volvió a escupir. Agarró la cantimplora y bebió un largo trago. «¡Por Netel y sus cuatro fuegos! Me recuerda a la tinta de doagal.»

Si le recordaba a eso, sólo podía significar que… Resoplé:

«No me digas, Jiyari, que comes tinta.»

El Pixie hizo una sonrisa vacilante.

«Bueno… Una vez, hace cuatro años, unos aprendices escribieron algo estúpido en una hoja y, para que no lo viera el maestro Jok, me la hicieron comer.»

«¿A la fuerza?» me indigné.

«No… no exactamente. Me prometieron que, si lo hacía, me aceptarían como compañero de juego. Aj… ¡Sabía a diablos! La tinta de doagal es especialmente asquerosa.»

Fruncí el ceño. Otra vez, Jiyari escondía su malestar detrás de una sonrisa desenfada.

«¿Cumplieron con su palabra?» pregunté.

Jiyari se ensombreció.

«Sí… Jugaron conmigo. Pero… no como yo hubiera querido. Buah, sólo tenía doce años, todavía era un tonto con esperanza.» Meneó la cabeza. «No importa. No necesito a los saijits.» Me enseñó una sonrisa encantadora. «Sólo necesito a los Pixies.»

Por alguna razón, imaginarme a Jiyari apabullado e insultado por unos aprendices me hacía bullir la sangre. Eché un vistazo a Yánika. Su rostro estaba más sereno ahora, me fijé, aliviado. Y su fiebre estaba bajando. No sabía lo que me iban a pedir los Zorkias a cambio, pero ya le había jurado mentalmente a Sheyra y a Tokura que no me retraería. Cogí un Ojo de Sheyra y lo mastiqué. Hice una mueca de asco, arrancándole a Jiyari una carcajada.

«Nunca se lo he dicho a nadie,» dije tragando, «pero a mí me recuerda al sabor de la darganita.»

Jiyari agrandó los ojos y sonrió de oreja a oreja.

«¿De modo que te ríes de mí por comer tinta cuando tú saboreas rocas?»

«Tenía cinco años,» me defendí y sonreí, recordando: «Ya tenía alma de experimentador en aquella época. Por cierto,» añadí adelantando algún comentario burlón suyo, «¿no serías tan amable de ir a limpiar mi chaleco al río que hay justo abajo, verdad?»

Jiyari pareció haberse tragado un globo de aire.

«¿Quieres que devuelva tus Ojos de Sheyra?» protestó. «¿Por qué no vas tú?»

«Obviamente porque si voy, no vuelvo,» repliqué, señalando mi collar dokohi con el pulgar.

El rubio se quedó suspenso.

«Vaya, es verdad. Entonces… ya voy.»

Me imaginé de pronto a Jiyari bajando el peñasco con el chaleco y despeñándose desmayado… Puse los ojos en blanco y cambié de opinión.

«Olvídate del chaleco.»

«¿En serio?» se extrañó Jiyari. «No, voy a ir. Cerraré los ojos y me taparé la nariz…»

«Tírate del peñasco ya que estás,» repuse. Lo agarré de la manga para impedir que se levantara y aseguré: «No importa. De todas formas, empezaba a estar viejo y algo corto. Ya me fabricaré uno nuevo.»

«¿En serio?»

«¡En serio, te digo!»

Mientras charlábamos así en nuestra corta cena frugal, los Zorkias comían de su lado con tranquilidad. Y, a cada momento que pasaba, la respiración de Yánika se hacía más regular, más apacible… Lo sabía, porque mi órica la vigilaba constantemente.