Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 1: Los Ragasakis

3 La caja del imp

Los vagones avanzaban sin sobresaltos por los raíles. Habíamos ascendido durante horas la enorme columna desde la ciudad de Ámbarlain y ahora atravesábamos un campo azul cubierto de flores y arbolillos luminosos. Apoyados sobre el borde de nuestro vagón, Yánika y yo mirábamos, embelesados.

«Me recuerda un poco al bosque de casa,» comenté con voz queda.

Yánika asintió. Junto al campo, se alzaban unos edificios y entendí que estábamos llegando a una aldea. Ya era la segunda desde Ámbarlain. Arrastrados por los anobos, los vagones siguieron ascendiendo hasta que se detuvieron ante una estación iluminada de linternas. Una voz fuerte anunció:

«¡Llegamos a Salderburu! ¡Salderburu!»

Nadie se apeó. Varias personas esperaban en el andén, mostraron sus billetes y se apresuraron a hacerse un hueco en los vagones. Tres jóvenes se subieron al nuestro. Uno de pelo azul, kadaelfo como nosotros, dejó escapar un suspiro de alivio mientras desabrochaba su capa roja y se instalaba a mi lado. Frente a él, se sentó con ligereza una pequeña faingal de cabello rubio tan largo que casi le llegaba al suelo. Sonrió agitando suavemente los pies en el vacío.

«¡Qué bella es la modernidad!» se alegró. «En mis tiempos, para ir de Firasa a Ámbarlain, se necesitaban horas y horas de marcha…»

«Hablas como si fueras tan vieja como Shimaba,» le replicó la tercera, una humana de pelo rojo. Posó una gran caja y se sentó junto a ella con desparpajo ocupando el resto del banco. Ladeó de pronto la cabeza. «Ahora que lo pienso, mi hermana y yo llevamos ya casi medio año en la cofradía y todavía me pregunto… ¿qué edad tienes? Eres tan pequeña que al principio pensé que eras una niña,» se burló.

La pequeña rubia parpadeó.

«Oh. Ya sabes, los faingals somos pequeños. En cuanto a mi edad exacta, pues, digamos que…»

«Oh, ya veo, ¿no sabes cuándo naciste?» la cortó la de pelo rojo, enderezándose con expresión solidaria. La rubia ladeó la cabeza, sorprendida, pero la otra no pareció percatarse mientras afirmaba: «A mí me pasa igual. Maldita vida, ¿eh?»

Le dio un golpe de bota a la caja sin querer y el de pelo azul se tensó y protestó:

«¡Sirih! Ten cuidado con eso. Con lo que nos ha costado atraparlo…»

«¡Tranquilo!» sonrió la humana de pelo rojo, tamborileando sobre la tapa con familiaridad. «Tú mismo dijiste que Praxan sabe hacer runas de calidad. Unos golpecitos no molestarán. El imp ha estado dándole más golpes por dentro. Por cierto,» añadió, más seria. «He pensado que ella también debería llevarse parte de la recompensa. Sin la caja, el imp nos estaría dando el viaje. ¿Qué pensáis?»

Oí varios golpes provenientes del interior de la caja.

«Por mí, bien,» apoyó el de pelo azul sin vacilación.

«Mm,» meditó la faingal rubia, posando un índice sobre sus labios. «Me pregunto cómo conseguía el imp hacerse invisible. No eran armonías: hasta a mi perceptismo le costaba rastrearlo. Y sin embargo, cuando lo he agarrado, su cuerpo rebosaba de energías dársicas y asdrónicas. Debió de estar estabilizándolas, no hay otra explicación. Su camuflaje era casi perfecto, es increíble.»

«Lo increíble es que no me haga ni caso,» masculló Sirih, dejando caer bruscamente la mano sobre la caja. La faingal alzó la cabeza, parpadeando, y Sirih añadió con un vago ademán: «Quién sabe cómo están hechas esas criaturas. Lo que está claro es que sin ti no lo habríamos pillado.»

«Las runas no durarán si las golpeas así, Sirih…» carraspeó el de pelo azul.

Sirih apartó las manos de la caja con cara inocente y preguntó:

«Oye. ¿Hace tiempo que está Praxan en la cofradía?»

El del pelo azul asintió.

«Unos siete años. Llevaba ya unos meses cuando entré yo. Recuerdo que de niño me invitaba a su casa a tomar infusiones de moigat rojo, incluso después de que naciera la pequeña Shaïki.»

«¿De niño tomabas moigat rojo? ¡Bromeas!» se carcajeó Sirih. Como el kadaelfo la miraba con aire sorprendido, resopló y explicó: «En Daercia, sólo toman moigat rojo los extranjeros y los ricos. Unos gramos te cuestan un ojo de la cara. Lo sé por qué yo misma robé y revendí más de una vez para mi antiguo líd…» Calló de golpe. «Er… Qué importa, eso es pasado. El caso es que una vez lo probé en infusión y ¡diablos cómo quemaba! Peor que la pimienta. Tuve dolores de estómago durante días.» ¿Pero qué cantidad se había puesto? exclamé mentalmente, anonadado. Generalmente, se ponía una pizca… Por Sheyra, esa humana había confesado ser una ladrona y una inconsciente en unas pocas frases. Con desenfado, Sirih agregó: «Diablos, y dices que Praxan te invitaba a tomar moigat rojo… ¡Los de Rosehack sois más raros…!»

Al recostarse de nuevo en el banco, sus ojos verdes se posaron sobre mí y Yánika y pareció fijarse en nosotros por primera vez. Me di cuenta de que todo ese tiempo había estado tan entretenido siguiendo su conversación que los había estado mirando con descaro. Sirih se ruborizó un poco, incómoda, y se sentó más correctamente carraspeando:

«Estos vagones siempre van muy llenos.»

¿Eso acaso significaba que nosotros sobrábamos en aquel vagón? La ignoré y, poniéndome las manos detrás de la cabeza, cerré los ojos; mientras los anobos seguían tirando sobre los vagones y ascendiendo, presté atención al aire. Me enteraba de cada movimiento de este, de las ruedas que giraban sobre los raíles, de los anobos que resoplaban, de los pasajeros que respiraban. Mi órica me enseñaba todo aquello sin necesidad de concentrarse demasiado. El kadaelfo sentado a mi lado fue a quitarse la capa roja, agitando el aire… sentí la tela rozar mi brazo y creí adivinar un trazado energético. ¿Esa capa estaría encantada? Nada de extrañar tomando en cuenta que esos tres eran aventureros. Los brazaletes que llevaba la humana de pelo rojo tintinearon al moverse. La única que casi no se movía era la faingal: estaba más formal que un escribano de Tatako. Entonces, oí un golpe dado desde el interior de la caja con runas y abrí los ojos para posarlos sobre esta.

En ese momento, Yánika preguntó en voz no tan baja:

«Hermano. ¿Qué es un imp?»

Hice una sonrisa ladeada.

«Una criatura pícara y pequeña que no existe.»

«Eso pensaba,» confesó Yánika. «Pero entonces… ¿qué hay ahí dentro?»

«Ni idea.»

«Disculpad, pero sí que es un imp,» aseguró el de pelo azul, sonriente. «O al menos así lo ha llamado un especialista de Salderburu que lo vio.»

«Pues vaya un especialista,» se burló la pelirroja. «Tenía un libro de criaturas místicas.»

«Míticas querrás decir,» la corregí.

«Lo mismo.»

Si tú lo dices…

«En cualquier caso,» retomó el kadaelfo de pelo azul, «el imp era tan rápido y se escondía tan bien que ya nos costó atraparlo.»

«Querrás decir que Zélif y yo lo atrapamos,» precisó la tal Sirih, socarrona, y captando la viva curiosidad de mi hermana centrada en la caja lanzó: «Hey. No vamos a abrirla para enseñártelo, querida. Nos ha costado sangre y sudor meterlo ahí dentro. Y les ha vuelto locos a los vecinos de Salderburu durante semanas. Imp o no, es una criatura infernal.»

Un aura de curiosidad creciente envolvía a Yánika.

«Creo que está triste,» dijo.

La faingal rubia se irguió sobre el banco, sorprendida.

«¿Triste?»

Me tensé levemente. Yánika no era tan hábil adivinando los sentimientos de los demás como lo era propagando los suyos propios en sus auras; sin embargo, siempre se había interesado por entender a quienes la rodeaban y, pese a su casi nulo entrenamiento en artes bréjicas, averiguaba a menudo con certeza el estado de ánimo de la gente. Eso no cambiaba el hecho de que se suponía que no debía evidenciar su poder ante los extranjeros. Attah… Solté:

«Yánika. Déjalo pasar.»

La mirada de reproche que me echó mi hermana me paralizó por un instante.

«No puedes pedirme eso, hermano. Tú mismo me dijiste que no había que dejar sufrir a nadie. Y el imp está sufriendo. Lo sé. No podemos dejarlo encerrado.»

Su voz temblaba. Sus ojos me miraban, desafiantes y esperanzados al mismo tiempo. Su aura encolerizada amenazaba con expandirse…

Posé una mano sobre su mata de trenzas.

«Perdón. Tienes razón. Voy a ayudarte.»

Su aura se estabilizó. Suspiré de alivio. Ahora faltaba convencer a esos tres aventureros. Me giré hacia sus expresiones suspensas y dije con calma:

«Os compro lo que hay dentro de la caja. ¿Cuánto vale?»

La del pelo rojo tuvo un tic nervioso.

«¿Cómo dices?»

La faingal rubia le miraba a Yánika, parpadeando lentamente, sobrecogida. El kadaelfo de pelo azul frunció el ceño, sorprendido. Comentó:

«El especialista de Salderburu categorizaba a los imps como criaturas oscuras…» Se pasó una mano por el pelo, añadiendo con una sonrisa molesta: «No sabía que una criatura como esa pudiera sentirse triste.»

«Seiscientos,» lanzó Sirih, cortándolo. Sus ojos ávidos estaban posados en mi saco abultado. «Seiscientos kétalos.»

Tragué saliva. Era casi todo el dinero en metálico que tenía ahorrado…

«Eso son cien kétalos más que la recompensa,» apuntó la faingal con tranquilidad. «¿No estarás intentando engañarlo, Sirih?»

Esta hizo una mueca refunfuñona.

«Noo,» mintió. Y se sonrojó bajo la mirada de la rubia. «Manías de mi antigua profesión, disculpa.»

Manías de ladrona, entendí con una mueca.

«De todas formas, no podemos entregártelo ahora,» agregó la faingal. «Ese imp ha causado muchos daños. Ha arruinado huertos, averiado material, asustado a la gente y descarriló estos vagones la semana pasada. La compañía de transporte nos pidió que arregláramos el problema y para demostrarles que hemos cumplido con el trabajo tenemos pensado enseñarles a la criatura.»

«Ya veo,» medité. «¿Qué pensáis hacer con ella después de haberla enseñado a la compañía?»

Los vi a los tres hacer una mueca incómoda.

«Yo… No lo he pensado,» confesó la faingal.

«Bueno,» sonreí. «Pues en cuanto se la enseñéis a la compañía, me vendéis la criatura. De todas formas según el horario estaremos en Firasa en menos de un cuarto de hora. Yánika. ¿Te parece razonable?»

Mi hermana asintió. Su aura se había tranquilizado.

«Me parece bien,» aceptó Sirih.

«Sin embargo,» dijo la pequeña faingal, «tengo que añadir una condición. Liberaréis al imp sólo cuando estéis lo suficientemente lejos de la ciudad. No quiero que esa criatura cause problemas en Firasa.»

Una oleada de tristeza me invadió y me giré hacia Yánika, alarmado. Jamás la había visto tan afectada por una criatura. Con una mueca triste, ella murmuró:

«Lo siento…»

Mar-háï… ¿En qué estaría pensando? ¿Sería porque estaba intentando percibir de nuevo el estado de ánimo del imp? Su aura se redujo. La estaba absorbiendo, pero eso no me inquietó menos. Inspiré.

«Entonces, no os daré más de doscientos kétalos.»

Los ojos de Sirih se iluminaron y estaba abriendo la boca probablemente para aceptar o regatear cuando la faingal replicó:

«Tú te encargarás de él: te lo damos gratis. Los Ragasakis no vendemos seres vivos.»

Sirih se mordió un labio. El del pelo azul me miró con curiosidad.

«¿Eres de los Subterráneos, verdad?» preguntó.

Asentí, relajándome.

«Sí. De hecho, nunca hemos salido a la Superficie.»

Sus ojos grises se agrandaron.

«¿De verdad? ¿Nunca?»

«Vamos a ver el sol,» intervino Yánika con la mirada fija en la caja. Su aura se hizo más alegre y alzó unos ojos sonrientes hacia el del pelo azul. «Mi hermano siempre ha querido verlo aunque no lo diga.»

Resoplé de lado, divertido:

«Mar-háï. Te recuerdo que fuiste tú la que quiso subir tan arriba.»

«¡Ja!» Yánika se cruzó de brazos dedicándome una sonrisa de desafío. «Una vez me dijiste que habías soñado con el cielo, y que querías comprobar si era igual en la realidad, ¿o no?»

Puse los ojos en blanco y me recosté contra el banco replicando:

«Bah, bah, qué más da. El caso es que estamos llegando.»

El del pelo azul sonreía ampliamente, mirándonos alternadamente.

«Pues ya veréis lo bonita que es Firasa,» terció. «Hay un barrio dentro de la montaña, la Cueva lo llaman, pero la mayor parte de la ciudad está junto a la playa y el río. Además, estamos en plena primavera, así que todos los soredrips están cubiertos de flores. Ya veréis, es el mejor sitio de todo Rosehack. Por cierto, no nos hemos presentado. Me llamo Livon. Livon Wergal.»

Todo en él, su expresión abierta y su voz, desprendía sinceridad y simplicidad a espuertas. Sonreí.

«Drey Arunaeh,» me presenté.

«Yo soy Yánika,» dijo mi hermana.

«Sirih,» bostezó la de pelo rojo.

«Zélif de Eryoran, mucho gusto,» declaró la faingal rubia con una sonrisa.

Me tragué la sorpresa. Mucho gusto, decía… ¡Le acababa de decir que era un Arunaeh, y ella decía ‘mucho gusto’ con esa cara sincera! Generalmente, cuando me presentaba, enseguida la gente palidecía, se inclinaba, me llamaba respetuosamente mahí y se alejaba cuanto antes mejor. Y, sin embargo, para asombro mío, ni uno de los tres Ragasakis había siquiera reaccionado. Que no hubiesen reconocido el tatuaje en nuestros rostros era comprensible, dada la cantidad de tatuajes que se ponían los subterranienses pero… ¿es que no conocían siquiera el nombre de mi familia? Debía de ser eso, razoné. Al fin y al cabo, eran gente de la Superficie. Por un momento, casi me sentí aliviado.

«¿De qué parte de los Subterráneos venís?» inquirió Zélif, amable.

«Somos originarios de Dágovil,» contesté sin reservas.

«Conozco la zona,» aseguró Zélif. «Estuve en el Bosque de Liireth hace tiempo. ¿Lo conoces?»

Le devolví una mirada fruncida. El Bosque de Liireth estaba en los límites de la región de Dágovil y era famoso por ser un antro de celmistas desterrados practicantes de «magia negra». ¿Y esa pequeña faingal decía que había estado ahí?

«Lo conozco, pero nunca fui tan al este para verlo,» dije.

«¡Oh! No creas que yo soy una simpatizante de los rebeldes de la Contra-Balanza,» se inquietó Zélif. «Sólo estuve ahí por una misión. De modo que vais a la Superficie ¿y no conocéis a nadie ahí?»

«Exacto,» afirmé. «No tenemos ataduras, así que viajamos adonde más nos plazca.»

«Mm… Conozco esa sensación,» dijo Zélif, súbitamente ensimismada. «Sin embargo, al de un tiempo puede volverse solitario.» Sonrió. «Tenéis suerte de teneros el uno al otro.»

Enarqué una ceja, sonriente.

«Cierto.»

«Mayormente, está bien,» aprobó Yánika.

Le eché un gruñido.

«¿Cómo que mayormente?»

«Bueno… No se puede ser perfecto,» razonó ella con calma. «Pero no importa, hermano, aunque me cocines tugrines todos los días, te quiero de todas formas.»

La observé, incrédulo, mientras Livon se echaba a reír. Mmpf.

«No te cocino tugrines todos los días, qué exagerada,» mascullé, medio divertido medio exasperado, y me enderecé en mi asiento. «Por cierto, ya que sois de la Superficie, tengo una pregunta. Estas gafas,» dije, sacándolas de un bolsillo del saco, «¿son realmente necesarias?»

«Mm,» dijo Livon, inspeccionándolas. «Son gafas de protección. Algunos se las ponen en verano. Pero no son imprescindibles. Y son caras.»

«Algo,» coincidí. Hice una mueca decepcionada al retomarlas. «Debí suponer que no serían tan vitales como me dijo el tendero.»

«Fíate de un mercader y te venderá hasta lo que tienes,» citó Sirih, burlona. «Te timaron.»

Le eché una mirada mohína y guardé las gafas en el saco. Me pregunté cuántos artículos había comprado innecesariamente. La ropa cálida y práctica no podía venir mal, pero ¿y la crema? ¿y los gorros de lana? Irse a un terreno tan diferente tenía claramente sus desventajas…

Pasamos el resto del viaje hablando de los artículos comprados y escuchando los consejos y avisos de los tres aventureros. Al parecer los gorros no los necesitaríamos hasta el invierno, a menos que nos subiéramos a algún monte muy alto de los que rodeaban el valle de Skabra y Firasa. Sirih dio algún apunte útil, pero en su mayoría fue Livon quien dio detalles explicativos sin darme una sola vez la impresión de que se burlaba de mi ignorancia. Zélif, ella, balanceaba silenciosamente los pies, cada vez más ensimismada.

Finalmente, llegamos a la boca del interminable túnel y desembocamos en una caverna llena de casas. Ese debía de ser el barrio de la Cueva del que nos había hablado Livon.

«¡Hermano, mira!»

Yánika señalaba el final de la caverna, donde una luz cegadora iluminaba los contornos de los edificios. Eran rayos de sol. Agrandé los ojos, cautivado. Brillaban como una enorme piedra de luna. No, rectifiqué. Brillaban como un inmenso espejo lleno de luz.

«¡Firasa!» gritó una voz. «¡Última parada, Firasa!»

Los vagones se detuvieron. La estación no estaba muy alejada de la boca de la Cueva, pero como esta ascendía y estaba decorada de numerosas estalactitas, el cielo era apenas visible. Me puse el saco a cuestas, Sirih levantó la caja del imp y nos apeamos todos.

«La dirección de la compañía está justo ahí,» indicó Zélif. De pie, era incluso más bajita que Yánika, me fijé. «Si queréis, podéis venir para ver el imp.»

«Sí, tal vez así tu hermana cambie de opinión sobre el bicharraco,» comentó Sirih, socarrona.

Intercambié una mirada con Yánika, asentimos y nos dirigimos los cinco hacia un edificio de la estación.

«Hermano,» me dijo Yánika mientras caminábamos.

«¿Qué, Yani?»

«Bueno… Siento que por mi culpa debas esperar para ver el sol.»

«Se supone que eres tú la que quería verlo, no yo, Yani,» le recordé entre dientes.

«De todas formas, si se va antes de que salgamos, volverá después de la noche,» me consoló, optimista.

Sonreí.

«No se van a pasar veinte mil horas admirando el bicho, tranquila.»

«Ahora el imp está más calmado,» observó ella.

Será por ti, pensé.

Los tres aventureros saludaron a un encargado y este nos guió enseguida hasta la oficina de un oficial de la compañía, un gran caito de mediana edad. Al vernos entrar, se levantó, animado.

«¿Lo habéis atrapado?»

«¡Aquí está el condenado!» declaró Sirih, posando la caja sobre el escritorio.

Se oyó un golpe contra la madera y el caito se arredró levemente.

«¿Está bien cerrada?»

«Lo está,» aseguró Sirih.

«Ah…» Forzó una sonrisa. «Buen trabajo, Ragasakis. ¿Qué… qué vais a hacer con él?»

«¿No quieres verlo?» se extrañó Sirih, decepcionada.

«Oh, no será necesario, los Ragasakis tenéis buena reputación, os creo,» aseguró el oficial. Posó una bolsa de dinero en la mesa. «Los cuatrocientos kétalos acordados.»

Sirih parpadeó.

«¿Cuatrocientos? ¡El otro dijo quinientos!»

«¿Ah? Ah… bueno, pues serán quinientos, no lo he contado,» farfulló el caito.

Sirih le echó una mirada fulminante antes de abrir el saco y empezar a contar con una rapidez asombrosa. Zélif esperó con las manos detrás de la espalda, balanceándose como una niña. Livon me dedicó una sonrisa de disculpa, como diciendo: Sirih es así de rigurosa con el dinero…

«Quinientos,» terminó la humana, satisfecha. «¡Nos vamos!»

«¡Gracias por el servicio!» respondió el caito, aliviado.

Nos saludó y yo agarré la caja. No pesaba mucho. Se la di a Yánika mientras salíamos.

«¿Qué tal le va?» pregunté.

«No estoy segura,» confesó Yánika, con la mirada posada sobre las láminas de madera de la caja. Entender las emociones de los demás le requería concentración y esfuerzo. La dejé con su imp y, mientras subíamos la pequeña cuesta hacia la boca de la caverna, pregunté, curioso:

«¿En qué se especializan los Ragasakis?»

Livon se giró contestando alegremente:

«¡En pasarlo bien y resolver problemas al mismo tiempo! En breve, tenemos una casa donde nos reunimos, nos llegan peticiones de todo tipo y trabajamos en equipo. Somos como una gran familia.»

«Una gran familia de locos,» sonrió Sirih. «Aunque ya has oído al oficial, al parecer tenemos buena reputación… ¿Por qué lo preguntas?»

Me encogí de hombros.

«En los Pueblos del Agua, las cofradías suelen especializarse en un determinado campo, incluidas las de cazarrecompensas como la vuestra.»

«¿Perteneces a una?» preguntó Zélif.

Llegábamos a la boca de la caverna y me detuve para contemplar las vistas con ávida curiosidad. Las casas claras enfrente, el mar a la derecha, los montes verdes a la izquierda y una brisa salada tan diferente de la de los Subterráneos… Hundiendo las manos en mis bolsillos, alcé la vista, sonreí a medias y contesté:

«No. Ya no.»

Y nos iba mejor sin cofradía, añadí para mis adentros. Me giré hacia Yánika. Su aura resplandecía casi literalmente.

«¡Mira, hermano, está todo verde!» exclamó, risueña.

En los Subterráneos, no había una sola planta o hierba de color verde. En cambio, ahí, en los montes, los campos, las riberas del río, era una verdadera invasión. Así como el blanco: había hileras enteras de árboles con flores blancas. Debían de ser los soredrips de los que había hablado Livon. Sonreí.

«Mira hacia arriba, Yani. El cielo. Y el sol.»

Era algo inquietante mirar ese vasto techo azul moteado de nubes blancas. Sobre todo sabiendo que no era ningún techo. Todo era aire y más aire. Un paraíso para el viento, pensé. En cuanto al sol… era un poco como me lo había imaginado. Iluminaba una superficie tan grande que ni alcanzaba a representármela aun habiendo visto más de una vez mapas del mundo.

«¿Y bien?» preguntó Livon, intrigado. «¿Se le parece al cielo de tu sueño?»

Mi sonrisa se ensanchó.

«Extrañamente, sí.»

Hasta, de algún modo, me resultaba familiar.

«Pues habéis tenido suerte,» soltó Sirih con las manos en jarras. «Hace unos días estaba diluviando.»

«¿En serio?» Fruncí el ceño. «Pero, si bien recuerdo, aquí la lluvia no es ácida como en los Subterráneos, ¿verdad?»

«Depende de los sitios. Pero en Firasa y en todo el valle cae lluvia de agua pura,» aseguró Livon.

«El agua de por aquí es famosa,» apuntó Zélif, animada. «Los baños termales de Skabra son los más conocidos de toda Rosehack. Van muchos turistas de Arlamkas y de Daercia.»

«Y algunos vienen incluso de más lejos,» resopló Sirih y se giró hacia mí. «¡Bueno! Ha sido un placer. Aquí os dejamos con el demonio ese. Por cierto, esta es la llave,» dijo, tendiéndomela. «Devuelve la caja cuando vuelvas o Praxan nos arrancará las orejas.»

«Lo haré,» prometí.

«Sólo tienes que preguntar por la casa de los Ragasakis y la gente te indicará el camino,» dijo Livon.

«Estaba pensando…» meditó Zélif. «El mejor lugar para liberar al imp sería en las montañas del sur, ahí no vive casi nadie, pero la zona es algo traicionera. Tal vez necesites a un guía. Livon. Tú conoces esas montañas. Podrías acompañarlos.»

Este parpadeó, desprevenido.

«¿Yo?»

Zélif sonrió anchamente.

«Al fin y al cabo, debemos asegurarnos de que el imp no volverá a causar problemas. Y estoy segura de que será una buena experiencia para todos.» Agitó la mano. «¡Buen viaje!»

Se alejó tranquilamente con Sirih bajando la calle hacia el río. Intercambié una mirada sorprendida con Livon. Y este sonrió, rascándose la cabeza.

«Bueno… Podemos ponernos en marcha ahora mismo si te parece.»

Le eché un vistazo a mi hermana.

«Yánika. ¿No estás cansada?»

El estar rodeada de mucha gente solía fatigarla. Sin embargo, ella negó con la cabeza agarrando la caja del imp con buen humor.

«Estoy bien,» aseguró.

Se la veía contenta con su caja. Mis labios se curvaron.

«Entonces, vayamos a liberar al imp.»

«¡Mm!» apoyó ella. Sus ojos negros brillaban.

«¡Por aquí!» llamó Livon.

Nos condujo por un camino que bordeaba la caverna. Pronto estuvimos ascendiendo por un sendero de tierra entre árboles y perdimos de vista la ciudad de Firasa. El sol nos iluminaba por salpicaduras a través de las copas y nos calentaba agradablemente la piel. Mientras avanzaba, miraba a mi alrededor, cautivado por tanta novedad. Sentí el aire salado arremolinarse suavemente entre los troncos, vi un pájaro de plumas rojas y negras romper a volar desde una rama y seguir su canto en otra, y también vi un escarabajo luciente como los que se veían en la arboleda del Templo. Sonreí ante ese toque familiar. Finalmente, la Superficie pertenecía al mismo mundo de siempre.

«Hey,» dije. «Si no quieres, no te sientas obligado a guiarnos.»

Livon abría la marcha, ascendiendo a buen ritmo. Giró la cabeza al contestar:

«¡No te preocupes! Zélif tiene razón: conozco bien la zona. Y no sería justo que, después de haberlo atrapado, te dejáramos encargarte tú solo del imp. Además, honestamente, no tuve tiempo de ver la criatura,» confesó. Se detuvo y se giró del todo con una gran sonrisa. «¡No me importaría ver qué aspecto tiene!»

Rió con ganas y retomó la marcha, pegando un salto para subir un pequeño barranco. Yánika se inclinó ligeramente hacia mí.

«Hermano. Tu nuevo amigo es un poco especial pero me cae bien.»

Resoplé de risa, sorprendido.

«¿Mi amigo, dices? En serio, Yani: lo conocemos desde hace apenas una hora. Nos acompaña a liberar al imp, eso es todo. Mar-háï, tú sí que tienes amigos raros,» agregué, tendiendo un brazo para aligerarla de la caja.

Yánika me respondió con una mueca inocente, dejó que cargara con la caja y, con cuidado para no ensuciarse, trepó por el pequeño barranco. La seguí, aún algo turbado. Amigo, me repetí. Qué ideas. Nunca había tenido uno. En el Templo del Viento, los monjes y sus familias me trataban normalmente con respeto, porque era un Arunaeh, pero por eso mismo siempre habían guardado sus distancias. En realidad, nunca había acabado de entender por qué. ¿Tal vez porque pensaban que el Datsu de los Arunaeh, el tatuaje que cubría nuestro rostro y torso, nos convertía en seres fríos y sin sentimientos? ¿O porque nuestra familia tenía fama de brejistas inquisidores expertos en las artes mentales y temían siquiera acercarse? Bah… Eché una ojeada serena hacia las copas frondosas iluminadas por el sol. Hacía tiempo que había dejado de preguntarme por ello. Y, sin embargo, en ese instante, me alegré egoístamente de que Livon no conociera a mi familia… Alcé una mirada hacia el Ragasaki que, solícito, doblaba en ese momento una rama cubierta de espinas para dejar pasar a Yánika de forma segura. Bueno, debía de reconocerlo: un poco de compañía de vez en cuando no venía mal.