Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna

31 La Noche de la Inmortalidad

Al parecer, la Noche de la Inmortalidad no imponía leyes pacíficas como el Alkanshé, pues los Esimeos preveían rodear la casa de los titiakas aquella misma noche. Aún agotado, Dashvara aprovechó las últimas horas del día para dormir. Despertó varias veces por culpa de las pesadillas y temió por un momento que su mente recayese, pero la proximidad de su pueblo le dio fuerzas para quitarle importancia a todo lo que no fuera preocuparse de la inminente traición. ¿Traición? Sí, traición a los traidores invasores.

Ya había pasado la medianoche pero aún se oían músicas y cantos religiosos por toda Aralika cuando un sacerdote-muerto vino a las caballerizas so pretexto de bendecir a los niños xalyas y pedirles que recitaran una oración en honor a Skâra. Los niños contestaron obedientemente creando un coro en galka y los guerreros xalyas reprimieron mal sus muecas sombrías, pero no protestaron, o si lo hicieron fue en voz baja. De todas formas, pronto entendieron que el objetivo del sacerdote-muerto no era hacer cantar a los niños: en cuanto el canto se elevó en las caballerizas, el Esimeo aprovechó el ruido y se inclinó ante el capitán y Dashvara, pronunciando:

—Todakwa transmite sus respetos a Dashvara de Xalya y reitera su oferta de paz y alianza. Aceptadla y nuestros guerreros actuarán esta noche y protegerán a vuestro pueblo. Todakwa da su palabra.

Esta vez, nada de pergaminos civilizados, se fijó Dashvara con diversión. Y hasta se inclinaban ante él. Lo que hacía tener un ejército de Honyrs dirigiéndose hacia Aralika… Respondió:

—Dile a tu jefe que los Xalyas aceptamos la alianza y que estamos preparados para neutralizar a los extranjeros.

El sacerdote-muerto inclinó de nuevo la cabeza y señaló a uno de sus asistentes.

—Myarandi os informará de todo lo necesario sobre la guardia sibilia y la casa de los titiakas.

—Gracias —dijo Dashvara—. Sólo una duda. Me gustaría tener la seguridad de que Kuriag Dikaksunora no sufrirá daño alguno. Así como su esposa y el agoskureño que lo acompaña, su asistente y… los Ragaïls. Matar a los Ragaïls sería un error. Es la guardia de élite diumciliana.

El sacerdote vaciló.

—Creo que Todakwa y tu capitán ya se pusieron de acuerdo sobre el tema.

Dashvara enarcó una ceja, extrañado, y el capitán Zorvun carraspeó.

—Se me habrá olvidado comentarlo. Todakwa dijo que había invitado a todos estos al Templo para asistir a los rituales sagrados de la… er… Arazmihá. Al parecer se van a quedar ahí toda la noche.

Dashvara se turbó, pues tenía la sensación de que el capitán ya le había dicho todo aquello. Y él no se acordaba. Diablos. Tsu tal vez le había aclarado la mente de energías ajenas y tal vez su pueblo le había devuelto la esperanza, pero no lo habían arreglado todo… ni mucho menos. Con un escalofrío, asintió fingiendo tranquilidad.

—Claro, es verdad, me lo dijiste, capitán.

—De todas formas —intervino el sacerdote-muerto—, nuestro objetivo, como bien le dijo Todakwa a tu capitán, es detener a los invasores y conducirlos de vuelta a Ergaika y a sus barcos.

Invasores, se repitió Dashvara con burla. ¿Desde cuándo Todakwa llamaba a sus viejos aliados civilizados sus «invasores»? Desde que los titiakas se plantearon echarlo a un lado en sus planes de conquista, sin duda.

El sacerdote-muerto no se demoró, pero dejó atrás al tal Myarandi para responder a todas las preguntas técnicas y actuar de mensajero. Al salir, realizó un signo de bendición hacia los niños que seguían con la canción religiosa bajo la supervisión de un discípulo de Skâra. Apenas se fueron el sacerdote y el discípulo, Orafe masculló, exasperado:

—¡Ya podéis callaros, niños, ya está bien!

El canto, desacompasándose, se deshilachó, murió, y cayó el silencio en las caballerizas. Apenas los iluminaba la antorcha de la entrada. No hacía viento, hacía frío y una niebla cegadora se infiltraba en el interior, ahogando la luz.

Por Myarandi, se enteraron del número exacto de sibilios que había en el campamento y de guardias nocturnos que vigilaban el patio y la casa de los titiakas. Esta había sido construida por los mismos diumcilianos cuatro años atrás y compartía, por lo que pudo constatar Dashvara, todas las comodidades de una típica casa de Titiaka… sin olvidar la sala subterránea de tortura, pensó con ironía. Los Esimeos se ocuparían de las fuerzas del campamento, dejando a los Xalyas la tarea de neutralizar a la guardia de la casa, compuesta de una treintena de hombres, y arrestar a los ciudadanos y trabajadores del edificio.

—Las armas no tardarán en llegar —aseguró Myarandi—. Se llevará a cabo el ataque dos horas antes del amanecer. La casa arderá y los que estén dentro tendrán que salir.

Los Esimeos y sus tácticas del fuego… Dashvara le agradeció las explicaciones y esperó interiormente que no se le olvidasen al minuto siguiente. La tensión flotaba en el aire. Parte de su pueblo seguía convencido de que Todakwa les estaba tendiendo una trampa; no confiaban en él y era comprensible: tres años esclavizados por los Esimeos los habían marcado para toda la vida. Al contrario, otra parte se mostraba más dispuesta a aceptar una alianza con ellos que sus hermanos de la Frontera. Dashvara lo notaba. Y pese a todo sabía que ninguno de estos últimos iría a escupir sobre lo que tenía toda la pinta de ser la salvación de su clan. Dashvara esbozó una sonrisa.

Unas horas más y tendrás tu libertad, señor de la estepa. Un poco más y ya no tendrás que luchar.

¡Cuántas veces se había dicho lo mismo! Y cuántas veces había tenido que llevarse una decepción. Pero siempre era mejor una decepción que la nada. Era mejor andar y recibir golpes que quedarse parado para siempre.

La estepa es grande pero, a fuerza de cabalgar, se llega a todas partes, se dijo con convicción.

Los Ragaïls y los sibilios tal vez estuvieran vigilando las caballerizas por si las moscas, pero ignoraban los secretos de Aralika. En particular, la antigua Kark Is Set tenía numerosos túneles debajo de la ciudad. En un momento, se oyó un suave golpe contra una trampilla cubierta de una fina capa de tierra y Dashvara se incorporó para ver las tablas levantarse y descubrir, entre las sombras, la silueta de un Esimeo. Este salió y, no reconociendo al jefe de los Xalyas en la penumbra, se inclinó al azar diciendo en voz baja:

—Todakwa cumple con su palabra.

Subían más Esimeos, cargados con sacos. Traían armas. Sin emitir casi ruido, dejaron su carga en el suelo y el que había llegado primero dijo:

—Todakwa me ha pedido que guíe a un lugar seguro a los vuestros que no vayan a luchar.

Dashvara asintió. Eso lo tenían decidido. Realizó un ademán y mujeres y niños comenzaron a bajar por la trampilla. Los muchachos con más de catorce años se habían empeñado en quedarse y Dashvara finalmente los había aceptado bajo la promesa de que seguirían sus instrucciones al pie de la letra. También se quedaron algunas mujeres que, habiendo llevado en Xalya una vida más nómada que sedentaria, habían aprendido a manejar lanzas y arcos. Aligra no era una de ellas… pero había expresado su deseo de acompañarlos y Dashvara no se había atrevido a decirle no. Esa Xalya tenía el don para obtener lo que quería con una simple mirada.

En total, se quedaron setenta y dos, lo cual era más que suficiente para acabar con la guardia titiaka con la ayuda esimea. La idea de matar a esos sibilios entristecía a Dashvara, porque ellos, al fin y al cabo, eran simples esclavos que habían dado su vida por su familia… Pero no iba a permitir que se la quitasen a la suya tampoco.

Mientras los Xalyas se ajetreaban en silencio repartiéndose las armas, un Esimeo se balanceó, indeciso, con dos hojas envainadas entre las manos. Sondeó los rostros hasta que su mirada se posó sobre Dashvara. Entonces, se adelantó y Dashvara sintió cómo más de un hermano suyo se giraba, receloso, para vigilar los movimientos del Esimeo. Este se inclinó presentando ambas armas:

—La Arazmihá envía estos sables al señor de los Xalyas.

Se inclinó más profundo que cualquier otro Esimeo, probablemente porque aquel era un acontecimiento en el que se entrometía no menos que la Arazmihá. Dashvara agarró una de las armas y comprobó que Yira acababa de enviarle los sables negros de Siranaga. De alguna forma había logrado recuperarlos de Arviyag, gracias a Todakwa probablemente. Lo más hermoso de este regalo es saber que viene de ti, naâsga… Sonriente, Dashvara aceptó los sables diciendo:

—Dile a la Arazmihá que esta noche estos sables danzarán juntos como nuestras Aves Eternas.

El Esimeo inclinó la cabeza y no tardó en desaparecer por la trampilla con sus compañeros. Todo aquello lo habían hecho con tal discreción que los federados ni siquiera se habían molestado en asomarse a las caballerizas. Dashvara se colocó los sables mientras se acercaba a la entrada. Llegó adonde Lumon montaba la guardia y se agachó para echar una ojeada afuera, hacia el suroeste. En la niebla, apenas se adivinaban las luces de las antorchas del campamento sibilio, a poco más de cien pasos de distancia. Los sibilios no se enterarían de nada hasta que los tuvieran encima.

Debían de quedar unas tres horas antes del alba y aún se oían instrumentos y cantos en la plaza mayor de la ciudad. Al de un rato, un joven mensajero apareció por la trampilla y los Xalyas lo guiaron hasta Dashvara en las tinieblas.

—Es la hora —declaró el mensajero en un murmullo—. Todos están en su puesto y listos para atacar. He de guiaros a vuestra posición.

Dashvara frunció el ceño.

—¿Kuriag Dikaksunora sigue en el Templo?

—En la Torre —corrigió el guía para asombro suyo—. Tras los rituales de la Arazmihá, Todakwa le acaba de invitar a ver las constelaciones por encima de la niebla, arriba de la Pluma. No se traiciona en el Templo. Es lugar sagrado.

Mmpf, ¿y la Torre del Ave Eterna no lo es? Dashvara se encogió de hombros y el guía agregó:

—Los Ragaïls están al pie de la Torre salvo los dos que montaban la guardia aquí afuera: dos de los nuestros los han neutralizado —informó.

Dashvara se tensó.

—¿Muertos?

—No —aseguró—. Desmayados. Todakwa, sin embargo, no responde de la seguridad de la guardia ragaïl, pero asegura que el Dikaksunora y su esposa no sufrirán daño alguno.

Dashvara suspiró.

—Bien.

—He de guiaros hasta vuestra posición —repitió el guía con cierta impaciencia—. Hay que moverse rápido porque el viento pronto se levantará y se llevará la niebla.

Dashvara asintió.

—Pues allá vamos.

Tras sondear de nuevo la oscuridad, hizo una señal y Miflin apagó la antorcha de la entrada. Empuñando las lanzas, salieron en fila, los veteranos delante y los más jóvenes detrás. Tan sólo dejaban en las caballerizas a Sashava y a un muchacho, para que velaran sobre los caballos y sobre Tsu: el drow seguía sumido en un sueño profundo y no parecía que fuera a despertarse en toda la noche.

El guía esimeo los hizo rodear el campamento sibilio pasando por una calle más al norte antes de que desembocaran delante de la casa de los titiakas. Se veían las luces del campamento pero no se conseguía ver mucho más a través de aquella densa niebla. La música festiva y los cantos religiosos seguían cubriendo cualquier ruido traicionero. El guía se detuvo, se acercó a una silueta en la bruma y, por un terrible instante, Dashvara se imaginó que todo aquello había sido un escenario para evidenciar una nueva traición por parte de los Xalyas y obligar a Kuriag a ejecutarlos a todos… Pero entonces, se oyó un grito de inconfundible dolor proveniente del otro lado del campamento sibilio. Los Esimeos atacaban. Dashvara sondeó la noche y estaba preguntándose cómo demonios podían estar luchando en esa oscuridad cuando, súbitamente, resonó un estruendo acompañado de una viva luz, seguida de una alta llama… y de más estruendos y llamas.

—Diablos —murmuró Dashvara.

Los Esimeos estaban usando discos explosivos contra los sibilios para confundirlos y separarlos. Y acababan de incendiar el tejado de la casa de los titiakas. Tras unos instantes escuchando el caos de gritos y choques, Dashvara espabiló.

—Er… ¿Capitán? ¿No atacamos?

Zorvun tardó un momento en responder y cuando lo hizo fue para comentar con calma:

—Los Esimeos son unas verdaderas serpientes. —Lo decía con tono impresionado y no reprobador. Marcó una pausa y admitió—: Sí, supongo que nos toca atacar. Los Esimeos nos están dejando la vía libre para llegar a la guardia de la casa. Y, por cierto, Dashvara: quédate atrás y procura que los muchachos no avancen más de lo necesario.

Dashvara asintió, el capitán ladró unas órdenes, Yodara las repitió, y los Xalyas se acercaron a la casa. Gracias a las llamas que se elevaban de esta, se avistaba bien la guardia sibilia. Eran una treintena, como previsto. Una vez suficientemente cerca, los Xalyas comenzaron a correr y a desgañitarse como salvajes tronando al unísono:

—¡XALYAS!

La primera línea arrojó las jabalinas, la formación sibilia se rompió y los Xalyas arremetieron con lanzas y sables sin dejar de gritar.

Dashvara se quedó obedientemente entre sus hermanos y los muchachos, procurando que estos no cedieran a su deseo de imitar a sus mayores y se contentaran con asegurar la retaguardia. Desde su posición, pudo ver a dos sibilios tratar de abrir la puerta al patio de la casa, en vano. Por lo visto, los valientes titiakas se habían encerrado dentro, dejando a sus soldados una única opción: combatir. Viendo a un sibilio escabullirse de la lucha y correr hacia ellos a ciegas, Dashvara levantó sus sables negros. De un gesto, lo hirió, el sibilio rodó a tierra y sólo entonces Dashvara se fijó en que estaba desarmado. Iba a rematarlo cuando un pensamiento lo detuvo. ¿No tenía acaso inscritas en su sable las palabras «salvadora de vidas»?

Pero las estás salvando, Dash. Estás salvando unas… y matando otras.

El sibilio que estaba en tierra miró la muerte llegar sin inmutarse. Había, en sus ojos, una mezcla de resignación e inmensa fatiga, pero ni una pizca de miedo. No se puede temer la muerte cuando crees haberla vivido durando ocho años. Dashvara lo entendía tan bien… Meneó la cabeza y apartó los sables antes de vociferar:

—¡Rendíos si queréis vivir, esclavos de Titiaka!

La sorpresa destelló en los ojos del sibilio caído. Dashvara percibió su leve asentimiento. Se rendía. Estupendo. Dashvara se apartó y, avistando a un grupo de jóvenes xalyas que se había adelantado, les lanzó con voz autoritaria:

—¡Muchachos, atrás! No os metáis en plena batalla. Registrad a este hombre. Se ha rendido.

La lucha fue, en realidad, fulgurante. Los sibilios de la guardia se sabían perdidos, sus compañeros del campamento huían en desbandada… A instancias de Dashvara, los Xalyas repitieron:

—¡Rendíos!

Y finalmente, para alivio de todos, los sibilios se rindieron. Fue en cierto modo una sorpresa, pero una buena sorpresa. Dashvara los contó. Eran treinta en total: ninguno se había escapado. De la quincena que estaba en el suelo unos cuantos habían sufrido heridas mortales. Incluso en su agonía conseguían mantener su inexpresividad, observó Dashvara, impresionado y a la vez sombrío.

—No intentéis huir y se os perdonará la vida —clamó en voz alta para los supervivientes.

Ninguno de los sibilios dijo nada ni se movió, ni siquiera cuando Orafe abrevió ante sus ojos el sufrimiento de uno de los suyos. Makarva se deslizó junto a Dashvara para darle el parte.

—Tenemos heridos, pero nada grave —informó e hizo una mueca cansada confesando—: Da grima pensar que estamos matándonos entre esclavos.

Dashvara enarcó una ceja.

—¿Esclavos? —repitió—. Ya no somos esclavos, Mak. Somos libres.

Makarva abrió la boca, confundido, y sonrió.

—Cierto, Dash. Somos libres.

Dashvara envainó los sables y echó una mirada hacia las llamas que se elevaban de la casa de los titiakas. Observó:

—Yo que ellos saldría pronto, a menos que quieran morir abrasados.

—Los diablos mueren en el fuego —rezongó Zamoy.

, concedió Dashvara mentalmente. Y, sin embargo, no podía dejar de recordar que aquel sacerdote titiaka que lo había perdonado la víspera… Aquel sacerdote no merecía morir en las llamas. Era un hombre de espíritu que incluso había mostrado indudable compasión por él al adivinar lo que Arviyag le había hecho… Compasión para el compasivo, afirmó para sus adentros. Sí. Si era posible, dejaría a ese buen hombre con vida. Y echaría a todos sus compañeros de vuelta a su tierra.

Tras alejar a los prisioneros de la casa y dejárselos a los Esimeos bajo la promesa de que los tratarían con respeto, los Xalyas se dedicaron a forzar la puerta principal mientras que patrullas esimeas seguían cercando la casa. Entretanto, los trabajadores de los titiakas lograron apagar el fuego y no se veían ya más llamas que las de las antorchas que rodeaban el edificio. El viento se había levantado, deshilachando la niebla, y el cielo comenzaba ya azularse cuando la puerta acabó por romperse. Los Xalyas y Esimeos entraron como una marea en el patio de la casa. Los criados no intentaron resistir y se rindieron de inmediato. Los ciudadanos titiakas, en cambio, se defendieron y se atrincheraron en la segunda planta. Al pie de unas escaleras del patio, Dashvara bramó:

—¡Posad las armas, titiakas! ¡Por vuestra Ave Eterna, posad las armas!

En el patio ya no se oían gritos salvajes. Los trabajadores estaban todos apelotonados en una esquina y no metían ruido, los Xalyas inspeccionaban las salas de abajo y la treintena de Esimeos que los habían seguido se ocupaban de desvalijarlo todo antes de ir pegando fuego a todos los muebles. Finalmente, salieron todos y los ciudadanos titiakas, rodeados de llamas, no tuvieron otro remedio que rendirse. Al fin. Los estepeños los vieron salir por la puerta destrozada, chamuscados y con expresiones varias que iban del puro terror al odio más profundo.

Dashvara suspiró y se giró para ver los primeros rayos del sol iluminar la estepa. Aquel día amanecía sangriento, tanto en el cielo como en la tierra. El campamento sibilio había sido arrasado por el fuego. Pocas tiendas no habían sido reducidas a cenizas y, entre estas, los Esimeos arrastraban los cadáveres de los vencidos para amontonarlos en un mismo lugar. En comparación, las bajas esimeas eran mínimas. Y las nuestras todavía más, se alegró Dashvara.

—¡Llevémoslos a Todakwa! —gritó un guerrero esimeo.

Los titiakas eran, en total, más de treinta. Los había jóvenes, otros no tanto. Algunos eran mercaderes, otros simples viajeros y otros, aventureros que habían venido con sus trabajadores y esposas para instalarse en la estepa y enriquecerse… Dashvara reconoció al sacerdote de la víspera. Lo rodeaban sus tres discípulos de muy cerca, no se sabía si para protegerlo o para que este los protegiera. A medida que iba avanzando la fila, tomando la dirección de la Torre del Ave Eterna, Dashvara sintió una agitación creciente en su corazón.

—¿Dónde…? —murmuró.

Diablos. ¿Dónde demonios estaban Arviyag y Paopag? Avistó a Garag en la fila y, sin pensarlo, se avanzó, lo agarró del cuello de su capa y lo sacó de la fila gruñendo:

—¿Dónde está Arviyag? —El ciudadano parecía en estado de shock y se dejó sacudir durante unos segundos sin pronunciar palabra mientras Dashvara ladraba—: Tu primo, maldito. ¿Dónde está ese asesino?

Al fin, el diplomático farfulló:

—N-no lo sé. Lo juro que no lo sé…

Dashvara le puso una cara de disgusto supremo y lo soltó, contrariado. ¿Se habría quedado adentro del edificio? En tal caso, a estas alturas, debía de haberse convertido en un montón de cenizas. Pero si, de alguna manera, había logrado huir, entonces… Liadirlá, entonces…

Un grito lo sacó de sus pensamientos. Se giró bruscamente para ver a Yuk correr como una liebre hacia su clan. Diablos, ¿no se suponía que el muchacho debía haberse quedado con el resto de los Xalyas? Sin embargo, su exasperación se volatilizó y fue reemplazada por un temor helador cuando entendió por qué uno de los muchachos xalyas había gritado: Yuk tenía las manos llenas de sangre. El niño llegó resollando y gritando atropelladamente:

—¡Mi señor, mi señor!

Alcanzó a Dashvara y lo agarró de la manga ensangrentándosela. La inquietud de este subió como una flecha.

—Respira, Yuk. ¿Qué pasa? —preguntó.

El muchacho respiraba ruidosamente. Soltó de un trecho:

—Sashava está herido y Okuvara también, ¡tienes que ir a verlos!

Lo estiró de la manga y, lívido, Dashvara se precipitó hacia las caballerizas con sus hermanos. Cuando llegaron, más de un esimeo se había congregado ahí, Tsu se había despertado y entre él y un sacerdote intentaban socorrer a Okuvara. El muchacho tenía un largo corte en la espalda, había sangrado mucho y yacía en el suelo, inconsciente. En cuanto a Sashava… Dashvara sintió el corazón en un puño cuando vio al viejo Xalya tumbado boca arriba, con los ojos abiertos y fijos y la mano a un escaso palmo de donde se había caído una de sus muletas. Las mismas muletas que le había fabricado Dashvara en la Frontera. No le habían servido para defenderse.

Se arrodilló junto al cuerpo y el capitán hizo otro tanto con expresión grave y lúgubre.

—Tu Ave Eterna te guió hasta tu último suspiro, viejo amigo —murmuró Zorvun.

Se quitó el guante y tendió la mano para cerrar los párpados de Sashava. Con los ojos húmedos, Dashvara dijo con voz trémula y profunda:

—Moriste siendo libre, Sashava de Xalya. Ayshat por haber vivido hasta aquí con nosotros.

—Ayshat —repitieron sus hermanos con voz grave.

Dashvara inspeccionó unos segundos la herida mortal: había sido causada por una daga. ¿Por la de Arviyag o la de Paopag? Quién podía saberlo, pero sabiendo que Paopag había apuñalado ya una vez a un hombre por la espalda en Dazbon…

Y qué importa, Dash: los vas a matar a los dos.

Se levantó en silencio, inclinó la cabeza con rigidez y se dirigió hacia el fondo de las caballerizas con una cólera sorda en el cuerpo. Cólera contra Arviyag y contra sí mismo por no haber dejado a más Xalyas en las caballerizas. Dejar a un niño y a un inválido había sido idiota. Y adivinaba que el capitán Zorvun debía de estar reprochándose lo mismo. Sin embargo, lo hecho hecho estaba: Arviyag simplemente acababa de firmar su muerte.

Paseó una mirada calculadora por todas las monturas y se fijó en que Arviyag había robado dos caballos estepeños, abandonando su gran caballo blanco agoskureño. Nada menos que el caballo de Boron y el de Alta. Oyó la imprecación indignada de este cuando se dio cuenta del caso. Meneó la cabeza y, acariciándole el hocico a Amanecer, le murmuró:

—Arviyag está muerto, daâra. —Cerró el puño y lo volvió a abrir tranquilizándose de golpe mientras afirmaba—: Muerto.

Su yegua resopló y se impacientó, adivinando que al fin iba a poder salir de su cárcel. Dashvara le colocó la silla y, cuando agarró las riendas, se fijó en que la mayoría de sus hermanos lo habían imitado. No se necesitaban palabras. Estiró las riendas de Amanecer y se detuvo tan sólo en la entrada para echarle un vistazo a Tsu y al muchacho herido. El drow estaba tan concentrado curándolo que prefirió no molestarlo y, sin más, salieron de las caballerizas, montaron y se alejaron.

Lo primero que hicieron fue preguntar a los Esimeos si habían encontrado alguna pista por dónde habían podido salir los dos titiakas. Se pasaron un buen rato rondando sin obtener información certera hasta que una decena de jinetes esimeos se acercó y Dashvara reconoció a Ashiwa entre ellos.

—¡Saludos, Xalyas! —clamó el Esimeo. Dashvara inclinó brevemente la cabeza y Ashiwa agregó—: Nuestros centinelas dicen que dos jinetes vestidos con ropa esimea han cruzado el río hace poco más de media hora. Todakwa los ha visto desde lo alto de la torre. Han tomado la dirección este.

—¿Este? —repitió el capitán Zorvun, sorprendido—. Hubiera pensado que tomarían la dirección suroeste, hacia Ergaika.

Ashiwa esbozó una sonrisa.

—Arviyag debió de imaginarse que Ergaika no iba a acogerlo con los brazos abiertos. El Consejo de Titiaka envió una orden de arresto hace unos días.

Dashvara enarcó las cejas. ¿En serio? Buah, si los federados mandaban arrestar a Arviyag, dudaba de que fuera por sus crímenes… A menos que Atasiag hubiera metido mano… Sí, a menos que Atasiag hubiese llegado a un acuerdo con los Yordark y estuviera haciendo uno de sus tejemanejes incomprensibles. Sacudió la cabeza y lanzó con una punta de sarcasmo:

—Arrestémoslo pues.

Taloneó su montura para cruzar el río hacia el este y lo siguieron todos, Ashiwa incluido.

Cabalgaron a un trote sostenido subiendo la interminable cuesta cubierta de nieve. En un momento, el declive se suavizó aún más y lograron ver a los dos jinetes galopando hacia el este, más allá de un riachuelo que acababan de cruzar. Estaban a unas cuatro millas. Amanecer estiró sobre las riendas, como ansiosa por echarse al galope tras ellos, pero Dashvara la contuvo y observó el avance de los dos titiakas. Estos acababan de poner sus caballos al galope. Dashvara reprimió una mueca de asombro. Sus caballos se cansarían y no llegarían a ninguna parte. Y pensar que Arviyag era capaz de comerciar, de torturar, de traicionar… Y no era capaz de sacarle partido a las dos mejores monturas que tenían los Xalyas.

Al de un rato, las monturas de los titiakas bajaron el ritmo. No eran ya capaces de mantener ningún galope. Los Xalyas, ellos, avanzaban ahora a un trote rápido. Conforme sus siluetas se acercaban, Dashvara calculó otra vez la distancia y exclamó al fin con voz atronadora:

—¡Aswué, Xalyas!

Muerte a ellos… Lanzaron sus caballos al galope. Los alcanzarían. Dashvara no lo dudaba. Cuando apenas los separaban de ellos unos cientos de pasos, los titiakas volvieron a poner sus monturas al galope tendido y, por un momento, Dashvara se preguntó si no habían estado fingiendo… pero no: pronto sus monturas volvieron a ralentizar. Alta emitió un alarido de indignación al ver cómo maltrataban a su Alrahila y, como sintiendo su indignación, el caballo que había tomado prestado aceleró aún más su carrera, posicionándose delante de todos los estepeños. Las colinas de Xalya ya no estaban muy lejos, se fijó Dashvara. Su corazón vibraba a toda velocidad, volaba como Amanecer. La carrera espantó a una manada de caballos salvajes, que salió cabalgando hacia el sur. Entonces, Alta aulló:

—¡Yaoy-yaoy-yaoyiii!

Los Xalyas retomaron el grito y Dashvara sonrió con ferocidad, apostando a que la estepa no había oído grito tan bárbaro y a la vez tan magnífico en los tres últimos años. Soltando las riendas, Alta metió ambas manos en la boca y silbó. Pese al viento, el silbido estridente del palafrenero resonó en la estepa como el chillido de un águila. Alrahila lo oyó, lo reconoció y se encabritó de golpe. Arviyag se desequilibró y… poco acostumbrado a las sillas sencillas que usaban los Xalyas, cayó. El desprecio invadió a Dashvara. Además de asesino, no sabía montar a caballo ¿y pretendía conquistar la estepa? ¡Loco extranjero!

La agitación de Alrahila había contagiado el caballo de Boron, pero Paopag consiguió mantenerse sobre la silla, estirando sobre el bocado del caballo… Lo estaría hiriendo. Maldito…

Por fortuna, ya estaban sobre ellos. Sin ralentizar su montura, Lumon le disparó una flecha a Paopag. Y le atinó en pleno torso. El titiaka, sin embargo, ni cayó ni intentó huir: su atención estaba puesta sobre su amo. Le había estado gritando algo, Arviyag no le había contestado y Paopag, soltando sangre por la boca, murmuraba ahora cosas incomprensibles. Cayó al fin y los estepeños detuvieron sus caballos. Varios Xalyas tenían sus flechas apuntando a Arviyag. Dashvara saltó abajo de su montura y lanzó:

—Tira esa daga, titiaka. No vas a salvar tu vida con eso.

Arviyag se había puesto de pie y agarraba su bonita daga con un puño trémulo. Había perdido su elegante seguridad en sí mismo. Pero esa serpiente la recuperó enseguida cuando, tirando la daga, replicó:

—Y bueno, salvajes, ¿qué vais a hacer? ¿Matarme? Nada muy difícil, pero lo único que conseguiréis es derramar innecesariamente aún más sangre en la estepa.

Dashvara le enseñó los dientes y preguntó en voz bien alta para Ashiwa:

—¿Hasta qué punto hay que arrestarlo vivo, Esimeo?

Ashiwa se encogió de hombros y un destello divertido en sus ojos le hizo entender a Dashvara que él tampoco le tenía ningún respeto a ese titiaka. Dashvara asintió y, viendo que su desenfado no había tenido ningún efecto, Arviyag retrocedió… retrocedió y finalmente se arrodilló:

—Tú ganas, señor de los Xalyas. Me he equivocado con vosotros. Mi objetivo era llevar la paz a la estepa para enriquecerla y hacer de Aralika un centro dinámico de comercio, pero Todakwa es un traidor. Me ha traicionado. Como os traicionó hace tres años destruyendo vuestro pueblo. Y va a traicionaros otra vez.

Dashvara meneó la cabeza. Increíble. ¿Ahora intentaba enfrentarlos con los Esimeos? Como no contestaba de inmediato, Arviyag pensó tal vez que estaba yendo por buen camino, abrió la boca para seguir hablando sin siquiera echarle una sola ojeada a su compañero, su viejo esclavo, que estaba muriendo a su lado. Dashvara no le dejó pronunciar una palabra más: desenvainó uno de los sables de Siranaga a la velocidad del relámpago y le cortó la cabeza. Limpio y justo.

Se arrodilló entonces junto a Paopag, se cruzó con su mirada brillante de dolor y sintió una extraña tristeza por ese hombre. Lo odiaba y al mismo tiempo había llegado a considerarlo como su bote salvavidas durante sus días de tormento. Era… un sentimiento tan absurdo. Pero, al fin y al cabo, todo, en ese hombre, era absurdo. Paopag no tenía alma de asesino, y a la vez lo era; no tenía alma de torturador, y ¿cuántas veces había debido de asumir ese papel? Lo que sí tenía era alma de esclavo. Hasta el final había intentado salvar a Arviyag. Hacía daño sólo pensarlo.

Vio entonces los labios de Paopag moverse. Decía algo. ¿Tal vez pedía una muerte rápida? Dashvara se acercó y consiguió oír la palabra:

—Perdón.

Dashvara posó la mano sobre su cabeza, asintió sin saber si lograría realmente perdonarlo algún día y, entonces, recogió la daga de Arviyag, la colocó encima del corazón del titiaka y le dio el respiro eterno. Era justo que muriera con la daga de su amo pues este había sido el que lo había llevado a la muerte. Tiró la daga ensangrentada con desprecio y, girándose hacia su clan, observó sus miradas graves pero aprobadoras y pronunció:

—El Ave Eterna vuela en la estepa, hermanos.

Titubeó y Lumon lo sostuvo con un brazo. Tenía la mente confusa y a la vez diáfana, porque sabía que acababa de hacer lo correcto. Y también la tenía alegre y triste. Y muy muy cansada. Volvió a afirmar:

—Vuela en la estepa. Y libre, hermanos. Libre.

Fue entonces cuando, girándose hacia las colinas de Xalya, vio un jinete que los miraba desde la cima de una de ellas. Pronto se le unió otro. Y otro…

Los Honyrs habían llegado.