Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 1: Los Ragasakis

24 Los Tahúres

La bajada del Labecimo se hizo más rápido de lo que esperaba Livon. Este, aunque decía tener la mente más despejada, estaba tan debilitado que apenas podía tenerse en pie. Preso de inquietud, lo había convencido de que lo llevaría yo a cuestas y fuimos bajando los escalones y peñascos del monte a base de caídas amortiguadas con órica. Así, pese al peso de Livon, no tardé en alcanzar el río y de ahí fuimos bajando y bajando hacia el norte. Hacia Lellet.

No era aún mediodía cuando llegamos a la cascada de la que había hablado Livon anoche. Era profunda. Pero tenía varios escalones. Ahí, abajo, a varios kilómetros, se veían las pequeñas casas de Lellet, el teleférico que subía hacia el oeste, los bosques y aposté que, de no ser por un monte que se alzaba justo a nuestra derecha, hasta se habrían visto el mar y Firasa.

«El… desfiladero…» pronunció Livon.

Intentó mover su brazo para indicármelo y por poco perdimos el equilibrio. Resoplé, posándolo en el suelo.

«Tienes fiebre otra vez,» noté.

Livon no contestó. Que no protestase me dio mala espina y tomé al fin mi decisión.

«Vamos a bajar por la cascada.»

Aquello le arrancó a Livon un débil suspiro de incredulidad.

«Drey… ¿Hablas en serio?»

«Muy en serio. Por más que digas que no te estás muriendo, está claro que esa herida te está dejando hecho un trapo. Cuanto antes lleguemos a Firasa mejor. En Lellet tomaremos un anobo para ir más rápido.»

Lo oí resoplar. ¿Se estaba riendo?

«¿Un… anobo?» espiró. «No hay anobos en la Superficie, Drey…»

Soltó otra risita. ¿Estaría delirando otra vez? Suspiré y comprobé que tenía bien atada la mochila ante mí antes de volver a cargar con Livon.

«Agárrate bien.»

«Vale.»

No lo vi dudar un solo segundo. Casi me preocupó.

«Tranquilo,» dije. «No seré levitador, pero sé amortiguar una caída.»

«Lo sé.»

«No lo haría si no estuviera seguro de ello,» insistí.

«Drey,» se sorprendió Livon hundiendo su frente ardiente contra mi hombro. «Somos amigos. Confío en ti.»

Sus palabras me dejaron paralizado un instante. Contemplé a lo lejos el paisaje del valle y sonreí.

«Entonces, perfecto. Pero si te agitas o me desconcentras durante la bajada, será culpa tuya si nos estrellamos. A la de tres.»

Me concentré, conté hasta tres y di el último paso hacia el vacío de la cascada. Caímos.

Fui frenando la caída regularmente con propulsiones óricas. Cuando era pequeño, Lústogan me había entrenado a ello con asiduidad, aun cargando con piedras, para sobrevivir una caída, pero también para que aprendiese a evaluar mis límites y optimizara el empleo de mi tallo energético. Era todo un arte. Y también lo era apreciarlo en su justa medida, sin dejarse llevar por las sensaciones. Algo en que nosotros, los Arunaeh, teníamos ventaja con nuestro Datsu.

La cascada era profunda y bajarla consumió severamente mi tallo energético, pero llegamos hasta abajo y aterrizamos sanos y salvos como plumas. O casi. Justo al final quise lanzar otro sortilegio de propulsión para alejarnos del agua, pero el viento de la cascada me lo desvió y nos zambullimos irremediablemente. Regresé a la superficie escupiendo agua y gruñí:

«Attah…»

«¿Era para bajarme la fiebre?» refunfuñó Livon.

«Er… Un método como cualquier otro, ¿no?» carraspeé.

Nadamos hasta la orilla y nos quitamos la ropa hundida. La escurrí todo lo que pude. Por suerte, aquel día el sol calentaba agradablemente. Tras comprobar que no había salido nada de mi mochila, le tiré a Livon mi chaleco.

«Está seco. Es fibra de darganita.»

Rebuscando en mi mochila, topé con mi pendiente y, tras una vacilación, volví a ponérmelo. No sentí nada raro. ¿Tal vez simplemente el cristal había respondido a la energía de la crisálida?

Livon se había quedado dormido en la fina arena que rodeaba el remanso al pie de la estrepitosa cascada. Su estado había empeorado desde la mañana y me tenía preocupado. Estaba aún tendiendo la ropa sobre unas ramas cuando un ruido de piedra rodando me hizo girarme de pronto hacia la cascada. Con sorpresa, vi aparecer detrás de esta a un joven drow con gafas tan espesas que parecían blancas. Se acercó por la orilla, vacilante.

«Eh… Esto…» balbuceó. «¿Cómo puede ser que…? Digo. Os he visto caer por la cascada. No había visto nunca nada semejante.»

«Oh,» sonreí. «Soy destructor. Celmista órico. Tengo cierta práctica bajando barrancos.»

Lo vi acercarse aún más a mí e inclinarse.

«Impresionante. Mi nombre es Lurak Shovik de los Zandra.»

Enarqué una ceja. Ese tal Lurak parecía tan cegato que me pregunté qué había visto exactamente caer de la cascada. Fuese como fuese, por su ropa ricamente adornada y colorida, aposté a que no se trataba de un aldeano.

«Drey Arunaeh,» me presenté. «Perdón por haberte asustado. Dime… ¿a cuánto tiempo de marcha está Lellet de aquí?»

«¿Lellet?» repitió Lurak. Parecía como distraído. «Oh… Una hora tal vez… ¿Tu compañero está herido?»

«Pues sí,» afirmé, ensombrecido. «Le atacó un oso sanfuriento. Por eso necesito llegar cuanto antes a Firasa. Ahí conozco a un médico que tal vez pueda curarlo.»

Lurak ladeó la cabeza y sonrió.

«¿No hablarás de Yeren?»

Parpadeé, confuso.

«¿Cómo…?»

«Eres un Ragasaki como él, ¿no? Llevas su insignia, en todo caso. Tranquilo. Iré a avisar a la casa y os echaremos una mano. Volveré rápido.»

Su propuesta de ayuda me sonó sincera y me alegré.

«¡Gracias!» dije mientras él se alejaba.

Tal vez media hora después, regresó el cegato, seguido de otros dos drows cuya semejanza con el primero me hizo entender que eran hermanos. Llevaban una camilla.

«Estos son mis hermanos Norwan y Belbert,» los presentó Lurak. «Todo está arreglado. Padre ha hecho llamar a su propio cochero para enviar a tu compañero directamente a la Casa de los Ragasakis en Firasa. El carruaje tiene cuatro caballos de Korame. Son rápidos. Estará ahí en una hora y media.»

Eso sonaba bien pero… Mientras ellos ponían a Livon sobre la camilla y yo recogía nuestras pertenencias, los observé, algo intranquilo. ¿Quiénes diablos eran los Zandra? ¿Conocidos de los Ragasakis? ¿O bien me estaba metiendo en la casa de unos bandidos?

«Es muy amable,» dije, «y me pregunto cómo puedo devolveros el favor.»

Lurak sonrió, irguiéndose. Los vidrios de sus gafas eran tan espesos que no se le veían los ojos.

«¡No te preocupes! Mi Padre, el Tahúr, ha dicho que desea hablar contigo. Creo que el hecho de que seas un Arunaeh le ha llamado la atención.»

Ese, pues, era el precio al favor… Extraño. Era extraño que un habitante de Lellet se interesara por la familia de los Arunaeh. Fuera como fuera, el estado de Livon me preocupaba, ni siquiera se había inmutado cuando los hermanos Shovik lo habían puesto sobre la camilla, y me decidí. Si ese Tahúr tan sólo quería «hablar», que así fuera. Mientras Livon llegase a Firasa cuanto antes, no me quejaba.

Tras caminar un rato, desembocamos en un claro y una pequeña colina sobre la cual se alzaba una imponente mansión. Sólo tenía dos pisos, pero se extendía como una aldea con un recinto que recordaba a una muralla. Aquello me confirmó mi primera impresión: los Shovik no eran una familia pobre. Al contrario. Advirtiendo tal vez curiosidad en mi expresión, uno de los hermanos que llevaba la camilla preguntó:

«¿No sabes quiénes son los Zandra, verdad?»

«¿Cómo no va a saberlo, Belbert?» protestó Lurak.

«A decir verdad, no lo sé,» confesé. «Soy extranjero, como ya sabéis. ¿Sois conocidos?»

«Y no poco,» carraspeó Lurak, tal vez algo molesto por mi ignorancia. «Viene gente de toda Rosehack e incluso de los Pueblos del Agua a nuestro Hogar de la Paz.» Señaló la mansión con un amplio gesto. «Los Zandra somos un gremio de jugadores. Y nuestro Padre, el Tahúr, Toly Shovik, lo lidera desde hace veinte años.»

Jugadores, ¿eh?

«¿Jugadores de qué?»

Lurak sonrió.

«Ya lo verás en cuanto entremos. Las reglas del Hogar de la Paz son simples,» añadió deteniéndose ante el gran portal entreabierto. «Se deja el calzado en el vestíbulo, no se emiten ruidos innecesarios, se habla en voz baja y no se permiten ni las trampas ni las armas.»

«¿Cuentan las navajas?»

«Las dejas en el vestíbulo. No te preocupes: no hay ladrones aquí.»

«Y si hay uno, le c-c-cortan las m-m-manos,» aseguró el tercer hermano, Norwan. Así que ese era tartaja. Menudo trío. Un cegato, un tartaja y el otro que tenía una cara de espantapájaros.

«Entonces, no me preocupo,» dije.

O al menos esperaba que no fuera necesario preocuparse. En cuanto pasamos el portal del recinto, vi en el gran patio a un saijit con uniforme rojo atando cuatro caballos robustos y magníficos a un gran carro. Mis dudas se deshilacharon casi por completo.

«¿Conocéis acaso a los Ragasakis?» pregunté. «¿Por qué hacerme un favor así?»

«Ya te lo he dicho,» sonrió Lurak. «El Tahúr quiere hablarte. Y quiere jugar contigo. Por eso, antes de subir al carro, su curandero personal le echará un vistazo a tu compañero. Y, si de verdad es necesario, lo enviaremos a Firasa de inmediato. Yeren es uno de los mejores curanderos que conozco: tenga lo que tenga, estoy seguro de que tu amigo se repondrá.»

Sin duda… Tragué saliva. Los acompañé hasta el vestíbulo, dejamos los calzados y, en una salita contigua, observé cómo un curandero serio y atento examinaba a Livon. Me hizo unas preguntas sobre los síntomas que había tenido este desde que había sido mordido por el oso sanfuriento, le puso una pomada en la herida, le hizo beber una infusión sacándolo apenas de su sopor y acabó confesando:

«Por desgracia no tengo experiencia alguna sobre osos sanfurientos. Su estado no parece crítico, pero es inquietante. Está dominado por un letargo muy extraño… Podría ser grave.»

«Entonces ¿lo mandamos a Firasa?» preguntó Lurak.

El curandero asintió.

«No me arriesgaría a dejarlo sin tratamiento. Será mejor que lo examine un curandero de Firasa.»

Lo decía sin una pizca de orgullo, para honra suya. Me hubiera gustado acompañar a Livon… pero mi intuición me decía que era una mala idea ignorar la invitación del Tahúr Zandra. Así que me contenté con escribir una rápida nota a los Ragasakis por si Livon no conseguía explicar nada y finalmente dejé que los hermanos Shovik instalasen a Livon en el carruaje. Al subirme para asegurarme de que estaba bien y que se llevaba su hato, mi mirada se posó sobre el rostro más pálido que azulado del kadaelfo. Si tan sólo ese oso sanfuriento no hubiese aparecido…

«Livon. Ni se te ocurra morir,» le murmuré.

Para sorpresa mía, lo vi abrir los ojos. Me miró.

«¡Livon!» dije. «¿Qué tal te encuentras?»

Sonrió levemente.

«Drey…»

Cerró los ojos y tras un instante entendí que se había vuelto a quedar dormido. Mar-háï, suspiré. De nada servía retrasar el carruaje, así que me apeé y, bajo la mirada de los tres hermanos, me giré hacia el cochero diciendo:

«Buen viaje.»

Contestando con un simple movimiento de cabeza, el cochero arreó los caballos y las ruedas se pusieron en marcha. En unos minutos, tomó buena velocidad, llegaron abajo de la colina y siguieron el ancho camino de tierra hacia Lellet. No habían desaparecido aún cuando Lurak rompió el silencio.

«Drey Arunaeh. Por aquí, por favor.»

Fuimos otra vez adentro y recorrimos todo el vestíbulo. Al fondo de este, se abría un amplio patio interior con jardines y cuatro soredrips en flor. Lurak me guió por las anchas galerías que lo circundaban y, con cierta perplejidad, constaté que estas estaban llenas de gente tomando infusiones mientras concentraba sus pensamientos en tableros con fichas, cartas, dados, palillos y demás herramientas de juego. Había ahí tal vez tres decenas de personas, pero la paz era tal que tan sólo se oían leves murmullos, el canto de los pájaros, el viento sobre las hojas de los soredrips y el ruido apagado de nuestros pies descalzos contra las alfombras. Parecía un paraíso del juego. Aun así, que lo llamaran Hogar de la Paz cuando obviamente esa gente se jugaba buenas cantidades de dinero tenía un lado paradójico. Al menos, si eran malos perdedores, no podían causar alboroto, pensé.

Lurak me hizo esperar unos instantes en un pequeño pasillo lujoso. Sus dos hermanos se habían parado en camino, así que me quedé solo. Estaba examinando un tapiz que representaba un enorme tablero con diferentes escenas en cada cuadrado cuando la puerta detrás de mí se deslizó.

«¿Drey Arunaeh?»

Me giré. La voz pertenecía a un drow de edad madura de pie, junto al marco de la puerta. A diferencia de los otros tres Zandra, ese llevaba una simple túnica larga y azul. Tenía barba, algo inusual en los drows. Sus ojos, violetas como los de Lurak, me observaban con interés.

«¿De la familia Arunaeh?» insistió.

Fruncí el ceño. Ahora que ya no podía hacer nada más por Livon, me preguntaba qué diablos querría ese jugador rosehackiano de mí. Que le hubiese llamado tanto la atención mi apellido me daba mala espina. Asentí con lentitud y dije cortésmente:

«Gracias por haber ayudado a mi compañero, tanto por el carruaje como por el curandero. Te estoy agradecido.»

Incliné levemente la cabeza. El drow sonrió.

«Ha sido un placer ayudarte. Espero que tu compañero se reponga rápido y bien. Creo que es evidente, pero me presentaré: soy Toly Shovik, el Tahúr de los Zandra desde hace ya más de veinte años. Por favor, pasa. Es un honor tener como invitado a un Arunaeh.»

Lo seguí adentro de una habitación con cojines, varios tableros y una bandeja con una tetera humeante.

«Y es un honor ser invitado por el Tahúr de los Zandra,» dije, «aunque sinceramente nunca había oído hablar de ti.»

«¡Ah!» sonrió el Tahúr. «A eso se le llama sinceridad. Me gusta. Tu ignorancia no me hiere, tranquilo. Eres muy joven, y para conseguir una caída de la Cascada de la Muerte y no morir debes de haber pasado más tiempo de tu vida practicando órica que estudiando las pequeñas personalidades de la Superficie. ¿Verdad?» ¿Cascada de la Muerte? Conocía una cascada con ese nombre en los Subterráneos bastante más escalofriante… El Tahúr no me dejó tiempo para contestar y dijo: «Siéntate, siéntate y ponte cómodo. ¿Un poco de agua con menta?»

Me encogí de hombros y él tomó eso como un sí. Sirvió las tazas mientras decía:

«Te preguntarás seguramente qué es lo que quiero de ti. O tal vez ya lo sepas.»

«Lo siento, pero no soy tan perspicaz.»

Acepté la taza y él meneó la cabeza.

«¿En serio? Los Arunaeh sois tan conocidos que hasta yo, un simple tahúr, he oído hablar de vosotros. De hecho, he oído decir que tenéis una mente diferente capaz de pensar más rápido.»

Enarqué una ceja burlona.

«¿En serio? No lo he notado.»

Lo vi sonreír.

«Sombaw Arunaeh. Se cuenta que ganó a tres campeones del Erlun de Donaportela en una partida amistosa hace más de treinta años. Pero nunca quiso presentarse a ningún campeonato.»

Sombaw Arunaeh era un hermano de mi abuela paterna. Por lo que sabía, aún vivía en algún lugar de los Subterráneos, pero nunca lo había visto.

«No tenía ni idea,» confesé.

Mi ignorancia lo hizo fruncir el ceño.

«Mm. También he oído decir que sois incapaces de perder los nervios. La impaciencia es una gran desventaja en un juego como el Erlun. ¿Te gusta jugar?»

Hice una mueca. Mar-háï… ¿Para eso me había invitado?

«Lo siento, pero yo nunca he jugado al Erlun.»

El Tahúr parpadeó, asombrado. Y entonces se echó a reír.

«¡Muy gracioso! Pero entiendo que te resistas a jugar con alguien como yo. Al fin y al cabo, nunca nadie ha conseguido ganarme dos partidas seguidas en estos últimos veinte años. Te propongo un trato,» dijo. Tomó un sorbo de su taza. «Si ganas, te proporcionaré información sobre lo que quieras. Si pierdes, tú me proporcionarás información sobre lo que yo quiera. Así suelo jugar siempre. ¿Qué te parece?»

Puse los ojos en blanco.

«Teniendo en cuenta que me vas a ganar sí o sí, no gano nada aceptando.»

No le dije que le había dicho la verdad: nunca había jugado al Erlun. Mi hermano decía que era un juego de interés nulo para mi aprendizaje de destructor. Como consecuencia, ni siquiera me conocía las reglas.

«Ya veo. De modo que rechazas. ¿Incluso si te dijera que tengo ciertas informaciones sobre los Monjes del Viento y sobre el paradero de Lústogan Arunaeh?»

Sentí mi rostro enfriarse como el hielo. ¿A qué venía eso? Clavé mis ojos en los suyos. El Tahúr hizo una mueca teatral y posó su taza tragando la menta.

«Podría ser un problema si los Monjes del Viento llegaran a saber dónde se esconde. Como comprenderás, esa información no me pertenece sólo a mí… pero podría clasificarla como confidencial y en tal caso ningún compañero se atrevería a venderla.»

Resoplé de lado, reflexionando. Estaba claro que ese tipo no era un simple tahúr reyezuelo de Lellet. Tenía información. Y negociaba con ella. Dánnelah, pensé de pronto. ¿Podía ser que hubiese caído con aquellos a los que Livon llevaba dos años buscando? Alcé la cabeza.

«¿Eres de la Kaara?»

El Tahúr sonrió anchamente.

«¿No lo sabías? Cambio de propuesta: me aseguraré de empezar con una penalización. Quitaré la ficha del Arquero. Y, si pierdes, tendré derecho a hacer una única pregunta. Si pierdo, ¡tendrás derecho a tres! Y una información bonus sobre los dokohis a los que anda buscando la líder de los Ragasakis. ¿Qué me dices? Una buena oferta, ¿verdad?»

Me quedé mirándolo, suspenso. ¿Qué clase de pregunta quería hacerme ese cazador de información? Algo sobre mi familia, probablemente. Lo que no había precisado era si se sentiría libre de vender a Lústogan al Templo del Viento si yo perdía pero… ¿quién me aseguraba que no lo haría de todas formas? Incluso podría haberlo vendido ya. La fiabilidad de un comerciante tenía valor… pero lo justo para ser rentable.

Suspiré.

«¿Y si rechazo?»

«Habrás perdido una bella oportunidad para obtener información de oro.»

Ni que tuviera una mínima posibilidad de ganar…

«¿Tanto miedo te da una pregunta?» agregó el Tahúr. «Es una lástima…»

“Acepta.”

La repentina voz bréjica en mi cabeza me sobresaltó, distrayéndome de las palabras del Tahúr. Por Sheyra, ¿quién…?

“Acepta: te daré una gran victoria. ¡Quiero jugar!”

“¿Quién diablos eres?” le repliqué.

No había estudiado la suficiente bréjica para crear el vínculo de una conversación mental, pero contestar era sencillo. El vínculo ya estaba establecido y era tan corto que no me cupo duda de que… nacía y moría en mi cabeza.

“¿Eres Kala?” jadeé interiormente.

“¿Kala? No. Yo soy Myriah. Parece ser que tenía la mente dispersa en la varadia y por algún milagro el pendiente que tienes me ha absorbido. ¿No lo hiciste queriendo?”

“¡Qué voy a hacerlo queriendo!”

Mar-háï. Si Livon se enteraba…

“Bueno, bueno, de todas formas no me quejo,” aseguró Myriah, impaciente. “Ahora estoy en plena forma. Así que acepta esa partida.”

Vacilé, asimilando aún la noticia.

“Livon me dijo que eras una profesional del Erlun. ¿Es verdad?”

“Pues claro. Soy Myriah la Imbatible. Fui famosa en todo el Imperio, créeme. ¿Puedo jugar? Llevo tanto tiempo sin jugar. Sé que hasta hace poco Livon sacaba el tablero, pero yo no podía contestarle ¡y no sabes lo frustrante que es eso! Pero jugaré con él en cuanto se mejore porque… se va a mejorar, ¿verdad? Esa carroza lo llevará a ese curandero y él lo curará… ¿verdad?”

De modo que llevaba consciente desde hacía ya un buen rato… Suspiré y, acabando mi taza, bajo la mirada interrogante del Tahúr, asentí.

«Cambio de planes: acepto.»

“¡Pero sin penalización!”

«Y sin penalización,» dije, repitiendo las palabras de Myriah. Añadí para ella: “Más te vale que ganes.”

Me respondió un simple resoplido. El Tahúr debió de preguntarse a qué se debía ese cambio repentino, pero no se quejó. Sonrió, satisfecho, y tras servirnos más menta, instaló el tablero del Erlun. Mientras colocaba las fichas, sonreí, pensando que fuera lo que fuera ese cristal que me había dado Rao, le iba a permitir a Myriah olvidar su encierro monótono en la varadia.

“Dijiste que fuiste famosa en el Imperio, ¿verdad?” dije. “Era una broma, ¿no?”

“¿Una broma? Pues no. Pff. Todavía estoy demasiado confusa en mi nuevo cuerpo para bromear.”

Atónito, exclamé:

“¡¿Tan vieja eres?!”

El Imperio de Arlamkas había sido disuelto hacía ciento cincuenta años…

“¿Te han enseñado alguna vez los buenos modales, niño impertinente?” retrucó ella, ofendida. “Puede que hayan pasado muchos años, pero sigo teniendo un cuerpo joven.”

“Huh. Ahora mismo no tienes cuerpo…”

“¡Descarado! Muéstrate útil y ayúdale a tu oponente a poner las fichas.” Mar-háï. La dulce y hermosa elfa tenía espíritu mandón… La oí mascullar: “¿O es que no sabes hacerlo?”

Suspiré y contesté:

“¿Honestamente? No me sé las reglas.”

“¿Queéééé?”

Una media sonrisa deformó mis labios.

“Tú dijiste que aceptase. Ahora encárgate de no hacer el ridículo.”

Sentí su determinación. Y también oí su murmullo bréjico:

“Impertinente… Yo nunca hago el ridículo.”