Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 2: El Despertar de Kala

7 La fianza

El sol de verano pegaba con fuerza y parecía querer abrasarnos con sus rayos. Terminé de darle unos golpes al clavo y dejé el martillo para quitarme el sudor de la frente y del cuello con ambas manos. Alcancé la botella de agua abandonada a la sombra del alero y di unos pasos hacia atrás para contemplar mi trabajo con una sonrisa satisfecha. La casa era bonita, había necesitado algunos arreglos pero estaba ya más que habitable y hasta habíamos plantado unas flores en unos tiestos ante las ventanas. Ya no me quedaba mucho por hacer por fuera, si acaso reemplazar alguna teja partida.

«¡Ho, ho!» dijo de pronto una voz proveniente del interior de la casa. «¡Drey! No me dijiste que tenías cosas de estas.»

Era Jiyari. Le pegué un sorbo a la botella y pregunté:

«¿Cosas de qué?»

El Pixie salió de la casa enseñando algo en sus manos. Era una de las tres gemas que había sacado de la Consejería para pagar la nueva casa y finalmente con una había bastado. Resoplé.

«¿Se lo has quitado a Yánika?»

«¿Por quién me tomas?» se ofendió él. «Me lo ha enseñado ella cuando le he dicho que nunca había visto una gema.»

«¡Estábamos hablando de tus trabajos de destrucción!» explicó alegremente Yánika desde la ventana. Se había puesto el delantal. No eran todavía horas de cocinar, pero su color blanco con tiras rojas le había gustado. Se apoyó en el alféizar. «¿Ya has acabado?»

«Casi,» dije. «Falta revisar el tejado. Esto de reparar su propia casa tiene su miga. Y tú,» añadí dirigiéndome a Jiyari, «si de verdad pretendes quedarte a vivir aquí podrías hacer algo más que sonsacarle gemas a mi hermana. Limpiar el suelo, por ejemplo.»

«En ello estaba,» aseguró Jiyari.

«¿En serio?» repliqué, escéptico.

«En serio,» sonrió Jiyari y fue a devolverle la gema a Yánika con gestos desenfadados mientras decía: «Toda la cocina está reluciente. Ya te lo he dicho: en todo lo relativo a la limpieza soy un experto. El maestro Jok no paraba de castigarme con tareas de esas. De niño porque era un rebelde y de muchacho…»

«Porque regresabas borracho a tu escuela,» completé. «Pero aquí tendrás que hacer tus tareas en todos los casos. Oh, y si se te ocurre intentar entrar borracho en esta casa, olvídate de la generosidad del Gran Chamán. ¿Me has oído? Te mando de vuelta a tu Escuela Sabia de Kozera con Saoko guardándote las espaldas,» lo amenacé.

Jiyari me miró con sincera aprensión… y sonrió con todos sus dientes.

«¡Tranquilo! Ahora que sé que no estoy loco, me ahorraré la pena de emborracharme.»

«¿Y si te dijera que sigues estando igual de loco?» le dije retomando el martillo.

Jiyari rió y se rascó una sien con el índice.

«Bueno… Pero al menos seré un loco con casa y bonitas flores a mi alrededor. ¡Mi sueño hecho realidad!» se emocionó y se ruborizó. «Esto… Vaya, ya casi has acabado con la ventana. ¿Qué vas a hacer ahora? Toca colocar las tejas, ¿no? ¡Te deseo ánimo!»

Me contenté con echarle una mirada entre divertida y burlona. El rubio regresó adentro silbando y, tras bajar la vista hacia la botella de agua y sopesarla un instante, opté por echármela sobre la cabeza. Por un momento, noté cómo el Datsu revoloteaba por mi cuerpo, buscando tal vez señales de exceso pero me dejó sabiamente sentir toda la frescura y el alivio de esa agradable cascada que apartaba el calor. Con gesto presto, saqué otro clavo de mi bolsillo y seguí con mis martillazos. Poco después, acabé de colocar los clavos que me faltaban y me subí a las tejas mediante una escalera de madera que había encontrado en el trastero.

La casa sólo tenía una planta baja y se situaba en una alta colina del mismo lado del río que la Colina de las Campanas. Además de las hermosas vistas que tenía —se veía todo el mar y toda Firasa—, también la había elegido por su aislamiento con respecto a las demás casas, un aspecto importante considerando el aura de Yánika. El jardín que la rodeaba, en escalones, había sido abandonado desde que la anciana que vivía en la casa había muerto unos meses atrás y crecían todo tipo de malas hierbas. El propietario, que vivía en Lellet, había querido venderla y acabé por comprarla pensando que, teniendo dinero para pagarla, no iba a dejar pasar la oportunidad. Si algún día dejaba de necesitarla, siempre podía donarla a la cofradía de los Ragasakis.

Estaba aún colocando las tejas nuevas cuando sentí el aura de Yánika alejarse y la vi, fuera de casa, arrancando hierbas. Cantaba una canción popular de Dágovil que yo le había enseñado:

Nació un pequeño rowbi
que se llamaba Ater
por la tierra se arrastra,
mas saijit quiere ser.
“¿Por qué no tengo piernas?
¿Por qué no puedo andar?”
¡Pobre Ater, pobre Ater,
saijit no puedes ser!

Continuó la canción. Se la sabía de memoria: acababa con el gusano reencarnándose temporalmente en el cuerpo de un saijit con tabardo negro —implícita referencia a los empleados de las órdenes del Gremio de las Sombras de Dágovil. El rowbi finalmente volvía a su forma inicial por propia voluntad.

¡Pobres saijits, pobres saijits,
que rowbis no pueden ser!

Canté los dos últimos versos con ella y me tiré del tejado con un sortilegio órico aterrizando en el suelo con la ligereza de una pluma.

«¡Yani! Ya déjalo por hoy. Vayamos a la cofradía a ver si tienen noticias del dokohi.»

«¡Yo me quedo!» dijo Jiyari.

Lo vi aparecer por la ventana con un trapo lleno de espuma en la mano. Hasta se había puesto un pañuelo sobre la cabeza para evitar que sus mechas rubias rebeldes lo molestaran. Con una media sonrisa, asentí:

«Entonces cuida bien de la casa, Campeón.»

«¡Déjamelo a mí!» lanzó Jiyari, alzando el trapo. «No quedará ni una telararaña, ni una mota de polvo.»

«Se lo toma en serio,» se impresionó Yánika en un murmullo.

Sonreí y alcé una mano de saludo.

«Sin duda. Desde luego es más agradecido que Saoko.»

Attah, cuando pensaba en ese drow… A saber dónde se había metido ahora: en cuanto habíamos empezado las reparaciones de la casa, sus apariciones se habían hecho esporádicas hasta que, hacía tres días, había dejado de aparecer del todo. Al principio lo había vacilado por vago y al tercer día lo había avisado de que, si no levantaba un dedo para ayudar, se quedaría fuera, pero ni siquiera me había puesto cara de fastidio: había dado media vuelta y se había ido. Y no había vuelto.

Mar-háï. Tal vez había pensado que tenía mejores cosas que hacer que protegerme mientras yo restauraba una casa. No le faltaba razón.

Bajamos las escaleras y luego un camino bordeado de casas y árboles bajos y frondosos. Yánika estaba habladora, llena de ideas para adornar nuestro nuevo hogar. No le había hablado aún de la reunión a la que me había invitado la tía Sasali y… la verdad era que cuanto más tiempo pasaba menos ganas tenía de ir a verlos. Al fin y al cabo, en esos ocho últimos días, no había vuelto a tener sueños sobre Kala, ni Jiyari se había mostrado más raro de lo que era ya. Mi instinto me decía que, de momento al menos, nadie corría peligro por estar al lado de unos Pixies del Desastre. No significaba eso que no deseara resolver ese misterio pero… no lo sentía como una urgencia y más me preocupaba la ausencia de noticias sobre Naylah, Livon y los cinco Caballeros de Ishap que habían salido a por el dokohi fugado.

«Di, hermano,» dijo Yánika tras un silencio. «Cuando vuelvan Naylah y Livon… podríamos invitarlos a todos a casa.»

Ya estábamos subiendo la Colina de las Campanas. Enarqué las cejas, sorprendido ante la propuesta.

«¿Invitarlos? Nuestra casa no es un albergue, Yani.»

«No es eso,» resopló Yánika, riéndose. «Invitar también significa hacer que la gente venga a pasar una velada. Podemos inaugurar la casa y… además… además cumpliré trece años dentro de una semana. ¿Lo has olvidado?»

«¿Cómo voy a olvidarlo?»

Meneé la cabeza bajo su mirada interrogante. Jamás se me habría ocurrido invitar a nadie, pero si así lo deseaba Yánika…

«Me parece bien,» dije.

Yánika brincó, sonriente, y salió corriendo hacia la puerta de los Ragasakis. Cuando la empujó, su aura se impregnó de sorpresa, luego de alegría, y mi hermana desapareció adentro diciendo:

«¡Naylah!»

Inspiré. ¿Habían vuelto? Me apresuré a entrar a mi vez. Sentados a una de las mesas bajas, sobre las alfombras y cojines, Orih, Sirih y Sanaytay escuchaban las palabras de Naylah mientras Loy le servía a esta un zumo de manzana. El secretario alzó sus gafas hacia nosotros.

«Drey, Yánika. ¿No os habéis cruzado con Livon al llegar?»

Negué con la cabeza, acercándome.

«¿Adónde ha ido?»

«A reclamar a Tchag,» contestó Sirih jugueteando con sus brazaletes. «En cuanto se ha enterado de que lo tienen encerrado, se ha marchado de aquí como un bandido perseguido.»

«Sin duda le tiene cariño,» murmuró Naylah con cierta ternura.

«¿Encontrasteis al dokohi?» preguntó Yánika, sentándose en cuclillas junto a ella.

La lancera suspiró y echó una mirada de biés hacia Astera, cómodamente instalada junto a la mesilla. La lanza, negra con motivos malvas, estaba aún salpicada de sangre. Palidecí mientras Sirih resumía:

«Les siguieron el rastro hasta muy adentro de las montañas, y luego los perdieron.»

«¿Así, de súbito?» me extrañé.

«Debieron de encontrar un pasaje escondido y borrar su rastro,» meditó Loy tras servirse a él mismo un zumo. «Si bajaron hasta los Subterráneos, deberían estar a la altura de Lédek.»

Sentí un escalofrío. Eso caía cerca de Dágovil. Pregunté:

«¿Cuántos eran?»

«Seis,» contestó Naylah con total certidumbre. «Cuando perdimos su pista, Grinan y sus compañeros quisieron seguir buscando, pero al de un par de días Livon los disuadió. Él conoce mejor las montañas que todos nosotros, quitando tal vez a Orih… Sin él probablemente nos habríamos metido en más guaridas de orcos sin quererlo.»

«¿Orcos?» farfulló Orih, impactada. Orcos, me repetí. Ahora entendía mejor la sangre oscura que empañaba la lanza.

«Sólo nos encontramos con dos centinelas,» aseguró Naylah. Y, respondiendo a una pregunta muda de Loy, agregó: «No los matamos. Pero no nos lo pusieron fácil.»

El secretario suspiró de alivio.

«Me alegro… Los orcos de esa zona nunca nos han causado problemas.»

«¿Bromeas?» carraspeó Orih, aún afectada. «¿Te has olvidado de la vez en que casi nos atrapan a Livon y a mí?»

«Ah… Pero esa vez ibais a causarles problemas a ellos, si bien recuerdo,» apuntó Loy posando su vaso.

«¿Habéis molestado a unos orcos?» me atraganté.

«Eso es nuevo para nosotras también, ¿eh, hermana?» intervino Sirih. «¿Qué les hicisteis? Déjame adivinarlo… ¿les hiciste explotar la casa?»

Con una sonrisa diabólica y un ademán, dibujó en el aire con sus armonías una pequeña montaña bien verde que explotaba entera. A falta de colaboración de Sanaytay, añadió con su propia voz un teatral:

«¡No, nuestra montaña no!»

Yánika y yo nos carcajeamos.

«¿Por quién me tomas?» se quejó Orih. «No puedo explotar montañas enteras. Además, siempre verifico la zona y evalúo las consecuencias antes de soltar una explosión de las mías.»

«Oh, sí, por ejemplo: el río Espiral…»

«¡Sirih!» protestó la mirol. «Eso ya está resuelto gracias al abuelo de Drey. Y te equivocas completamente con los orcos. Ocurrió el verano pasado. Nos contrataron unos mineros para que recuperáramos una piedra preciosa que les había robado un empleado. Lo perseguimos por todo el monte y, con las prisas, el ladrón se metió sin querer en una aldea de orcos.»

«Qué mala pata,» comentó Loy. Por su tono, supuse que, pese a la mala situación, todo había salido bien.

«¿Qué pasó?» preguntó Sanaytay en un murmullo embebido.

«Los orcos rodearon al ladrón,» continuó Orih, contenta de tenernos a todos tan pendientes. «Y el ladrón creyó que ya entregaría el alma a las Llamas del Mundo, pero entonces Livon le dijo: levanta el puño con el diamante y te salvaré la vida. El ladrón, muerto de miedo, le hizo caso. Y Livon permutó y se encontró con el diamante en la mano y una decena de orcos mirándolo con ojos así de grandes.»

Orih tal vez no tenía mucha práctica escribiendo cartas formales pero contar historias y ponerle tono dramático no se le daba mal.

«Livon siempre tan insensato,» apuntó Loy.

«Y que lo digas,» resoplé. Meterse en plena aldea de orcos y permutar con un ladrón para recuperar una piedra preciosa… no lo hacía cualquiera.

«¿Qué pasó luego?» inquirió Yánika con impaciencia.

Orih sonrió.

«Luego, la explosionista se allegó, gritó con la ferocidad de una gata y tiró una granada de humo fabricada por el mismísimo Staykel el Ahumador. El permutador salió corriendo como el viento y escapó escalando un pedregal como un mono gawalt.» Enseñó todos sus dientes afilados. «Y así terminó: los orcos se aburrieron de perseguirnos y devolvimos la piedra preciosa a los mineros.»

«Y los orcos, en todo eso, fueron las pobres víctimas,» opinó Loy.

«Pff, no le hagáis caso: Loy siempre se ha creído que los orcos de las montañas de Skabra eran los saijits más pacíficos de toda Háreka,» refunfuñó Orih.

Sirih estalló de risa.

«¿En serio?»

El secretario puso los ojos en blanco.

«No los más pacíficos, pero desde luego tampoco los más agresivos. No bromeo: algunos incluso bajan hasta Firasa para comerciar. Drey, Yánika, sentíos libres de serviros zumo de manzana,» añadió.

Di las gracias y nos serví. Sirih se había vuelto pensativa.

«¿Y el ladrón?» preguntó. «¿Qué pasó con el ladrón?»

Orih se rascaba vivamente la mejilla. Contestó retomando su tono de contadora:

«Corrió con nosotros un rato y nos dio las gracias por haberle salvado la vida. Y luego tomó su propio camino.»

Sirih agrandó los ojos.

«¿Lo dejasteis ir?»

«Claro,» sonrió Orih. «A nosotros sólo nos pidieron que regresáramos con la piedra preciosa.»

Su razonamiento me pareció del todo lógico; sin embargo, Sirih estaba sorprendida. Y turbada. ¿Estaría recordando algo sobre su infancia en Daer? Al fin y al cabo, ellas también habían sido ladronas y el robo en Daercia se castigaba a menudo con la horca. Debía de haber vivido muchos años temiéndola como un destino inevitable. Cuando vi a Sanaytay posar una mano reconfortante sobre la de su hermana, entendí que mis suposiciones no eran erradas.

Naylah se levantó.

«En cualquier caso, los orcos con los que nos encontramos no nos dieron precisamente la bienvenida. ¿Dijo Zélif cuándo volvería?»

«No,» suspiró Loy, poniéndose en pie a su vez. «Debe de estar atrapada por los libros de Trasta. Son casi las cinco. Voy a ver si Shimaba no me necesita con sus experimentos. Últimamente ella también está muy ocupada. Ahora está intentando crear un lápiz capaz de escribir sobre el aire.»

«¿Uh?» se interesó Sirih saliendo de sus pensamientos. «¿Eso no son armonías?»

«No: está usando un colorante y órica y aríkbeta… pero la verdad aún no acabo de entender lo que quiere hacer,» admitió Loy.

«¿No se supone que eres su aprendiz?» se burló Orih.

El secretario se pasó la mano por sus rizos castaños, sonriente.

«Cierto, pero yo me ocupo de fabricar mágaras más vendibles.»

«¡Si será que Kali te ha metido su espíritu de comerciante!» se mofó de pronto una voz socarrona arriba de las escaleras. Era la vieja Shimaba. «Loy. Deja ya de vaguear: necesito tu ayuda.»

El aprendiz magarista asintió recolocándose las gafas con un dedo y se inclinó levemente hacia nosotros.

«Pasad una buena tarde, cofrades. Si vuelves a casa, Naylah, descansa bien.»

Lo vimos desaparecer escaleras arriba. Naylah meneaba la cabeza con una leve sonrisa.

«Siempre tan caballeroso, ese Loy.»

Orih movió las cejas, burlona, y se incorporó de un bote agarrándose al codo de Naylah.

«Tú no me engañas. No habréis encontrado al dokohi, ¡pero has pasado dos semanas enteras en compañía de Grinan de Ishap! Di, di, di, ¿no te ha dicho nada?»

La lancera se apartó un mechón plateado de su rostro, ajena a la agitación de la explosionista.

«¿Qué va a decirme? Pidió perdón por haber dejado escapar al dokohi, naturalmente.» Alzando una mano, revolvió con afecto el cabello verde y rojo de Orih quien, por una vez, no llevaba su sombrero. «Luego me contarás más cosas sobre Donaportela. Voy a volver a casa y ocuparme de Astera. Si Livon no regresa con Tchag, avisadme. No dejaré que esos mandones del Consejo de Gremios se salgan con la suya.»

Se fue y los cinco restantes nos volvimos a sentar alrededor de la mesa. Yánika aprovechó para hablar de nuestra casa, cuyos arreglos la tenían muy animada, y finalmente, tras varias ojeadas insistentes hacia mí, les hablé de la invitación:

«Sí, esto… Estábamos pensando… Bueno, fue Yánika la que lo pensó. Quiere invitaros a todos a cenar un día de estos. Si es posible. Es su cumpleaños dentro de poco y…»

Me interrumpí ante la exclamación de Orih.

«¡Por supuesto que iremos!» se emocionó. «Sacaré hasta a la vieja Shimaba de su cueva, confía en mí. ¡Trece años! Recuerdo que el día de mis trece años exploté mi primer arrecife. ¡Llovió el agua del mar como una fuente! Fue un día memorable. Espero que el tuyo también lo sea.»

Yánika se había ruborizado de placer ante su entusiasmo. Orih aún estaba organizando el evento como si fuera el suyo cuando la puerta se abrió y apareció Livon con expresión muy sombría. Con el calor, se había quitado la capa roja pese a que esta, según decía, le ayudaba a llevar a cabo sus permutaciones sin perder objetos.

«Y bien, y bien, apuesto a que no te lo han devuelto,» soltó Sirih.

El permutador sacudió la cabeza y se aproximó con pasos lentos. Realmente parecía desanimado. Al fin, dijo:

«Para liberar a Tchag… me piden dos mil kétalos de fianza.»

Dánnelah… No era baja la fianza.

“Son unos impresentables,” agregó la voz mental de Myriah. Me fijé en que Livon se había colocado la lágrima de cristal en el lóbulo de su oreja como yo lo hacía. La contenida irritación de la jugadora del Imperio de Arlamkas era palpable.

Orih golpeó la mesa con el puño.

«¡Toca colecta de fondos! No te preocupes, Livon: reuniremos esos dos mil. Nuestro honor está en juego.»

«Se te ha quedado el tono de contadora, Orih,» le hice notar y añadí: «No os precipitéis. Pagaré yo.»

Livon alzó la cabeza, sorprendido.

«¿Y por qué sólo tú?» protestó Orih, extrañada.

Sonreí.

«Recuerda, Livon: el día en que nos encontramos, Zélif me entregó al imp. Dejad que me ocupe de esto. Yánika, ¿tienes la gema?»

Mi hermana asintió y rebuscó en su bolsillo.

«Drey… No tienes por qué hacer esto,» aseguró Livon. «Lo pagaré yo. Ya sabes que no me gustan los problemas resueltos fácilmente. Aceptaré todas las misiones de esta semana y sacaré los dos mil.»

«Eso es optimismo, como diría Loy,» se burló Sirih. «Dos mil en una semana… no podrás conseguirlo. Dejad que se ocupe el chamán, ya que tanto desea ayudar.»

No era nuevo que la armónica me llamara chamán pero, después de saber que uno de los apodos de Kala era el Gran Chamán, el apelativo me causó cierta turbación… turbación que se intensificó con el aura súbitamente sorprendida y alarmada de Yánika.

«Hermano… No la encuentro,» confesó.

Rebuscaba los dos bolsillos de su vestido con nerviosismo. Me agaché junto a ella, inmovilizándola.

«Si la gema no está, no va a aparecer por magia,» le dije. «¿La dejaste en casa?»

«Es… posible. ¡Sí!» dijo entonces, recordando. Su aura se tranquilizó de inmediato y sus ojos negros sonrieron, aliviados. «La dejé en la mesa del salón.»

La mesa del salón… Tan a la vista. Me levanté.

«Vuelvo enseguida.»

Salí y bajé la colina a buen paso, pensativo. Jiyari se había mostrado tan dispuesto a quedarse en casa para limpiar… ¿Y si se había esfumado con la gema? Ralenticé el ritmo, rechazando la posibilidad. Era cierto que apenas lo conocía, pero por lo poco que sabía de él… definitivamente no tenía pintas de ladrón.

Llegué a la Colina Boscosa, saludé a un vecino sonriente con un gesto de la mano y subí las escaleras que atravesaban los jardines en escalón hasta nuestra casa.

No se oía un ruido en ella. Aguzando el oído, me aproximé a la puerta, la abrí y entré. Vi la escoba caída al suelo junto a la puerta del salón y me adelanté… Sentado a una silla, todavía con el pañuelo sobre la cabeza, Jiyari se mordía una mano ensangrentada respirando entrecortadamente.

«¡Jiyari!» me precipité. «¿Qué demonios…?»

Sobre la mesa, junto al jarrón de flores, estaba la gema que Yánika había dejado, intacta.

«Her-ma-no,» farfulló Jiyari. «Me he cortado… me he cortado…»

De hecho, tenía un buen corte en la mano, así como unos ojos exorbitados.

«Es sangre… Es sangre,» repitió.

Había pánico en su voz. Obviamente, la vista de la sangre lo había impactado y ahora más que un muchacho de diecisiete años parecía un crío de seis. Aun así, no pude evitar alegrarme de haber sido desconfiado equivocadamente. Meneé la cabeza.

«Espera un momento.»

Minutos después, Jiyari tenía la mano desinfectada y vendada y le pregunté:

«¿Cómo te has hecho eso?»

«Con un viejo clavo. El de esa silla… La sangre me pone enfermo. El maestro Jok me dijo que lo mejor era bebérmela para no verla pero el sabor no es mejor… Lo siento, he regado todo el parqué…»

El rubio echó una rápida ojeada hacia la sangre que había caído al suelo y tragó saliva. Todavía no se había calmado del todo. Puse los ojos en blanco.

«Son cuatro gotas,» aseguré. Agarré un trapo, lo tiré encima de la sangre para taparla y sonreí. «Todo en orden. No te preocupes: le daré un buen martillazo a ese clavo. Pero ten más cuidado.»

Jiyari pestañeó observándome y me mostró una sonrisa humilde.

«Lo tendré,» prometió.

Agarré la gema que estaba sobre la mesa y fui a por mi mochila, de la que saqué la otra gema que me quedaba, menos valiosa, que debía de valer unos dos mil kétalos. Cuando volví a levantarme, Jiyari rompió el silencio con un:

«Gracias.»

Me giré hacia él con una ceja enarcada.

«No he hecho más que vendarte una mano.»

«El maestro Jok nunca me vendaba las heridas.»

Fruncí el ceño. Los labios de Jiyari se torcieron en una mueca sonriente y amarga cuando añadió:

«El maestro Jok es un gran sabio erudito, ha leído muchos libros y, por eso mismo, teme el contagio de la locura por la sangre. Cuando me hacía una herida, siempre me vendaba yo mismo. Los demás aprendices no se acercaban a mí. Me llamaban el Diablo Loco.»

Espiré, sin saber qué contestar. Su infancia, por lo visto, había sido un infierno de soledad todavía peor que el mío. Pero entonces… ¿cómo podía ser tan alegre y parlanchín y sonar tan natural?

«¿Cómo acabaste en la Escuela de Escribas?» pregunté al fin.

Jiyari se encogió de hombros.

«Siempre estuve ahí. No recuerdo cómo llegué. Mi memoria, ya sabes… dura menos que el camún en el vaso de un bebedor.» Soltó una corta carcajada y confesó: «A veces pienso que es mejor tener mala memoria. Quiero encontrar a los demás Pixies, por supuesto, pero… tengo la impresión de que, si llegara a recordarlo todo, me volvería muy infeliz. Cada vez que veo sangre, más que la herida me duele… me duele más el pasado.»

Me quedé mirándolo, suspenso.

«¿Has recordado algo?»

«No…» reflexionó Jiyari. «Sólo… cuando he visto la sangre, he sentido como si debiera haber recordado algo. Pero sólo me quedó esa sensación. Creo recordar como… como un dolor más allá de lo que puede aguantar una mente saijit. Algo infame. Algo horrible.» Marcó una pausa. «¿No has tenido nunca esa sensación?»

Era difícil adivinar si su reacción era debida a una fobia o a un verdadero recuerdo… Negué con la cabeza.

«No. Pero, de todas formas, no podría sentir un dolor semejante,» repliqué. Señalé mi tatuaje. «Cosas del Datsu.» Y me dirigí hacia la puerta de salida añadiendo: «¿Te vienes? Te presentaré a Livon. Vamos a ir a liberar a un imp de las garras administrativas.»

Jiyari inspiró, sobrecogido, y se levantó lentamente con los ojos brillantes.

«¿Puedo ir? ¿En serio?»

Ladeé la cabeza, divertido, desde la entrada.

«Puedes.»