Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 1: Los Ragasakis

26 Responsabilidades

Desperté sin haber soñado con Kala. Bueno, no exactamente: desperté sin recordar nada de mi sueño. Desayunamos con los tres hijos Shovik en el jardín central. Quitando que eran aún más especiales que los Ragasakis, eran bastante simpáticos. Me enteré de que el espantapájaros era investigador botánico y el cegato compositor de música y me impresionó la pasión que vibraba en sus palabras al hablarme de su oficio. ¿Sería yo capaz de hablar del mío con tanto amor? Lo dudaba. Ser destructor me gustaba, pero enseñarlo mediante palabras era muy diferente. Cuando fui a la habitación del Tahúr a despedirme, este esperó pacientemente mis tres preguntas. Tras cavilar un poco más, dije:

«Ahí va la primera. ¿Qué pregunta me habrías hecho de haber ganado?»

El drow sonrió, sorprendido, y se alisó la barba, pensativo.

«No lo tenía aún decidido,» confesó. «O una pregunta sobre tu hermana, o una pregunta sobre el porqué los Arunaeh robaron el Orbe del Viento.»

Me alegré en ese instante haber ganado la ronda de Erlun. Le enseñé una media sonrisa.

«Ya veo. Para las otras dos preguntas… ¿no te molesta si te las hago otro día?»

El Tahúr sonrió, con esa sonrisa de comerciante que no significaba gran cosa.

«Claro. Pero, cuidado, expiran al de tres meses.»

Hablaba de las preguntas como si fueran un comestible perecedero y como si él no pudiera hacer nada para alargar la fecha de caducidad. Asentí, divertido, y me levanté.

«Me vale.»

Aquel día, apenas soplaba el viento, hacía sol y, cuando salí del Hogar de la Paz con Saoko, vi sus rayos destellar en los muros de un blanco de nácar. Y, pese al día precioso, Myriah seguía durmiendo. O bien le había pasado algo.

Pese a que el Tahúr me había propuesto otra vez su coche para llevarme a Firasa, había rechazado cortésmente y Saoko y yo fuimos andando hasta Lellet antes de tomar una diligencia en la plaza del teleférico. La compartimos con una belarca y sus dos hijos y, al contrario que estos dos, no dijimos una palabra en todo el trayecto de Lellet a Firasa. Estaba contemplando los campos, adormilado, cuando una súbita ráfaga me azotó con un olor a sal. Pronto vi aparecer en la lejanía el monte de la Cueva, el barrio subterráneo de Firasa, y me erguí. Ya estábamos llegando. Y en unas dos horas, constaté al echarle un vistazo a mi anillo de Nashtag. Con lo que, efectivamente, el carruaje del Tahúr con sus magníficos caballos de Korame iba sensiblemente más rápido.

Nos apeamos en la plaza de diligencias y, sin una palabra, nos dirigimos hacia la Casa de los Ragasakis, del otro lado del río Lur. La ciudad estaba igual de animada que siempre. Subimos la Colina de las Campanas y, al llegar ante la puerta de la cofradía, me paré. Creía notar el aura de Yánika. Estaba tranquila. Sonreí. Y empujé la puerta.

La acogida fue alegre. Estaban las armónicas, Staykel, Praxan y su hija, Zélif, Loy, la vieja Shimaba y Yánika. Mi hermana estaba despatarrada entre los cojines, leyendo un libro. Esta vez, no se había preocupado, me alegré. Tras echar una ojeada al libro que leía, me senté junto a ella y pregunté:

«¿Qué tal está Livon?»

«Mejorándose,» contestó Sirih. «Yeren dice que puede que se quede un poco rabioso.»

«¡Eso lo dijo en broma, Sirih!» resopló Loy. Apartó unos papeles del mostrador y alzó sus cuatro ojos hacia mí asegurando: «Livon está bien.»

«Aun así,» intervino Zélif, alzando un índice sobre sus labios, «los osos sanfurientos son conocidos por dejar secuelas muy extrañas.»

«No lo mejores, Zél,» protestó Staykel, «se le ha puesto la cara desasosegada al muchacho.»

Agrandé los ojos al entender que hablaba de mí y resoplé de lado con desenfado. Si Yeren decía que Livon estaba bien, es que estaba bien, ¿no?

Me dispuse a contestar a las preguntas de todos. Conté lo ocurrido con el oso sanfuriento y agradecí a Staykel por lo útiles que habían resultado sus granadas mientras Sirih comentaba con incredulidad la temeridad de Livon.

«¿Qué tal con el Tahúr Zandra?» intervino Sanaytay.

Casi no se la oyó entre las diversas voces de los Ragasakis, pero le contesté de todas formas:

«Bien. Le gané al Erlun. O más bien: le ganaron Saoko y Myriah.»

Los vi callar a todos y parpadear.

«¿Myriah?» repitieron.

Al fin, les expliqué lo sucedido con la lágrima y la varadia. Me daba no sé qué hablar de Myriah sin que estuviera Livon, pero era imposible explicar lo ocurrido en Lellet sin explicar cómo un negado como yo al Erlun había ganado contra un profesional. Mientras Zélif manipulaba la lágrima de cristal, confesó:

«He de decir que me fijé en esta lágrima el día en que nos conocimos. Me llamó la atención. Y ahora empiezo a entender por qué. Es un objeto extremadamente valioso. ¿Y dices que te lo dio una niña de pelo malva y negro hace unos ocho años?»

«Ajá. Sólo la vi una vez, en Dágovil. Apareció, me dio esta lágrima, y se fue. Me pareció bastante extraño.»

«Mmpf. Y tanto,» dijo Sirih con una mueca.

«Quizá no conocía su valor,» propuso Sanaytay con voz suave.

«Mm,» reflexionó Zélif, alzando el cristal. «¿Y por qué Myriah no habla ahora?»

Er… Esa era una buena pregunta y sentí cierto bochorno por no poder contestar a ella. Si Myriah había muerto en el cristal… ¿cómo iba a explicarle a Livon que su hermosa princesa había acabado en mi pendiente simplemente porque yo había dejado este contra la varadia por pura curiosidad?

Siempre pragmática, Sirih relativizó:

«Si ha muerto, al menos habrá pasado un buen rato jugando en sus últimas horas de vida…»

“¡Ni loca voy a morir ahora que estoy libre!” exclamó de pronto la voz de Myriah.

Su bréjica fue tan fuerte que no me cupo duda de que había resonado en todas nuestras cabezas. El aura sorprendida de Yánika nos envolvió.

«Habla,» murmuró mi hermana.

“¿Sois amigos de Livon, verdad?” retomó Myriah. “Entonces, sabéis dónde se encuentra. Quiero verlo,” exigió.

Ignoraba qué posición tenía Myriah en el Imperio de Arlamkas, pero si me hubieran dicho que había sido educada para ser princesa, me lo habría creído. Fuera como fuera, a mí también me apetecía ver cómo estaba Livon, y minutos después nos encontrábamos de camino hacia su casa Saoko, Yánika y yo. Apenas asomé la cabeza por la puerta abierta de la choza, vi a Orih, Tchag, Yeren y Livon sentados en el suelo, comiendo con avidez una tarta de verduras. Me carcajeé.

«¡Veo que te encuentras mejor!»

«¡Drey!» exclamó el permutador.

«¡Drey, Drey!» le hizo eco Tchag dando un brinco contento.

«¡En buen hora llegáish! Shentaos,» nos invitó Yeren con la boca llena.

«Eshtamos retomando fuershash,» sonrió Orih enseñando sus dientes afilados decorados de verduras.

Ni que ellos dos hubiesen estado enfermos… Compartimos la tarta y, entretanto, le conté a Livon todo lo ocurrido. Apenas mencioné a Myriah, el permutador se quedó tan inmóvil que, por un momento, temí haberlo matado de la sorpresa. Al fin y al cabo, él no tenía Datsu para protegerse… ¿Debería haber esperado a que se repusiera del todo de lo del oso? Obtuso. Los saijits no son tan sensibles, me reprendí. Yani te lo suele repetir… Antes incluso de que terminase de contarlo todo, Livon tendió una mano temblorosa hacia el pendiente y se lo di.

«¿Myriah está… ahí dentro?» susurró.

Fui incapaz de adivinar si se sentía alegre o qué: en cualquier caso, estaba claramente emocionado. Entendí que Myriah estaba hablándole a él únicamente y, discreto, me levanté y dije:

«Os dejamos. Seguro que tenéis muchas cosas de las que hablar.»

Livon asintió distraídamente. Aún estaba bajo el shock. No era como Tchag, que al escucharme se había quedado dormido felizmente encima de un cojín, en una de sus posturas más despreocupadas. Salí con los demás Ragasakis, algo inquieto.

«¿Creéis que he sido demasiado brusco contándoselo?»

Orih no contestó. Yeren sonrió.

«Una buena noticia no deja de ser una buena noticia no importa cómo se cuente. Después de tantos años sin poder hablarle y de intentar sacarla de la varadia, llegas tú y la sacas en unos minutos… Bueno, conociéndolo, estoy seguro de que Livon te está agradecido.»

¿Incluso si la saqué sin cuerpo?, me pregunté. Me encogí de hombros.

«Yo no hice nada. Fue la lágrima.»

«Ciertamente,» convino el curandero. «Una mágara realmente muy especial. Ser capaz de absorber una mente perdida… Ahora que lo pienso, ¿no la vieron los brejistas de tu familia?»

Fruncí el ceño.

«Sí… Bueno, mi madre la examinó, pero no dijo nada. Hasta ahora creía que era una mera piedra bonita e indestructible…»

Era falso, pensé entonces. Ya había cambiado de parecer cuando el Príncipe Anciano había querido examinarla. Al pensar en él, recordé unas palabras suyas: “Fundir mentes en objetos o cuerpos… es lo que muchos llamarían magia negra.” No era por alarmarme pero eso… ¿no era exactamente lo que había hecho mi lágrima de cristal? ¿Absorber una mente? Sentí un escalofrío mientras seguíamos andando y nos metíamos por una calle principal. En serio, ¿por qué Madre me la había devuelto después de examinarla, en la isla de Taey? Era una de las mejores brejistas de todo el clan, si no la mejor, entonces… ¿por qué haberme dejado una mágara así de oscura?

«Por cierto, cambiando de tema,» dijo Yeren, «por curiosidad, ¿qué piensas de mi padre?»

Parpadeé.

«¿Tu padre?»

«Sí… ¿No te diste cuenta? Mi nombre completo es Yeren Shovik. Toly Shovik, el Tahúr Zandra, es mi padre.»

Me detuve en pleno camino y lo miré con ojos desorbitados. ¡Su padre! Ahora que lo pensaba, tenía algunos rasgos semejantes pero… Yeren era albino. Jamás se me habría ocurrido que… Resoplé y reanudé la marcha.

«¿O sea que el cegato, el tartaja y el espantapájaros son hermanos tuyos?»

Yeren agrandó los ojos y ahogó una carcajada.

«Sí. Son hermanos míos. Yo soy el mayor y, ciertamente, el más raro de todos.»

«No me malinterpretes, me cayeron bastante bien,» aseguré, y espiré, asimilándolo todo. «Tu padre tiene un modo de ser bastante equilibrado. Quitando la cantidad de tazas de menta que se tragó durante las partidas.»

Yeren se echó a reír.

«Sí, supongo que abusa un poco, pero mientras sea sólo menta…» Se rascó la barbilla, pensativo. «Equilibrado, ¿eh? Supongo que tengo que creerte, ya que eres un Arunaeh. Hace nada, leí un libro sobre las deidades warís y citaban a tu clan como el máximo exponente de los sirvientes de Sheyra, la deidad del Equilibrio. No sabía que erais tan conocidos.»

Torcí la boca en una mueca a la vez divertida y molesta sin contestar. Tras un silencio, comenté, más grave:

«De modo que a Livon le dijiste que conocías la Kaara pero… tú formas parte de ella, ¿verdad?»

Yeren hizo una mueca y negó con la cabeza.

«No. La Kaara es amplia y a la vez es un círculo cerrado. Mi padre está en ella, pero yo no. De hecho, me propuso entrar en ella, pero rechacé… Es demasiado mercantil para un curandero como yo. Al igual que el juego como profesión. Por eso, cuando fui a preguntarle a mi padre por la varadia de Myriah, me propuso un trato: el día en que le ganara una ronda de Erlun, podría hacerle mi pregunta. Verás, las informaciones de la Kaara se venden y se compran a precios altísimos y pensé que merecía la pena aceptar su trato pero… hasta ahora he perdido todas las rondas,» carraspeó. «Desgraciadamente, el dicho del discípulo que supera a su maestro no se aplica todo el tiempo. Mis hermanos me dicen que mi padre ha encontrado el mejor método para hacerme visitarlos a menudo y seguir jugando… Buaj. Está empeñado en alargarlo todo hasta que lo gane. Pero ahora que Myriah está en esa lágrima… no tendré tanta presión. Tal vez consiga al fin ganarle una ronda,» añadió con una sonrisa.

Meneé la cabeza, ensimismado. Ahora entendía por qué Livon había dicho que Yeren trabajaba duro: había debido de estar entrenando el Erlun con empeño esos dos últimos años. Cuando llegamos a un cruce, solté:

«Dime, Yeren. Livon es una persona muy importante para ti, ¿verdad?»

El curandero me miró con una ligera sorpresa, rápidamente reemplazada por un entretenimiento alegre.

«Bueno… Digamos que, de no ser por él, no estaría aquí. Lo conocí cuando yo acababa de regresar de la Academia de Trasta. Empezaba mis prácticas como aprendiz curandero de animales y él ya estaba en la cofradía. De algún modo, acabó ayudándome a calmar a un perro herido. Siguió viniendo a mi gabinete hasta que cayó enfermo y fui a cuidarlo. De pequeño, Livon era igualito que ahora: curioso por todo, testarudo, y comía igual de mal,» sonrió, recordando. «Al cabo de unos meses, llegó Orih y me hice Ragasaki al mismo tiempo que ella. Así que… sí, creo que lo veo un poco como un hermano menor que me enseñó un nuevo camino en la vida. Tal vez no se le den tan bien los juegos de reflexión como a mis demás hermanos pero… para lo principal, tiene las ideas más claras que un sabio.»

«Dicen que cuanto más simple, más sabio,» cité. Yánika resopló. «Es broma, Yani… En cualquier caso,» agregué, más serio, «si fue Livon el que te hizo entrar en la cofradía… ya somos dos.»

Mis palabras le arrancaron una sonrisa al curandero. Un hermano menor, me repetí. Por un momento, traté de ver en él a Lústogan, pero su rostro tan expresivo era tan distinto que me fue imposible.

«¡Bueno! Tengo que visitar a un paciente,» dijo entonces Yeren. «¡Nos vemos luego!»

Cuando el curandero se alejó, miré a mi alrededor con cierta sorpresa.

«¿Y Saoko y Orih?»

Yánika se encogió de hombros.

«Se han ido. Orih estaba muy pensativa. Y Saoko…»

Probablemente no anduviera muy lejos, entendí. No le di más vueltas y, mientras caminábamos hacia el mercado, le pregunté qué tal en las termas y qué tal el viaje hasta Firasa.

«¡Todo muy bien!» sonrió. «Fui con Orih a un sitio lleno de pájaros que usan para los mensajes y el que trabajaba con ellos nos explicó muchas cosas. Y luego subimos hasta el santuario sagrado de no sé qué divinidad y Naylah me compró esto.»

Me enseñó un collar con una concha grabada. Aquello me recordó el sueño de Kala en su mar seco de conchas… Deseché el recuerdo y sonreí.

«Bonito. ¿Así que ella también te mima ahora?»

«Me miman todos,» fanfarroneó ella con una risita. «Esta noche, la pasé en la Casa, y Shimaba me preparó la habitación de invitados. Ella no es para nada como nuestra abuela de verdad: es muy maja. Y creo que hasta le caigo bien, porque nos pusimos a hablar de mágaras, y como ella es magarista y tiene práctica enseñándole a Loy, sabe explicarse muy bien y me contó un montón de cosas. Tú no te imaginas: hace mágaras impresionantes. Aunque necesita mucho tiempo para hacerlas.»

Sabía que Shimaba se dedicaba con Loy a encantar objetos y venderlos, pero nunca había visto sus inventos.

«¿Qué tipo de mágaras?» pregunté, curioso.

«¡De todo! Me enseñó una placa calentadora, pero no como la que tenemos: una más grande, y que sólo quema las cazuelas y no las manos. Dijo que se la habían encargado los de la escuela marítima de Firasa. Y también me enseñó una brújula que señalaba…»

«Al norte,» me burlé.

«¡Que no!» rió. «La llamó brújula de vigilancia. Su aguja señala hacia una especie de canica que comparte con la brújula un vínculo complejo hecho con brúlica y perceptismo. Sirve para saber dónde está la persona que lleva la canica. Pero de momento dice que el alcance es muy limitado y que no sirve de mucho, pero ¡no deja de ser impresionante!»

Siguió hablándome de lo que había aprendido con Shimaba y la escuché con una ancha sonrisa. Sin duda le estaba tomando mucho aprecio a la cofradía de los Ragasakis… Cuando llegamos al mercado, Yani calló y sus ojos se posaron en el vendedor de helados. Su aura no me dejó dudas y resoplé.

«¿En serio, Yani? ¿A quién le llamas glotón?» me burlé.

Ella puso cara inocente y, divertido, fui a comprarnos un helado. Tal vez influenciado por el aura de Yánika, más de un paseante se aproximó también a la tienda sacando su monedero… Mar-háï. Su poder podía parecer inofensivo, a veces, pero por más imperceptible que fuera, no dejaba de tener una influencia caprichosa a su alrededor, hora tras hora, minuto tras minuto. Ese era su poder, que ella consideraba suyo y que mi familia veía como un trágico error que perturbaba el Equilibrio.

Nos sentamos en un banco de la ajetreada plaza y mientras comíamos, la vi embadurnarse de chocolate. Me reí de ella y le revolví las trenzas.

«Di, Yani. ¿Qué te parece si buscamos la casa que te prometí?» Ante su mirada sorprendida, especifiqué: «La casa con flores de la que te hablé.»

«¡Mm!» afirmó Yánika con ánimo enseñando todos sus dientes enchocolatados. «¡Si tú la quieres, yo la quiero, hermano!»

Alcé los ojos al cielo, gruñendo:

«Mar-háï… Esto lo hago también por ti, ¿sabes?»

Los ojos negros de mi hermana destellaron, sonrientes.

* * *

Fue de camino a la Consejería, poco después, cuando oímos a un viejo sentado sobre un tronco decirle a otro:

«¿Has oído lo de Ámbarlain? Parece ser que el río Espiral ha dejado de correr y que el rey de Lédek está detrás de eso.»

Ralenticé, suspenso. ¿El río Espiral? Bajo la mirada extrañada de Yani, me detuve finalmente en seco y agucé el oído. El otro viejo mascullaba:

«Y qué nos importa. Como si el agua se los lleva a todos. Los de Kozera sería otra cosa, pero Ámbarlain no me da pena: está lleno de acaparadores y rentistas.»

Derivaron sobre las malas costumbres de los ambarlienses hasta que el primer viejo soltó:

«¿Qué hay, joven? ¿No serás de Ámbarlain?»

Me hablaba a mí. Me di cuenta de que me había quedado escuchándolos e hice una mueca, incómodo.

«Perdón. Lo siento. No. Soy de Dágovil. ¿Así que el río Espiral se ha bloqueado?»

«¡Dágovil!» resopló el segundo viejo. «Esos son peores…»

Recibió un golpe de cachava por parte de su compañero, quien replicó:

«Muérdete esa lengua, compadre, mi esposa viene de ahí, te recuerdo. Y sí, muchacho, eso es lo que oí decir a Nukoto el otro día, el cartero que pasa todas las mañanas por delante de mi casa.»

«Y… ¿desde cuándo se ha bloqueado?» pregunté con ansiedad.

El anciano me miró, curioso, mientras decía:

«Oh… No lo sé muy bien. Pero debe de ser bastante reciente. Unos días. ¿Tienes familia en Ámbarlain?»

Ensombrecido, meneé la cabeza.

«No que yo sepa. Gracias.»

Me alejé con Yánika. Estábamos llegando a la Consejería, pero ya no tenía intenciones de entrar a recuperar mis gemas. Me detuve ante la gran escalinata.

«Hermano,» dijo Yani. «Si el río Espiral se ha bloqueado… puede ser peligroso para la gente, ¿verdad?»

«Mm… Muy peligroso,» afirmé. «Es como la presa que hay en Donaportela, sólo que esa fue construida; en cambio, la de la Espiral… puede romperse en cualquier momento y dejar que el agua lo invada todo.»

Es decir, podía causar una verdadera masacre.

«Entiendo. Pero, hermano…» Sentí la mirada fija de Yánika sobre mí.

«¿Qué, Yani?» murmuré, sin mirarla. De reojo, la vi subir un peldaño de la escalinata y colocarse ante mí. Su aura estaba turbada.

«¿Por qué te sientes culpable?»

Tragué saliva y me costó cruzarme con su mirada. Por Sheyra, ahora que lo pensaba, no había mencionado a ningún Ragasaki lo que había visto ahí abajo del túnel que había hecho explotar Orih. Iba a llevarme la mano a mi oreja izquierda cuando recordé que le había dejado el pendiente a Livon y por un momento lo eché de menos. Inspiré y tomé una decisión.

«Yani. Seguramente los de Ámbarlain necesitarán destructores para resolver el problema.»

Yánika se ensombreció.

«No me has contestado, hermano.»

Hice una mueca y asentí.

«El túnel que Orih hizo estallar estaba justo al lado del río Espiral,» expliqué con voz neutra. «Es probable que la explosión lo haya bloqueado. Y… fui yo quien le dije que bajáramos tanto. Yo di el visto bueno.»

Mi hermana lo entendió todo en un instante. Su aura se alteró pero, para sorpresa mía, enseguida se llenó de determinación.

«Ya veo. Entonces… vayamos a arreglar el río, hermano. Seguro que aún estamos a tiempo. ¿A que sí?»

La miré con sorpresa. Por Sheyra… ¿En serio había pensado dejarla con los Ragasakis? Mi confianza en ellos era loable considerando que ni loco habría confiado mi hermana a nadie un mes atrás, pero eso no cambiaba un hecho: Yani y yo llevábamos tres años viajando y enfrentando los problemas juntos; tras pasar dos días sin mí, Yani no quería volver a verme partir. Conmovido, asentí.

«Es muy posible. Pero tenemos que irnos ya. Si no me equivoco, sale una caravana de vagones para Ámbarlain dentro de una hora.»

El aura de Yani se impregnó de inquietud.

«¿No le vas a decir nada a Orih?»

Resoplé, molesto.

«¿Para qué? Sus explosiones acabarían con toda Ámbarlain.»

Yánika resopló a su vez en desacuerdo.

«Hermano. Orih no sólo sabe hacer explosiones.»

«¿Ah, no? Pero si dijo que era el único sortilegio que sabía hacer.»

«No me refiero a eso,» dijo Yani con paciencia. «Los Ragasakis no sólo sabemos hacer magia. Orih, por ejemplo, sabe subir la moral de los demás, y sabe ser muy fuerte mentalmente, y también sabe… sabe ser muy optimista y…»

«Eso último va con lo de subir la moral,» le hice notar con burla. «Además, yo nunca dije que Orih no podía hacer nada. Sólo pienso que…»

«Piensas que le estás haciendo un favor,» me cortó Yánika, algo irritada. «Si no sabe que ha provocado el bloqueo del río, no sufrirá, ¿verdad? Y si lo sabe y causa muertes, sufrirá, porque no tiene un Datsu para protegerse como tú. Eso es lo que estás pensando, hermano. Todavía crees como Lústogan que la gente es débil cuando no tiene un Datsu para controlar sus emociones. Y os equivocáis. Orih puede controlarse a sí misma. Por eso, preferiría saber lo que ha hecho e intentar reparar su error. La conozco mejor que tú.»

Sus palabras me causaron un tic nervioso. A veces realmente me daba la impresión de que mi hermana era capaz de leer mis pensamientos. Resoplé de lado.

«¿De verdad sólo tienes doce años, Yani? A veces me da la impresión de que eres más vieja que Shimaba.»

Yani me dio un leve puñetazo en el pecho y me carcajeé.

«Está bien. Vayamos a contarle a Orih el problema. Pero, si pasa algo, tú te encargas de consolarla, ¿eh? Yo no valgo para esas cosas. Y también debería avisarle a Saoko antes de que me asesine otra vez con sus ojos… Qué fastidio.»

Yánika me dedicó una gran sonrisa y añadí, burlón:

«Por cierto, brujilla-que-siempre-se-sale-con-la-suya, todavía tienes chocolate en los morros.»