Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 2: El Despertar de Kala

13 Cuentos de demonios, espectros y mineros

Un lingote. Era lo único que había podido encontrar a precio razonable, pero no me quejaba: el hierro negro era un metal raro y preciado que aparecía muy escasamente por los mercados. Mi proceder, pues, se basaba en romper el hierro, reducirlo a pequeños trozos y volver a unirlo en la forja a altas temperaturas para seguir entrenando. Ya había repetido la operación varias veces en los últimos cuatro días y empezaba a encontrar puntos flojos con más rapidez y más acierto.

Me pasé una mano por la frente sudorosa antes de volver a ponerme la máscara de destructor y sentarme a la mesa de piedra.

La forja, me la había recomendado Staykel, tal vez porque el herrero, un tal Pad, era el hermano de su mujer. Pad se mostró muy amable, me dejó un horno para mí solito y hasta observó con admiración algunos de mis sortilegios de destrucción. No era un experto en rocas, pero sabía de metales y sobre todo de aleaciones, algo que yo nunca había estudiado tan a fondo. Y, durante esos cuatro días, escuché con interés su conversación mientras trabajábamos cada uno en nuestros asuntos. Al contrario que su hermana Praxan, él había dejado los estudios runistas ancestrales de su familia para dedicarse a la herrería. Era su pasión. Y parecía realmente contento de poder hablar de su tema preferido con alguien que no le ponía cara aburrida.

Posé mi mano enguantada sobre el lingote de hierro negro. Ya se había vuelto a enfriar suficiente y me concentré, sin darme prisas. Escuché el ruido del martillo contra el yunque un poco más lejos, contemplé las chispas en la zona de los hornos y vi pasar a un aprendiz con una larga barra de hierro en las manos. La brisa veraniega, fresca en comparación con el calor de la forja, se adentraba por la puerta abierta de par en par y revoloteaba junto con varias moscas. Un perro ladraba. En la calle, se oía un rumor alegre de voces. Y el aire cálido que rozaba el hierro negro se alzaba por oleadas hacia las altas vigas.

Inspiré, abrí los ojos y apliqué la fuerza. Despegué un trozo de hierro negro, pero este, en vez de quedarse en su sitio, salió disparado con violencia. La presión era tan fuerte que resultaba más difícil evitar los estallidos. Detrás de mi máscara, apreté los labios por la concentración y seguí estallando el hierro. Se decía que las únicas técnicas para romper hierro negro era echarle sangre de hidra —artículo más bien raro— o ponerlo a una temperatura muy elevada. Pero, en comparación con reducir a polvo un diamante de Kron, romper hierro negro era fácil.

Tras hacer saltar varios pedazos de hierro, me levanté y fui a beber agua a la fuente del patio. Pese a que el sol pegaba con fuerza, dejar el calor de la forja era siempre refrescante. Alcé la mirada hacia las nubes, despedazadas en el cielo azul como escamas de dragón.

Había hecho progresos, me dije, pero no los suficientes. El hierro negro seguía resquebrajándose allá donde no quería, creándose astillas que volaban brutalmente a mi alrededor. Se me había ocurrido usar mi ropa de destructor como protector entre el cuello de Livon y el collar… pero este estaba aún más apretado a su piel que el de Tchag y, aunque la protección no se rompiera, nada me aseguraba que el impacto no pudiera ser mortal.

Livon estaba harto de esperar y su humor era más tenebroso que la noche misma, según Yánika. Llevaba cuatro días en nuestra casa, atado a un poste y con los ojos vendados, para evitar que el espectro permutara por contacto visual o por tacto si llegaba a controlar de nuevo su cuerpo. Mis precauciones no eran exageradas, y Livon estaba en el fondo de acuerdo con ellas. De eso no se quejaba. Pero no siempre conseguíamos mantenerlo quieto. La mayor parte de las veces simplemente guardaba silencio y se concentraba en su cubo de números para no pensar, dándole vueltas sin verlo. Sin embargo, a veces perdía los nervios. El día anterior, le había pedido a Jiyari que le trajese una sierra, el rubio se había azorado y había venido hasta la forja corriendo para avisarme de que Livon intentaba suicidarse. Luego se había aclarado que en realidad la sierra la quería para deshacerse del collar, como si hubiera podido siquiera hacerle un rasguño con eso… Mar-háï. Cuando tenía un objetivo, Livon a veces perdía la capacidad de reflexionar de manera cuerda. Y esta vez, su objetivo lo tenía tan obsesionado que apenas hablaba, apenas comía, apenas dormía… Pero, por más que se agitara, yo no iba a quitarle el collar sin estar cien por cien seguro de que no lo mataría. “No salvarás a Orih si mueres antes,” le había dicho anoche. Pero Livon no razonaba claramente. Rabiaba. Hasta tal punto que aquella mañana decidí visitar a Yeren para preguntarle si el espectro no podía estar afectándolo o si el oso sanfuriento no podía haberle contagiado algo. El curandero ni había negado nada ni había afirmado nada: sólo había prometido pasarse para echarle un vistazo. Suspiré, agité las manos mojadas por el agua de la fuente y volví adentro de la forja hasta la mesa de piedra y mi lingote de hierro negro.

Me molestaba tener que dejar a Yánika siempre en compañía de Livon y Tchag. Sabía que era necesario. Sabía que Yánika estaba contenta de ayudar. Pero la solución dejaba que desear. Por eso… tenía que aprender a quitar esos collares cuanto antes.

Posé ambas manos sobre el lingote y me centré. Precisión. Era lo más importante. Hacer un corte, uno solo, limpio y sin astillas.

También tenía otra solución, pensé. Intentar afilar el diamante de Kron. Entonces hubiera cortado cualquier cosa. Sólo que para afilar uno de esos diamantes se necesitaban precisamente otros diamantes de Kron… o una habilidad órica que de momento no tenía. En definitiva, era mejor centrar mis esfuerzos en el hierro negro.

Iba a soltar mi órica cuando, de pronto, me sentí espiado y alcé la cabeza. Al ver a la pequeña Shaïki parada ante la mesa de piedra, con unos ojos agrandados y absortos posados sobre mí, dejé que la órica se deshilachara y aparté la máscara alzándola sobre mi cabeza.

«Hola, Shaïki. ¿Has venido a ver a tu tío?»

La hija de Staykel y Praxan tenía seis años, una larga cabellera malva con trenzas y dos graciosas coletas y una expresión a menudo seria. Cuando te miraba, era difícil saber si realmente te estaba mirando o si estaba pensando en simellas. Ahora, de hecho, sus ojos se habían deslizado hacia la máscara.

«He venido a ver al tío Pad,» contestó bien fuerte.

Sonreí. Y, como ella seguía mirándola, me quité la máscara completamente, posándola en la mesa.

«¿Te gusta? Está hecha con fibra de darganita, más fuerte que el acero.»

La pequeña la miró largamente antes de desinteresarse e izarse en el banco frente a mí.

«Hace calor,» clamó.

«Y que lo digas,» confirmé.

La niña se quedó observando algo en el patio con atención. Con ella no podía seguir mi entrenamiento, así que me relajé, apoyé los codos en la mesa y pregunté:

«¿Tu madre no ha venido?»

Me echó una ojeada.

«No. Me ha dicho: ve a llevarle al tío el esqueje para que lo plante y dile que no olvide regarlo esta noche. ¿Sabes lo que es un esqueje?»

Meneé la cabeza.

«No, la verdad.»

«Un trozo de planta que se corta y se pone luego en un tiesto con tierra. Crece solo y hace otra planta. No funciona con todas las plantas. ¿Sabes con qué plantas funciona?»

Sonreí.

«No, ¿con cuáles?»

Shaïki me miró con los labios levemente fruncidos.

«Realmente no sabes nada, ¿no?»

Me carcajeé.

«De plantas poco, aparte de que algunas se comen. Sé más de rocas.»

«¿Rocas?»

«Sí, destruyo rocas.»

Se me quedó mirando con una expresión directa. Podía parecer desagradable, pero una vez que se la conocía un poco uno se daba cuenta de que siempre era así.

«¡Shaïki!» llamó Pad desde los hornos. «No le molestes a Drey. Está trabajando.»

Poco cambió en el rostro de la niña aparte de un leve indicio de decepción. Se deslizó hasta el suelo.

«Voy a ver el esqueje.» Se detuvo y se giró hacia mí. «Ah. Cuando te pones eso en la cara, te pareces al demonio Shaku.» Vaciló. «¿Conoces?»

Meneé la cabeza, sonriente.

«No, no lo conozco.»

«¡Shaku!» dijo y alzó dos manos a modo de garras. «Shaku se comió los ojos de las tres princesas, se metió en el palacio y empezó a comerse a todo el mundo, ¡gnawm, gnawm!» Calló, me miró con sus ojos castaños y dijo sin abandonar su seriedad: «Deberías ir a la escuela como yo. Aprenderías mucho.»

Dicho esto, se alejó con andar tranquilo y la seguí con la mirada, divertido. Pues menudos cuentos aprendían en las escuelas de Firasa… Tras recobrar cierta concentración, me recoloqué la máscara del tal Shaku y seguí con mi trabajo. El sol empezaba a iluminar el interior de la forja, declinando hacia el oeste, y me levanté para deslizar la puerta. Tal vez una hora después, oí unas voces afuera.

«¡Lo siento, perdón…! ¿Drey…? ¡Drey!»

Era Jiyari. Fruncí el ceño. Se suponía que Jiyari debía quedarse en casa junto con Yánika para no perderle de vista a Livon… El sol me cegó en cuanto la puerta se deslizó y se abrió, pero pude adivinar la sombra de una silueta que retrocedía dando un bote de susto.

«Oh… Drey, ¿eres tú?»

Me quité la máscara y oí a Jiyari retomar la respiración.

«¿Ha ocurrido algo?» me inquieté. «¿Livon…?»

Jiyari asintió, agrandé los ojos… y él explicó:

«Se los han llevado. A él y a Tchag.»

Mi corazón se saltó un latido y mi Datsu se afanó.

«¿Los dokohis? ¿Y Yánika? ¿Yánika está bien?»

«No… No es eso. No han sido los dokohis.»

«¿Pero Yánika está bien?»

«Que sí, está bien. Impactada porque los Caballeros de Ishap han llegado de improviso y nos han enseñado una orden de arresto del Consejo. Pero bien.»

Bien, me repetí. Pero a Livon y Tchag se los habían llevado…

«Maldita sea, ¿por qué? ¿Quién les ha dicho que se quedó con un collar?»

«No se ha intentado ocultar especialmente…» carraspeó Jiyari. «Shimaba y Loy fueron a protestar a la Consejería. Yánika está en la cofradía con Sirih y Sanaytay. Casi mete la pata. Les ha dicho a los de Ishap que tenía que acompañarlos porque si no Tchag y Livon iban a transformarse…»

Resoplé.

«¿Dijo eso?»

«Bueno, acabó la frase a media voz… Por suerte los de Ishap no nos hacían mucho caso. Se los llevaron a los dos a la prisión de Ishap.»

Me rasqué la mejilla, contrariado.

«¿Y por orden del Consejo, dices?»

«Tenían un papel que parecía bastante oficial…»

Intercambiamos una mirada. Y suspiramos al mismo tiempo.

«No sé tú, pero yo me pregunto cada vez más por qué diablos Lotus fabricó esos collares,» dejé escapar.

«Y yo me pregunto cómo,» dijo Jiyari, bajando la voz. «Leí en mi escuela que algunos espectros odian a los saijits porque antiguamente los traicionaron y les robaron el cuerpo. ¿Cómo consiguió Lotus hablar con ellos entonces?»

Lo miré un instante, pensativo.

«¿Sabes algo de los Espectros de la Angustia encerrados en los collares?»

El rubio se rascó la cabeza y rió, molesto.

«¿Los Espectros de la Angustia, dices? Lo siento… Me quedé dormido en mitad de la lección de lectura sobre los espectros y me perdí el resto.»

Alcé los ojos al techo.

«Pues claro.»

«Pero se cuentan muchas bobadas acerca de los espectros,» aseguró Jiyari. «Algunos hasta dicen que, en un tiempo, fueron saijits.»

Enarqué una ceja. Ya había oído esa leyenda. Contaba que el Reino de Belkasta, legendario pueblo drow paradisíaco, había sido aplastado por un derrumbamiento masivo en los Subterráneos hacía miles de años y que los belkastianos se habían transformado en espectros desde entonces y vagaban por los escombros de su antiguo hogar. Si bien recordaba, era Madre la que me había contado ese cuento.

«¿No vas a ir a la Consejería?» preguntó Jiyari.

Parecía sorprendido. Le devolví la misma expresión.

«¿Para qué? No creo que me dejen entrar ahí. Además…» Me giré y fulminé el lingote de hierro negro como si con sólo mirarlo hubiera podido partirlo en dos. «Todavía me queda trabajo. Si consigo probarles a los del Consejo que puedo liberar a Livon y a Tchag… no deberían quejarse.»

Jiyari me echó una mirada curiosa mientras yo volvía a sentarme y a ponerme la máscara.

«Llevas todo el día entrenando.»

«Peores entrenamientos he hecho,» aseguré. «No te acerques demasiado.»

Lo vi arrimarse al marco de la puerta abierta, meditativo, mientras yo posaba de nuevo mis manos sobre el lingote.

«Esta noche,» dijo en un murmullo, «he vuelto a tener un sueño extraño.»

Sus palabras me hicieron olvidar mi sortilegio pero no alcé la cabeza. Jiyari contó:

«Estaba agarrándome al cuello de alguien que corría. Nos perseguían unos monstruos. Y sentía un miedo horrible.»

«Una pesadilla,» dije.

Hubo un silencio.

«Sin duda. Y una real.» Los ojos de Jiyari se giraron hacia mí detrás de sus mechones rubios iluminados por el sol. «No porque la vivimos hace sesenta años deja de ser real.»

Rechiné levemente los dientes. Sin mirarlo siquiera, repliqué con voz apagada:

«Lo siento, Jiyari. Pero ya te lo dije: soy Drey Arunaeh. Nací hace dieciocho años en la familia de los Arunaeh. El resto… son recuerdos. De momento, me centraré en liberar a Tchag y a Livon.»

Jiyari pareció entristecerse.

«¿Y nuestra familia? Entiendo tu manera de pensar… Ver más allá de su propio nacimiento es duro y tal vez sólo un loco como yo pueda hacerlo. Pero si resucitamos… fue por algo.»

«Eso lo dices tú. Y no resucité propiamente dicho: los Pixies nunca han muerto. Y la mente que ya existía en mi cuerpo antes de que se metiera Kala… ¿Por qué supones que ha desaparecido? Tal vez esté hablando en este mismo instante. ¿Me equivoco?»

«Te equivocas.»

Suspiré ruidosamente y me centré en mi lingote, pero Jiyari no me dejó en paz.

«Seré un aprendiz borracho e inútil, pero mi instinto no me engaña,» insistió Jiyari. «Ahora, en este mismo instante, estoy hablando con el Gran Cha…»

«Está bien,» lo corté. «Confiaré en tu instinto. Pero te diré que ahora tu Gran Chamán ha cambiado. No es el mismo de antes.»

«¿Acaso recuerdas cómo eras antes?» se burló Jiyari con suavidad.

Lo miré con la misma paciencia a través de mis ojos protectores. Y me cansé de pronto de aquello.

«Déjalo,» resoplé. «El día que recuerde, ya te hablaré de ello. De momento, como digo, me ocuparé de destruir hierro negro. Prefiero ocuparme del presente.»

«Algo muy típico de Kala,» apuntó Jiyari con ligereza.

«¿Cómo lo sabes si no lo recuerdas?» lo pinché, exasperado. «Bah. Déjame en paz y dile a Yánika que volveré a casa tarde. No me esperéis para la cena.»

«¿En serio? Tenía planeado cocinar sopa de tugrines.»

Diablos. Jiyari no sabía cocinar. Pero la sopa de tugrines era el único plato que le salía exquisito. Mascullé por lo bajo:

«Déjame las sobras. Me las comeré al volver.»

De reojo, lo vi sonreír ampliamente y alzar una mano.

«De acuerdo. ¡No te esfuerces demasiado!»

Me erguí en mi banco de piedra y, bajo mi máscara, sonreí al ver al humano rubio marcharse. Pese a todo, ese tipo empezaba a caerme bien.

Dos horas más tarde había fundido de nuevo el hierro para volver a unirlo. El sudor aún caía de mi frente a gotas gordas cuando saludé a Pad y dejé la forja. El viento refrescante del atardecer me acariciaba suavemente mientras emprendía el camino de vuelta a casa.

Había trabajado duramente y mi técnica se estaba perfeccionando. Pero aún no era suficiente. Aún tenía demasiados fallos.

Estaba sumido en mis reflexiones, preguntándome cuánto tiempo iba a dejar a Livon metido en la cárcel, cuando vi de pronto a una delgada y harapienta silueta correr por los adoquines.

«¡Espérate que te atrape, desgraciado!» gritaba una mujer, corriendo tras el perseguido.

Parpadeé, pensando. El rostro del harapiento me resultaba familiar. Era un gnomo, pelirrojo, pecoso, con una nariz aguileña…

«¡Kadaelfo!» exclamó al verme, confirmando mi impresión.

«Xarifo Hitappe,» me sorprendí.

Frenó y me atrapó por la manga con ojos en los que brillaba la urgencia.

«¡Dame dos kétalos!»

Eché un vistazo a la mujer que estaba a punto de alcanzarnos, suspiré y saqué un puñado de monedas. En vez de dárselas al muchacho, se las tendí directamente a la mujer.

«Perdona las molestias.»

La mujer iba a protestar, pero viendo que la compensación no era mala, aceptó el regalo y se marchó soltándole al muchacho un simple:

«Si te vuelvo a ver, ladronzuelo, ¡te ensarto como a un pato!»

Una vez solos, Xarifo resopló de alivio y protestó:

«¿Por qué le has dado tantas monedas? ¡La salchicha valía dos!»

«La palabra ‘gracias’, ¿la conoces?» le espeté. Y retomé mi camino.

Tras unos pasos, oí a Xarifo alcanzarme y caminar unos instantes junto a mí antes de decir:

«Gracias.»

Sonó casi al croar de una rana. Le eché una ojeada. El hijo del mercader ya había sufrido algún desgarro en su refinada ropa roja por culpa de su rapto en Zif-Erdol, pero ahora su aspecto era definitivamente peor. Estaba embarrado, tenía un moratón en la mejilla y una tez casi tan bronceada como la de Jiyari.

«¿Y tus sandalias?» pregunté.

Hubo un silencio y pensé que Xarifo no iba a contestarme pero entonces dijo:

«Me las quitaron.»

«¿Los mismos que te golpearon en la cara?»

Xarifo me fulminó con la mirada.

«¿Y a ti qué te importa? De no ser por ti y tu amigo, tendría diez mil kétalos en el bolsillo y no estaría luchando por mi vida en este asco de ciudad.»

«Robando salchichas querrás decir.»

«Luchando por mi vida,» insistió el gnomo pelirrojo.

Suspiré.

«Seguro. ¿Y tu padre?»

«¡Ja! Ese se fue hace tiempo. Me dejó atrás sin siquiera enterarse de que me habían raptado. Ya me habrá desheredado. Pero me da igual. No necesito su ayuda. No necesito la ayuda de nadie.»

«Por eso me has pedido dos kétalos ahora,» dije con tono burlonamente comprensivo. Sonreí ante su mirada fulminante y añadí: «Te pagaré el viaje hasta Trasta.»

Xarifo agrandó los ojos… y resopló de lado.

«Mmpf. No necesito que me pagues una diligencia. Puedo ir yo solito.»

«¿A pie, descalzo y sin dinero?» me sorprendí. «Lo digo en serio. Me siento responsable: te devolveré a tu padre… y no pediré ninguna recompensa,» apunté ante su expresión fruncida.

Caminamos en silencio. Las calles del centro estaban llenas de transeúntes, pero nosotros íbamos por una más tranquila.

«Cuando me dejasteis…» dijo de pronto Xarifo rompiendo el silencio, «fui a la Casa Roja para ver si podía arreglar las cosas y cobrar lo que me debían. Pero antes de entrar… me pillaron unos tipos y me pidieron el boleto. Parecían estar esperándome, los muy bastardos.»

No me sorprendí. Si de verdad lo único que se necesitaba para cobrar una apuesta era un boleto… las riñas y emboscadas de ese tipo debían de ser comunes entre los aficionados.

Xarifo continuó:

«Como no tenía ni kétalos ni boletos, me zurraron. Tanto que creí que iba a morir. Luego me dejaron y yo me fui. Y nadie me ayudó. ¿Sabes? Estaba sangrando, y nadie me ayudó. Sólo una vieja me preguntó que si estaba bien. Me mosqueé. Normal, ¿te imaginas? Estás casi medio muerto tirado por la calle y te pregunta una lunática a ver si te encuentras bien. ¡Ciega tenía que estar! Se me pasó por la cabeza hacerme el pobrecito, pero no me apeteció en el momento. Basta de hipocresías. Firasa está podrida. Rosehack está podrida. El mundo está…»

«Podrido,» completé. No sé por qué, me imaginé que la tal lunática no se habría ido de haber recibido una respuesta amable.

«¡Lo está!» apoyó Xarifo. «Y por eso, yo no quiero regresar a Trasta. Porque para que mi padre me grite a la cara todos los días y me hable de su maldito moigat rojo, para eso prefiero pasar hambre y robar salchichas.»

Una sonrisa estiró irremediablemente mis labios.

«Un plan prometedor.»

«¿Te ríes? Pues menos te reirás cuando me convierta en el líder de la cofradía de los ladrones de Firasa,» afirmó.

Lo miré con inquietud.

«¿La cofradía de los ladrones de Firasa?»

Xarifo se carcajeó.

«¡Yo la fundaré! Me haré pirata y más rico que mi padre. Y comerciaré con oro puro, y vasijas de Mirleria, tejidos de seda y escamas de sowna.»

«¿Oíste hablar del cuento del minero soñador?» repliqué.

«No escucho los cuentos de viejas,» dijo con menosprecio.

«Lástima. En ese cuento, el minero acaba de encontrar una pepita de oro. Se emociona mucho y se dice: ‘si sigo cavando, encontraré más oro, con este compraré unas picas mejores y seguiré cavando, y luego será tan grande mi mina que emplearé a otros mineros, yo me convertiré en capataz y haré comercio. Con mi comercio, me haré rico de verdad, compraré un palacio y me casaré con la princesa más hermosa de la región. Y aunque mi mina se agote, abriré otras y me convertiré en el mayor explotador de todos los Pueblos del Agua.’ Así fantaseaba el minero cuando, al andar hacia la salida de su mina, distraído, se golpeó contra una viga tan fuerte que esta cedió y el túnel se le echó encima.»

Callé mientras seguíamos andando. Alcanzamos la Colina Boscosa. Por una vez, Xarifo no decía nada. Pero en ese momento se detuvo. Sin decir una palabra. Tras unos pasos, me giré. El gnomo pelirrojo seguía ahí, ensombrecido… y con los ojos brillantes. Estaba claro que su orgullo había llegado a su límite.

Me tomé las cosas con paciencia.

«Si quieres cocinar esa salchicha, será mejor que me sigas.» Vi su expresión sorprendida y añadí: «Una sola observación desagradable de tu parte y te echo de casa aunque sea a medianoche, ¿estamos?»

Xarifo no se movió.

«¿No me vas a mandar a Trasta?»

Lo miré a los ojos. ¿Tan poco deseaba volver a su casa? Mar-háï… Podía darle cobijo al muchacho mientras no me creara problemas —al fin y al cabo sólo tenía catorce años—, pero no tenía la menor intención de hacer de reconciliador.

«Te pagaré el viaje,» dije al fin. «Tú haz lo que quieras con ese dinero.»

Le di la espalda y caminé colina arriba. Tras un silencio, oí los pasos apagados y descalzos del gnomo acercarse. No dijo nada en toda la subida. Sólo cuando llegamos arriba de las escaleras ante la casa, resopló:

«Qué anticuado. Parece una casa de brujas.»

¿Es que ese gnomo era incapaz de decir algo amable o siquiera neutro? Le dediqué una sonrisa llena de sorna.

«Pues qué bien. Me gustan las casas de brujas.»