Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna

34 Las mensajeras de paz: epílogo

Su decisión de inclinarse ante Skâra escandalizó a los Xalyas y Honyrs por partes iguales, pero una vez que Dashvara les hubo explicado que lo hacía por convicciones, no se atrevieron a mencionar más el tema. Al menos no ante él. Y así, al día siguiente, tras pasar la noche en el Templo, se arrodilló ante el pilar de Skâra y salió del sagrado edificio junto a su naâsga para que los Esimeos pudieran aclamarlos y festejar la paz entre ambos pueblos. Les hicieron regalos, no a los Honyrs, sino expresamente al Rey Inmortal y a la Arazmihá. Dashvara donó la mitad a Skâra e indirectamente a Todakwa con intenciones de dejarle claro que, pese al evidente apoyo que recibía del pueblo esimeo, no pretendía aprovecharlo más que para consolidar la paz.

Con el resto, pagó el barco para los sibilios, compró víveres para el viaje hacia el norte, hizo regalos a los Honyrs y a sus hermanos y ofreció al sacerdote ciliano que lo había visto renegar del Ave Eterna un precioso manto estepeño hecho con crin de caballo. Como el sacerdote titiaka lo miraba, asombrado, Dashvara le explicó:

—Pasé tres años en la Torre de Compasión, extranjero, y respeto la compasión con gran ahínco. Me la mostraste cuando viste mi alma moribunda y, por ello, te lo agradezco.

Los discípulos tenían una mirada fija sobre la Arazmihá y su rostro mórtico, pero entonces uno de ellos desvió los ojos un instante hacia Dashvara con el ceño fruncido, como pensando: ¿qué le está contando a mi maestro este salvaje? Sin embargo, el sacerdote, él, inclinó ceremoniosamente la cabeza y aceptó el regalo diciendo:

—Que Cili continúe iluminando tu senda.

Dashvara esbozó una sonrisa y replicó:

—Skâra y Cili son como el sol, extranjero: iluminan, queman, calientan y ciegan. Y el Liadirlá vuela, cambia de senda, se quema, se ciega, cae y echa a volar… Un verdadero baile —bromeó—. Pero vale la pena.

Meneó la cabeza, divertido, al ver la expresión curiosa del sacerdote.

En otras palabras, extranjero, que el Ave Eterna vuele cantando a Skâra o a Cili no importa: lo importante es que vuele.

Dejó ahí al sacerdote reflexionar sobre la cordura del Rey Inmortal y se giró hacia Kuriag. No había hablado con él desde que este le había pedido perdón por haber autorizado su tortura, hacía cuatro días. El joven elfo se acercaba por la calle abarrotada del Templo. Iba rodeado de Ragaïls. Dashvara los contó. Eran doce. No faltaba nadie. Incluso estaba el capitán Djamin, constató con alivio al ver el rostro grave del guerrero de élite. Los ojos de este barrían la muchedumbre como si esperase que en cualquier momento Todakwa volviera a jugarles una mala pasada. También se lo adivinaba harto y saturado y con ganas de volver a su tierra y dejar esa estepa inhóspita habitada por bárbaros. Pese a llevar una capa gruesa, hacía esfuerzos por permanecer inmóvil bajo el viento helador, castañeteaba y su rostro afeitado estaba rojo de frío. Tras un vistazo a los demás guerreros titiakas, Dashvara confirmó para sí: La estepa tampoco es para vosotros, Ragaïls.

Finalmente, Kuriag Dikaksunora se detuvo ante Dashvara y paseó una mirada nerviosa por la calle llena de ojos curiosos. Se lo veía muy incómodo. Lessi lo acompañaba y fue la primera en romper el silencio dirigiéndose hacia Yira y cogiéndole la mano izquierda con dulzura.

—Al fin te entiendo, sîzin. Me alegro tanto por ti. Espero que sigamos siendo buenas amigas.

Los Esimeos se agitaban, preguntándose sin duda si era aceptable que alguien tocara a la Arazmihá. Yira sonrió.

—Yo también lo espero, Lessi. Con todo mi corazón.

Kuriag estaba pálido e inquieto. Nada de extrañar considerando que se encontraba delante del hombre que había matado a su primo. Y, sin embargo, no había cólera en él. De hecho, se desprendía de él y de Lessi tal inocencia que Dashvara volvió a maravillarse de lo mucho que podía sufrir un corazón puro sin perder pureza alguna. O casi. Finalmente, el joven elfo hizo un gesto ceremonioso con la cabeza hacia el Rey Inmortal y declaró:

—Gracias por los regalos, señor de los Xalyas.

A falta de saber qué hacer, el joven titiaka se atrincheraba en las formalidades y en un tono grave y distante. Dashvara sonrió a medias.

—Era natural, Excelencia. Ciertamente, aún me siento en deuda contigo. No olvido todo lo que hiciste por nosotros y quiero hacer lo posible para devolverte el favor.

¿Como devolverle la cabeza de su primo, por ejemplo?, ironizó.

Carraspeó y afirmó:

—Al fin y al cabo, nos compraste por más de diez mil dragones.

Kuriag Dikaksunora frunció el ceño y sacudió la cabeza como si lo molestara tan sólo oírlo mencionar.

—No importa —aseguró—. Os compré sabiendo que os liberaría. No me debes nada. De verdad. La mayor recompensa es saber que el pueblo de mi esposa vivirá al fin libre y en paz.

Las últimas palabras las pronunció con un deje interrogante, como si no acabara de creerse que la estepa realmente fuera a vivir en paz de ahora en adelante. Dashvara sonrió y, bajo la mirada intrigada del titiaka, se quitó el shelshamí y dijo:

—Me honrarías, Excelencia, si aceptaras esta piedra. —Desprendió la perla del pañuelo negro y se la tendió al titiaka—. Perteneció a mi padre. Es una perla del desierto. Dicen que son extremadamente raras.

El capitán Djamin frunció el ceño pero no se movió cuando un Kuriag curioso recogió la perla. Examinándola, soltó una exclamación incrédula.

—Por la Serenidad —jadeó—. Esto… ¡esto es cristal de seren! Sé de una pieza muy parecida que mi padre compró por seis mil dragones.

Dashvara reprimió mal una mueca de asombro. ¿En serio? ¿Seis mil? Se encogió de hombros, divertido.

—Pues tanto mejor que valga algo. Puedes venderla o tirarla al océano. Es tuya.

Veía venir las protestas de Kuriag, pero se equivocó: el joven elfo estaba demasiado anonadado como para siquiera hacer objeciones. Dashvara intercambió una mirada entretenida con Yira e iba a alejarse cuando, espabilando, Kuriag alzó los ojos de la piedra preciosa y lanzó:

—Espera. —Su voz sonó autoritaria. Se ruborizó. Y, bajo la mirada interrogante de Dashvara, explicó—: Olvidas las marcas. El contrasello. Debo ponerte el contrasello para liberarte oficialmente.

Dashvara no pudo evitarlo: se carcajeó, incrédulo.

—No será necesario —aseguró.

—Sí que lo es —replicó Kuriag. Dashvara frunció el ceño y el elfo confesó—: Son marcas con un trazado especial. Generalmente, se renuevan cada año. Cuando se deshacen… pasan cosas desagradables.

Dashvara lo miró con fijeza. Diablos, ¿y ahora se lo decía?

—¿Qué tipo de cosas desagradables? —preguntó en un gruñido sordo.

Kuriag se sonrojó.

—No… quisieras saberlo. Pero no me cuesta nada mandar a uno de mis hombres para que os ponga el contrasello. Por desgracia, todas las palomas mensajeras se nos escaparon durante el… la noche del Bushkia Baw y… no puedo enviar ningún mensaje desde aquí.

Dashvara suspiró ruidosamente.

—¿Y no puedes deshacer la magia tú mismo?

Kuriag Dikaksunora abrió la boca, vaciló, captó la mirada del capitán Djamin y se atragantó.

—No. No puedo.

Mentía. Dashvara lo observó con el ceño fruncido mientras el joven Dikaksunora se ponía cada vez más nervioso y aseguraba:

—De verdad que no puedo. Se necesita mucha habilidad para desactivar las marcas correctamente.

Ahí, parecía sincero. Dashvara asintió para sí. De acuerdo. Lo que quieres es asegurarte de que saldrás de aquí bien vivo y cuanto antes. Tu prudencia es innecesaria y algo insultante, pero… Le echó una ojeada burlona al capitán Djamin y volvió a asentir con más firmeza.

—Está bien. Mandaré que te escolten hasta Ergaika con carruajes para transportar todos tus bienes y de ahí podrás mandar palomas, regresar a tu tierra y enviarnos el contrasello. Tienes mi palabra de Xalya.

Kuriag tragó saliva.

—Bien. Gracias —murmuró.

El capitán Djamin parecía satisfecho. Dashvara hizo ademán de alejarse pero se retuvo y agregó:

—Sería para mí un honor si tú y tu esposa aceptarais compartir conmigo la cena de esta noche en el campamento honyr. Podremos… —sonrió— hablar de Aves Eternas, de Antiguos Reyes y de cuanto quieras, Excelencia. Tú me dirás que el Ave Eterna ya no existe y yo te diré lo contrario. También me honrarían el capitán Djamin y Asmoan de Gravia si aceptaran acudir. —Y, viendo la leve vacilación de Kuriag, se apresuró a decir—: Conoces mi Ave Eterna, Kuriag Dikaksunora. Puede que cometa errores, sin duda los he cometido y sé que seguiré cometiéndolos, pero mi alma no es la de un traidor. Y puedo asegurarte que, por más salvajes que puedas considerarnos, la hospitalidad es ley sagrada en la estepa. Mi clan, el clan de los Honyrs, te acogerá como a un hermano todas las veces que vengas a visitarnos. La infamia caiga sobre aquel que no respete una ley tan básica. No hay traición —insistió.

Kuriag tenía una expresión triste y emocionada.

—Te creo —aseguró—. He aprendido a conocerte, Dashvara de Xalya. Sé que te guían principios honorables, eso no puedo negarlo. Pero es… Bueno… —Se encogió de hombros y esbozó una sonrisa—. El otro día, con Asmoan, hablábamos de justicia y de si esta debía depender del corazón o de la razón y… en un momento llegamos a la conclusión de que, así como yo soy un río constante, tú eres un río que se desborda fácilmente. Sin querer ofenderte…

—Asumo perfectamente —aseguró Dashvara con alegría—. Tuvimos distintas educaciones. Y tú te has librado de la tuya mejor que yo, me temo.

—No tanto —murmuró Kuriag.

Dashvara lo observó con curiosidad y decidió serle sincero a su vez:

—No tanto tal vez, pero lo suficiente para conseguir que un salvaje como yo te llame hermano sin vacilación. ¿Sabes? No creo equivocarme al decir que me has enseñado a mí bastante más sobre el Ave Eterna de lo que yo te he enseñado a ti —pronunció, inclinando la cabeza con respeto y sonrió ante la expresión pasmada de Kuriag—. Desde luego, no puedo quejarme de los dos amos titiakas que he tenido. A ambos os tengo en alta estima. En serio. Pero no se lo digas a Atasiag, o se le subirán los humos a la cabeza —bromeó.

Kuriag rió, ruborizado. Su expresión se hizo cómica en su alegre inocencia. Abrió la boca, pareció de golpe recordar algo y, entonces, se inclinó diciendo:

—Será un honor aceptar tu invitación, Rey Inmortal.

Si había ironía en la apelación, Dashvara no la percibió y se preguntó si el joven elfo aún pensaba que realmente había resucitado en Titiaka y una segunda vez en la Pluma. De todos modos, algo de sobrenatural tenía el caso, sin duda, puesto que había sobrevivido dos veces al veneno de serpiente roja… Y todo por esos malditos polvos mágicos que me tragué al tuntún en Rocavita, rió Dashvara interiormente. O al menos era la única explicación que Tsu no había podido rebatir. Respondió con una inclinación y un:

—El honor es mío, hermano.

El científico agoskureño y el capitán aceptaron a su vez la invitación y Dashvara se alejó finalmente con Yira. Durante toda la mañana siguió obedientemente la ceremonia religiosa en honor a Skâra y a sus dos enviados. Fueron a hundir las manos en el río helado, bebieron un vaso de sangre del mejor caballo del año y permanecieron sentados un tiempo interminable de vuelta en el Templo para que los sacerdotes pudieran leer los signos en el menor de sus movimientos y asegurarse así de que, aunque el invierno sería duro, la primavera vendría pronto y el verano sería próspero. Dashvara se retuvo de poner en duda sus afirmaciones y le murmuró a Yira con un suave resoplido:

—¿Y llevas así dos semanas, naâsga?

La sursha carraspeó, divertida. Dashvara admiró su aguante. Inspiró el aire fresco del Templo, cerró los ojos, los volvió a abrir para ver a los sacerdotes y… suspiró.

—Ya sólo falta que los Esimeos se pongan a sacrificar a niños en nuestro honor.

Yira se estremeció ligeramente y, mientras los sacerdotes seguían pronunciando plegarias, aseguró en voz baja:

—Lo intentaron en la Colina de Skâra, pero les dije que Skâra no precisaría de sacrificios mientras la Arazmihá estuviera con ellos.

Dashvara enarcó las cejas.

—Increíble. ¿Y te hicieron caso?

Los ojos de Yira sonrieron.

—Soy la Arazmihá.

Dashvara suspiró de nuevo y acabó harto. Cuando al fin Todakwa los invitó a comer a su imponente casa y dejaron los sacerdotes de machacarles la cabeza con cantos y bendiciones, estaba a punto de explotar. Le hubieran dicho que debía aguantar aquello dos semanas y los Esimeos no le habrían vuelto a ver el pelo al alba. Por fortuna, tenía un compromiso con Kuriag Dikaksunora, lo había invitado a conocer a los Honyrs y esa fue la perfecta excusa para abreviar de golpe las celebraciones. Pusieron en claro la alianza con Todakwa, se inclinaron varias veces, recibieron alguna bendición más, escucharon las lacónicas gracias del jefe sibilio por lo del barco y, al fin, se marcharon.

Salieron de Aralika varias decenas de Honyrs que los habían acompañado y dos centenas de Xalyas. A estos, se habían unido dos docenas de herederos del Ave Eterna que, aunque en su mayoría habían sido esclavos toda su vida, tenían el suficiente espíritu aventurero para esperar mejorar su existencia junto a los Honyrs. Sin grandes sorpresas, la mayoría no se movió. Esos estepeños tenían su vida ya asentada y el Dahars xalya o bien les traía ya sin cuidado o bien les recordaba enemistades pasadas con otros señores de la estepa. No tenían, pues, ninguna intención de marcharse y, por su parte, Dashvara no hizo ningún esfuerzo para convencerlos de que lo hiciesen, por la simple razón de que no habían comprado víveres para tantos.

Mientras cabalgaban rumbo al este, aplastando la fina capa de nieve, Dashvara se fijó en que varios de sus hermanos que se habían quedado atrás en la procesión parecían enfrascados en una conversación profunda. Hablaban, meneaban la cabeza y luego callaban durante un buen rato. Antes de que se percataran de que Dashvara los miraba, este volvió la vista hacia delante, algo nervioso porque estaba convencido de que sus hermanos estaban hablando de él.

Ya, claro, es que como te has pasado el día recibiendo bendiciones, cánticos y festines opíparos, te crees ahora que todos hablan de ti, ¿eh? Engreído.

Apartó a Amanecer de la procesión, la detuvo y le palmeó el cuello susurrándole:

—Pronto tendrás un refugio en el norte, daâra, y no pasarás frío. En primavera, pastarás y te pondrás fuerte. Y verás lo que es vivir libre en la estepa. Sí, ya lo verás —murmuró.

No les faltaba ya mucho para llegar al campamento honyr cuando, invadido por una súbita inquietud, Dashvara se acercó a sus hermanos y dijo:

—Capitán.

Las miradas reservadas que le echaron sus hermanos lo llenaron de confusión. Liadirlá… ¿Qué diablos les pasaba? El capitán carraspeó.

—¿Sí, hijo?

Dashvara vaciló, turbado. Ya no recordaba qué pregunta lo había hecho venir hasta él.

Buaj, Dash, te apabullas a la mínima. Espabila, despierta, ¡muestra firmeza! Tu Ave Eterna te dice que has hecho lo correcto arrodillándote ante Skâra… Deja de dudar: todo ha acabado. Hay paz en la estepa. Ahora encárgate de poner paz en tu alma.

—Hijo.

Dashvara parpadeó y miró al capitán. Este lo observaba con tranquila paciencia. Tras un silencio, Dashvara resopló y gruñó:

—Sé lo que he hecho. El pueblo esimeo ahora está en buena disposición con nosotros. Algo que era impensable hace un mes. Y Todakwa… vale, no le he cortado la cabeza, no he cumplido con la venganza de mi padre, soy un mal hijo. Pero lo vivo bien. Mientras haya paz en la estepa, ¿qué importa si de cuando en cuando tengo que ir a decirles a los Esimeos «Skâra shalé»? Qué diablos. Las costumbres de los Esimeos son cuestionables, pero los preceptos de Skâra no son malos. Y no me he arrodillado ante Todakwa, sino ante Skâra. No, capitán: no me arrepiento de lo que he hecho.

Calló. El capitán se frotó la frente, sonriente.

—Creo que eso lo hemos entendido todos, Dashvara.

Este enarcó las cejas y miró a sus hermanos antes de sacudir la cabeza, confuso.

—¿Entonces por qué me miráis tan raro?

—No te miramos raro —protestó Zamoy.

Dashvara le puso cara escéptica y se fijó en que sus hermanos desviaban la mirada hacia delante, incómodos. Zamoy fue el único en soltar claramente su pensamiento a bocajarro:

—Tú eres el que está raro. Primero le prestas el sable al sibilio para que te mate, luego te conviertes a Skâra y echas todos los regalos a tomar vientos… Y ahora aceptas que nos vengan sacerdotes-muertos a soltarnos bobadas y hasta dices sí a que Yira se quede en Aralika durante todo el invierno. Eso último sí que no me lo esperaba. Se supone que es tu naâsga, ¿no? ¿O es que tú también te vas a quedar con los Esimeos, Dash?

Dashvara lo miró, incrédulo, y entendió al fin la inquietud de sus hermanos. Se hubiera carcajeado si no los hubiera visto a todos tan expectantes. Aseguró:

—Por el Liadirlá, ¡no me quedaría con esos sacerdotes ni por mil caballos! Si he permitido que los sacerdotes vengan a nuestras tierras, es porque he permitido que cualquier Esimeo venga a nuestras tierras. En cuanto a Yira…

Se ensombreció y alzó la vista hacia la cabeza de la procesión. Ahí avanzaba la sursha, junto con Lessi, Kuriag, Asmoan, Api y dos sacerdotes de Skâra que la respaldaban. No dejó de observar que los dos demonios mantenían sus distancias con Yira, en particular el agoskureño. Retomó:

—Mi naâsga…

Les sonrió a sus hermanos y afirmó:

—Es su decisión y la respeto. No me ha dado sus razones pero estoy seguro de que las tiene. En primavera, iré a Aralika y volveremos al norte juntos. No os preocupéis, hermanos. Ella sigue siendo una Xalya.

Los vio asentir e intercambiar miradas. No acababan de entenderlo, pero el saber que él no se quedaría con los Esimeos a hacer de Rey Inmortal los alivió a ojos vistas.

Cuatro meses, pensó Dashvara, ensimismado.

Cuatro meses y la nieve fundiría, la hierba crecería, la estepa se cubriría de colores… y la vida renacería.

* * *

—¡Mi señor, mi señooor! —gritó una voz lejana.

Dashvara posó una mano suave sobre el hocico de la oveja, dejó de esquilarla y alzó la cabeza. Yuk cabalgaba por la ladera florida, hacia el río y hacia la yurta, y repetía:

—¡Mi señooor!

Se apeó de un salto experto y las ovejas balaron, turbadas. Dashvara chasqueó la lengua, las apaciguó y levantó una mano para saludar al muchacho. Al viajar al norte, hasta Faorok, el pragmatismo había llevado a los Xalyas a repartirse entre las distintas familias honyrs. Se habían dispersado según las necesidades. Había habido numerosas uniones aquel invierno y un continuo movimiento de yurta en yurta. Los niños y adolescentes xalyas tenían ahora nuevas familias y alguien que pudiera enseñarles con toda tranquilidad todo lo que un buen estepeño debía saber. Y, en fin, antes de que a cualquier Honyr se le ocurriera rechazar a Yuk por sus tatuajes, Dashvara había ido a su encuentro y le había preguntado a ver si tendría el suficiente aguante para soportar a un señor filósofo. El rostro del muchacho se había iluminado de felicidad.

Dashvara sonrió al recordarlo. No se arrepentía una pizca de haberlo recogido en su yurta. Su entusiasmo por todo lo maravillaba, aprendía con empeño y, aunque se avergonzaba aún con facilidad por cualquier error, no dejaba de cometerlos a montones y, en fin, que su sola presencia, añadida a su rebaño, las ceremonias de unión y los diversos encuentros con las tribus cercanas a Faorok, le había hecho pasar a Dashvara el invierno más agradable en años. Tan sólo la presencia de su naâsga lo hubiera podido hacer más feliz. Y pronto iría a buscarla, se alegró.

El muchacho llegaba a él jadeante y Dashvara le lanzó con paciencia:

—Creía que habías dejado de llamarme señor. ¿Qué pasa, hijo? ¿Te ha picado una saraviesa?

Yuk espiró de golpe.

—¡No te lo vas a creer! Es decir, si lo ves, fijo que te lo crees… ¡pero tienes que ir a verlo! —Se puso dos dedos en la boca y silbó antes de gritar, girándose hacia la manada de caballos que pastaba libremente algo más lejos—: ¡Amanecer! ¡Rápido, rápido, rápido!

Estaba exaltado. Dashvara suspiró. Uno de los problemas de Yuk era que a veces se le olvidaba simplemente explicar qué estaba pasando.

—So, chaval —lo tranquilizó—. Para el carro y no me pongas nervioso. Amanecer no va a ir a ningún sitio: se va a quedar pastando. ¿Qué es lo que tengo que ver?

Yuk resopló, como si fuera evidente.

—¡Pues a quién va a ser, a la Arazmihá! Ha llegado al lago. Y no viene sola.

Fue como si le hubieran golpeado la cabeza con un martillo y al mismo tiempo le hubieran enseñado un paraíso. Una oleada de estupefacción, prisas, alegría e inquietud invadió a Dashvara. Pero… pero si aún quedaban dos semanas para…

—¡Liadirlá! —exclamó con voz trémula—. Yuk… chaval… quédate aquí y cuida del rebaño, ¿quieres? Que no se te escape ni una, no hace falta que las esquiles, ya lo haré yo luego, y ni se te ocurra subirte a Rócdinfer mientras no esté aquí, ese semental tiene mal genio y no está listo, y si no vuelvo antes de que anochezca…

—Los disperso a todos gritando y le prendo fuego a la yurta —replicó Yuk con una ancha sonrisa burlona—. Descuida, Dash, si yo he estado cuidando rebaños desde que sé ponerme en pie.

Dashvara asintió poniendo los ojos en blanco y le lanzó, igual de burlón:

—No te olvides de rezar, alma infiel, o la Arazmihá te castigará. Pero, dime, sólo una cosa. ¿Yira está bien, verdad?

—De maravilla —aseguró Yuk. Y lo siguió mientras Dashvara se alejaba ya del rebaño con prisas para ir a buscar al Argénteo. El caballo no lo había montado desde hacía ya días y estaba en mejor forma que Amanecer. Detrás de él, el chaval soltaba—: ¡Por cierto, no se me tiene que olvidar el jarro de leche para Okuvara! ¿Todavía no ha llegado? Es que dijo que hoy Tsu no le daría lecciones y que se pasaría por aquí para enseñarme a tocar la flauta. Tú no sabes todo lo que le enseña Tsu. Una pasada. ¡Eso de la magia es más raro…! No sé cómo se le quedan tantas cosas en la cabeza. ¡Y por cierto! —agregó alegremente—. El capitán me ha pedido que me callara sobre algo porque si no a lo mejor te caes del caballo.

Dashvara le echó una ojeada fruncida. Dudó en pedirle explicaciones, pero entonces decidió simplemente armarse de paciencia, se subió a Argénteo y lanzó:

—Un Xalya nunca se cae del caballo. Y, si se cae, lo hace aposta.

Sonrió y alzó la mano hacia Yuk a modo de saludo antes de poner el caballo al trote rumbo al noroeste.

El gran lago no estaba a más de una hora de donde se encontraban y la ruta era sencilla: para llegar, bastaba con ir río abajo. Más de un Honyr había desertado ya Faorok hacia el sur en busca de pastos nuevos, pero la mayor parte del clan seguía instalada alrededor del gran lago y junto al río. Aún quedaba nieve en las montañas más bajas de Esarey pero, abajo, había fundido toda. Como resultado, la estepa se había convertido en un mar de olores y colores: flores de todo tipo la cubrían como un manto, blanco, azul, amarillo, rojo… Era un verdadero espectáculo. En comparación con las tierras de Xalya, aquella región era pura vida. Era otra estepa. Y una estepa más amigable, sin duda.

Dashvara hizo el trayecto hasta el lago volviendo a ver en su mente los ojos negros y sonrientes de su naâsga, su cabello tan blanco como las nubes que se deslizaban aquel día en el cielo, su rostro sobrenatural, vivo y mágico, y volvió a oír su voz suave y alegre como si tuviera ya a la pequeña sursha entre sus brazos. Se moría por verla. Aún no sabía qué locura lo había llevado a aceptar con tal tranquilidad la decisión de Yira de quedarse en Aralika durante el invierno. Por más que le hubiera dado vueltas, no había encontrado razón alguna por la cual Yira hubiera preferido quedarse más tiempo con los Esimeos. Había soportado con impaciencia e irritación los intentos de Makarva por hacerlo interesarse por Ladli, la nieta de Shire… Dashvara había acabado por entender que sus hermanos pensaban que la sursha no volvería. Por supuesto, no les había hecho caso. Y había tenido razón, puesto que Yira ni siquiera había esperado a que Dashvara fuera a buscarla, sino que había viajado hasta Faorok antes de la fecha acordada. Dashvara sonrió. Su corazón no había dudado un solo segundo de que volvería a verla.

El lago de Faorok estaba rodeado de árboles. Formaba una curiosa frontera entre el Desierto Rojo y la estepa. De un lado, se extendía un terreno irregular de roca rojiza punteado de peñascos infranqueables. Y del otro lado… estaba el hogar de los Xalyas.

Saludó en la distancia a más de un Honyr y rodeó más de un rebaño antes de avistar un grupo de jinetes que cabalgaba hacia el sur. El corazón de Dashvara se paró un segundo antes de ponerse a latir con más fuerza. Cuanto más se reducía la distancia, más se iba pronunciando su sonrisa. Entre los jinetes, reconoció a su naâsga y ya fue incapaz de interesarse por los demás. Vagamente, supo que la acompañaban el capitán, Atok y varios Esimeos, pero eso fue todo. Sus ojos devoraban la silueta de la sursha. Finalmente, se apeó, los demás recorrieron los últimos pasos y… entonces vio la pequeña criatura atada a Yira con un lienzo blanco. El asombro lo llenó todo entero. Sin pronunciar palabra, la ayudó a apearse con el corazón desbocado. Su mirada iba y venía de los ojos sonrientes de Yira a la pequeña criatura que dormía profundamente contra ella. Al cabo, la sursha emitió una risa ahogada y ligeramente nerviosa.

—¿Se te ha congelado la lengua, Dashvara de Xalya?

Este resopló y se sintió un idiota feliz cuando preguntó:

—Es… ¿es nuestro, verdad?

Yira se carcajeó.

—Es nuestra hija —afirmó.

—Nuestra hija —repitió Dashvara, sonriendo anchamente—. Liadirlá, es… es tan maravilloso —murmuró.

No le preguntó, en ese momento, por qué había querido permanecer en Aralika durante el invierno. Tampoco le preguntó cómo es que había podido nacer una hija en menos de nueve meses. Ya la acribillaría a preguntas luego. En ese momento, se contentó con cogerlas a ambas entre sus brazos, besó la coronilla de su hija y le besó la frente a su naâsga largamente antes de murmurar:

—Ayshat, naâsga. Ayshat por haber vuelto.

Finalmente, consciente de la presencia de los demás, se preguntó qué diablos estaban mirando, alzó la cabeza y los vio a todos sonrientes. Puso los ojos en blanco. Muy contentos ahora, pero bien que me habéis intentado proponer a otras naâsgas durante el invierno, hermanos…

Entre ellos, además de Zorvun y Atok, estaban Kodarah, Sirk Is Rhad, Atsan Is Fadul y Shokr Is Set. Pero no sólo había gente de su clan. También había un titiaka, probablemente el que llevaba el famoso contrasello, así como dos Esimeos: un sacerdote y… ¿Ashiwa de Esimea? Pero no fue la presencia del hermano de Todakwa lo que lo dejó boquiabierto. Cuando vio a la joven mujer que sonreía desde lo alto de su montura, se apartó suavemente de Yira, alucinado. No iba vestida con los lujosos vestidos titiakas sino con una simple túnica blanca y una gruesa capa estepeña, pero era sin duda la misma. Antes de que dijera nada, Fayrah desmontó de un salto y afirmó:

—Tenías razón, sîzan: Lanamiag Korfú era un idiota. Cuando se enteró de que Atasiag había encubierto a una nigromante, me acusó de ser una bruja, el muy estúpido, amenazó con repudiarme e incluso me confesó que había mandado asesinarte. Un idiota —afirmó—. Así que Padre me pagó el barco para Dazbon y me quedé unas semanas viviendo en una casa muy hermosa y visité a Zaadma y Rokuish y sus trillizas, son adorables, y la gente ahí es muy amable pero… En ningún sitio se está mejor como en casa —confesó en un murmullo—. Así que regresé a la estepa y… bueno, estos meses he estado pensando mucho, sîzan. Espero… espero que me perdones. Yo sólo creía seguir mi Ave Eterna.

Dashvara meneó la cabeza, sonriente.

—No sabes cuánto me alegro de que estés de vuelta, sîzin. No hay nada que perdonar. Sólo puedo decirte… bienvenida de vuelta a tu clan.

Le besó la frente con dulzura y pensó:

Lo único que se os ha olvidado traerme es a Lusombra, Esimeos. Pero supongo que no todo puede ser perfecto.

Entre hermanos y Esimeos, intercambiaron novedades. Al parecer, los Shalussis seguían teniendo riñas entre ellos y los Esimeos no se molestaban en solucionarlas. Se decía que Lifdor de Shalussi se había hecho bandido.

—Extraña afición para un hombre tan honorable —se burló Dashvara.

Nadie tenía noticias de los Akinoa: desde que habían recobrado la libertad, se habían ido hacia el norte y no parecían tener intenciones de volver. El capitán comentó:

—Y el joven Kodarah parece querer hacer lo mismo. Dice que se va a ir de aquí a vivir aventuras por el este con Api y Tahisrán a buscar no sé qué niña mágica. Se nos va a convertir en un cazador de leyendas —dijo con burlón orgullo—. Miflin ya está componiendo una oda heroica en su honor.

—Hago lo que quiero con mi vida, capitán —protestó el Pelambrudo.

—Por supuesto, chaval —aseguró el capitán—. No seré yo quien te impida seguir tu Ave Eterna.

Dashvara no pudo evitar mirar a Kodarah con sincera sorpresa. No hubiera imaginado que al Pelambrudo le saldría la vena aventurera. Él mismo tenía intenciones de viajar al monte Bakhia aquel verano, en cuanto sus rebaños se acercaran algo a él, pero ¿irse a vivir aventuras a las tierras del este, después de todo lo que le había costado volver a la estepa? Y un infierno. Kodarah, sin embargo, era más joven y se moría por ver más mundo, por lo visto.

—¿Cuándo os vais? —preguntó.

—Dentro de dos semanas —respondió Kodarah con ánimo—. Cruzaremos el Desierto Rojo para el Reino de Deygat, en Iskamangra. Y luego cruzaremos todo el imperio y llegaremos a la Tierra Baya. E iremos hasta la República del Fuego. De ahí viene Tahisrán, así que no nos perderemos. Y lo mismo nos encontramos con esa ternian… Shaedra. Ella nos ayudará a buscar al hada. Bueno, a la niña. No será fácil encontrarla, Zamoy dice que estoy majara… pero es igual, me voy con ellos —afirmó.

Su voz vibraba de emoción anticipada. Dashvara no pudo más que desearle suerte y buen viaje. Tenía la impresión de que no le volvería a ver al Pelambrudo hasta dentro de mucho tiempo pero, como decía Namamrah, cada Ave Eterna abre su propio camino en el ancho cielo de la vida.

Dashvara asintió para sí, marcó una pausa contemplativa y giró los ojos hacia Yira y su hija. Las observó un instante antes de decidir que deseaba ya estar solo con ellas y poder hablar largo y tendido y saborear su presencia y colmar el vacío que había provocado la ausencia de su naâsga… Su impaciencia aumentaba con cada segundo que pasaba, así que, señalando con el pulgar la dirección sur, apuntó:

—Tengo ovejas que esquilar, hermanos. Nos vemos pronto para ponernos el contrasello y tal…

Las despedidas se hicieron rápido y en un alboroto tranquilo de voces. Fayrah aseguró que prefería quedarse junto al lago y que Shire Is Fadul había propuesto hospedarla. Cuando los jinetes se alejaron, Dashvara volvió a coger a Yira entre sus brazos y, tras bajar la mirada hacia la pequeña criatura y admirarla unos instantes, embelesado, preguntó:

—¿Qué nombre le has puesto?

Yira hizo una mueca inocente.

—Nació de noche, así que… le puse Zrifa. Significa noche en la lengua de mi tierra.

Zrifa acababa de despertarse y de abrir los párpados. Un destello rojizo brilló en sus ojos negros. Dejó escapar un arrullo. Dashvara sonrió, enternecido. Yira murmuró:

—Ha nacido pequeña pero fuerte. Supongo que siendo su madre una sursha no podía nacer más grande. Las surshas dan a luz antes que los humanos, pero Zrifa realmente se ha adelantado. Por lo visto se moría de ganas de ver a su padre —sonrió. Se mordió el labio y, poniéndose seria, confesó—: Temía que no pudiera dar a luz a nada vivo. Era uno de mis mayores temores y en cuanto supe que… Bueno. Preferí quedarme en el Templo. Daeya y Fayrah me han sido de mucha ayuda durante estos meses. Y Atasiag me mandó todo tipo de regalos. Al parecer Kuriag lo ha contratado como Gran Consejero.

Dashvara la contemplaba, bebiendo de sus palabras. Terminó sonriendo.

—Sin duda le hace falta a Kuriag un buen consejero para que no se lo coman vivo los civilizados.

Callaron. Un viento fresco barría la estepa arrastrando con él el perfume de las flores, la arena del Desierto Rojo y el sonido lejano de unos balidos. Entonces, Yira apuntó con diversión:

—¿No tenías que esquilar unas ovejas?

Dashvara asintió con energía.

—Claro. Sí. Es verdad. Pero no hay prisas. Te enseñaré la yurta, es un poco austera de momento, pero ya se irá arreglando. Yuk vive conmigo. Espero que no te moleste. Es un muchacho estupendo. Liadirlá, ya sé lo que voy a hacer. Me sobran unos maderos. Voy a hacerle una cuna a Zrifa en cuanto lleguemos. —Marcó una pausa—. ¿Puedo cogerla?

Tomó la pequeña potrilla entre sus brazos. Esta se había vuelto a dormir. Dashvara prefería no preguntarle a Yira por sus temores, puesto que estos ya no existían. No quería ya pensar en el pasado: lo único que le importaba era saber que su Ave Eterna volaba en paz y no volaba sola.

El camino de vuelta a casa lo pasaron hablando de todo y de nada. Les anocheció antes de llegar y Dashvara echó una mirada ensimismada a las estrellas y la Constelación del Escorpión. Entonces, oyó a Yira inspirar suavemente, bajó la vista y se fijó en la nube de alurhiás que acababa de pasar junto a ellos. Esta revoloteó alrededor y, de pronto, aparecieron mariposas de luz y las alurhiás se alejaron un poco antes de volver. Dashvara puso los ojos en blanco al ver cómo Yira jugaba con ellas. Cuando vio unas luces posarse sobre él, meneó la cabeza y protestó:

—No vale. Son armonías, no alurhiás de verdad.

Yira sonrió.

—Te juro que las que se te han posado no son mías.

Dashvara le puso cara escéptica y, cuando Yira se puso a resoplar para quitarse a los insectos, rió de buena gana.

—Son mensajeras de paz, naâsga. No hacen daño, al contrario. Simplemente te están bendiciendo.

Ahí, Yira resopló ruidosamente.

—Ya he tenido bastantes bendiciones para toda la vida, Dashvara de Xalya —gruñó—. Quítame estos bichos de encima. No quiero que se le acerquen a Zrifa.

Dashvara se carcajeó e hizo lo posible para espantar a las alurhiás antes de retomar la marcha hacia la luz lejana de la yurta. Hacia su hogar.

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Nota del Autor: ¡Fin del tomo 3! Espero que hayas disfrutado con la lectura. Para mantenerte al corriente de las nuevas publicaciones, puedes seguirme en amazon o echar un vistazo al sitio web del proyecto donde podrás encontrar mapas, imágenes de personajes y más documentación.