Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 1: Los Ragasakis

6 La cabaña

Los pájaros cantaban alegremente revoloteando entre las flores blancas de los soredrips, colina abajo. Sentado en una roca plana, junto al camino que llevaba a una mina abandonada, observaba tranquilamente la revista junto con Tchag mientras Yánika giraba las páginas. Era una revista turística de las aguas termales de Skabra: estaba llena de imágenes de fuentes coloridas y baños suntuosos. Mi hermana giró otra página y yo desvié la mirada hacia el cielo.

Hacía un día precioso, aunque la tierra seguía mojada. No era de extrañar: aquella noche había llovido. Como la anterior. Y la anterior. Llevaba cuatro días lloviendo cada noche. Cosas de la primavera, decía Livon. Precisamente, el kadaelfo exclamó en ese momento:

«¡Estoy listo!»

El Ragasaki se había pasado un buen rato agachado a unos cincuenta metros de distancia, concentrándose. Ahora, estaba de pie con expresión decidida. Sonreí, me levanté y me alejé de Yánika y Tchag mientras preparaba la órica. Me envolví con ella. Un viento cada vez más potente se arremolinó a mi alrededor.

“La fuerza es destrucción y protección,” me solía repetir Lústogan. “De nada sirve saber destruir una roca si te destruyes con ella. Antes, debes saber protegerte.”

Sin siquiera sacar las manos de los bolsillos, lancé:

«Listo.»

Sentí energía órica que no tenía nada que ver con mi viento alcanzar mi barrera. El primer día, Livon no había conseguido atravesarla. Los dos siguientes, la había atravesado, pero su sortilegio de permutación se había deshilachado demasiado rápido para tener efecto. Tenía la impresión de que esta vez tampoco lo conseguiría. No con un viento tan fuerte como el que había creado.

De pronto, algo cambió. El viento, a mi alrededor, desapareció. Y el sol, que antes estaba a mi izquierda, pasó a estar a mi derecha. Parpadeé al ver a Livon sacar las manos de los bolsillos con una expresión triunfal. Pegó un salto.

«¡Lo hice!»

Yánika y el imp estaban ahora tan lejos que no sentía el aura de la primera. Iba a acercarme, incrédulo y a la vez alegre de que lo hubiese conseguido, pero Livon alzó una mano.

«¿Podemos hacerlo otra vez?»

Sus ojos brillaban de entusiasmo. Me quedé en mi sitio y recreé el viento.

«Adelante,» dije.

Permutamos. En un instante, estaba de vuelta a mi posición inicial. Livon exultaba. Parece que le está tomando el tranquillo, pensé. Lo miré con curiosidad.

«¿Quieres intentar hacerlo tres veces seguidas?»

Livon asintió, igual de curioso que yo. Recreé el viento. Sentí su órica deslizarse hacia mí con facilidad, como si el haber permutado conmigo ya dos veces le simplificara la tarea. Sin embargo, esta vez no iba lo suficientemente rápida. Se disolvió. Cuando vi a Livon tirado en el camino, me helé.

«¡Livon!»

Deshice el viento y me precipité. El Ragasaki se había quedado sin fuerzas. Era la segunda vez que le pasaba. Lo oí gruñir.

«Estoy bien…»

Sí, claro, quitando que estaba en la imposibilidad de levantarse… Carraspeé.

«Lo siento. No debí haberte forzado.»

Alzó unos ojos sorprendidos hacia mí y sospeché que la idea de hacer una tercera permutación le hubiera venido a la mente de todas formas.

«¿Está bien?» preguntó Yánika.

Mi hermana se había acercado con Tchag. Este repitió, inquieto:

«¿Estás bien?»

Livon asintió con la cabeza.

«Sí… Todo bien. Pero el entrenamiento ha acabado por hoy… Eso es lo malo con la permutación, que siempre se acaba muy rápido.»

Trató de enderezarse. Lo ayudé. Pese a lo que decía, apenas podía moverse del cansancio, así que nos sentamos sobre unas rocas junto al camino desierto. Desde ahí, se veía la costa y las casas de Firasa. Tras contemplar las vistas un momento, dejé escapar:

«¿Por qué te entrenas tan duramente?»

Llevaba haciéndome esa pregunta desde el primer día en que, de alguna manera, habíamos acabado por entrenar juntos —al fin y al cabo a él le faltaba un cobaya y yo no tenía nada mejor que hacer. Pero no entendía por qué ese ensañamiento. De no haber estado Lústogan detrás de mí, obligándome a entrenar como un autómata, dudaba de que hubiera sido tan perseverante. Pero Livon era diferente. Él entrenaba con pasión. Como si tuviera un objetivo que alcanzar.

Como Livon no contestaba, pensé de golpe que a lo mejor no quería hablar de ello… pero cuando me giré, comprobé que simplemente el permutador se había quedado dormido, tumbado en la roca. Tchag se le acercó y le agarró la mejilla. Alzó unos ojos curiosos hacia mí y Yánika constatando:

«Está dormido.»

«Tiene toda la pinta,» aprobé, divertido.

«Pero… es de día,» objetó Tchag. «De día, Livon no duerme.»

«Tú puedes hablar,» resoplé.

Durante el día, el imp se quedaba dormido en cualquier esquina. También era cierto que, durante la noche, el «espectro» que se apoderaba de él no pegaba ojo tratando de liberarse de la caja. Y tal vez por culpa de este, Livon tampoco dormía todo lo que necesitaba. No le venía mal una siesta.

Me tumbé a mi vez con las manos detrás de la cabeza y contemplé las nubes. Estas cambiaban de forma con rapidez. En un momento, sonreí.

«Yánika. ¿A que esa nube se parece al abuelo?»

Se la señalé. Enseñaba un rostro de perfil con una nariz triangular, pelo pincho y una larga perilla. Yánika se echó a reír.

«¿En serio? No lo sé, no me acuerdo de cómo era.»

Enarqué las cejas. Vaya, es verdad. Nuestro abuelo, padre de nuestro padre y hermanastro del Gran Monje, nunca se había interesado en hablar con niños, y menos con Yánika. Yo lo había visto esporádicamente en el Templo y en la isla de Taey. Lo recordaba a la vez como a un abuelo sonriente y a un celmista despiadado y aterrador. Por haber sido él también medio criado en el Templo del Viento, era uno de los cuatro Arunaeh con mi padre, mi hermano y yo en haber aprendido las artes óricas. Y sus habilidades le imponían respeto hasta a Lústogan.

«¡Esa se parece a la bruja Lul!» exclamó entonces Tchag.

Miré hacia la nube que señalaba. Era una simple forma blanca sin nada muy característico. Mar-háï. Si se empieza así, todo se parece a todo…

Un súbito grito lejano en el camino rompió nuestra contemplación.

«¡Ahí estáis!»

Me enderecé para ver a una mirol de pelo verde y mechas rojas subiendo la cuesta con cara determinada. Llevaba un extraño sombrero en forma de orejas de gato con estrías doradas. Estaba llegando cuando se tropezó con una piedra, agitó las manos soltando unos “¡yai, yai, yai…!” y recuperó el equilibrio de milagro. Se detuvo junto a nosotros, resoplando. Yo me había levantado ya a medias con intenciones de ayudarla a no caerse de bruces.

«¿Quién…?»

«Orih… Hissa,» jadeó ella, apoyándose sobre sus rodillas. «¡Esta cuesta es asesina! ¿Qué le ha pasado a Livon?»

Acabé de levantarme, intrigado. Dos días atrás, al pararnos a beber algo en la Casa de los Ragasakis, Sirih la Ilusionista ladrona de Daercia y Staykel el Ahumador habían hablado de Orih Hissa presentándomela como la Ragasaki más impredecible, holgazana, torpe y bondadosa de la Casa. La querían y temían todos por igual. “Probablemente sea la celmista más poderosa de toda la cofradía,” había dicho Staykel con orgullo casi paternal. Y Loy, desde el mostrador, había asegurado: “Pero no creo que se dé cuenta de ello.” Con esos comentarios, mi imagen de ella había ido fluctuando de contradicción en contradicción. Me la había imaginado más vieja. Pero no lo era en absoluto. Parecía una colegiala.

«No le pasa nada, está durmiendo,» contesté. «Hemos estado entrenando. ¿Ocurre algo? Por cierto, yo soy Drey.»

«Mm,» dijo, irguiéndose y mirándome con sus ojos color fuego llenos de curiosidad. «Eso me han dicho. Y también me han dicho que le estás ayudando a Livon con su entrenamiento. Habiéndolo ayudado yo también, conozco la sensación. Hay tan poca gente que acepta ser permutada… Es un placer conocerte. Yo soy Orih Hissa.»

Eso ya me lo has dicho… Orih me enseñaba una sonrisa radiante. De no ser por sus dientes afilados y carnívoros de mirol, hubiera sido una sonrisa encantadora. Los de su especie eran grandes corredores, recordé. Entonces, ¿por qué ella se había quedado así sin aliento por una mera cuesta?

«¿Esa es tu hermana?» preguntó.

«Soy Yánika,» se presentó mi hermana. «Un placer.»

«¡El placer es mío!»

Se sonrieron y estrecharon las manos como dos viejas amigas. Las miré, sorprendido. Yánika siempre había sido reservada con los extraños. Cuando vi a la mirol estirar con curiosidad una de las trenzas rosáceas de mi hermana, como para comprobar que eran reales, rechiné los dientes, molesto. Insistí:

«Hey. ¿Ocurre algo?»

«¿Eh?» se sorprendió Orih Hissa. Y soltó las trenzas de mi hermana con una sonrisa inocente. «No, nada, me pregunto por qué los miroles jamás tienen el pelo rosa… ¡queda tan bien! Aunque es la primera vez que veo a una kadaelfa con ese color… ¿Te lo has teñido?»

«Qué se lo va a teñir,» resoplé sentándome otra vez sobre la roca junto a Livon y Tchag. Estaba claro que esa mirol no había venido por nada urgente.

El aura de mi hermana rezumaba diversión.

«Loy dijo que estabas en plena misión. ¿Qué hiciste?» preguntó con curiosidad.

Orih sonrió ampliamente.

«Demolición de un gran edificio abandonado,» explicó.

Agrandé los ojos. ¿Demolición?

«¿Eres destructora?»

Orih se carcajeó.

«¡Un poco, supongo!»

Su respuesta me dejó con una ceja enarcada. Orih le echó entonces una mirada a Tchag e inspiró de golpe con los ojos súbitamente brillantes.

«¿Este es el imp? ¡Es tan pequeño!»

Tendió las manos para cogerlo y, pillado por sorpresa, Tchag se dejó hacer. Contemplé a Orih, incrédulo, mientras esta se emocionaba y cubría el imp de piropos. Mar-háï, hasta intentó hacerlo maullar como a un gato para ver cómo sonaba. Riendo, Yánika se agachó junto a ella diciendo:

«¡A mí me gusta peinarle! Ayer mi hermano me compró un peine pequeño para que no le peinase también las orejas. Tchag es un niño, pero yo creo que es muy inteligente. Hoy le he estado enseñando a leer la revista de Skabra y realmente progresa, ¿verdad, hermano?»

¿Progresa? Lo único que había hecho había sido repetir las palabras de Yánika mirando sospechosamente poco las palabras escritas. Dije, burlón:

«Seguro, Tchag es un pequeño genio. Deberíamos apuntarlo a una academia.»

El imp me miró con unos ojos centelleantes de puro contento. Dánnelah, ¿se lo había creído? Casi me sentí mal. En ese momento, Livon se agitó. Me giré para verlo abrir los ojos y parpadear, enderezándose.

«¿Orih? ¿Qué…? Drey… ¿Me he dormido?»

«Sólo han sido unos minutos,» aseguré.

«¡Livon!» exclamó Orih, levantándose sin liberar a Tchag. «¿Me lo prestarás alguna vez?»

«¿Eh? Orih, estás hablando de un ser vivo,» protestó Livon, espabilando.

«Yo quiero quedarme con Livon,» intervino Tchag con voz tranquila. «Livon,» repitió, como para que no cupiesen más dudas.

Orih pestañeó, se mordió un labio como decepcionada… y lo posó sobre el regazo de Livon recobrando el ánimo:

«Lo sé, lo sé, ¿es como tu hermano mayor, verdad? ¡Di, Livon! ¿Les enseñaste nuestra cabaña a Drey y a Yánika? ¿No? ¡Pero si está cerca de aquí! La fabricamos los dos de pequeños,» nos explicó. «Vayamos a verla. Y si se sigue subiendo, podemos ir hasta el Peñasco de la Nutria, las vistas son preciosas. ¿No me digáis que Livon no os ha hecho visitar la zona?»

Ya se ponía en marcha cuesta arriba hacia el bosque. Yánika y yo intercambiamos una mirada. Desde luego Orih no estaba quieta ni un minuto.

«¡Les he hecho visitar Firasa!» protestó Livon, siguiéndola con Tchag en el hombro. «Y un poco el río Lur. Además, sólo llevan aquí cinco días y no sé en Derelm pero aquí no ha parado de llover. Tampoco quiero ser un entrometido. A lo mejor no les gusta darse la vuelta por los montes como a nosotros, ¿sabes?»

«Pues pregunta y sabrás,» le replicó Orih, deteniéndose.

«¡A mí sí que me gustan los montes!» intervino Yánika, alcanzándola. «Y me gusta cuando Livon nos da los nombres de las plantas que vemos.»

La mirol sonrió anchamente.

«¿Lo ves?»

Livon se giró hacia mí, interrogante, y me ruboricé un poco.

«Esto… Mientras no haya nadros ni escama-nefandos ni arpías, me vale,» aseguré, y retomé confianza añadiendo con una sonrisa: «Al fin y al cabo, hemos venido a ver la Superficie.»

Livon se alegró.

«¡Entonces os la enseñaré hasta que os hartéis!»

Se lo tomó tan en serio que empezó enseguida a hablar. Nos enseñó unos champiñones blancos con rayas verdes alucinógenos, un insecto-palo camuflado en la corteza de un arce…

«¡Es blando!» dijo Yánika.

Livon protestó:

«No lo toques, eso no está bien…»

Alarmado, le quité el bicho de las manos a Yánika lanzándolo lejos con una ráfaga órica. Livon puso cara impactada.

«Er… No era peligroso. Es más bien frágil, por eso…»

Hice una mueca, suspenso, y desvié la vista de la cara contrita de Yánika hacia donde había desaparecido el insecto-palo.

«Lo siento. ¿Crees que lo he matado?»

«No lo creo, son ligeros,» aseguró Livon. «Pero menos mal que Baryn no te ha visto… Con esas cosas, es despiadado: te habría tocado un buen sermón.» Por su expresión, parecía hablar por experiencia. Alzó la cabeza, su cara se aclaró y señaló hacia arriba, donde se alzaba una estructura de madera alrededor de un árbol imponente. «Esa es la cabaña. Orih y yo solíamos ir ahí, y no tan de pequeños. Nos gustaba imaginarnos que estábamos solos en una isla desierta. Cazábamos, cocinábamos… Llegamos a pasar un mes entero sin volver a Firasa, ¿recuerdas, Orih?»

La mirol sonrió, nostálgica.

«Lo recuerdo. Hasta que subió Loy a decirnos que si seguíamos viviendo así seríamos salvajes analfabetos para toda la vida.»

«Algo que no nos molestaba,» rió Livon, «pero como a Loy el monte no le va, se tropezó, cayó y tuvimos que bajarlo hasta la cofradía para que Yeren, el curandero, le curase el tobillo.»

«Y cuando Kali nos llevó su tarta de frambuesas…» se relamió Orih.

Entonces, habían decidido quedarse en Firasa, entendí.

«Qué bella es la civilización, ¿eh?» me burlé.

«Con moderación,» matizó Livon.

Ambos Ragasakis se adelantaron hacia la cabaña y, al descubrir que la puerta había volado, decidieron ir a buscarla. Livon parecía haberse repuesto bien de su tercera permutación fallida y se alejó entre los árboles escaneando el suelo con ojo vivaz. Puse los ojos en blanco.

«Parece que han vuelto a la infancia,» comenté.

Yánika se había sentado junto a la entrada de la cabaña, balanceando los pies en el aire, y la acompañé, echando un vistazo al interior del lugar. Había ahí dos hamacas, una pequeña alfombra rígida de piel de conejo, dos boles, un cuchillo tan roñado que era irrecuperable… En el alero del techo, unos pájaros habían construido un nido. Bostecé y cerré los ojos para escuchar el trino de los pájaros en el bosque, el roce de las hojas y el movimiento del aire.

«Orih también me cae bien,» dijo Yánika, rompiendo el silencio.

Sonreí sin abrir los ojos.

«Mm. Los dos son tal para cual.»

Reímos por lo bajo. Entonces, el aura de Yánika se cargó de indecisión y abrí un ojo.

«¿Qué ocurre?»

Mi hermana hizo una mueca. La conocía y sabía que algo la inquietaba.

«Di, hermano. ¿A que nos llevamos bien con los Ragasakis?»

Enarqué las cejas, meditativo.

«Bueno… Tampoco los hemos visto mucho. Son gente simpática. ¿Por?»

Yánika plegó las rodillas y las abrazó, mirándome con el rabillo del ojo.

«No tienes intenciones de quedarte, ¿verdad?»

Así que era eso. Suspiré.

«¿Por qué nos quedaríamos? Siempre nos hemos ido.»

El aura de Yánika se ensombreció, tormentosa.

«Eso mismo es lo que me molesta. Nunca intentas trabar amistad con nadie y, cuando al fin te tratan como a un amigo, ni lo ves, ni lo aprecias.»

Fruncí el ceño.

«Con que estemos juntos los dos, me vale, Yani. Livon será una buena persona, pero en cuanto sepa que salimos de una familia de inquisidores mentales, se distanciará. Y si descubre tu poder…»

«Sólo piensas en eso,» me reprochó Yánika. «Y crees poder adivinar la reacción de la gente cuando tú mismo me has dicho muchas veces que no entiendes a los saijits. No quiero viajar más, hermano. No podemos seguir huyendo. Estoy harta. Ya nos quedamos cinco meses en Donaportela, ¿por qué no nos podemos quedar con los Ragasakis al menos por un tiempo?»

«Aquí no hay tanto trabajo para un destructor como en Donaportela,» dejé escapar.

Me recosté contra las tablas de la cabaña y Yani se sumió en un silencio decepcionado y refunfuñón. Cavilé sobre sus palabras. Era cierto que, desde que habíamos salido del Templo del Viento, no habíamos hecho más que viajar. “No podemos seguir huyendo…” ¿Huyendo de qué? ¿De los espías de la Orden del Viento? No realmente. Más bien había estado huyendo de todo el mundo, no por esquivez sino porque cada vez que nos quedábamos un tiempo en un sitio empezaban a pasarles cosas extrañas a nuestros vecinos. Sueños, pesadillas… Y, en el peor de los casos, se rumoreaban historias raras acerca de nosotros. Incluso en Donaportela habíamos tenido que cambiar dos veces de pensión para evitar problemas. Sin embargo, Yánika no lo hacía queriendo… Si tenía una pesadilla y su aura aterrorizada sembraba el pánico a su alrededor, no era culpa suya. No podía controlarlo. Aun así, ahora que era más mayor, estaba aprendiendo a controlar un poco su poder cuando estaba despierta. Tal vez… Meneé la cabeza. Fuese como fuese, aquí la situación era distinta: en ningún otro lugar me había relacionado tanto con extranjeros como en Firasa. Y no lograba sentirme molesto por ello. Sabía que, si nos quedábamos, acabaríamos metiéndonos en la cofradía de los Ragasakis, lo que conllevaba ataduras, obligaciones, problemas… pero ¿eso era acaso peor que seguir viajando sin objetivo, como un espectro? Teóricamente, habíamos estado buscando a Padre, pero esa era en realidad una mera excusa para seguir viajando de pueblo en pueblo, de mina en mina. De haber querido realmente encontrarlo, me hubiera bastado probablemente con ir a la isla de Taey y preguntarle a mi madre. Tal vez ella supiera incluso dónde encontrar a Lústogan pero… no podía ir a la isla con Yánika. Hubiera sido condenarla.

Inspiré, al fin decidido.

«Hey, Yani. Lo siento, tienes razón, yo…»

Un súbito grito desgarró el aire y nos sobresaltó. Mi Datsu se desató, convirtiendo mi pánico en simple alarma… Sólo que el aura de Yánika se había cargado de tensión y miedo.

«¡Debe de ser Orih!» dijo mi hermana con voz aguda.

Me levanté con presteza.

«Tranquila. No pierdas los papeles. Quédate detrás de mí.»

Yánika asintió, tragando saliva. El grito había sonado cerca, por lo que Orih no debía de estar lejos. Nos apresuramos entre los arbustos y llegamos finalmente a ver lo que pasaba. Mi Datsu se desató un poco más y palidecí.

Attah…

En un pequeño claro cubierto de flores silvestres, tres encapuchados con las espadas desenvainadas amenazaban a Livon mientras Orih tendía hacia ellos una mano cargada de energía y con la otra agarraba a un Tchag atemorizado.

«¡Drey!» exclamó Orih, al verme. «Livon está… Livon… ¡Vosotros! ¡Ni se os ocurra hacerle daño, me oís! ¡U os abraso todos juntos!»

Los tres encapuchados no se movieron. Llevaban gafas negras y un pañuelo en el rostro. ¿Quiénes diablos eran esos tipos? ¿Enemigos de Livon? ¿De Orih? A saber. Le hice un gesto a Yánika para que se mantuviera en los lindes y corrí hacia la mirol. Esos tipos tenían pinta de saber manejar bien su espada. Yo podía intentar tirarlos al suelo con mi órica… pero eso podía poner a Livon en peligro y no nos salvaría. Miré con esperanza la fuerte energía que había concentrado Orih en su mano. Era energía en bruto, no modulada. Dánnelah, ¿podía ser que…?

«Hey, Orih, ese sortilegio,» le murmuré, «¿es tan potente?»

«Tan potente como el insecto-palo que hemos visto.»

Por un instante, en la cara colérica de Orih, avisté una expresión de pánico total. Palidecí un poco más. O sea que estaba fingiendo. ¿Esa era la tan poderosa Ragasaki que me habían descrito los otros? Atrapado por el filo de una espada, Livon jadeó:

«¿Qué es lo que queréis?»

«Tchag,» dijo el que lo amenazaba directamente. Era el más imponente de los tres y su voz resonaba con fuerza. «Queremos a Tchag.»

Agrandé los ojos, estupefacto. Esos tipos habían venido a por Tchag. ¿Serían sus propietarios? Lentamente, me giré hacia el imp que se agarraba al cuerpo de Orih con miembros temblorosos. Sus ojos, normalmente negros con un círculo blanco apenas visible, se encendían y apagaban haciéndose por instantes de un blanco lechoso. El espectro estaba tomando control sobre él, entendí. Eso era malo.

De pronto, los ojos blancos de Tchag se estabilizaron y saltó abajo, corriendo a cuatro patas entre las flores. Pero no fue hacia los encapuchados: tomó la dirección contraria… y fue directo hacia Yánika. La reacción de los tres desconocidos no se hizo esperar: los tres salieron disparados hacia el imp, ignorando de pronto la amenaza de Orih. ¿Habrían entendido que sólo era fingida?

«¡Yánika!» exclamé. «¡Corre!»

Salí corriendo yo también detrás del imp. Por Sheyra, si Tchag le atacaba a mi hermana, lo dejaría gustoso entre las manos de esos tipos, fuesen quienes fuesen. Miré hacia atrás. Orih se había puesto a berrear “¡socorro!” mientras recogía piedras como munición. Dos de los tres encapuchados, más rápidos que yo, estaban a punto de alcanzarme. Vi a uno alzar una espada hacia mí y le solté una descarga órica que, en su impulso, lo hizo perder el equilibrio. Se desplomó. El segundo, viendo a su compañero caer, frenó y se encaró conmigo.

«¡Hermano!» chilló Yánika.

¿Le habría pasado algo? ¿Tchag la habría atacado…? La ojeada que lancé a mi hermana casi me costó la vida. Por poco no vi el espadazo llegar, lo desvié de milagro con órica y caí al suelo por el impacto. Pasó una piedra volando. Y otra. Y otra. Orih no daba una. Pero consiguió distraer un instante al encapuchado. Le di una patada a este, recogí una piedra y se la estallé en la pierna. Lo oí aullar, lo vi a punto de perforarme el corazón con su maldita arma y, viendo mi fin, le solté un sortilegio de repulsión tan fuerte como pude. Volaron la capucha y el pañuelo, desvelando el rostro de un humano rubio. Se tambaleó, pero agarró de nuevo su espada con fuerza, se preparó a darme un golpe y… se detuvo extrañamente como indeciso. De pronto me saltó a la cara un chorro cálido de sangre. El rubio abrió la boca. Escupió sangre. Y se me cayó encima, cortándome el aliento.

Attah…

Lo eché a un lado sintiendo a través del velo de mi Datsu el horror que desgarraba el aire. No era el mío, aunque ciertamente era la primera vez que se me caía un muerto encima, pero eso lo llevaba bastante bien: más me inquietó el horror de mi hermana. Yánika… lo había visto todo. Y estaba en peligro.

Maldición.

Me enderecé, sólo para comprobar que, gracias a Sheyra, Yánika estaba bien —con un Tchag aterrado y de ojos negros subido a su cabeza como un gato erizado, pero bien. El otro encapuchado al que había tirado al suelo, y al que había visto levantarse, había caído muerto antes de alcanzar a mi hermana. A su lado, para asombro mío, se encontraba el cuerpo de Livon, inmóvil. Así como una silueta agachada. El drow con pelo pincho. El espía. Iba vestido con ropa grosera y llena de remiendos. Lo vi limpiar su cimitarra enrojecida con un pañuelo más negro que blanco mientras me miraba con una cara de agobio tremendo.

«Qué fastidio,» masculló.

Respiraba precipitadamente. El aura lo afectaba, entendí. Pero no tanto como a Orih: la mirol se había quedado como paralizada y la oí balbucear:

«¡Li… Livon! Livon…»

El aludido no se movía. ¿Estaría muerto? Temblando de pies a cabeza, Orih se precipitó con torpeza, aterrada, hacia el permutador, pero al ver tan de cerca los cadáveres, se paró a medio camino, asqueada, cayó de rodillas y vomitó todo lo que tenía en el estómago. El drow la miró con fastidio y, sin envainar, comentó señalando a Livon con la barbilla:

«Ese idiota, casi lo mato. Se subió como un mono a ese árbol y permutó con el grandote. No lo he atravesado de milagro. Ash… El otro lo vi caer del árbol, pero no creo que se haya muerto. Qué fastidio,» repitió.

Se puso a andar por el claro hacia dicho árbol, cimitarra en mano. Tragué saliva, analizando la situación. Mientras los tres encapuchados corrían hacia Tchag, el imp había debido de retomar el control contra el espectro. Dos de los encapuchados habían sido matados por ese drow… y este se disponía a deshacerse del tercero, permutado por Livon desde lo alto de un árbol.

«Espera,» dije, levantándome. «No lo mates. No sé quién eres, pero me has salvado la vida y te doy las gracias,» me incliné profundamente. Admití: «Me gustaría interrogar a ese tipo. Si es posible… no lo mates.»

Y no nos mates a nosotros, pensé, palideciendo bajo sus ojos fastidiados. El drow se alejó sin replicar. Tuve la sensación de que no iba a hacerme caso. Ese espía… daba grima verlo. Fuera como fuera, lo olvidé un momento para preocuparme por Yánika.

«¿Estás bien, Yani?» inquirí acercándome.

Pese a que su aura temblaba, mi hermana asintió, alzó los ojos hacia Tchag, encaramado sobre su cabeza, y preguntó:

«¿Están muertos?»

«Er… lo comprobaré,» le dije, molesto. «No tienes por qué mirar.»

El humano rubio estaba bien muerto. La segunda era una elfa de edad madura que llevaba tatuado en el rostro el símbolo de la Doncella, diosa warí del Bienestar. Por las cicatrices que cubrían el tatuaje, adiviné que mucho bienestar no debía de haber conocido en su vida. Me fijé entonces en los collares que se habían desvelado al quitarles los pañuelos. Ambos tenían uno. Un collar metálico. Lo toqué. Hierro negro. Estaban más prietos y eran más grandes que el de Tchag pero… por lo demás, se le parecían mucho. Era demasiada coincidencia. Me recorrió un escalofrío. No lo entendía. No entendía absolutamente nada pero… por alguna razón, esos tipos también llevaban collares de espectro.

«Están bien muertos,» dije al fin. «Aunque no sé si lo estarán también los espectros de sus collares.»

«¿Sus collares?» repitió Yánika.

Se había agachado junto a Orih y la había ayudado majamente a alcanzar a Livon ignorando impecablemente los cadáveres, pero ahora, curiosa, quiso acercarse… La aparté gruñendo:

«¡No los toques!»

«¡No los toques!» repitió Tchag, apoyándome. El imp se aferraba demasiado a mi hermana para mi gusto pero olvidé mi desconfianza cuando lo vi temblar diciendo: «¡Tengo miedo!»

«Ya… Oye, ¿sabes quiénes son?» pregunté.

«N-no… ¡Sé que tengo miedo!» exclamó Tchag con voz aguda.

Yánika trató de consolarlo poniendo una mano sobre su pequeña cabeza y dejé escapar un suspiro. No podía esperar muchas explicaciones de esa criatura. Sin embargo, me quedaba una duda.

«Dime, Tchag. Sabes hacerte invisible reteniendo la respiración, ¿no? Lo hiciste en el Lago Blanco. ¿Por qué no lo hiciste esta vez?»

«¿Por qué…?» El imp dejó de balancearse y se retorció las manos confesando: «Porque… ya no estoy solo. Vosotros no os escondéis, así que… ¡yo tampoco!»

Lo dijo con orgullo. Rezongué mentalmente. Si no nos escondíamos, era porque no sabíamos hacerlo, attah…

«¿Por qué?» preguntó entonces Orih con expresión lívida. «¿Por qué le buscaban a Tchag esos locos? ¿Por qué llevan esos collares? ¿Por qué están muertos?»

Su voz se quebró. Arrodillada junto a Livon, la mirol trataba de despertarlo meneándolo, aturdida. Por lo que me decía mi órica, el permutador seguía respirando. Y, diablos, había conseguido su tercera permutación del día. Había necesitado una pequeña siesta y un buen estímulo pero… la había conseguido, sonreí, y le di las gracias mentalmente. Había caído a apenas a un par de metros de Yánika, por lo que entendí que, sin él… y sin el drow, mi hermana habría tenido serios problemas. Pensarlo me angustió tanto que mi Datsu se desató de nuevo, diluyendo mi turbación.

«Está inconsciente.»

Me estremecí al ver al drow de pelo pincho tan cerca. Me había ensimismado tanto que había estado ciego a mi órica. Me levanté despacio, encarándome con el drow. Inconsciente, me repetí. De modo que no lo había matado. Lo observé con curiosidad. Turbada, Yánika me agarró del brazo murmurando:

«¿Quién es?»

«Ni idea,» admití.

No tenía los rasgos típicos del drow de los Pueblos del Agua: los suyos eran más suaves, su piel era de color azurita oscuro, y sus ojos eran aún más rojos que los de los drows de Dágovil. Se estaba atando una bolsa de dinero a la cintura. Diablos. ¿Soñaba o ese salvaje acababa de despojar al espectro caído del árbol?

«Di,» le dije. «Eres un mercenario, ¿verdad? ¿Quién te paga?»

Me respondió un resoplido de fastidio.

«¿Mi padre o mi hermano?» insistí.

Los ojos del Pelopincho se desviaron hacia los dos muertos.

«¿Qué importa?» replicó parcamente.

De verdad no parecía importarle a él. Suspiré y afirmé con certeza:

«Mi hermano.»

El Pelopincho se encogió de hombros, echó una mirada hacia Yánika y reconoció:

«Él me manda. Y ahora, si no te importa, intenta no meterte en líos. No quiero problemas…» Estornudó violentamente. «Gaaaj… Maldita lluvia de los demonios. De todos los sitios, teníais que salir a la Superficie… Estos catarros fastidian a diablo,» masculló.

Dándonos la espalda, se alejó de dos pasos con relativa tranquilidad, volvió a estornudar y se limpió con el mismo pañuelo con el que había limpiado la sangre de su espada… Contuve una mueca de asco y me esforcé por decir:

«Hey. Sea como sea, gracias por la ayuda.»

Pese a mi sinceridad, me salió un tono seco. El Pelopincho no contestó y ni siquiera se giró mientras se alejaba entre los árboles. Mar-háï… Me pregunté dónde demonios Lúst había encontrado a ese tipo.

«Orih,» solté tras un silencio. «Ve a la cofradía a pedir ayuda, ¿quieres? No podemos cargar con Livon y el otro tipo al mismo tiempo.»

La mirol me miró con los ojos agrandados.

«¿Cómo… cómo consigues estar tan tranquilo con…?»

Sus ojos se extraviaron hacia los cadáveres y tragó saliva. Mis labios se curvaron en una mueca sardónica.

«No es cuestión de conseguirlo. Soy así, eso es todo.» Y a veces olvidaba que los demás saijits no eran como yo, pensé, avergonzado. Miré a la mirol con inquietud. «¿Crees que puedes moverte?»

La joven Ragasaki aún estaba bajo el shock.

«Yo… sí, creo que sí. Voy. Pero ese drow… ¿no es peligroso?»

«Tranquila, no te hará nada. Nos protege a mí y a mi hermana, eso es todo,» aseguré.

Orih inspiró y asintió. En cuanto vi a mi hermana echar otro vistazo a los muertos y palidecer, entendí que seguía reduciendo su aura a la fuerza, algo que la extenuaba rápido. Le solté:

«Ve con ella, Yani. Y quédate en la cofradía. Yo me encargaré de ellos.»

Yánika no protestó y las vi a las dos desaparecer cuesta abajo por el bosque. En cuanto me quedé solo, fui a comprobar si el inconsciente bajo el árbol también tenía collar. Lo tenía. Observé su rostro de elfo oscuro. Ese sí que parecía un drow salido de los Pueblos del Agua, de rasgos duros y piel tan oscura que era más negra que azul. Suspiré y me puse manos a la obra. Al menos cavar tierra sí que sabía hacer. Les cavé a los dos muertos un buen agujero a base de explosiones óricas. Acabé de enterrarlos en el momento en que llegaban Staykel, Loy y Naylah. El secretario contemplaba sus botas llenas de barro con una mueca de desagrado.

«Eficaz,» aprobó Staykel, contemplando el montón de tierra. «Aunque tal vez Zélif pida exhumarlos para averiguar más sobre ellos. Nos ha dicho Orih que llevaban collares como Tchag.» Confirmé con un gesto y el Ahumador meneó la cabeza. «En menudo lío se ha metido el muchacho adoptando a ese monstruito gris,» comentó con desenfado, agachándose junto al permutador inconsciente.

«Y tanto,» murmuré.

«Toma,» dijo Loy, tendiéndome un pañuelo. Y ante mi mirada sorprendida, el secretario hizo una mueca incómoda. «Tienes sangre. En la cara. ¿No estarás herido?»

«No, se me cayó un muerto encima, eso es todo,» aseguré, y acepté el pañuelo. «Gracias. Te lo devolveré una vez lavado.»

Naylah estaba muy sombría. Me pareció oírla murmurar entre dientes algo parecido a «dokohis». En mi vida había oído esa palabra. Retiré el pañuelo ensangrentado repitiendo:

«¿Dokohis?»

La lancera se estremeció como si la hubiese insultado pero, cuando me miró, sus ojos dorados parecían vacíos.

«Es sólo… una posibilidad.»

«¿Sabes quiénes son?» me extrañé.

Naylah bajó la vista, turbada, hacia el hombre inconsciente que había arrastrado yo desde el árbol. No dijo nada, pero una llama destelló de pronto en sus ojos. En el silencio, Staykel carraspeó y Loy intervino:

«No sé en qué estás pensando, Naylah, pero estoy seguro de que ese hombre inconsciente podrá aclararnos todo el asunto una vez puesto en humor.»

«No creo que se sienta muy complaciente,» masculló Staykel rascándose la melena roja, la vista posada sobre la tumba de tierra.

No. De hecho, habíamos matado a dos de sus compañeros. O más bien lo había hecho ese drow de pelo pincho. Sondeé los alrededores en busca del espía. No lo vi, pero oí un estornudo y sentí el aire moverse.

Sin mucha más conversación, cargamos con Livon y con el atacante superviviente y tomamos el camino de vuelta a la cofradía. Detrás de nosotros, en algún sitio, nos seguía el espía de mi hermano, estornudando de cuando en cuando y mascullando entre dientes. Ya no parecía tan preocupado por esconderse. Mientras avanzábamos por las calles de Firasa atrayendo miradas curiosas, alcé una mirada absorta hacia el cielo que se iba cargando de nubes. Una lluvia fría y silenciosa empezaba a empaparnos.

Hermano, pensé. No sé lo que estarás haciendo en este momento, pero…

Pero me alegra saber que estás vivo.