Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna

27 Carrera hacia el poniente

Los federados habían establecido su campamento a orillas del río, al oeste de Lamastá, y en él se ajetreaban entre las tiendas decenas de trabajadores de toda clase y raza. Todos vestían un uniforme azul con motivos dorados y muchos llevaban un cinturón negro que los designaba como a esclavos recientes. Al oír a un sibilio ladrar órdenes gesticulando, Dashvara comprendió que aquellos trabajadores ni siquiera sabían hablar el común. Supuso que venían de tierras aisladas, aunque fue incapaz de determinar de dónde. Sin duda Tsu lo habría adivinado con sólo echarles un vistazo. El drow tenía sobrada experiencia en el tema.

Mientras que a los demás Xalyas los instalaron junto al campamento, a Dashvara lo guiaron entre las tiendas hasta un gran pabellón igual de grande que el que habían levantado los Esimeos para su fiesta, sólo que en este aparecían dibujados numerosos motivos azules representando el ave de los Dikaksunora junto a una flor dorada, símbolo personal de Arviyag.

No lo hicieron entrar en el pabellón propiamente dicho, sino que lo metieron en una pequeña tienda contigua y, sin sorpresas, lo ataron con grilletes a un pesado arcón. Y ahí lo dejaron, bajo la mirada desapasionada de un sibilio que montaba la guardia junto a la entrada. Su guardián tenía toda la pinta de ir a darle tanta conversación como una roca. Suspirando, Dashvara trató de encontrar una posición cómoda y, no encontrándola, volvió a suspirar, cruzó las piernas y dejó de moverse.

A todas luces, Arviyag no tenía prisas por hablar con él, porque en las horas siguientes no dio señales de vida y Dashvara las pasó en esa misma postura, aguzando el oído y escuchando los ruidos del campamento. Cuanto más pasaba el tiempo, más cavilaba sobre la posibilidad de que Arviyag estuviese esperando a que el Alkanshé acabara para poder sacar el sable y ejecutar a los Xalyas sin ofender a los Esimeos. ¿Los ejecutaría a todos? ¿O sólo a los guerreros? O bien tan sólo al líder, como había dicho. ¿Y cómo reaccionaría su pueblo?

Vengándote, Dash.

Y meneó la cabeza, sarcástico.

¿Sin sables? ¿En serio piensas que son tan suicidas? No. Teniendo a un pueblo al que defender, lo defenderían. Tratarían de huir. Y acabarían probablemente igual de mal.

Suspiró.

Siempre imaginando lo peor, Dash. Piensa en Kuriag. Él es tu última salvación. El hijo de quien envenenó toda la costa del Océano Caminante. El leal alumno de Maloven. Y el que tenía hasta ahora un Ave Eterna intacta. Veamos si la tiene tan intacta cuando regrese y se encuentre con doscientos cadáveres del Ave Eterna.

Resopló y sus grilletes rechinaron y le mordieron las muñecas. Sus pensamientos se arremolinaban y se enquistaban en una angustia creciente que no tenía sólo que ver con su pueblo, no, también tenía que ver con él y Arviyag. Con el miedo que le inspiraba ese hombre. Había temido la muerte, los brizzias de la Frontera, la pérdida de su pueblo… pero aquel miedo era diferente. Era un miedo marcado en su memoria al rojo vivo. Y con él venía aquella vergüenza que nunca había logrado superar del todo pese a saber racionalmente que un hombre torturado raras veces se mantenía firme. Probablemente su señor padre lo habría hecho. Pero él no. Y por culpa de ello se sentía desenmascarado ante Arviyag, se sentía indefenso porque esa serpiente había visto que, en realidad, el señor de los Xalyas no era más que un cobarde y, peor aún, un esclavo quebrado.

¿Puedes dejar de pensar bobadas?, se espetó. Arviyag te torturó, Dash. No eres un Ave Eterna de hierro, eres un hombre. Y Arviyag también lo es. También comete errores. Piensa en ello. También comete errores, se repitió.

Afuera, había anochecido, bisbiseaban los grillos, murmuraba el agua del río, susurraba el viento contra la tela de la tienda y Arviyag seguía sin aparecer. A esas alturas, Dashvara se había puesto a lamentar que Yira los hubiera acompañado: se tildaba de egoísta por haberse enamorado de un alma tan hermosa y haberle pedido que se metiera en su clan para verlo morir en la estepa dos meses más tarde. O para verlo retornar a Titiaka igual de esclavo que antes.

Vaya, Dash, ¿has olvidado que, cuando estabas en Titiaka, deseaste más de una vez abandonar tu libertad sólo por quedarte con tu naâsga? Vivías bien. Atasiag te daba todo lo que necesitabas salvo libertad. Kuriag estaba incluso dispuesto a dártela entera. La única condición era marcharse de la estepa. Sólo eso. Sólo despedirse para siempre de la madre que te vio nacer. Sólo exiliar a tu clan y matarlo por dentro.

Humectó sus labios secos. Su lengua estaba sedienta. Y la posición era tan incómoda que sus frecuentes movimientos por tratar de mejorarla agitaban los grilletes fijados en el arcón y estos hendían su carne provocándole un vivo escozor.

Estaba todo a oscuras con excepción de la luz de la antorcha que brillaba en el exterior. Con los párpados cada vez más pesados, sus ojos seguían el oleaje hipnotizante de las llamas cuando vieron de pronto una sombra pasar por delante de ellas. Por un instante, no le dio importancia, creyó que habían sido sus propios párpados los que se habían cerrado, pero entonces sintió una leve corriente de aire y oyó un murmullo.

—Dash…

Dashvara entornó los ojos y giró la cabeza en varias direcciones antes de soltar:

—¿Tah?

Pero lo que había oído no era una voz mental, era una voz de saijit. Se trató de estúpido por no haberla reconocido de inmediato.

—Naâsga —jadeó por lo bajo, súbitamente inquieto—. No deberías…

—Chsss… —lo silenció Yira, acuclillándose a su lado—. Creo haber averiguado dónde está Kuriag. He oído a uno de los secretarios de Garag mencionar el torreón de Amystorb. Y Alta dice que eso cae por el oeste. Voy a ir a buscarlo. Y tú vas a venir conmigo —afirmó—. Arviyag no te tocará.

Dashvara agrandó los ojos en la oscuridad, incrédulo.

—¿Qué?

Yira acababa de tocar los grilletes y se dedicó a liberarlo amainando el ruido con sortilegios. A saber cómo había conseguido robar la llave… Dashvara meneó la cabeza.

—Naâsga —cuchicheó—. No puedo…

—Tu pueblo no sabe nada —lo interrumpió Yira aún más bajo—: no podrán castigarlo más de lo que lo están castigando ya. Confía en mí. Ven —insistió.

Dashvara no protestó más. Huir con Yira era arriesgado, pero la idea era mil veces más atractiva que quedarse en aquella tienda esperando a que Arviyag volviera a usar sus dedales de tortura sobre él… utilizando quizá a Tsu por segunda vez. La sola posibilidad lo espantaba. No, era mejor marcharse y esperar que llegaran a encontrar a Kuriag antes de que Arviyag los encontrase a ellos.

Liberado de sus grilletes, se subió el shelshamí hasta cubrirse el rostro y siguió a Yira en una oscuridad antinatural. Estaban rodeados de sombras armónicas, entendió. Quedaba por saber si esos trucos serían suficientes para burlar la vigilancia esimea…

En vez de pasar por la entrada ante el guardián, pasaron por detrás, rasgando la tienda. El campamento estaba relativamente silencioso en comparación con el ruido lejano de tambores que se percibía en Lamastá. Una luz más brillante que las demás atrajo la atención de Dashvara. Entre las tiendas, avistó cuatro largas líneas de siluetas recostadas y su corazón se heló. Por un horrible instante se imaginó que Arviyag los había matado a todos… pero entonces percibió movimientos y respiró de alivio al ver que su pueblo seguía vivo y bien vivo. Vigilado y encadenado pero vivo. Por lo visto su pueblo había pasado un día bastante más espantoso que él… Bruscamente, Yira lo estiró de la manga y Dashvara la siguió, controlando mal su rabia. Aún se estaba preguntando si finalmente no debería haberse quedado cuando se encontraron fuera del campamento sin que nadie, al parecer, los hubiera visto.

Bordearon la orilla del río, donde los árboles y arbustos les taparon pronto la vista del campamento y de Lamastá. Durante un buen rato no dijeron nada y tan sólo caminaron en la oscuridad. Entonces, Dashvara soltó:

—Naâsga… —Sintió que Yira aminoraba el paso—. ¿Cómo encontraste la llave?

—Mm… —dijo ella, divertida—. Un juego de niños. Se la robé al guardián. El problema es que podría darse cuenta de ello en cualquier momento.

Dashvara resopló, agitando la cabeza.

—No sé si ha sido una buena idea…

—¿Preferías quedarte y dejar que Arviyag te torturara? —replicó Yira—. Sé lo que planeaba. Ese hombre… —su voz se puso a temblar— le estuvo hablando a Tsu. No he podido oír lo que decían. Pero Tsu estaba… muy afectado. Sobre todo cuando Arviyag le dio ese estuche negro. El pobre drow se arrojó a sus pies. De verdad, Dash. Tsu… él que siempre es tan tranquilo y tan reservado… Por la Serenidad, mis ojos no creían lo que estaban viendo —admitió con voz susurrante.

Dashvara tenía el corazón en un puño. Recordaba con todo detalle el estuche negro donde guardaba antaño Tsu los dedales de tortura…

—Esa serpiente —siseó. Ahogó un gruñido, se calmó, o al menos lo intentó, y lanzó—: Necesitamos caballos.

—Zefrek nos los va a dar —aseguró Yira y, percibiendo el asombro de Dashvara, explicó—: Le di los trescientos dragones que me dejó mi padre.

Dashvara pestañeó, pasmado.

—¿Atasiag te dejó trescientos dragones?

—Ajá. No pensaba que fuera a necesitarlos, pero el capitán dice que con los Shalussis es una técnica que funciona siempre. Y ha funcionado —declaró recuperando cierto ánimo.

Dashvara frunció el ceño.

—El capitán —repitió—. El capitán está al corriente, entonces.

Yira vaciló.

—Sí… Y Alta también. Sólo ellos, creo. Y Sashava.

O sea todos, dedujo Dashvara. Se encogió de hombros.

—Mientras Arviyag no la tome con ellos…

La simple idea de que su huida pudiera atraer represalias sobre su pueblo lo tenía extremadamente tenso. Sólo esperaba que Arviyag se centrara en perseguirlo a él.

Interrumpiendo sus pensamientos, Yira lo agarró del brazo para detenerlo y se agacharon. Estaban ya tal vez a unos seiscientos pasos del campamento titiaka, se habían alejado del río y los árboles habían dejado paso a arbustos. Más allá, se extendía la inmensa llanura del Kawalsh, que separaba Lamastá del océano y de las dunas de Ergaika. Preguntó:

—¿Y estás segura de que Kuriag está en los dominios de Amystorb?

Percibió el suspiro de su naâsga.

—No —admitió—. Eso es lo que le entendí al secretario. Podría estar equivocada, pero es lógico que estén en el oeste. Es la zona más segura. Todo el resto podría estar plagado de rebeldes shalussis, o de nadros rojos o… Bueno, no creo que sus primos dejaran marcharse a Kuriag a una zona más peligrosa, ¿verdad?

Dashvara resopló.

—No —convino—, a menos que pretendan deshacerse de él. Aquella asesina… todavía no sabemos a quién quería matar.

Aquello pareció sobrecoger a Yira.

—Vaya —carraspeó, divertida—. Tú también empiezas a pensar como Atasiag Peykat, Dash.

Dashvara puso los ojos en blanco.

—Me estoy civilizando. Pese a mí. ¿Este es el punto de encuentro?

—Está un poco más lejos. ¿Ves algo tú?

Yira se había enderezado ligeramente. Dashvara sondeó la oscuridad. Un viento invernal silbaba a su oído. Soplaba del este, constató con alivio. Eso les sería muy ventajoso: el viento llevaría cualquier ruido traicionero lejos de los oídos enemigos y los alertaría a ellos de sus perseguidores. Además, aquella noche la Gema estaba bien visible en el cielo e iluminaría su camino a través del Kawalsh.

El Ave Eterna de los señores de la estepa me acompaña, se alegró. O al menos no lo había abandonado del todo… Meneó la cabeza. No veía señal alguna de centinela en la zona.

—Vamos —dijo al fin.

Se levantaron y siguieron avanzando entre los arbustos. No tardaron en localizar a los caballos. Estaban ensillados, frescos y… maravillas de la vida, tenían cantimploras llenas de agua. Dashvara se apresuró a apartar por un instante el shelshamí de su rostro para beber antes de dar una vuelta lenta sobre sí mismo. No parecía haber nadie por los alrededores. Y, sin embargo, hubiera apostado a que sí lo había. Acarició suavemente el hocico de su montura y entonces, con mayor asombro, se percató de que conocía al caballo. ¡Era Amanecer! La sorpresa dejó lugar a la confusión. ¿Acaso Tinan no había podido transmitir su mensaje a Kark Is Tork? ¿Acaso este había rechazado el caballo? ¿Y cómo es que Zefrek lo tenía en su posesión si…?

Resopló.

—¿Hemos comprado a nuestros propios caballos?

—Lifdor y su gente han robado caballos al azar para escapar y seguir con la rebelión —explicó Yira—. Y, antes de que los confiscaran los titiakas, Zefrek ha aprovechado de la confusión para esconder a estos dos entre los suyos.

—Cuatro —rectificó una voz entre las sombras—. Cuatro caballos. Cuatro jinetes.

Dashvara se giró, atónito.

—¡Sîzan! —exclamó. ¿Qué demonios hacía ahí Sirk Is Rhad? El Honyr estiraba a su caballo, acercándose, y no iba solo. Cuando reconoció a Tinan como al cuarto jinete, Dashvara resopló—. ¿Y me vais a hacer creer que Todakwa no se ha enterado de esto?

—Tal vez lo haya hecho —confesó Yira mientras agarraba las riendas de su montura—. Pero de momento no parece querer ayudar a los titiakas a recuperar a sus esclavos.

Dashvara sonrió.

—Diablos. Esa es una buena noticia. —Inspiró—. Propongo cabalgar directo hacia el oeste. Creo recordar dónde se encuentra el torreón de Amystorb. Nunca he ido ahí pero, por fortuna, Maloven me metió los mapas en la cabeza a martillazos… —Calló de pronto al oír gritos lejanos provenientes del campamento. Oh, no, demonios… ¿tan pronto? Imprecó—. Mawer… Será mejor que nos movamos.

Guiaron a los caballos fuera de los arbustos antes de montarlos y tomar la dirección del oeste. Iban a un trote regular, no queriendo fatigar a sus monturas. Con un poco de suerte, el tiempo que los titiakas los rastrearan, habrían ganado suficiente terreno. Dashvara soltaba regulares vistazos hacia atrás, esperando ver surgir la luz de las antorchas en cualquier momento. Y no se equivocó. Al de un rato, consiguió verlas en la lejanía. Les llevaban tal vez dos millas. Tal vez menos. Era difícil calcular las distancias en la oscuridad.

Cruzaron un pequeño río a la luz de la Gema y la pequeña ondulación de terreno les hizo perder de vista a sus perseguidores. Aprovecharon para acelerar el ritmo durante un buen trecho remontando el arroyo antes de desmontar para hacer descansar a los caballos. Ahora, las antorchas de los perseguidores estaban a tres buenas millas.

Pese a que el viento seguía soplando y agarrotándolos de frío, en la vasta extensión de hierba, todo estaba desierto y tranquilo. Tan sólo se veía de cuando en cuando alguna nube de insectos luminosos que se elevaban en la noche y volvían a posarse unos pasos más lejos.

—Son las alurhiás —dijo Tinan con voz serena, hablándole a Yira. El muchacho caminaba junto a ella, a unos pasos detrás de Dashvara y Sirk Is Rhad, y el viento arrastraba sus palabras—. En oy'vat, significa mensajeras de paz. Huyen las primeras cuando se acercan manadas de nadros rojos o escama-nefandos. En Xalya, sabíamos leer en sus movimientos y, gracias a ellas, podíamos adivinar dónde estaban los nadros rojos antes de que atacaran nuestros rebaños. Cuando se te posan sobre la mano, significa que eres digno de confianza y que tu Ave Eterna no tiene malos pensamientos. Y es cierto. A Boron se le posaban sobre la mano cada dos por tres.

Dashvara sonrió al recordarlo. Aunque que se le posaran tanto las alurhiás al Plácido se debía más a su falta de reacción que a historias de buenos o malos pensamientos, la creencia no dejaba de tener su encanto. Los murmullos de Tinan y Yira se perdieron en la distancia y Dashvara apenas los alcanzaba ya a oír. Sirk Is Rhad caminaba a su lado, sondeando la noche. De reojo, Dashvara lo estudió y se preguntó por enésima vez: ¿por qué ha vuelto? Finalmente, rompió el silencio.

—Sirk Is Rhad —pronunció—. Me alegro de que hayas vuelto y agradezco tu ayuda. Pero pienso que ahora deberías volver con los Honyrs.

A la luz de la Gema, vio al estepeño suspirar y negar con la cabeza. Dashvara insistió:

—Viniendo conmigo no conseguirás más que esclavizarte como yo. Mi Ave Eterna te debe más de lo que piensas. Y te debería aún más si me hicieras un último favor. —Se humedeció los labios y se lanzó en un murmullo—: Llévate a Tinan. Es al único al que puedes salvar. Y es un muchacho listo. A falta de heredero directo… lo designo a él como a señor de los Xalyas. Eres testigo, sîzan. Si muero o si vuelvo a Titiaka, confío en ti para decírselo.

La petición había salido de su boca espontáneamente. Adivinó la sorpresa de Sirk Is Rhad. ¿Tal vez lo sorprendiera que eligiera a un muchacho de dieciséis años al que no había visto siquiera aquellos últimos tres años? Bueno, como decía Maloven, conoce al niño y conocerás al hombre. A Tinan lo conocía como a un hermano de sangre: no era sensible como Makarva, no era impulsivo como Zamoy, ni perezoso como Kodarah. Era joven, cierto, pero Dashvara intuía en él más alma de señor que en sí mismo. Su elección, en definitiva, le parecía más que acertada.

—Tienes mi palabra —dijo al fin el Honyr. Por un momento, tan sólo se oyeron los silbidos del viento. Entonces agregó—: Mi padre se ha marchado con otro caballo. Me ha pedido que te dé las gracias por tu regalo pero dice que no puede aceptarlo porque no se siente merecedor de tal honor. Te aseguro que no había ironía en sus palabras.

Dashvara asintió lentamente sin acabar de entender a qué clase de honor se refería.

—Te creo —dijo sin embargo.

—Sé que se siente culpable por dejarte atrás —retomó Sirk Is Rhad tras un silencio—. Y te pido otra vez perdón en su nombre, sîzan. Y en nombre de mi pueblo. Mi pueblo te ha fallado. Y ha fallado a su Ave Eterna condenando al último señor de la estepa… —Inspiró—. Tal vez no lo veas, sîzan, pero lo que va a perder mi pueblo, lo que está abandonando, es la esperanza. A partir de ahora no será ya más que un clan muerto, perdonado por un señor al que abandonaron… La peor de las traiciones no la hizo Sifiara de Rorsy —susurró—. La hizo mi padre.

Dashvara meneó la cabeza e iba a protestar contra su injusta condena pero Sirk Is Rhad continuó:

—Le he dicho a Kark Is Tork que, si deja atrás al señor de la estepa, también tendrá que dejar atrás a su propio hijo. Él me ha contestado que siguiera a mi Ave Eterna. Y a eso he venido, sîzan. No pensaba volver a mi pueblo porque es mi pueblo el que ha de venir a ti. Sin embargo, si deseas que ponga a salvo al muchacho, lo haré. Me ocuparé de él. Pero sólo me iré si me dices que no hay esperanza.

Dashvara quedó un momento sobrecogido. Vaya, Dash, a saber lo que has hecho para que este hombre haya pasado de despreciarte a estar dispuesto a todo por ti. El Ave Eterna Xalya debe de desteñir… Pero bueno, Dash, se recriminó interiormente. ¿Acaso te burlas de quienes te ofrecen su lealtad?

En realidad, muy lejos estaba de burlarse; más bien lo hacía sentirse aún más apabullado.

—Esperanza —repitió. Detuvo a Amanecer y echó un vistazo a las luces que seguían persiguiéndolos. Estas habían ganado bastante terreno. Suspiró, sombrío—. Esperanza, sí que la hay. Pero no en mí, sîzan, sino en Kuriag Dikaksunora. Seré un señor de la estepa, pero él es el heredero de una familia infinitamente más poderosa. Nuestras creencias, nuestros valores, no pueden abrir la jaula en la que está metido el clan. La fuerza bruta le sería fatal, así que agachará las orejas y esperará que el muchacho titiaka use su llave para liberarlo… o se lo lleve encerrado hasta la Federación. —Se subió a Amanecer tratando de mover lo menos posible su brazo y concluyó—: La realidad es esta, sîzan. Como decía un sabio estepeño, si eres menos fuerte que tu enemigo, aprende a ser débil y no obstinado: tu derrota será menos violenta. Y ahora elige: o salvas a mi heredero o… —una sonrisa sardónica estiró sus labios— vienes a humillarte conmigo.

Apenas esperó una respuesta. Enseguida, llamó:

—¡Tinan! Síguele a Sirk Is Rhad, vaya adonde vaya. Es una orden. ¿Me has oído?

Percibió en la oscuridad la silueta del muchacho y su respuesta vino con un deje de confusión:

—Sí, mi señor.

—Estupendo. Y ahora avancemos. Con un poco de suerte al amanecer conseguiremos avistar el torreón.

Subieron todos otra vez a caballo y continuaron cabalgando. De momento lo mejor que podían hacer era seguir remontando el riachuelo y esperar que no se equivocaban de camino. Lo bueno era que sus perseguidores perdían tiempo tanteando y rastreándolos en la oscuridad y que sus caballos tal vez no tuvieran tanto aguante como los suyos. Lo malo era que también muy probablemente los acompañara algún guía esimeo o shalussi que los conduciría con mucho mejor acierto de lo que podía hacer Dashvara al no conocer este la zona más que por unos mapas que no estudiaba desde hacía tal vez más de seis años.

Había pasado ya más de la mitad de la noche cuando Sirk Is Rhad lanzó:

—No me dejas mucha elección, sîzan.

Dashvara asintió con una leve sonrisa y replicó:

—Cruza el arroyo y sigue el camino del norte. Con un poco de suerte no verán vuestras huellas hasta la mañana.

—¿Qué…? —jadeó Tinan—. No lo entiendo…

Dashvara replicó:

—Buen viaje, hermanos. Que el Ave Eterna guíe vuestro camino. Especialmente el tuyo, Tinan.

Taloneó su caballo y, a medida que Yira y él iban dejando atrás al Honyr y a Tinan, sintió crecer en él una extraña y consoladora esperanza. Tinan iba a salvarse, junto con las cinco mujeres xalyas y el pequeño Shivara que se habían quedado con los Honyrs. Tinan iba a quedarse en la estepa. Y seguiría habiendo un señor en ella, mal les pese a Todakwa y a los extranjeros… Meneó la cabeza, sonriente. No supo muy bien explicarse por qué aquella idea lo llenaba de paz.

Hipócrita. ¿En serio no sabes explicártelo? Te lo explicaré, Dash: simplemente has pensado que, teniendo a un segundo señor de la estepa, el primero no tiene por qué comportarse como tal, ¿eh?

Dashvara suspiró largamente, pero no dejó de sentirse curiosamente ligero. Las luces, atrás, seguían ganando terreno.

Mientras nos pillen antes las luces del alba que aquellas, tendremos la posibilidad de avistar el torreón y galopar hacia él…

Cuando el cielo comenzó a azularse, sus perseguidores se hallaban sensiblemente más cerca. Ellos no habían tenido que perder tiempo asegurándose de que remontaban el riachuelo: sabían dónde estaba. Por eso, viéndolos tan cerca, Dashvara había ido poco a poco descentrándose, imaginándose que los capturaban. Que los mataban. Y su esperanza se iba tornando en una insoportable y desenfadada fatalidad.

—¡Dash! —gritó Yira unos pasos delante—. ¿Ese es el torreón?

A Dashvara le dio un bote el corazón. Dejó de vigilar a sus perseguidores y miró con ansia lo que Yira le señalaba. Ahí, a lo lejos entre las sombras de la madrugada, tal vez a unas cinco millas, se alzaba una estructura de piedra ruinosa. Dashvara estiró de las riendas e hizo una mueca pensativa con los ojos brillantes fijos en la torre.

—No podría asegurarlo —confesó—. Pero podría ser.

Dieron de beber a sus monturas y bebieron a su vez antes de reanudar la marcha. Estaban agotados. Incluida Yira pues, pese a no necesitar dormir tanto, había usado más armonías de la cuenta para moverse en el campamento titiaka sin que la vieran, y aún no se había recuperado del todo. Por fortuna, no habían forzado demasiado a sus caballos hasta ahora y, pese a haber trotado toda la noche, aún parecían quedarles algo de energía. Y tendrían que demostrarlo, entendió Dashvara, echando una ojeada hacia atrás: sus perseguidores habían acelerado el ritmo.

—A este paso, nos pillarán antes de que alcancemos la torre —calculó en voz alta. Yira le devolvió una mirada inquieta y Dashvara sonrió—. Ahora vas a ver de qué son capaces los caballos estepeños, naâsga. No te preocupes: confía en tu yegua. La mía la guiará.

Palmeó el cuello de Amanecer y le dijo con voz potente:

—Demuestra que eres la reina de la estepa, daâra. ¡Oahey!

Y la carrera comenzó. El terreno subía ligeramente pero era regular. Dashvara y Yira mantuvieron un trote rápido durante un rato hasta que sus perseguidores, ya viéndolos sin dificultad en el amanecer naciente, empujaron sus monturas al galope. Eran una veintena y no todos eran sibilios de Arviyag ni mucho menos. Diez lo eran. Pero los otros diez eran Esimeos, a todas luces, e iban delante, contentos de enseñar a esos hijos del mar que sus caballos eran mejores, que eran mejores jinetes y que la estepa era su tierra. Al de un rato, los tuvieron a menos de media milla… y la torre aún estaba a varias centenas de pasos. Dashvara escudriñó esta. Se veían caballos y tiendas junto a las ruinas, y un estandarte. Un estandarte blanco. El de los Dikaksunora, con suerte.

—¡Galopa, Amanecer! —exclamó Dashvara en oy'vat, levantándose sobre los estribos—. ¡Galopa como el viento!

Amanecer se enardeció y se impulsó. En aquel momento nada tuvo que envidiarle a Lusombra: cruzaba la estepa en un estruendo de cascos, con la elegancia y la seguridad de una verdadera reina. Los caballos de los titiakas eran rápidos… pero Dashvara confiaba en Amanecer para ganar aquella carrera. Para asegurarse, siguió animándola y loándola y, por no ser menos, la yegua de Yira la seguía de cerca. Sólo esperaba que su naâsga, poco acostumbrada a cabalgar, se fiase del instinto de su montura.

—¡Arigá rhad kab, dawana is set! —gritó—. ¡Liá Liadirlá kab!

¡Galopa como el viento, reina de la estepa, vuela como el Liadirlá!

Llegaron al pequeño torreón de Amystorb habiendo distanciado a los Esimeos. Dashvara dejó que Amanecer bajara el ritmo a su antojo mientras sondeaba el lugar. Además de los doce Ragaïls, había ahí una veintena de sibilios armados, constató con un escalofrío. La llegada de esos dos jinetes perseguidos había revuelto y despertado a todo el mundo. Avistó la gran silueta forzuda de Asmoan de Gravia saliendo de su tienda naranja y vio a un Ragaïl repeler al joven Api para que no saliera del campamento a curiosear. Pero no vio a Kuriag Dikaksunora. Sin embargo, dada la presencia de los Ragaïls, tenía que estar ahí sin lugar a dudas.

Se apeó de un salto y le acarició el hocico a Amanecer murmurándole al oído:

—Ayshat, Amanecer. El alma de la estepa vibra en tu corazón. Que te bendiga mil veces…

—¿Qué significa esto? —bramó una voz.

Dashvara se giró y se encontró con el capitán Djamin. El Ragaïl tenía una expresión severa. No hostil, pues era difícil mostrarse hostil con un hombre que no llevaba ni armas. Pero estaba claro que volver a verlo no le alegraba la mañana. Al fin y al cabo, desde que se conocían, Dashvara no había hecho más que burlarse de su vigilancia.

Y había llegado la hora de hacer enmienda.

Ante unos Ragaïls que se acercaban con cada vez menos aprensión al constatar que no había peligro alguno, Dashvara se apartó de Amanecer. Y, apartando a la vez su orgullo, se puso de rodillas sobre la tierra estepeña y pronunció bien alto:

—He venido a presentar mis disculpas a mi amo, Kuriag Dikaksunora, y a suplicarle misericordia para mi pueblo.