Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 1: Los Ragasakis

1 Prólogo

Subterráneos, año 5621: Drey, 9 años; Yánika, 4 años.

«Hermano, hermano, ¡mira los kérejats!»

Dejé de arrancar hierba azul y alcé la cabeza. Un enjambre de esas mariposas de luz revoloteaba junto a las hojas plateadas de los árboles-perla y acababa de rozar las trenzas de mi hermana arrancándole a esta una expresión de felicidad. Los kérejats se alzaron entonces hacia lo alto de la caverna, alejándose.

«¡Se van!» se decepcionó Yanika.

Me levanté con una sonrisa traviesa.

«Qué se van a ir,» le dije.

Y alcé las manos para soltar un sortilegio órico. No fue del todo fácil, porque mi viento tenía que rodear los kérejats para traerlos de vuelta pero… lo hice por mi hermana, que quería ver otra vez los kérejats pasar junto a ella. Una corriente de aire surgió, se alzó con rapidez, se curvó y cortó en dos el enjambre, obligando a la mitad a cambiar de trayectoria y volver hacia abajo.

«¡Oh!» se maravilló Yánika viéndolos pasar de nuevo junto a ella como lucecitas fantásticas, y me reprochó: «¡Los has cortado en dos!»

Me reí al notar su incomprensión.

«¡He cortado el enjambre, no los kérejats, Yani! Ya se volverán a unir. ¿Ves? Los otros han dado media vuelta. No son tontos. No olvidan a los compañeros.»

Observamos los dos juntos cómo los insectos fosforescentes se reunían en un solo enjambre y se alejaban hacia el lago emitiendo un suave zumbido. Una hermosa calma reinaba en el pequeño bosque luminoso.

* * *

Año 5624: Drey, 12 años; Yánika, 7 años.

Era el Día de Paz y toda la aldea del Templo del Viento se había reunido en la plaza para festejarlo. Los pastores habían dejado sus colinas y sus rebaños; los cultivadores, sus campos de drimis. Junto con los peregrinos y monjes, observaban ahora a una mujer abatida sentada en el escenario.

Como casi todos los años, los actores representaban una obra para festejar el fin de la Guerra de la Contra-Balanza que había sacudido toda Dágovil hacía ya treinta años. Sólo que hoy habían elegido una particularmente dramática que hablaba de una joven drow separada de su pareja por la guerra. Acababa de oír un terrible rumor: su esposo había muerto a manos de los rebeldes. Fundido en la muchedumbre espectadora, le eché una mirada inquieta a Yánika de soslayo. La conmoción en su aura mágica iba creciendo con rapidez. Si hubiese sabido…

«¡Ay de mí!» exclamó la actriz torciendo el gesto con un grito desgarrador.

¡Ay de mí! ¿Si será cierto?
Él no ha vuelto… ¿y está muerto?
Él al que dije «por siempre
te amaré»… ¿muerto? Está… ¡muerto!

Sentí una oleada de tristeza crecer a mi alrededor. Attah… Yánika tenía los ojos llenos de lágrimas. La actriz seguía declamando su queja condenando la guerra y mesándose los cabellos. Y noté cómo varios espectadores a nuestro alrededor parpadeaban y se sorbían la nariz. Hasta el zapatero de la aldea, que era un hombre amargado, se pasó la manga por los ojos. Ante un sollozo bien teatralizado de la actriz, el aura de Yánika se convirtió en una masa densa de patetismo. Mi Datsu, el sello tatuado que todo Arunaeh llevaba en su rostro, se liberó solo, atenuando el sentimiento de tristeza que me invadía. Pero los demás espectadores no eran Arunaeh. No tenían un Datsu para protegerlos de los excesos: a ellos el aura de mi hermana los afectaba de pleno. Y tan metidos estaban en la obra teatral que ni se daban cuenta de que aquello se había convertido en un valle de lágrimas. La gente sollozaba con la actriz… y hasta los sollozos de esta última parecían cada vez más realistas.

Alcé la mirada hacia las lejanas estalactitas haciendo una mueca. La luz de las piedras de luna iluminaba toda la caverna.

Por Sheyra… Si no hacía nada, los monjes iban a acabar por caer en la cuenta. Y, ya que le habían prohibido a Yánika comer en el refectorio del templo, no me apetecía que le recordasen que tener un aura que afectaba los sentimientos de los demás no era normal. Sabía que a Yánika le dolía pensar que no la aceptaban por su rareza…

Me incliné hacia Yánika murmurándole:

«Hey, Yani. Contigo al lado, no hace falta ni tener buenos actores para conmover al público.» Los ojos negros de mi hermana se desviaron, brillantes, y agregué con ligereza: «¿Te has fijado? Esa actriz ni siquiera necesita la drimi que tiene metida en la manga para llorar. Si supieran… te contratarían hoy mismo.»

Confundida, mi hermana miró a su alrededor. Y se sonrojó. Sentí un cambio brusco en su aura. El zapatero frunció el ceño y carraspeó echando miradas incómodas a sus vecinos. Debió de consolarse al comprobar que las mejillas de todos los presentes estaban empapadas como si se hubiesen dado un chapuzón en el lago. Sonreí anchamente. Hora de cambiar las cosas, pensé. Entonces, la actriz se levantó clamando, sorprendida:

¿Mas qué oigo? ¿Una voz? ¿Quién será?

«¡Soy la abuela Anatha!» solté en voz baja y profunda, burlón.

Nada más imaginarse a nuestra severa abuela paterna llegando a casa de la amante desconsolada, Yánika resopló, sofocando una risa. Haciendo aspavientos, la actriz exclamó:

¡Si será mi amado esposo!

«Que no, que soy la abuela Anatha,» protesté teatralmente en un murmullo.

«¡Hermano…!»

Yánika se puso a reír de buena gana, cargando su aura de buen humor. Al subir el esposo al escenario, el público sonreía o reía según los casos. Por suerte, el cambio de humor no vino tan mal al caso, pues de hecho el amado esposo había sobrevivido a la guerra cruel. Pero el ambiente en el público, más burlón que aliviado, estropeó un poco el efecto de la obra.

¡Vivir, amar, morir y ser amado!
¡Nunca derramen sangre los hermanos!
Por el perdón de nuestro arduo pasado
¡construyamos la paz con nuestras manos!

Los actores salieron todos al escenario alzando los brazos para marcar el final. Le dije a mi hermana:

«¡Si te ha gustado, aplaude fuerte!»

Aplaudió fuerte, y no sólo con sus pequeñas manos: también lo hizo con sus sentimientos, de tal forma que los espectadores ovacionaron a los actores con una energía redoblada tal vez nunca vista para una obra de una simple tropa ambulante.

Sonreí anchamente ante el estruendo de aplausos que retumbaba en la caverna. Entonces, me crucé con la mirada sospechosa de un Monje del Viento, puse los ojos en blanco y, cogiéndole de la mano a Yánika, la estiré suavemente.

«¡Mientras aplauden, vayamos a comprar un buñuelo!»

Los buñuelos del Día de Paz llevaban mucho chocolate, un producto particularmente caro en los Subterráneos. Los ojos de mi hermana se iluminaron de deleite anticipado. Al pasar por delante de un grupo de monjes, vi cómo nos seguían sus miradas prudentes. Mar-háï… Por lo visto, había cada vez más monjes al corriente de los poderes de Yánika. Sólo esperaba que esas miradas no molestaran demasiado a mi hermana pues, aunque era Arunaeh, el sello bréjico de la familia, su Datsu… no la protegía como a mí.

* * *

Año 5625: Drey, 13 años; Yánika, 8 años.

«Hermano, hermano, papá está enfadado conmigo.»

Dejé la pluma y mis cálculos y protesté:

«Imposible. Un Arunaeh nunca se enfada. Además, nadie puede enfadarse contigo.»

Hubo un silencio.

«Pero… los monjes no me quieren. Si no me hubiese asustado, el anobo no se habría vuelto loco y el mensajero no se habría caído de la silla…»

«¿Quién dice eso?»

«Un monje. Ha dicho que el mensajero se ha marchado en una litera esta mañana. Padre dice que lo enviaba un cliente importante del templo… He hecho algo mal, ¿no, hermano?»

Mis labios temblaron. Su tristeza y confusión se me hincaban en el cuerpo como dagas de hielo. Inspiré y, determinado, me levanté.

«Yánika. Tú no hiciste nada malo. El mensajero te asustó antes al cabalgar a toda prisa hacia ti sobre su anobo. A cualquiera le asustaría ver a un cuadrúpedo reptiliano de quinientos kilos venírsele encima. Fue un accidente, eso es todo. Quienes se enfaden por eso no merecen tu atención.» Los ojos de Yánika se llenaron de lágrimas. Fruncí el ceño. «Créeme…»

Con gravedad, posé ambas manos sobre sus hombros y hundí mis ojos en los suyos, negros como dos perlas nocturnas.

«¿Te resultaría de algún consuelo saber que, piensen lo que piensen los demás, tu hermano siempre te protegerá y te querrá?»

Hubo un silencio. Entonces una enorme sonrisa iluminó su rostro infantil.

«'rmano, 'rmano,» gorjeó, enseñando todos sus dientes.

«¿Qué, Yani?»

Me saltó al cuello.

«¡Te quiero!»

Sonreí. Dejé que arrastrara todo atisbo de tristeza o inquietud en mí y la abracé con suavidad, apartando sus trenzas rosáceas de mis ojos. Su aura estaba cargada de un sentimiento fuerte y caluroso. Mi Datsu titiló, pero no se liberó. Sentirse feliz no tenía nada de malo. En ese momento, adopté su sentimiento como el mío. Otros dirían que mi hermana me lo estaba imponiendo, pero yo no lo veía así. Sus sentimientos también eran los míos. Ella no los controlaba. Y si a veces su poder podía causar desgracias… si Madre había sufrido… mar-háï, no era culpa suya.

Si tan sólo los monjes del Templo del Viento pudieran entenderlo.

* * *

Año 5626: Drey, 14 años; Yánika, 9 años.

«Hermano… Hermano. ¿Por qué estás triste?»

Su pequeña silueta destacaba en el marco iluminado y su sombra se alargaba en el cuarto sombrío. Se acercó y se agachó ante mí. Me miró, parpadeando con sus grandes ojos negros. Su boca enseñaba una fina curva afligida.

«Yánika…» Suspiré y, cruzándome de piernas, le dediqué una sonrisa. «Me alegro de verte.»

Ella sonrió. Pero pronto frunció el ceño, tendió una mano hacia la mía y observó durante un momento los moratones.

«Hoy he entrenado mucho,» expliqué.

Asintió. Enseñó una de sus trenzas.

«Yo también,» dijo. Sonrió de nuevo. «Se me deshizo y la he vuelto a hacer.»

«¿En serio? ¿Solita?»

«Mm,» confirmó.

«Sigo prefiriendo como las hago yo,» dejé escapar con una mueca burlonamente engreída.

«Entonces, vuelve a hacerla,» me pidió animadamente, tendiéndome la trenza.

La recogí y, mientras ella se recostaba contra mí con los ojos cerrados, me dispuse a deshacer su trenza y volver a hacerla. Al de un silencio, preguntó:

«¿Estás triste por papá?»

No contesté enseguida. No era por mi padre. Era por mi hermano. Lústogan era doce años mayor que yo, había pasado la iniciación hacía tiempo, era un gran celmista órico y, hasta hacía cuatro semanas, se había encargado de mi educación y mis entrenamientos. Quería hacer de mí un destructor de élite. Decía que tenía un gran potencial y que hasta podía acabar liderando la Orden del Viento pero que tenía que trabajar muy duro. Y eso llevaba haciendo desde que tenía memoria. Hacía estallar roca, calculaba las fuerzas, manejaba el aire… bajo la estricta supervisión de mi hermano mayor.

«Lústogan está siendo perseguido por la Orden,» dejé escapar tras un silencio. «Ha robado el Orbe del Viento. Y se ha marchado sin decir adiós.»

Yánika abrió un ojo y frunció su pequeña nariz.

«Hermano. ¿Qué es el Orbe del Viento?»

Terminé la trenza rematándola con el anillo de oro, y pasé una mano por su cabeza mientras contestaba:

«Es la reliquia más valiosa del Templo. No sé por qué lo ha hecho, pero debe de tener una razón. Lúst no hace nunca nada sin una razón. Aunque ponerse a todos los Monjes del Viento en su contra… es una idea de locos.» Meneé la cabeza. «Ya has visto a Padre: tiene el Datsu más desatado de lo normal. Sin eso, seguro que estaría realmente furioso. Lústogan ha acabado con la reputación de nuestra familia en la Orden. Pero no debes preocuparte,» le aseguré. «Lústogan… estará bien. No lo pillarán.»

O al menos quería creerlo. Lústogan nunca se había comportado conmigo como un hermano entrañable. Siempre me miraba como a un discípulo, como a una espada que había que afilar. Sin embargo… era mi maestro y un miembro de mi familia. Y era, con Yánika, la única persona con la que me había relacionado realmente en toda mi infancia.

No quería perderlo.

* * *

Año 5627: Drey, 15 años; Yánika, 10 años.

«Hermano…»

La voz de Yánika se quebró. Alarmado, desvié la mirada de las drimis que estaba haciendo estallar en pedazos para la comida. Desde la traición de Lústogan, Padre nos había hecho mudarnos a una pequeña casa cerca del templo antes de desaparecer a su vez en busca de Lúst. Yánika entró con los ojos bañados de lágrimas. Era tan raro verla llorar que enseguida abandoné lo que estaba haciendo y me precipité hacia ella.

«¿Qué ocurre?» la urgí.

Yánika parpadeó.

«Hermano…» repitió. Me abrazó. «No quieren que vaya al Templo. Mafisa me ha dicho que no vuelva. Me ha dicho que estaba maldita.»

Mafisa Jadlem era la hermana del Gran Monje. Que lo dijera ella me dejó clara la situación. El Templo nos desterraba. Me dolió algo en el orgullo no haber decidido marcharme antes de que ellos me echaran de ahí. ¿Habría pasado algo nuevo? ¿Tendrían noticias de Padre o de Lústogan? Siempre podía preguntar, pero dudaba que me contestaran.

«Yánika. No te preocupes,» le dije. «Esto no tiene nada que ver contigo. Ahora no eres la única maldita para ellos. Todos los Arunaeh estamos malditos.»

Me crucé con sus ojos y sonreí, enarcando las cejas.

«Alégrate. Vamos a dejar atrás a esos monjes gruñones y no volverás a ver a Mafisa. Nos vamos de viaje tú y yo. ¿Qué te parece?»

Yánika agrandó los ojos y las comisuras de sus labios temblaron hacia arriba.

«¿Lo dices en serio?»

«Muy en serio,» aseguré.

La vi sonreír, fruncir el ceño y objetar:

«Pero hay muchos viajeros que mueren por los monstruos.»

Erguí la cabeza. Huh. Eso era cierto pero… Suspiré y alcé una mano diciendo:

«Te prometí que te protegería, ¿recuerdas? Si hay un monstruo en el camino, tu hermano lo reventará en mil pedazos bajo una lluvia de rocas. Una promesa no se rompe.»

Sus ojos resplandecieron de ánimo. Rió y puso su mano contra la mía.

«¡Te creo, hermano!»

Mi sonrisa se ensanchó y, regresando junto a la mesa, anuncié con ligereza:

«Drimis y tugrines en caldo de rasela para la cena. ¿Qué me dices?»

La vi poner cara cautelosa.

«¿No han sobrado pastas?»

Gruñí y exploté una drimi en mi puño.

«¡Las verduras son buenas para la salud! Verás qué ricas me quedan esta vez,» afirmé.

La vi suspirar largamente. Su aura llena de dudas casi me hacía dudar a mí. Pero vamos, mascullé, algo molesto. Ni que cocinara tan mal…

* * *

Subterráneos, Donaportela, año 5629: Drey, 17 años; Yánika, 12 años.

«Hermano…» me llamó Yánika alzando los ojos negros de su libro. «¿Quieres jugar a los dados?»

Me limpié la frente sudorosa.

«Ahora no puedo, Yani: tengo que acabar esto.»

Yánika asintió y, cerrando el libro, se acercó a la pared que estaba destruyendo para ampliar la casa de unos burgueses. Dio una vuelta sobre sí misma.

«Ahora es tan grande como la capilla del templo,» observó, admirativa. «¿Me enseñarás a hacerlo?»

«Ni hablar,» le repliqué, alzando un índice con calma inflexible. «Demasiado peligroso. Además, yo no valgo para maestro.» Me puso cara mohína, pero la ignoré y posé la mano contra la pared medio partida. Marqué una pausa. «Oye, Yánika.»

«¿Qué?»

Dejé caer la mano y me giré hacia ella.

«¿Te gustaría que cambiáramos de ciudad?»

Llevaba dos años y medio aceptando trabajos diversos, yendo de aldea en aldea. Cinco meses atrás, habíamos llegado a la poblada villa de Donaportela junto a un enorme lago. La ciudad era agradable, había incienso y linternas por todas partes y estaba bien protegida de los monstruos. Sin embargo… no acababa de sentirme a gusto.

Vi a Yánika parpadear, sorprendida.

«¿Quieres seguir viajando?»

«Ajá.»

Puso cara curiosa.

«¿Y adónde iremos?»

Me metí las manos enguantadas en los bolsillos, meditativo.

«No lo sé. ¿Adónde quieres ir?»

Yánika alzó la cabeza, mordiéndose un labio con expresión concentrada.

«Mm,» caviló. «Yo… Mm…»

Esperé, haciendo un repaso mental de la geografía que había aprendido en el templo. Realmente no sabía qué lugar elegir. Todos me parecían demasiado… sombríos.

«¡Ya sé, hermano!» exclamó entonces Yánika, alzando el brazo con una gran sonrisa.

Enarqué una ceja.

«¿Sí…?»

Me fijé en el índice insistente que señalaba el techo y, por un instante, me quedé atónito. Me recobré, resoplando de lado.

«Pffff… ¿Bromeas? ¿La Superficie? Déjate. Dicen que está lleno de mentecatos abrasados por el sol.»

«¡Hermano…! Eso sólo son cuentos,» objetó ella. «Quiero ver el sol. En el libro dicen que lo ilumina todo y que calienta la piel.»

Sus ojos negros brillaban. Hacía tiempo que no los veía brillar de esa manera. Disimulé una sonrisa mascullando:

«Baj… Eso me pasa por comprarte libros raros. Está bien,» me rendí, revolviéndole las trenzas con cariño. «Vayamos a ver el sol.»

Yánika sonrió con todos sus dientes.

«¡Mm!» apoyó con firmeza. «¡Vayamos a ver el sol!»

Aunque… tú me lo muestras todos los días, pensé.

Me giré hacia la pared para ocultar vanamente mi emoción. La felicidad de Yánika fluía en el aire como un torrente.