Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 1: Los Ragasakis

18 El Príncipe Anciano

«Hermano…»

«No abras los ojos, Yani,» cuchicheé.

Ella, aún aferrada a mi brazo, asintió y volvió a cerrar los ojos, tratando de controlar su miedo. Los vampiros seguían apuntándonos con sus arcos. Lo más extraño era que, en una situación como esa, Sirih actuase de manera tan lenta. La armónica apenas se había enderezado y parpadeaba, como si no acabara de despertarse. El vampiro de ropa verde sonrió.

«El agua del manantial, joven kadaelfo,» me explicó. «Tiene propiedades soporíferas. Por eso…» señaló algo cuesta abajo, «esa humana está totalmente amodorrada.»

Agrandé los ojos, helado. Sanaytay. Ahora que estaba de pie, pude ver a la joven morena tirada en el suelo, profundamente dormida. Apreté los dientes. Yeren alzó una mano despacio.

«Un momento,» dijo el curandero. «¿No iréis a matarnos?»

Ese sí que guarda su sangre fría, pensé. Sin embargo, cuando los vampiros enseñaron sus colmillos, divertidos, creí advertir una gota de sudor rodando por el rostro del drow albino… Resonó de pronto un golpe y un grito:

«¡Traidor imbécil! ¿Qué quieres decir con que nos has traicionado?»

Esa era Orih. Estaba fuera de sí y las flechas que la apuntaban poco parecían importarle: le acababa de dar una señora bofetada a Merek y el mirol se arredró balbuceando:

«Lo siento, Orih. Los Ancianos m-me pidieron que atrajera a cuantos saijits pudiera a este lugar. Necesitamos la ayuda de los vampiros. Sólo así podremos salvar a nuestro pueblo…»

«Tú,» lo cortó el vampiro de ropa verde. «Ya puedes marcharte.»

Merek asintió tragando saliva y salió corriendo, no por el túnel como había esperado, sino hacia el valle. Orih respiraba entrecortadamente con una expresión de total incomprensión en el rostro. El vampiro portavoz agregó:

«Para tu pregunta, drow blanco, no vamos a mataros. Sois nuestra fuente, os cuidaremos bien,» sonrió. «Por favor, poneos en fila y en marcha.»

Hice una mueca. Tenía la impresión de que esos vampiros no eran guerreros ni estaban acostumbrados a manejar un arco; por algo habían esperado a que el agua del valle amodorrase a varios de los nuestros antes de actuar. Y Saoko debió de llegar a la misma conclusión, pues tan pronto como los vampiros empezaron a relajarse, el mercenario se movió como una serpiente, agarró los diablos saben cómo el arco de su atacante y acabó apretándole a este una daga en la garganta. Mar-háï, eso ha sido rápido, resoplé.

«¿Queréis que lo mate, vampiros?» preguntó el drow.

Estos se habían tensado. Incluso leí pánico en la mirada del vampiro amenazado. Saoko escupió:

«Si dejáis que el kadaelfo ése y la niña se vayan, no lo mataré.»

El vampiro de ropa verde enarcó las cejas.

«¿No te importan los demás?»

«No me incumben.»

Oí el resoplido pasmado de Orih. Yo no me sorprendí. Al fin y al cabo, Saoko era un mercenario, no era un amigo ni un aliado de los Ragasakis: cumplía meramente el trabajo que le había encomendado mi hermano. El vampiro amenazado jadeaba de horror. Era particularmente joven, constaté.

«Limbel… Limbel, no quiero morir…»

Ante la súplica de su joven compañero, el vampiro de verde, probablemente el tal Limbel, fulminó al drow con la mirada… y finalmente asintió.

«Está bien. Que se vayan.» Otro compañero suyo le echó una mirada sombría y él razonó: «Siete saijits es más que suficiente.»

Fruncí el ceño. ¿Siete? Si en esos siete no nos contaba a nosotros, significaba que…

Attah, gruñí interiormente. ¿En serio habían pillado a Naylah, Livon y Rozzy?

«Lo siento,» intervine de pronto. «Pero no puedo irme así.» Hundí las manos en los bolsillos, sin aminorar el viento que nos rodeaba a Yánika y a mí. «Oí hablar de vampiros chupasangres que ni son capaces de hablar un idioma saijit ni se visten como ellos. Pero vosotros parecéis ser diferentes.»

«Somos vampiros de los Subterráneos,» replicó el tal Limbel. «No nos compares con los idiotas de la Superficie, saijit.»

«Y no lo hago,» aseguré. «Yo también soy de los Subterráneos. Sólo tengo una pregunta,» agregué. «¿Sois vosotros los que capturasteis al gurú de los Protectores Járdicos hace seis días?»

Limbel arqueó una ceja y empezó a reírse.

«¿Ese muchacho es un gurú? ¡No me hagas reír!»

Me alivió oírlo hablar en presente. Parecía que Aruss estaba vivo. Rozzy iba a estar contento. O no.

De repente sentí un brusco cambio en el aire y giré los ojos hacia la entrada del túnel. Vi a Saoko dar un bote de lado para evitar un garrotazo: un forzudo mirol acababa de aparecer en la boca del túnel. Liberado, el joven vampiro dejó escapar un grito atragantado y se alejó de un paso rápido. Adiós rehén, adiós negociaciones…

«Parece que llego en un buen momento,» masculló el gran mirol con voz profunda.

No precisamente, siseé para mis adentros. Orih se había quedado otra vez muy pálida y la oí murmurar: «¿Rakbo?» Limbel resopló con un brillo colérico en los ojos.

«Lo que has hecho ha sido arriesgado, saijit idiota,» le siseó al tal Rakbo. «¿Y si lo hubiese matado?»

«Pero no lo ha hecho,» sonrió el gran mirol. No parecía tener muchas luces.

Limbel lo ignoró y me apuntó bien claramente con su arco diciendo:

«Soltad vuestras armas. A empezar por el drow. ¿No querrás perder a tu preciado protegido?»

Saoko le devolvió una mueca de disgusto y empezó a descargar sus incontables cuchillos y demás armas. Suspiré y lo imité entregando mi navaja. De momento, lo mejor era seguir la corriente. Puesto que Aruss seguía con vida, a nosotros tampoco nos matarían tan rápido. Y huir sin haber al menos intentado salvar a los ya capturados… hubiera sido de cobardes. En cuanto a los miroles… Le eché un vistazo a Rakbo. El grandullón contemplaba las armas de Saoko con cara pasmada. ¿Por qué diablos nos habrían vendido? ¿Por dinero? ¿Por miedo?

Los vampiros espabilaron lo suficiente a las dos hermanas armónicas para que se movieran y nos guiaron cuesta abajo, bosque a través, hasta el edificio blanco. Este se encontraba en una pequeña colina rodeada de hierba verde. El edificio en sí parecía haber estado abandonado por mucho tiempo, porque quitando un ala de este más o menos restaurada, el resto estaba en ruinas.

Entramos en la parte renovada, por una gran puerta maciza y carcomida. Ahí, nos acogieron cuatro vampiros más. Ya iban ocho. Pero no podían ser muchos más… ¿verdad? De no ser así, la huida iba a complicarse.

Todos iban bien vestidos, uno incluso llevaba gafas y otro tenía una pata de madera. Definitivamente, esos vampiros no eran los monstruos sedientos de sangre e incivilizados que pintaban los libros del Templo. No mostraron menos su alegría al ver la buena caza. El vampiro de verde, Limbel, los cortó con un gesto y, acercándose a un biombo blanco que había al fondo de la sala, se arrodilló diciendo:

«Príncipe Anciano, ya hemos vuelto.»

Hubo un silencio y entonces oímos una voz quebrada responder:

«¿Todos sanos y salvos?»

«Todos sanos y salvos, Príncipe Anciano,» confirmó Limbel. «Con lo que traemos, te repondrás rápido.»

Hubo un silencio y Yánika se agarró más a mi brazo. Su aura despedía ahora una profunda curiosidad mezclada con tristeza. Enarqué una ceja. ¿Ya no tenía miedo? Sus ojos negros estaban fijos en el biombo blanco, deseando por lo visto poder ver a ese Príncipe Anciano.

«Haré lo que pueda… muchachos,» contestó al fin el Príncipe Anciano.

Limbel se levantó y se giró hacia nosotros con una expresión decidida.

«Llevadlos abajo.»

Pasamos por una trampilla y bajamos las escaleras. Pronto nos encontramos en un gran pasillo cercado de cuatro grandes celdas. Oí ruido en una de estas y creí reconocer la voz imperante de Naylah pidiendo silencio. Cuando uno de los vampiros abrió la celda, entendí que probablemente era la única que habían podido restaurar: algunos barrotes de las demás estaban en tan mal estado que hasta un niño las hubiera podido partir en pedazos.

«¡Vosotros!» dijo Naylah, sorprendida. «¿También os han atrapado?»

Entramos formalmente. Orih no quería ser tan complaciente, pero Yeren la agarró por el brazo con suavidad y acabamos todos metiéndonos en la celda. A la lumbre de la antorcha que había a la entrada, pude ver la gran sonrisa de Livon.

«¡Estáis todos bien!»

Le dediqué una media sonrisa y busqué a Rozzy: el elfo estaba arrodillado junto a una silueta tumbada sobre un montón de paja. Yeren enseguida se acercó, solícito.

«¿Está herido?»

«¡Atrás!» bufó Rozzy.

Nos sobresaltamos. Rozzy nos fulminó con la mirada.

«Se suponía que debíais ser útiles, malditos. Pero ¡Esencias Sagradas! lo único que habéis conseguido es acabar en esta ratonera llena de chupasangres. Me lo pagaréis…»

El járdico estaba airado. Probablemente porque estaba muerto de miedo. Paseé mi órica hasta el cuerpo tumbado y me alivió constatar que seguía respirando. Ladeé la cabeza. Pese a la oscuridad, adiviné el rostro sibilio del Gurú del Fuego, cercado de mechones rojos. Era joven. Probablemente igual de joven que Rozzy.

«¿Qué vamos a hacer?» suspiró Orih.

«Salir de aquí, de alguna manera,» bostezó Sirih.

La armónica aún estaba medio dormida y se fue a sentar con Sanaytay contra un muro sin parecer tener tanta prisa por salir. Doce, pensé. Éramos doce en la celda. Hice una mueca, afirmando para mí: Saldremos de aquí y rápido.

A falta de poder acercarse al gurú, Yeren se arrodilló junto a las armónicas para asegurarse de que el agua no las había envenenado. Lo vi cerrar los ojos y concentrarse para soltar sus sortilegios de endarsía. La expresión aliviada que se fue pintando en su rostro nos tranquilizó a todos. Livon inspiró de pronto alarmado:

«¿Y Tchag?»

«Conmigo,» sonrió Yánika. «Está aquí.»

«¡Estoy aquí!» afirmó el imp. Saliendo de la capucha de mi hermana, aterrizó en las viejas piedras que cubrían el suelo y opinó: «Está muy oscuro.»

«Pues que no se te ocurra transformarte ahora,» masculló Sirih desde su esquina.

Como cada vez que se mencionaba su hipotética transformación en dokohi, Tchag se asustó y se apresuró a subirse al hombro de Livon, temeroso.

«No se transformará,» aseguró Livon con confianza.

No, no lo hará mientras Yánika esté cerca, pensé.

De una mano, tanteé el muro, y luego un barrote. Percatándose, Naylah preguntó con esperanza:

«Drey, ¿crees que podrías quebrar esto?»

Me giré hacia ella, casi divertido de que me lo preguntara.

«Por supuesto. Sólo es hierro y granito. Sin embargo… no creo que sea el mejor momento para huir de aquí. Sirih y Sanaytay todavía están medio dormidas.»

«¡Ta! Estoy perfectamente,» replicó Sirih abriendo los ojos.

Sanaytay masculló algo en sus sueños como para corroborar. Tras una ojeada hacia el cuerpo tendido de Aruss, Naylah meneó la cabeza.

«Tienes razón. Pero, si esperamos, tal vez esos vampiros nos dejen en el mismo estado que al gurú.»

«Ese podría ser un problema,» reconocí. «Por lo que he entendido, ese Príncipe Anciano está muy herido o de alguna manera muy enfermo. Lo más probable es que no escatimen con nuestra sangre.»

Orih se abrazó a sí misma como recorrida de escalofríos. Livon consideró:

«Si podemos salir de aquí sin luchar, vale la pena intentarlo. Me presentaré voluntario para que me quiten sangre. Curaré a ese tipo.»

Lo miré, atónito.

«¿Eres tonto?» lancé, incrédulo. «Tu inconsciencia será infinita, pero no tu sangre. Además, cuando ese príncipe se haya curado, lo que quede de nuestra sangre será el festín para el resto.»

«Ellos dijeron que no nos matarían,» objetó Livon. «¿Crees que mentían?»

«¿Tan ingenuo eres?» resoplé.

«Por supuesto que mentían,» gruñó súbitamente una voz. «Son vampiros.»

Bajé la cabeza hacia Saoko. Sentado contra un muro, el mercenario abandonó al fin su silencio mohíno, torció los labios y agregó:

«Malditas celdas.» Desvió un ojo aburrido hacia mí. «¿Por qué no la abres?»

Le devolví una mirada igual de aburrida.

«¿Para qué? Hay ocho vampiros ahí arriba. Y estamos en una habitación subterránea, con lo que si decidiéramos abrirnos otra salida, tendría que cavar un túnel en la tierra. No me costaría mucho, pero los vampiros se enterarían y tenemos a dos armónicas amodorradas y a un gurú que no se puede mover.»

La mirada que me echó Saoko era de puro fastidio. No replicó y, por la costumbre, se llevó las manos a su cinturón. Echaba en falta sus armas. Pero en vez de maldecir de nuevo como yo esperaba, se levantó con cara contrariada y fue a arrimarse contra los barrotes. Naylah se cruzó de brazos.

«Que me hayan quitado Astera es imperdonable,» declaró. «La recuperaré como sea.»

«Mm… Ahora que lo pienso, Naylah, ¿cómo es que os han capturado?» preguntó Yeren con curiosidad.

«¿No me digas que te asustaron los arcos, Nayu?» se burló Sirih, abriendo un ojo.

Livon y Naylah intercambiaron una mirada y Rozzy se curvó ligeramente sobre el cuerpo de Aruss cuando la lancera contestó:

«Me aparté durante las exploraciones y, cuando me amenazaron, ya habían capturado a Rozzy y a Livon. No tuve elección.»

Aquello me hizo recordar mis sospechas sobre Rozzy y, tras verlo contemplar pálida y preocupadamente a su amigo gurú, las acabé por desechar. Pensar que Rozzy estaba compinchado con unos vampiros y actuaba tan estupendamente ante nosotros… era pedir demasiado a la imaginación.

Bruscamente, volvió a abrirse la trampilla con un crujido sordo de madera y la luz del día se infiltró en el pasillo. Apreté los dientes. ¿Tan pronto?

«¿Puedo pediros un favor?» dijo súbitamente Yeren. «Dejadme ir a mí.»

Miramos todos al curandero con sorpresa. ¿Qué pretendes, Yeren? ¿Sacrificarte? ¿O algo más sensato que lo que planeaba hacer Livon? No tuvimos tiempo de preguntárselo. Cuando llegaron los vampiros, Limbel anunció:

«Atención todos: hora de merendar.»

Yeren alzó una mano acercándose a los barrotes.

«Disculpa. Soy curandero. Si mis servicios son necesarios, puedo prestaros una mano.»

Limbel parpadeó pero entonces enseñó sus dos grandes colmillos en una sonrisa tétrica.

«Lo siento, pero preferimos que nos prestes tu sangre, drow albino.» Abrió la celda y agregó: «Adelante.»

«Yeren…» murmuró Livon, inquieto.

Ignorándolo, el curandero salió de la celda y nos puso una expresión tranquila al alejarse. Sólo que Yánika, ella, no estaba para nada tranquila. Apreté los dientes. A mí no me engañas: sólo estás fingiendo que todo va bien, Ragasaki… Recordé que si el curandero había venido con nosotros era para rellenar sus reservas de pasalla y me contrarió que él fuera el primero en sufrir en nuestro viaje. Pero… no podía actuar con precipitación, destruir la celda y mostrar mis poderes sin estar seguro de que la huida funcionaría.

De pronto, Orih se agolpó contra los barrotes y berreó a los vampiros que ya se alejaban:

«¡Si le pasa algo a Yeren haré explotar toda la casa! Que conste.»

El vampiro de las gafas se giró enarcando una ceja.

«¿Eres celmista?»

«Y una muy poderosa,» sonrió Orih, enseñándole unos dientes afilados.

El vampiro puso los ojos en blanco, incrédulo, pero aseguró:

«No vamos a matar a tu amigo. No desperdiciamos vidas.» Sonrió alzando una mano con dos dedos cruzados. «Palabra de vampiro.»

Sin más dilaciones, desapareció detrás de la trampilla y nos dejó otra vez iluminados a la sola luz de la antorcha… envueltos en un aura de tensión. Posé unas manos tranquilizadoras sobre la cabeza de Yánika.

«Todo irá bien,» le prometí. Sentí su aura dubitativa y afirmé: «Te lo prometo.»

Mi hermana se relajó. Sus esfuerzos por reprimir su aura empezaban a preocuparme. Generalmente, tan sólo reprimirla durante un rato le requería mucha energía y concentración. Yo le solía decir que, en vez de reprimirla a la fuerza, lo hiciera pensando en otras cosas, en un recuerdo agradable, pero cuando uno se sabía encerrado en una celda con vampiros cerca, era natural que esas técnicas de autoengaño no le funcionaran del todo.

«Mm… Ese vampiro me recuerda a Loy,» comentó Orih, aún agarrada a los barrotes. «Y no sólo por las gafas. Parece el típico erudito que te podrías cruzar en una biblioteca.»

Me atraganté. El típico erudito, sí, claro, ¡un poco más y lo confundía con un escriba de Tatako! El aura de Yánika se cubrió de diversión. Sirih replicó desperezándose:

«¿Tú has visto a muchos eruditos con colmillos de varios centímetros?»

«¿T-tan… tan grandes son?» tartamudeó Sanaytay. La armónica de silencio había espabilado un poco, pero la simple mención de los colmillos la había hecho palidecer como una piedra de luna.

De pronto, oímos un ruido gutural y nos giramos todos hacia el Gurú del Fuego. Aruss había despertado. Murmuró:

«Es… Esen… cia… Rozzy. ¿Por qué…?» Su cuerpo temblaba ligeramente. «R-Rozzy. Yo sólo quería vivir… una vida normal…»

Intentó enderezarse pero Rozzy se lo impidió.

«Estás muy débil, Aruss… No te muevas.»

Aruss lo miraba con un extraño asombro.

«¿Por qué?» repitió. «¿Por qué arriesgas tu vida por mí, Rozzy? El otro día… te dije cosas horribles.»

Rozzy agitó levemente la cabeza.

«No importa, Aruss. Yo también fui injusto contigo. Te pedí que regresaras y que siguieras con una vida que te hacía infeliz. Fui egoísta. Sólo… quisiera que me perdonaras.»

Juntó ambas manos, como si se fuera a poner a rezar. Intercambié una mirada curiosa con Livon. Ajenos a su alrededor, esos dos járdicos estaban en pleno enredo dramático. Y Aruss parecía sufrir especialmente.

«No soy ya tu gurú, Rozzy,» lo corrigió el sibilio pelirrojo con voz débil pero profunda. «Renuncié. Dejé una carta. Tal vez no fueron las mejores formas de despedirme, pero no es como si me hubiese ido sin avisar a los míos. Lo irónico es que acabara tan pronto en manos de unos monstruos… Debe de ser mi destino por ser tan irresponsable.»

Sonrió con tristeza. Rozzy se estremeció.

«Te equivocas,» murmuró el elfo. «Quemé la carta. Hice todo cuanto pude para hacer pasar tu desaparición por un secuestro. Burlé a todos, con la esperanza de que cambiarías de opinión y volverías. Aún estás a tiempo de hacerlo.»

Aruss lo miró con los ojos muy abiertos. Esta vez, se enderezó.

«¿Quemaste la carta? ¿Y los demás hermanos no saben que renuncié?» Su voz tembló de enojo. «¿A qué juegas, Rozzy?»

Rozzy se había quedado paralizado. Susurró con tono abatido:

«Te suplico me perdones, Maestro.»

«Ya no soy maestro de nadie,» replicó Aruss. «Ya no soy Gurú del Fuego. No soy el fetiche de nadie. Esencia,» suspiró. «Tú me salvaste de ese incendio, ¿recuerdas? Aunque en el Santuario no fueras más que el hijo de una cocinera, siempre te vi más como a un amigo que como a un sirviente… Y si llegué tan lejos, fue gracias a tu apoyo, a tus consejos, y a lo que creía que era amistad verdadera. Entonces… ¿por qué, Rozzy? ¿Por qué me traicionas así? ¿Por qué intentas encadenarme?»

Hubo un largo silencio. Rozzy estaba en pleno tormento. La expresión tensa y fruncida de Yánika lo atestiguaba. Así que era eso: Aruss había dejado su puesto de gurú de los Protectores Járdicos, pero Rozzy había querido disuadirlo disfrazando su partida de secuestro para darle una oportunidad a Aruss de recapacitar.

Ambos parecían haber entrado en un mutismo cargado de amargura y culpa. Livon carraspeó, rompiendo el silencio con discreción:

«Tchag. ¿Podrías ir junto a la trampilla y ver si consigues oír algo?»

«¡Voy, voy!»

Dando unas ridículas volteretas, el imp pasó entre los barrotes y se alejó escaleras arriba. Esperamos en la celda, expectantes. Yo rocé la piedra con la mano buscando ya los puntos flojos y memorizándolos para estar listo en el momento de hacerla estallar. Mientras Tchag hacía de espía, Naylah preguntó:

«Sanaytay. ¿Crees que podrías anular el ruido de la explosión?»

«La de Drey, sí,» asintió la armónica. «La de Orih, no.»

Le eché una mirada curiosa a la mirol y aproveché el silencio para comentar, interrogante:

«Dijiste cuando nos conocimos que también eras destructora.»

Orih Hissa desvió sus ojos meditativos de los járdicos y me dedicó una sonrisa inocente.

«No soy una destructora órica. Soy explosionista. Hago explosiones en cadena con energía brúlica y aríkbeta.»

«Sus explosiones son impresionantes,» afirmó Livon. «Ella es la que hizo volar la mayoría de los arrecifes de la zona de Firasa, ¿no te lo dije? Vaya, Orih, deberías invitarlo alguna vez a tus prácticas.»

Agrandé los ojos como platos. ¿Esa mirol torpe y parlanchina había volado arrecifes? Orih Hissa se había sonrojado suavemente de placer y nerviosismo ante mi mirada fija.

«Lo malo es que sólo puede hacer una explosión al día,» intervino Naylah. «Además, es tan potente que no sirve para sacarnos de la celda: nos calcinaría a todos.»

Orih puso cara mohína. Ya había oído hablar de gente capaz de realizar explosiones en cadena, pero no hubiera imaginado que una chica tan joven como Orih fuera capaz de llevar una a cabo. Su madre debía de haberla entrenado día tras día sin descanso… Mar-háï. Cuanto más conocía a los Ragasakis, más me sorprendían.

Sacándome de mis pensamientos, Tchag regresó declarando con alegría:

«¡El Viejo le ha dicho a Yeren que era un hombre valiente!»

Nos quedamos todos esperando, pero Tchag no añadió una sola palabra: volvió a entrar en la celda, se subió a la reja y fue pasando de barrote en barrote con la habilidad de un mono, obviamente contento de haber completado su misión. Resoplé. Attah… ¿Y qué nos importa que Yeren sea un hombre valiente?

Aruss intervino tímidamente:

«Esto… ¿Creéis que podremos salir de aquí con vida?»

Nos giramos hacia él. El sibilio pelirrojo tenía, en sus ojos pálidos y desfallecidos, un destello de esperanza. Livon sonrió.

«No vamos a morir. Los vampiros dicen que no nos matarán, y les creo,» afirmó, echándome una mirada pertinaz. «Pero salvaré a ese Príncipe Anciano a mi manera. Drey, ¿puedes abrirme el camino?»

Enarqué una ceja, circunspecto. ¿Tenía algún plan o pensaba simplemente enfrentarse a los vampiros de cabeza? No se lo pregunté y, con la ayuda de Sanaytay, creé una abertura en el muro en un relativo silencio.

«¿No era más fácil romper los barrotes?» inquirió Orih.

«La piedra es más fácil,» aseguré.

Con viento órico, tiré todo el polvo que se había levantado hacia abajo. Livon pasó por la abertura y, mientras lo seguíamos, él se alejó hasta la celda de enfrente, recogió un trozo de barrote roto puntiagudo y se lo tendió a Naylah.

«Escuchad. Cuando lleguemos arriba, Drey tirará con su viento el biombo blanco que esconde al Príncipe Anciano. Nayu, tú me pondrás este barrote contra la garganta y yo permutaré con el vampiro. Si todo va bien, no habrá derrame de sangre. ¿Vamos?»

Las cuatro Ragasakis asintieron, convencidas por el plan, concretándolo en algún punto. Saoko no comentó nada, pero se lo veía ansioso por salir y recuperar sus armas. Yo me quedé un instante mirando a Livon, suspenso. Era la primera vez que lo veía exponiendo un plan de verdad.

«¿Drey?» interrogó Livon, expectante.

«Mar-haï…» Sonreí anchamente. «Hagámoslo.»

Dejamos a Rozzy ocuparse de Aruss y subimos las escaleras hasta la trampilla, envueltos en el silencio de Sanaytay. Posé una mano sobre la cerradura. La madera era bastante más difícil de hacer explotar, porque el tejido era extremadamente diferente del de los minerales, además de ser más complicado. Sin embargo, la cerradura, en sí, era de metal. La estallé y salimos todos como un remolino, rodeados de sombras armónicas y listos cada uno para desempeñar nuestro papel. Ante las miradas estupefactas de los ocho vampiros, solté una ráfaga de bies hacia el biombo y este echó a volar por media habitación. Detrás de donde había estado el biombo blanco, había una forma angulosa y arrugada acurrucada sobre la silueta de Yeren, pero apenas la vislumbré: al instante siguiente, Livon estaba mordiéndole el cuello al curandero y el Príncipe Anciano se encontraba en manos de Naylah, bajo la amenaza del barrote afilado.

«¡Que nadie se mueva!» bufó Naylah. «Tenemos a vuestro Príncipe.»

Livon escupió asqueado con las mejillas embadurnadas de sangre… ¿Sangre? No, era un líquido verde claro. Eso no podía ser sangre. A menos que el drow albino… Dánnelah, pensé, pasmado, cuando vi que una larga hilera de sangre verde clara recorría el torso del curandero. Sí que era sangre. Limbel siseó, rabioso:

«Vosotros…»

«Ni un movimiento,» recordó Sirih.

«Sois unos precipitados, amigos,» suspiró Yeren. «Estábamos esperando a ver si mi sangre podía curar al Príncipe Anciano. Pensé que podría hacerlo, ya que los vampiros guardan más fácilmente las propiedades de la sangre que beben. Su cuerpo no debería responder negativamente… Y parece que tiene efecto,» añadió.

No veía yo qué efecto le había hecho al vampiro viejo: este reposaba a medias su peso contra la lancera, incapaz de tenerse solo en pie, casi inconsciente. En ese momento, sin previo aviso, Livon se desplomó de bruces contra el jergón. ¿Efectos de la sangre o de la permutación? No fui capaz de decirlo. En cualquier caso, los vampiros estaban furiosos.

«¡Soltadlo, malditos saijits!» gruñó una vampira.

«¡Como se os ocurra hacerle un solo rasguño…!» graznó otro.

«No vamos a hacerle daño,» aseguró Naylah. «Sólo queremos que nos devolváis nuestras armas y que nos dejéis salir de aquí sin detenernos.»

Los vampiros sisearon imprecaciones. El Príncipe Anciano intervino con una voz grogui:

«Haced… lo que os pidan… muchachos. Estoy mejor. Mucho mejor. El dolor… se va.»

Aquella noticia los acalló a todos. Limbel farfulló:

«¿En serio?»

Mientras hablaban, Yánika, Sanaytay, Saoko y yo nos dedicamos a recoger nuestras pertenencias en la esquina opuesta de la habitación. Al girarme, pude ver al viejo vampiro abrir unos ojos grandes en los que me pareció que destellaba una inmensa sabiduría. Y al ver ese rostro arrugado y ese tatuaje negro en forma de estrella de tres puntas en su frente, sentí como si ese vampiro debería haberme recordado algo. ¿Algo de algún libro del Templo, quizá?

Yeren se levantó y, cuando volvió a ponerse la camisa, me fijé en que su herida había sanado por completo. Dánnelah, resoplé. ¿Si será un monstruo ese también? El curandero avanzó unos pasos hacia el viejo vampiro.

«Me alegro de que estés mejor, Príncipe Anciano. Como te dije, cabía la posibilidad de que todo saliese mal, pero… la fortuna nos ha sonreído,» dijo con una sonrisa. «Es increíble de todas formas que sigas consciente: el que acerca demasiado la nariz a mi sangre suele caerse redondo.»

De ahí la reacción de Livon, entendí. No dejaba de pensar que Yeren era una caja de sorpresas. Que fuera un drow albino mutado era una cosa, ¿pero que tuviera sangre clara y que algo en esta fuera capaz de curar y dejar inconsciente a los que la respiraban? Ya-naï… No me lo hubiera creído si no lo estuviera viendo con mis propios ojos.

«Escuchad, todos,» nos dijo Yeren. «El Príncipe Anciano me ha dicho que quienes le causaron esa horrible herida en los Subterráneos fueron unos saijits de ojos blancos.»

¿Saijits de ojos blancos? Jadeé. ¿Se refería a los dokohis? Naylah había palidecido y esperé que de tanta tensión no le apuñalara al viejo vampiro con el barrote…

«Príncipe Anciano,» retomó Yeren con sincero respeto. «Si no es mucha impertinencia, ¿puedo preguntar si de verdad eres la misma figura legendaria de la que hablan los libros? ¿El Príncipe Anciano, el Guardián Blanco de la Sabiduría?»

Le eché una brusca ojeada al curandero, suspenso. ¿El Guardián Blanco de la Sabiduría? No solamente ese era el nombre de un asistente divino que servía a Tatako, deidad de la Escritura y la Sabiduría, sino que las leyendas en las que aparecía casi siempre lo representaban como a un monje warí en posición sentada, capaz de leer las mentes de quienes iban a verlo y capaz de recordar cuanto le contaban hasta el más mínimo detalle. Los Arunaeh, por ser expertos bréjicos, nunca habían mostrado gran interés en tan disparatadas leyendas, pero todo subterraniense conocía alguna… Sin embargo, en ningún momento de mi educación recordaba haber leído una historia en la que el Guardián Blanco de la Sabiduría fuera un vampiro. Mar-háï. Eso era romper los sueños de todos los estudiantes y escribas que intentaban imitarlo…

El viejo vampiro esbozó una sonrisa.

«No exactamente. Comparto ciertas similitudes, es cierto, pero las figuras legendarias están y se quedan en los libros.»

«¿De verdad fuiste atacado por dokohis?» preguntó Naylah con voz ahogada.

El Príncipe Anciano frunció levemente el ceño, pasó una mirada por todos nosotros y musitó:

«Lo fui. Conversemos con calma, ¿queréis? Muchachos: no intentéis nada ni toquéis una gota de sangre de estos saijits. Son mis huéspedes. Tratadlos como tales. Tú, hermosa niña, sé amable y suéltame.»

Naylah se sonrojó ante el apelativo pero no se dejó ablandar y se giró hacia Yeren. Con expresión sombría, vi a este asentir con la cabeza, dándole el visto bueno para que liberase al Príncipe Anciano. Attah… Me adelanté y le cuchicheé a Yeren:

«¿Crees que es una buena idea?»

«El objetivo principal de nuestra misión es rescatar al gurú járdico para recibir ayuda del consejo de gremios y sacar información sobre los dokohis,» me recordó Yeren en voz baja. «Si este sabio ha sido atacado por ellos… la información que pueda proporcionarnos no tendrá precio, ¿no crees?»

¿Había dicho “sabio”? Por lo visto, que fuera sabio era para el curandero una cualidad que le restaba toda importancia al hecho de que fuera un chupasangre. Me encogí de hombros y, sin bajar la guardia, me giré hacia los vampiros: estos estaban pendientes del más mínimo de nuestros gestos. Puse los ojos en blanco y, con andar tranquilo, me reuní con el resto de los Ragasakis mientras Naylah liberaba al Príncipe Anciano. Una vez este libre, le tendí la lanza a Naylah, junto con su mochila, y al pasar tan cerca del viejo vampiro, ambos cruzamos miradas. Tenía más arrugas que mi bisabuela. Sus ojos eran anormalmente grandes, el blanco del ojo más gris que blanco, y una pupila negra ligeramente verdosa que cubría todo el iris hasta hacerlo desaparecer. Estaba así, como atrapado por su mirada, cuando creí ver una luz violácea iluminar de pronto sus pupilas. Lo vi parpadear una vez… Y entonces, para asombro mío, cerró los ojos y se desplomó hacia mí. Reaccioné instintivamente impidiéndole que cayera y sorprendiéndome de paso de lo ligero que era. Me arrodillé para tumbarlo y resoplé:

«Mar-háï, ¿y ahora qué le pasa?»

«Aún no está del todo recuperado,» reconoció Yeren. «Necesitará beber al menos tres o cuatro veces más de mi sangre para…»

«¡Apártate!» ordenó Limbel, precipitándose.

Me lo decía a mí. Acabé de posar sobre el suelo al Príncipe Anciano y me aparté con prudencia hasta donde se encontraban Yánika y los demás. Todos habíamos recuperado nuestras pertenencias, pero los vampiros también habían aprovechado el momento en que el Príncipe Anciano había sido liberado y más de uno manoseaba nerviosamente su arco. En ese instante, Livon recobró el conocimiento y, aunque parecía medio dormido, el ver a los vampiros tan cerca lo espabiló lo suficiente para reunirse con nosotros. Tchag se apresuró a dejar la capucha de Yánika para refugiarse en la capa del permutador.

«¿Estás bien?» le murmuré.

Asintió, frotándose el pelo azul con los párpados a medio abrir y farfullando:

«Más o menos…»

«Son efectos del gas que produce mi sangre,» explicó Yeren ante mi expresión inquieta. «Se repondrá. En realidad, Livon, me extraña que hayas sido siquiera capaz de moverte tan pronto. La última vez lo inhalaste de lejos pero esta vez te lo has llevado de pleno.»

«Así que tiene los morros llenos de sangre verde,» se burló Sirih. «Parece un chupasangre.»

Livon meneó la cabeza, bostezando. Me volví a centrar en los vampiros. Limbel y un compañero suyo acababan de posar el cuerpo de su líder de vuelta sobre el colchón y, apenas lo colocaron, el viejo vampiro recobró el conocimiento y alzó lentamente una mano.

«Deseo hablarles.»

«Príncipe Anciano, no creo que sea el mejor momento…»

«Estoy bien, Limbel,» aseguró el viejo vampiro. «Si me quedo sentado así, estaré bien.» Sus ojos claros y atentos se posaron sobre Yeren. «Acércate, curandero. Te contaré lo que le sucedió a mi pueblo si consigues curar mi herida… y si me cuentas a tu vez por qué andáis buscando a los mismos que nos echaron a nosotros de nuestro hogar.»

Yeren asintió, pero fue Naylah quien contestó:

«Si de verdad son dokohis los que os atacaron, no me extraña que incluso unos vampiros hayan tenido que huir. Esas criaturas… son guerreros entrenados y poseídos por los espectros de…»

Calló de golpe. Por su expresión impactada, entendí que otra vez la habían asaltado recuerdos.

«Por los Espectros de la Angustia,» completó tranquilamente el Príncipe Anciano. «Los mismos que fueron recogidos por Liireth más de treinta años atrás. Me sorprende ver que unos aventureros de la Superficie sepan tanto sobre el tema y que conozcan incluso el nombre con el que esas criaturas se llaman entre ellas. Dokohis. Un nombre que yo mismo, con todo mi conocimiento, oí de pura suerte hace treinta años.»

Naylah se turbó aún más, y advertí que los Ragasakis la miraban con sorpresa. Y es que cabía preguntarse cómo, de hecho, Zélif y Naylah habían llegado a oír un nombre que sólo usaban esas criaturas para referirse a ellas mismas. Giré de nuevo mi atención hacia los ocho vampiros. Estos aparentaban ya más tranquilidad pero sólo de fachada: con su singular rapidez de movimiento, nos hubieran podido rodear en cuestión de segundos. La decisión de liberar al Príncipe Anciano seguía pareciéndome un error… pero, mar-háï, cuando uno se metía en un grupo, o ayudaba o se marchaba, ¿no? Yeren dio un paso adelante y, bajo la mirada atenta de los vampiros, se sentó en el mismo suelo diciendo:

«Príncipe Anciano. Ignoro cómo mi compañera conoce un nombre como ese, pero puedo asegurarte que ella es la más acérrima perseguidora de esas criaturas. La líder de nuestra cofradía, Zélif de Eryoran, también está dedicando mucho esfuerzo a resolver el misterio de esos dokohis. Se supone que tras la guerra contra el Gran Mago Negro, fueron destruidos por los cazadores de espectros y demás guerreros de la zona. Sin embargo, hace poco nos enteramos de que alguien está creando nuevos dokohis con nuevos collares.»

«Entiendo,» dijo el viejo vampiro. «Pero seguís sin contestar a mi pregunta: ¿a qué viene vuestro interés por esas criaturas?»

Paseó una mirada penetrante por todos nuestros rostros y oí a Livon tragar saliva con dificultad. El permutador acababa de realizar un gesto brusco como si algo debajo de su capa se estuviera quejando. Tchag, pensé súbitamente. Si esos vampiros lo llegaban a ver y reconocían la naturaleza de su collar… la liábamos. El Príncipe Anciano retomó:

«¿A qué viene vuestro interés, digo, y por qué siento que hay alguien, entre vosotros, que desea tanto destruirme?»

Agrandé los ojos y me giré hacia Livon. ¿Podría ser que ese vampiro fuera capaz de sentir la animosidad del espectro que vivía en el collar de Tchag?

«¿Que desea destruirte?» repitió Yeren en un jadeo alarmado. Varios vampiros se movieron imperceptiblemente. Attah, siseé interiormente… El curandero aseguró: «Debes de estar equivocándote, Príncipe Anciano. Nadie aquí desea matarte. Sólo vinimos a por el Gurú del Fuego y ni siquiera sabíamos que había sido capturado por vosotros. No deseamos más que volver sanos y salvos a nuestro pueblo.»

El viejo vampiro enarcó las cejas, arrugando aún más su frente.

«Nosotros también. Por desgracia, nuestro hogar fue arrasado por los Shigan, los Ojos Blancos.» Su voz tenía un deje de melancolía. «Tan sólo llevábamos cinco años ahí, en la parte norte de Lédek, pero fueron los años más provechosos de mi vida. Decidí dedicar mi gran conocimiento para responder a las dudas de los saijits, tanto las de los campesinos como de los escribanos y gente con estudios. Fue un intercambio beneficioso para todos y los saijits empezaron a cambiar su opinión negativa ancestral sobre nuestra especie…» Sonrió levemente diciendo: «Dicen que la mayor locura de un sabio es querer dar a luz a su propio mundo. Es lo que hice, mayormente. Sin embargo, las sombras me acechaban. Hace dos meses, unos niños saijits desaparecieron en los pueblos vecinos. Unos Shigan encubiertos convencieron a los padres de que los culpables éramos nosotros, los vampiros. Aquellos a quienes di consejos me echaron y me maldijeron y, en medio de la reyerta, un Shigan me apuñaló con un veneno que no he conseguido identificar. Me buscó expresamente a mí. Me conocía. Por eso, me arriesgo a afirmar que esos Shigan siguen siendo los mismos que los de la Guerra de la Contrabalanza. Algunos no perecieron en la masacre de las Dunas de Nácar, en Dágovil, y están creando nuevos compañeros con los collares que ya existían. No son collares nuevos. Esa es mi teoría.»

Los Ragasakis se habían quedado suspensos y fascinados, en particular Yeren.

«Esos Shigan… los dokohis… ¿los conociste durante la guerra?» preguntó con tono ansioso. «¿Luchaste contra ellos?»

«Mm,» suspiró el Príncipe Anciano. «No exactamente. Desvelé información a un grupo de jóvenes celmistas que se prestaron voluntarios para aprender un tipo de artes consideradas como magia negra y para destruir así el vínculo entre el espectro y el collar. Deseaban salvar vidas… y yo les ayudé en sus experimentos.»

Experimentos de magia negra, me repetí. Por alguna razón, aquello me revolvió el estómago.

«Ese deseo de matar…» añadió el viejo vampiro adoptando un tono más frío, «se fortalece por momentos, ¿verdad… joven kadaelfo?»

Agrandé los ojos y me giré hacia Livon. ¿Se confundiría con Tchag? O bien… Recordé entonces que, según le habían dicho, Livon había perdido a sus padres por culpa de unos vampiros. ¿Era posible que casualidad fueran esos vampiros…? Improbable. Entonces, me crucé con los ojos sorprendidos del permutador y me fijé en que todos me miraban. Sentí como si una flecha de hielo me atravesara la frente y mi Datsu se liberó un poco más. Dánnelah… ¿ese viejo vampiro estaba hablándome a mí?

Consciente de que me había vuelto el centro de la atención, busqué algo que decir. Sin embargo, la reacción de mis compañeros me distrajo y me hizo pensar en lo que un día me había dicho mi hermano: cuán frágil es la amistad. Si eran capaces de creer lo que les decía un vampiro decrépito…

¿Y acaso miente?

Contemplé al Príncipe Anciano con los ojos entornados. Ya-naï. ¿Por qué desearía matarlo? ¿Y por qué ese tipo decía que yo deseaba matarlo? ¿Tenía acaso poderes como los de Yánika? Eso era casi tan improbable como que yo quisiera matar a alguien que no me había hecho nada. Entonces… ¿quería acaso crear cizaña?

Tras un silencio, Sanaytay murmuró con inquietud:

«¿Drey…?»

«Ya-naï,» dije al fin. «A ese viejo le patinan las estalactitas, nada más. Yánika. Salgamos.»

Pasé cerca del vampiro con gafas y su expresión meditativa antes de alcanzar la puerta. Salí y pronto Yánika se puso a caminar junto a mí. Estaba turbada. Y su turbación había llenado la habitación de tal forma que seguía incluso afectándome mientras bajábamos la cuesta de la colina.

En ese gran cráter circular, el sol tan sólo alcanzaba ya a iluminar las hojas de los árboles más altos y la colina en la que estábamos. Al pie de esta, a unos doscientos metros, se veían las aguas tranquilas y oscuras de un pequeño estanque cercado de elegantes y estirados arbustos de hojas rojas. Cuando llegamos hasta él, Yánika aún no había dicho una palabra, y su silencio no me tranquilizaba.

Me agaché junto al agua. Esta estaba tan llana y serena que pude ver en ella mi reflejo con claridad. Mi cabello negro atado con una cinta roja, mis ojos dorados como los de Padre, mi Datsu violáceo a ambos lados de mi rostro, y el brillo tenue de mi lágrima de cristal. Me llevé una mano hacia mi pendiente, pero no lo toqué. Cuán lejano quedaba aquel día en que esa niña de rostro gris y alegre se había precipitado para abrazarme. Meneé la cabeza y, cuando vi a mi hermana tender una mano hacia la superficie, la detuve.

«No la toques. Si el agua del manantial estaba mala, puede ser que esta también lo esté.»

Oí un suspiro detrás de mí.

«Eso mismo iba a decirte,» confesó Saoko, acercándose. Se detuvo a unos metros con la mano posada sobre el pomo de su espada. «Por cierto, otro problema: justo cuando te has ido, el albino ese le ha preguntado al vampiro por qué no habían usado la sangre de los miroles que viven en este sitio. No he escuchado toda su respuesta, pero el vampiro dice que muchos de esos tipos se contagiaron con algo que los hace volverse rabiosos. Un rincón más bien fastidioso.»

Me levanté con lentitud.

«¿Rabiosos?»

Había oído hablar de casos del estilo, pero todos eran debidos a criaturas o plantas de los Subterráneos. ¿Qué podía haberles causado eso en un lugar como aquel? Eché un vistazo desconfiado al agua, y sondeé los alrededores. Avisté un pequeño pájaro de pecho amarillo que revoloteaba junto a un roble. Trinó alegremente por el cielo oscuro y se posó sobre la rama de uno de los arbustos cercanos, con tal ligereza que apenas pareció rozarlo.

«Hermano…» murmuró Yánika. Había seguido mi mirada y sus ojos se habían posado sobre el mismo pájaro. «¿Por qué no te cae bien el anciano?»

Resoplé de lado.

«Es un vampiro, Yani. ¿Cómo me va a caer bien?»

«Pero tú… ¿ya lo conocías, verdad? Lo que sientes por él… es más que eso,» afirmó.

La contemplé, suspenso. ¿Más que eso?

«¿A qué te refieres?»

«Mm.» Yánika meneó suavemente la cabeza y la turbación creció en su aura, arropándome. «Tú mismo lo sientes y no sabes que lo sientes. No es la primera vez que te pasa. A veces… sientes cosas diferentes al mismo tiempo que otras. Creía que lo sabías. Pero no lo sabes, ¿verdad?»

Seguí contemplándola, cada vez más perdido.

«Un momento, Yani…» La cogí por los hombros, inquieto. «¿Te encuentras bien?»

«¿Yo?» se extrañó Yánika y resopló. «Estoy perfectamente. Sólo me preocupo por ti. Porque sientes sin saberlo. No sabía ni que era posible. Mi poder estaba tan acostumbrado que hasta ahora no pensé que pudiera…»

«Ya-naï,» la corté soltándola mientras le echaba una ojeada molesta a Saoko. «No te preocupes por mí. Y tú,» le dije a Saoko con sequedad. «Olvida lo que ha dicho mi hermana.»

El mercenario enarcó una ceja.

«¿Lo de que sientes sin saberlo?»

Lo fulminé con la mirada y él se encogió de hombros.

«Tranquilo, no me interesa lo que sientas. En cuanto al poder de tu hermana, ya lo conozco. Lústogan me avisó.»

Qué oportuno… ¿Lústogan le había revelado uno de los mayores errores de nuestra familia a un mero mercenario? Y por errores me refería a que el poder de Yánika provenía de la alteración del Sello. Si se llegara a saber que nuestro Sello no solamente no funcionaba sino que se había convertido ahora en un miasma de energía negra que dominaba toda la isla… Un momento, ¿acaso eso también lo sabía Saoko? Tras observarlo unos instantes, lo vi chasquear la lengua y darnos la espalda soltando un:

«Baj, qué fastidio.»

El drow se alejó lo suficiente como para dejarnos libertad de hablar. Al menos tenía algo de tacto. Suspiré y volví a sentarme junto al estanque. El rayo de sol que iluminaba las copas de los árboles había desaparecido entre las nubes y una oscuridad creciente se extendía por el enorme cráter. Lo cual significaba que íbamos a pasar la noche en aquel lugar. Sobre todo que Yeren se había comprometido a quedarse hasta que el viejo chupasangre se curara. Hice una mueca.

«Entre un grupo de vampiros civilizados y una tribu de miroles rabiosos, supongo que es mejor quedarse con los primeros,» comenté.

Yánika sonrió.

«Supongo,» confirmó.

Pese a su sonrisa, su aura seguía inquieta. El aura de Yánika generalmente nunca contradecía sus acciones. Fruncí el ceño.

«De verdad que no es necesario que te preocupes por mí, Yani. Tu poder podría estar engañándote…»

«Mi poder no me engaña, y menos si tú no intentas engañarme,» me replicó ella. «Tus sentimientos son sinceros. Tanto tu turbación como el odio hacia el anciano.»

Sentí un escalofrío.

«¿Odio? Yani… Ese odio debía de venir de otra persona. Ya sabes que yo no soy capaz de sentir algo así. Nunca he sentido odio hacia nadie, no ese sentimiento irracional que describen los libros. Ni siquiera me enfado nunca realmente. Sabes que el Datsu funciona así.»

«Sí, lo sé… Salvo el mío,» murmuró Yánika bajando la mirada hacia las aguas del estanque.

Un aura triste la envolvió. Sin saber muy bien en qué estaba pensando, la arropé con mis brazos para devolverle la alegría. Cuántas veces le había recordado que no pensase en cosas sombrías… Ella normalmente me hacía caso, pero no era siempre fácil controlarse.

«Yánika,» dije, dejando vagar mis ojos por el reflejo del agua. «¿Sigues estando triste por no ser como los demás?»

«Mm… No,» confesó Yánika. «Ahora estoy triste porque me has hecho dudar de mi poder. Mi poder nunca se ha equivocado contigo. Nunca dijiste que pudiera equivocarme en eso, hermano. Y ahora dices que me equivoco.»

Inspiré, impactado. Era cierto que el poder de Yánika nunca se había equivocado. Y también era cierto que ese poder, al haber acompañado a Yánika durante toda su vida, era una segunda naturaleza que la había hecho ver el mundo de una manera distinta a los demás. Tenía entera confianza sobre ese poder porque nunca le había engañado ni una sola vez. Decirle que se había equivocado… era un poco como intentar convencerla de que su propio hermano que tenía a su lado no existía, de que era un engaño. Me sentí culpable. Sin soltarla, murmuré:

«Lo siento. Lo siento, Yánika. Lo siento.»

Su aura se había ido suavizando con mi abrazo y, con mis palabras, se serenó del todo. Meneé la cabeza.

«En vez de decirle bobadas a mi hermana, debería intentar entender por qué siento algo que no siento. Aunque… reconoce que es un poco extraño.»

Yánika alzó la cabeza.

«Un poco,» convino. «Pero estoy segura de que conseguirás entenderlo.»

Le devolví la sonrisa.

«¿Me ayudarás?»

Yánika asintió con energía.

«Claro.»

Sentía ahora una paz serena apoderarse de mí. Me fijé en una trenza deshecha y, cuando la cogí, Yánika explicó:

«Se me cayó un anillo cuando Tchag se escondió en mi capucha. Pero lo recuperé.»

Lo sacó de su bolsillo y se lo cogí de las manos con una sonrisilla.

«Está bien. Déjame a mí, que lo hago mejor.»

Yánika soltó una risa queda pero dejó que le trenzara de nuevo la trenza y le pusiera el anillo dorado.

«Hermano…» dijo en un momento, rompiendo el silencio.

«¿Mm?»

«¿Crees que es posible ser dos dentro de uno?»

Traté de no identificarme con el tema de la conversación y, mientras trenzaba, razoné:

«Tchag es un poco eso.»

«Mm-mm,» negó Yánika. «No es lo mismo. El espectro es muy sencillo. Casi no piensa. Por eso mientras Tchag siente y piensa, no se transforma.»

«Por eso cuando está cerca de ti no se transforma, quieres decir,» la corregí con leve burla.

Yánika se sonrojó.

«¿Te fijaste?»

«Es evidente.»

Yánika permaneció unos instantes en silencio. Se oyó el canto de un ave nocturna y percibimos un chapoteo cuando un reptil semejante a un pequeño lagarto se tiró al agua del estanque y desapareció. Terminé de colocar el anillo con tranquila lentitud, sintiendo muy a pesar mío una leve tensión en el aire.

«Hermano,» susurró Yani. «Si cambiaras… seguirías siendo mi hermano, ¿verdad?»

Le eché una mirada socarrona.

«Aunque me salieran dos cuernos y alas de diablo, Yani. Déjalo ya. Aunque sea cierto que algo en mí odie a muerte a ese viejo chupasangre, si yo no lo siento, ¿cómo me va a cambiar? ¿Lo ves? En realidad, no tiene importancia. Venga. Se está haciendo de noche y hasta parece que se va a poner a llover. Volvamos a la casa a ver qué traman estos Ragasakis. Podrían estar cenando sin nosotros.»

Le dediqué una expresión de ánimo y ambos nos levantamos. Cuando nos pusimos a subir la cuesta, me alegró comprobar que mi razonamiento la había tranquilizado del todo.

Y en verdad, aunque fuera cierto que algo misterioso vivía y sentía en mí, si yo no lo sentía, ¿para qué preocuparse?