Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 1: Los Ragasakis

8 El Gran Monje

Subterráneos, Templo del Viento, año 5627: Drey, 15 años; Yánika, 10 años.

«Ahm… Yánika. No podemos llevarnos todos tus juguetes.»

«Buh… ¡Eso ya lo sé!» replicó ella avanzando sus labios en una mueca contrariada. «No te estaba pidiendo que los lleváramos.»

Enarqué una ceja, echando una mirada significativa a los juguetes que Yani había ido ordenando y apilando concienzudamente junto a mi mochila.

«¿Por qué no eliges el que más te gusta? Uno que no sea muy grande.»

Yánika puso cara concentrada contemplando sus haberes. Mar-haï… ¿Sabes, Madre? Aún a distancia la has estado mimando demasiado. Me giré al percibir movimiento por la ventana de la pequeña casa.

«¡Mahí llamó alguien afuera. Llevaba la túnica blanca de los sirvientes del Templo. Al verme junto a la ventana, se inclinó respetuosamente diciendo: «Mahí, el Gran Monje desea hablarte.»

Era de esperar. No dije nada. Me dirigí hacia la puerta, la abrí y lancé:

«Yánika. Vuelvo enseguida. No salgas.»

«Mm…» se contentó con decir mi hermana. Estaba inquieta. Y no menos que yo.

Por su expresión molesta, supe que el sirviente había visto el interior y adivinado la razón de tanto preparativo. Salí echándole una mirada fría de bies, cerré la puerta y me dirigí hacia el Templo del Viento.

La pequeña casa se encontraba del otro lado del río que brotaba de una pared de la caverna y acababa en el lago. Rodeé este y seguí con la mirada el halo luminoso de un enjambre de kérejats que revoloteaba sobre la superficie del agua, acompañando su danza con un ligero zumbido. Crucé el puente de madera y subí el Camino Azul. Lo bordeaban taikas, unos árboles sagrados cuyas raíces coloreaban de azul oscuro toda la tierra alrededor. Los Monjes del Viento lo consideraban el árbol de Tokura, Diosa de la Destrucción, porque cuando vivía destruía todas las plantas a su alrededor y cuando moría se desintegraba solo. También mantenía supuestamente el Mal alejado del Templo.

Un grupo de monjes se había sentado a las mesas de piedra fuera del edificio. Me miraron descaradamente y yo los ignoré mientras avanzaba hacia la puerta principal y pasaba el umbral. Desde que mi hermano había robado el Orbe del Viento, el respeto hacia los Arunaeh se había resentido. No podía culparlos. Pronto estaríamos lejos, de todas formas.

Recorrí pasillos de roca esculpidos con mil figuras. La historia grabada en aquel templo era una de las más antiguas que existían en Dágovil. Y sin duda la más completa. De niño, había pasado horas admirando las formas y leyendo los signos. Recordaba que un día había querido afinar la nariz aguileña del primer Gran Monje y había recibido una lluvia de amonestaciones por habérsela dejado redonda. Aquel día, Lústogan se había reído a carcajadas. Raramente lo había visto reír tan naturalmente desde entonces.

Llegué ante la sala del Gran Monje. La puerta estaba abierta y pude ver al anciano sentado al fondo de la habitación, acariciando a Durki, su perra. Así como el animal era gordo, imponente y peludo, el Gran Monje era enjuto, calvo y nervudo. No tenía la misma presencia de fuerza que mi abuelo, pero… Alzó sus ojos dorados hacia mí y me detuve, recordando una frase de Lúst:

“Si tienes que elegir entre la fuerza física, la fuerza órica y la fuerza mental… elige la última.”

Por eso en ese momento me sentía tan nervioso pese a mi aparente tranquilidad: porque así como yo sabía presionar una roca y reducirla a cenizas, se decía del Gran Monje que también sabía presionar mentalmente a su gente y hacerla estallar.

Me incliné levemente.

«Gran Monje.»

«Drey.»

Lo vi tender una mano hacia mí haciendo una señal. Me senté sobre uno de los cojines que había en medio de la sala y esperé unos segundos antes de declarar:

«Mi hermana y yo nos marchamos.»

«Sí. Eso he creído entender.» Retiró la mano del hocico de Durki y la juntó con la otra. «Sé que no eres responsable de las fechorías de tu familia. Sin embargo, creo que marcharse es la decisión correcta. Aquí ya no tienes nada que aprender. Tu padre fue a buscar al ladrón… Y no ha vuelto.»

Pese a su calma, su contrariedad era latente. Me atravesó con su mirada.

«Tengo un trato que ofrecerte, Drey Arunaeh. Pese a todo, sabes que te considero un poco como a un nieto, ya que yo nunca tendré uno. Me conoces mejor a mí que a tu propio abuelo o, incluso, que a tu propio padre: sabes lo importante que es para mí ese Orbe. Es la reliquia de este templo. El orgullo de este templo. Y el poder destructivo que han anhelado poseer multitud de malhechores.» Su quijada se tensó. «Ese Orbe es para los monjes del Viento como el Sello del Datsu para los Arunaeh. No permitiré que nadie que lo use quede impune. Y no perdonaré a ningún Monje del Viento que encubra a quien la haya robado. Sin embargo,» dijo, «si me traes el Orbe, votaré a tu favor para que te conviertas en Gran Monje. Y perdonaré a tu hermano.»

Agrandé los ojos, paralizado. ¿Yo… Gran Monje del Templo del Viento? ¿Lo decía en serio? Fruncí el ceño. Ese era uno de los sueños de Lústogan: convertir a su hermano menor en Gran Monje. Sin embargo… no era el mío.

«¿Perdonarías a mi hermano?» repetí. «¿Por haber robado el Orbe del Viento?»

«Perdonaría su traición,» aseguró el anciano. Tendió una mano para rascarle las orejas a Durki y añadió: «Pero, para ello, tienes que devolverme el Orbe. Y, una vez de vuelta, tendrás que separarte de tu hermana y devolverla a la isla de tu familia.»

Me erguí bruscamente.

«¿Qué?»

Sus ojos, dorados como los míos, no dejaban duda posible. Él tampoco había apreciado nunca la presencia de Yánika en el templo. Era un estorbo. Un peón imprevisible. Y quería deshacerse de ella. Apreté la mandíbula.

«Jamás.» Me levanté. «Me marcho, abuelo. Si algún día vuelves a ver el Orbe, no será por mí. No quiero tener nada que ver con esto. Si Lústogan lo robó, seguro que lo hizo por una razón.»

«¡Parece que no conoces a tu hermano!» exclamó el Gran Monje, resoplando. «Tiene la misma mente retorcida que tu madre. Es capaz de haberlo robado sólo para sentir la adrenalina de ser perseguido.»

Mi hermano no era así. Me encogí de hombros.

«Es mi familia, anciano. Cada uno tiene su modo de ser.»

«Ya… Y la familia pasa antes que tu cofradía, ¿verdad?» dijo el Gran Monje con cierta sequedad.

Sonreí levemente.

«Pues sí.»

El anciano suspiró.

«Entiendo. Esa pues es tu decisión.» Se levantó y Durki agitó el rabo. «Drey Arunaeh. Ya que rechazas ayudar a tu cofradía a recobrar lo suyo y proteges a quien lo robó, no me queda otra que expulsarte.»

Poco me importó. No tenía intenciones de volver. Me incliné levemente y, sin una palabra, le di la espalda y me alejé despacio hacia la salida.

«Drey,» me llamó el Gran Monje. Su voz temblaba un poco. «Eso no impide que si regresas con el Orbe… te recompensaré.»

Marqué una pausa antes de seguir andando. Recompensar. Ese viejo, resoplé interiormente. Siempre hablando con palabras de cazarrecompensas y mercenarios. Sin embargo… Me detuve junto a la entrada con cierta tristeza.

«Abuelo,» lancé. Me mordisqueé la lengua antes de añadir: «Cuídate.»

Y me marché. Estaba casi sorprendido de los esfuerzos que había mostrado el anciano para hacerme volver. Tal vez realmente me considerara como un nieto al fin y al cabo.

«¡Mahí!» dijo una voz. Un joven aprendiz se aproximó corriendo por el pasillo. Había llegado al Templo hacía apenas un par de meses y ni siquiera recordé su nombre. Me tendió una carta. «Ha llegado esto para ti.»

Acepté la carta y leí los signos. «De Mériza Arunaeh.» Me tensé. Venía de Madre. ¿Tendría noticias de Padre? La abrí febrilmente y la leí con rapidez:

«Querido hijo mío,» decía, «aquí, en la isla, el Sello está igual que siempre y el Espectro Blanco sigue vagando. La tía Sasali se ha ido de viaje y tu abuelo trabaja. No tengo noticias de tu padre ni de tu hermano. Quiero saber qué pasa. ¡Tengo derecho a saber! Vuelve ahora mismo a Taey. Deberías haber vuelto hace tiempo. Me tienes muy preocupada. Trae a tu hermana. La quiero ver. Tienes que volver.»

Plegué la carta. Mar-haï… A juzgar por lo mucho que había apretado su pluma en el papel, estaba muy alterada. Nada sorprendente: cada vez que algo le pasaba a algún miembro de nuestra familia, perdía el control totalmente. En particular si era uno de sus hijos. Efectos del sello quebrado. Era una suerte que no la tuviera delante… En fin. Supuse que lo mejor sería escribirle que yo tampoco sabía nada más y decirle que de momento estaba ocupado. Desde luego no iba a ir a la isla. “Trae a tu hermana,” decía. Ya. Trae a tu hermana para que trastee con su Datsu y lo «arregle». Ya-náï.

Me fijé en que el joven aprendiz seguía ahí, mirándome con curiosidad. Enarqué las cejas.

«¿Algún problema?»

Su rostro se hizo un puro cuadro de timidez.

«Yo… me llamo Bluz.»

Su piel humana enrojeció. Lo miré, intrigado, antes de retomar mi marcha hacia la salida del Templo.

«Esto…» añadió el tal Bluz. «¿eres Drey Arunaeh, verdad? ¡Un placer conocerte! ¿Es… Es verdad que cavaste el túnel que va hacia Kozera?»

Me detuve, extrañado.

«El túnel ya existía. Lo agrandé.»

«Eres tan joven…» jadeó Bluz.

Entendí entonces que el aprendiz simplemente estaba admirando mi hazaña y sonreí levemente, apuntando:

«En realidad, de eso hace ya tres años. Ahora, he mejorado bastante.»

«Increíble,» se maravilló el muchacho. «¿Podrías enseñarme?»

Lo observé. Era algo más joven que yo, de pelo castaño rizado y ojos inocentes. No tenía ese carácter pedante típico de los afortunados noblecillos que acababan de aprendiz en el templo. Tal vez… hubiera podido ser un amigo. Una ligera nostalgia me invadió y le di la espalda diciendo:

«Llegas demasiado tarde.»

Él me persiguió, protestando:

«¿Por qué? Mahí, yo sé entrenarme duro. Pero mi maestro no me enseña. Es un borracho.»

Me detuve junto a la puerta abierta mientras él bajaba la vista, obviamente molesto por haber hablado mal de su maestro. Lo miré con diversión.

«Entonces aprende a destruir botellas, Buz.»

Y me fui. Lo oí murmurar detrás un incómodo y contrariado:

«Es Bluz, no Buz.»

Mar-háï… Sonreí ampliamente alzando los ojos hacia las estalactitas y levanté una mano de despedida diciendo:

«¡Seguro que te conviertes en un gran monje, Buz!»

Bajé por el Camino Azul pensando que, para mí, ya había comenzado el viaje. A partir de entonces, nos esperaba a Yánika y a mí un largo, muy largo camino.