Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna

29 Un dios falso

Si lo hubieran metido en el hogar de un brizzia o en un nido de arpías, no se habría sentido tan aterrorizado. Aquel estuche, aquellos dedales, eran en ese instante para Dashvara mil veces peor que la muerte.

Su reacción no fue planeada ni lo más mínimo, le salió natural: dio media vuelta e intentó echar a correr. Apenas amagó el movimiento, los sibilios lo agarraron y empujaron más adentro, hacia la mesa. Dashvara se debatió, igual que se había debatido aquel día en Dazbon. Todo en vano. Le desnudaron el torso, lo ataron firmemente a la mesa y sólo entonces se apartaron, dejándole ver a Paopag, a Tsu… y el estuche.

—No creas que hago esto por el placer de atormentarte, hijo —le dijo entonces la voz de Arviyag desde una esquina en que no podía verlo—. Si tanto me interesas es porque hay gente en la Federación que sigue convencida de que el Ave Eterna es más fuerte que Cili y que tú eres el Rey. El verdadero Rey Inmortal que ha resurgido de la muerte ya dos veces. ¿Qué disparates, verdad? Pero la realidad es que tienes a no menos de mil quinientos seguidores en Titiaka y que, para acabar con esa locura, vas a tener que decir públicamente que eres un rey falso de un dios falso. Y para que suene bien convincente… te lo voy a meter en la cabeza hasta que te lo creas tú también. ¿De acuerdo? —terminó con tono tranquilo, como si le preguntara cualquier banalidad.

Dashvara asimiló sus palabras muy lentamente. Su cansancio no le ayudaba. Ni el terror que lo embargaba. Pero no sintió menos una oleada de asombro e incomprensión. ¿Mil quinientos seguidores? ¿En Titiaka? ¿De dónde se sacaba Arviyag tamaño desvarío?

—Un momento —gruñó—. Yo nunca he querido convertir a nadie. Esos seguidores… —Jadeó profundamente tendido sobre la mesa—. Yo no tengo nada que ver con eso. Yo no soy un rey. Y el Ave Eterna no es ningún dios. Eso ya lo tengo metido en la cabeza. No es necesario… no es necesario —repitió, aturdido, y consiguió acabar con su frase farfullando—: a-abrir eso.

Hablaba del estuche. Desvió la mirada de este, mareado, y la paseó por los rostros de los sibilios y de Paopag; intentó girar el cuello en vano para ver a Arviyag e insistió:

—No es necesario.

Hubo un silencio. Dashvara vio que los ojos rojos de Tsu brillaban. ¿Cómo lo habría convencido Arviyag? Amenazando con tomarla con los demás Xalyas seguramente.

—Tal vez —convino al fin el comerciante titiaka con tono pensativo—. Sí, tal vez no sea necesario. —Marcó una pausa—. Tengo curiosidad. ¿Realmente tanto te asustan unos dedales? Lo pregunto en serio. Nunca he probado.

Su tono era burlón y a la vez curioso. Dashvara tensó la mandíbula y, tratando de superar el miedo tetanizante que amenazaba con apoderarse de él cada vez que volvía a mirar ese maldito estuche, replicó:

—Nada te impide probarlo.

Arviyag chasqueó la lengua. Dashvara lo oyó moverse detrás de él y sintió su mano posarse sobre el brazo derecho, inspeccionando la herida causada por la flecha envenenada. El titiaka se apartó al de unos instantes y apareció ante los ojos de Dashvara retomando:

—No me has contestado. ¿Qué es lo que te asusta? ¿El dolor? ¿La muerte? Tranquilo, no voy a matarte. Ese poder está en manos de Kuriag y yo no voy a convertirte en un mártir. Sólo quiero que no me decepciones cuando la delegación de Titiaka llegue a Aralika y te vea. Quiero que te muestres como lo que eres: el cabecilla fugitivo de un clan que ha vuelto arrastrándose hacia su amo.

Dashvara no se inmutó cuando aseguró con voz neutra:

—Eso lo tengo muy asumido.

Arviyag lo miró a los ojos y le dedicó una mueca desaprobadora cuando afirmó:

—Pero no lo suficiente. Tsu —dijo—, espero que no hayas perdido práctica. —Dio un paso hacia atrás invitando al drow a acercarse—. Es todo tuyo.

Dashvara miró con los ojos agrandados a Tsu posar el estuche negro y abrirlo. Protestó, agitándose sobre la mesa:

—No es necesario, Arviyag. Sabes que no lo es. Soy un esclavo y lo asumo. Puedo dar mi palabra de que no volveré a huir.

—Eso no tiene importancia —aseguró Arviyag con paciencia—: son los mil quinientos seguidores titiakas que la tienen. Puedes huir todo lo que quieras una vez que hayas renegado de tu dios falso, pero dudo de que lo intentes después de esto. Pese a todo, le he prometido a tu amo que no seré demasiado duro contigo… —Puso los ojos en blanco—. Y cumpliré.

Agregó para Tsu unas palabras en un dialecto diumciliano y este asintió en silencio. Un sibilio se avanzó para amordazar a Dashvara y este lo fulminó con la mirada a falta de poder hablar. Al fin, el sibilio se apartó y Dashvara pudo ver a Tsu colocarse los dedales en los dedos… se los puso todos con una rapidez asombrosa y con aún más rapidez los posó sobre sí mismo, sobre su cabeza, sin vacilación alguna y…

—¡No! —gritó Arviyag.

Horrorizado, Dashvara hubiera bramado aún más alto de no ser por la mordaza. Por suerte había dos sibilios justo al lado y reaccionaron con prontitud apartándole los dedales del cráneo antes de que el drow tuviera tiempo de crear ningún sortilegio.

¡Maldita sea, drow! ¿Te has vuelto loco?

Sí, se había vuelto loco. Su boca escupía ahora palabras ininteligibles y sus ojos rojos fulgían, perturbados. Jamás Dashvara lo había visto así. Arviyag lanzó una orden seca, obviamente contrariado, y los dos sibilios que agarraban a Tsu arrastraron a este fuera de la tienda después de haberle quitado los dedales. Arviyag intercambió unas palabras en diumciliano con Paopag y, entonces, pasó la cabeza por la entrada de la tienda y ladró:

—¡Darigat! Entra.

El tal Darigat entró. No era un sibilio, sino uno de los trabajadores de cinturón negro. Un esclavo reciente. Era un elfo rubio de alta estatura y piel dorada, tal vez un elfocano, y al ver a Dashvara tendido sobre la mesa su rostro tembló ligeramente. Se inclinó ante su amo soltando un interrogante:

—¿Khazag?

Su voz era suave y melodiosa. Arviyag le ordenó:

—Encárgate de este hombre. Paopag: no olvides repetir las lecciones. Mañana, llegaremos a Aralika. El viaje será un respiro para el Xalya. Trabajad bien.

Y con esas palabras, salió sin siquiera echarle otro vistazo a Dashvara, el cual comenzaba a marearse seriamente. Esperaba que no fueran a castigar a Tsu con demasiada dureza. Y esperaba que Paopag fuera a ser clemente y no sería tan exigente como Arviyag. Y, mientras esperaba, su cuerpo se empapaba de sudor pese al frío, su pecho se levantaba precipitadamente y sus ojos febriles contemplaban a Darigat mientras este se colocaba los dedales. Vistas su presteza y seguridad, no era la primera vez que se los ponía. No llevaba más de un año al servicio de Arviyag y ya había tenido que recurrir a ellos… Cuando los vio acercar, Dashvara emitió un gemido ahogado por la mordaza.

* * *

—¿Es… peranza? —murmuró.

—No —le decía una voz—, no hay esperanza si no haces lo que yo te digo. No hay perdón.

Y otra voz más profunda le recordó: los nadros rojos no perdonan, hijo: devoran. Agrandó los ojos. ¿Capitán? ¿Ese había sido el capitán? No. Era imposible. El señor de la estepa luchó por llenar sus pulmones de aire. Le ardían. Le ardía todo el cuerpo.

—La estepa está muriendo —graznó con horror—. Se desgarra. La veo. Está temblando. Está temblando. Hermanos… El mundo está cayendo. El cielo… ¡El cielo! El Ave Eterna…

—No vuela —le dijo la voz con suavidad—. No vuela porque ya no existe.

—No existe —repitió el señor de la estepa—. El Ave Eterna no existe. Sí existe —protestó de pronto.

Un dolor atroz lo sacudió entero y la voz razonó:

—No existe.

El señor de la estepa lloraba.

—No existe —repitió—. Me mintieron. No existe.

Lo atravesaron varias descargas, sus ojos se secaron y su mente volvió a zambullirse profundamente en un mar de abulia.

—Dime —le dijo la voz—. ¿Quién eres?

El señor de la estepa no contestó de inmediato. Al fin, balbuceó:

—Dash. Soy Dash.

—¿Y tu amo?

—La estepa —farfulló.

Una nueva descarga de sufrimiento lo atravesó y lo dejó convulsionándose en un mundo oscuro. Esa era una descarga mayor. Se había equivocado, entendió. Intentó pensar y recordar la lección. Dio al fin con la respuesta y la jadeó:

—Kuriag… Mi amo. Por favor… Nandrivá…

Pedir por favor, a menos que fuera por usar la lengua salvaje, le mereció una nueva descarga. No sabía cuánto tiempo llevaba así. Días. Semanas. Una eternidad. Ya no le importaba. Sólo quería que el suplicio acabase pronto. Pero no acababa… No acabaría nunca, entendió. Nunca.

* * *

—¿Qué le habéis hecho?

El miedo y la consternación vibraban en aquella voz. Sentado en un jergón, Dashvara alzó lentamente la cabeza y vio un rostro distinto. Es decir, distinto a los que solía ver desde que había empezado a no existir. Eso se decía interiormente: que había empezado a no existir. Era lo poco que conseguía decirse. Tragó saliva al reconocer al fin al recién llegado. Era el amo.

—Ni un solo latigazo durante nuestra ausencia, Excelencia —aseguró Arviyag. A ese también hacía tiempo que no lo veía, se fijó Dashvara. Un odio impotente lo invadió mientras el elegante titiaka añadía—: No os dará problemas en un buen rato, os doy mi palabra. Y, en todo caso, está preparado para ver al sacerdote y a sus testigos. Esta historia de Ave Eterna caerá por sí sola después de esto —afirmó.

Hablaba con satisfacción. Sus ojos se posaron sobre Dashvara y este le devolvió una mirada apática. No conseguía sentir realmente nada. El odio se había esfumado tan pronto como había llegado.

—Levanta —le dijo Paopag.

Esa era la voz de las lecciones y las descargas. Echándole una mirada a Paopag como buscando confirmación, Dashvara se levantó. Le flojeaban las piernas. Se sentía como una pluma muerta suspendida en el tiempo. Parte de él ardía de deseos de hacerle preguntas a Kuriag, de hablar de su naâsga, de sus hermanos, del Ave Eterna… pero el simple pensamiento de sacar la palabra «Liadirlá» lo aterrorizaba. La impotencia lo encadenaba y, tras haber apabullado tanto sus pensamientos, ahora simplemente los borraba, los barría lejos.

—Dejadnos solos —ordenó de pronto Kuriag.

Arviyag vaciló.

—Lo desaconsejaría, Excelencia. Deje al menos que se quede Paopag.

—He dicho: dejadnos solos —insistió Kuriag, testarudo.

Al instante siguiente, Dashvara vio a Paopag alejarse, la puerta se cerró y se encontró en la sala, solo, ante su amo. Sintió angustia y desconcierto ante la nueva situación y su corazón se aceleró, pero no se movió. El joven elfo lo contemplaba con el rostro pálido a la luz de la linterna. El silencio se alargaba y Dashvara apenas se daba cuenta de ello. Comenzaba a marearse y empezaban a aparecer puntos negros en su visión. Al cabo, no le quedó más remedio que apoyarse torpemente contra el muro y volver a sentarse sobre su jergón. Un jadeo rompió el silencio.

—Lo siento tanto…

La voz de Kuriag se quebró. El titiaka se allegó a su lado y, al ver que Dashvara no se inmutaba, se atrevió a posar una mano sobre su frente. Dashvara esperó la descarga sin moverse, pero esta no vino. En su lugar, sintió un ligero flujo de energía que lo tanteaba. Y vio la expresión del elfo contraerse en una mueca de confusión. Al cabo, retiró la mano y se apartó como asustado.

—No sabía que… Quiero decir… Lo sabía pero… No imaginé… Oh, Cili misericordiosa. Esto lo hago por mi familia —murmuró con tono culpable—. Lo hago por Titiaka. La Federación no puede permitirse tener más disensiones de las que ya tiene. Me… entiendes, ¿verdad? Yo no quería hacerte daño. Lo siento —repitió.

Sus palabras fueron para Dashvara como granos de arena que se perdían en el desierto. Lo entendía, claro que lo entendía. Pero le traía sin cuidado. Sacudido de un leve espasmo, dejó al fin escapar con torpeza:

—El Ave… Ave Eterna no… existe.

Kuriag se mordió los labios y no dijo nada. Tras otro largo silencio, se levantó y aseguró:

—Te repondrás.

Dashvara le devolvió la mirada con los ojos secos y la expresión imperturbable. Se sentía a mil leguas de ahí. En otro mundo. En otra realidad.

Apenas se enteró cuando Kuriag salió. En cambio, cuando Paopag y Darigat regresaron y vio los dedales tenderse sobre él, fijó toda su atención en estos. No sentía ya terror ante ellos, o al menos había aprendido a asumirlo. Los sufría como se sufre un frío horrible, sin siquiera darse cuenta de que ya no estaba atado, de que la puerta no estaba cerrada con llave y de que hubiera podido intentar huir. Tan sólo intentarlo… Pero no había esperanza.