Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna

20 Rebeldes

Apenas intercambiaron palabras con los jinetes shalussis: uno de ellos los informó de que estaban patrullando la zona y de que habían recibido órdenes de escoltarlos hasta Lamastá. Makarva iba con ellos y añadió detalles. Al parecer, Alta se había quedado a organizar la llegada de los Xalyas después de que Zefrek prometiera que estos serían bien acogidos. Orafe no pudo evitar comentar en voz alta:

—Pues que sepa ese Shalussi que, como nos tienda una trampa, le arrancaré los ojos, la lengua y la cabeza. En ese orden.

—¡Y yo, por el Liadirlá! —apoyó Maef.

Ambos se atrajeron la mirada fulminante del capitán, la mueca tensa de Dashvara y la expresión ofendida de los salvajes… Percatándose de que había abierto demasiado la boca, Orafe se rebulló, carraspeó y desvió los ojos, cruzándose de brazos nerviosamente. Maef, él, se quedó tan pancho: al fin y al cabo, debía de pensar, sólo había hablado su corazón. Dashvara suspiró.

Y ahí va la diplomacia de los Xalyas en todo su esplendor…

Estaban agotados pero, como dormir entre dos ejércitos no llamaba especialmente a nadie, continuaron la marcha escoltados por la patrulla shalussi. Llegaron a Lamastá hacia la media tarde, reventados y con una única idea en mente: caer dormidos y no abrir los ojos hasta la mañana siguiente. Y fue lo que hicieron todos. Dashvara el primero. ¿Desde cuándo un Xalya era capaz de cerrar los ojos y dormir con un Shalussi armado a escasos pasos de él? Bueno… a veces la fatiga adormecía las enemistades más ancestrales. Así que, tras instalarse medio despiertos en un refugio con un techo más o menos impermeable, los Xalyas dejaron que los salvajes velaran sobre ellos y sus caballos.

Dashvara despertó oyendo arrullos de pájaros. Abrió los ojos y se encontró cara a cara con una paloma. Esta estaba metida en una pequeña jaula circular. Un niño tal vez de la edad de Shivara, acuclillado junto a esta, le estaba intentando acariciar el plumaje al ave pasando un dedo entre los barrotes con cara muy atenta. El resto de los Xalyas, en su mayoría, estaba ya despierto.

Y el señor de la estepa mientras tanto durmiendo como un bodún perezoso.

Dashvara se frotó los ojos, echó un vistazo a su brazo y constató que Tsu le había cambiado el vendaje mientras dormía. Tan profundo estaba que ni se habría enterado si un caballo esimeo hubiese venido a patearlo.

Se enderezó sobre la tierra batida del refugio, barrió el lugar con los ojos y se fijó en que un grupo de niños xalyas instalado cerca le echaba miradas curiosas. No a él, se percató: a su brazo remangado. A las tres marcas que llevaba. Les puso cara cómica y, con un ademán hacia las marcas, soltó con desenfado:

—Bonitos tatuajes, ¿verdad? Buenos días, muchachos.

Estos le contestaron con cierta timidez, como si no se atreviesen a hablarle. Dashvara puso los ojos en blanco y, tras echar un vistazo y asegurarse de que todo parecía estar relativamente tranquilo por el pueblo, se fijó en el plato de ogrollas, hizo una mueca y lanzó:

—Si alguien consigue encontrarme algo decente para desayunar os cuento una historia que sólo los descendientes del Ave Eterna recuerdan ya.

Para alegría suya, enseguida se animaron a encontrarle algo que comer además de las ogrollas y, tras instalarse ante esa tropa de niños, comenzó a narrar la historia sobre el lobo buscado por sus hermanos, esa misma que había contado a Atasiag en Titiaka aquel otoño, sólo que esta vez la contó con más efecto teatral, añadiendo diálogos y onomatopeyas. Logró arrancar risas y expresiones embelesadas y boquiabiertas, incluso a los de más edad, quienes ya debían de haber oído aquel cuento más de una vez. Terminó así:

—Entonces el lobo solitario pensó: Liadirlá, ¡afortunado de mí que vuelven a encontrarme! Y, por primera vez desde hace años, aulló con sus hermanos: ¡AAAUUUU! —Alzó un índice como los niños se carcajeaban ante la demostración—. Eso significa en la lengua de los lobos: ¡viva la manada! Y dijo aún más: ¡AAUUUUUUUU! Que significa, eso ya lo sabéis: dignidad, confianza y…

—¡Fraternidad! —exclamaron varios, contentos de saberse el final.

Dashvara sonrió.

—Vosotros también sois unos lobos xalyas —concluyó—. ¿Os ha gustado la historia?

Sí, les había gustado, y lo demostraron con grandes sonrisas y un barullo escandaloso entremezclado con aullidos más o menos conseguidos. Makarva llegó a su lado con una expresión entre burlona y divertida.

—Ya van apuntando maneras de Xalya —comentó señalando a los niños ruidosos con la barbilla y retomó con voz más baja pero no menos tranquila—: Por cierto, Dash. No es por nada, pero tenemos a un ejército a nuestras puertas. Hay reunión de jefes.

Dashvara hizo una mueca y asintió.

—Voy.

Makarva le ayudó a atarse el cinturón con los sables, se puso la capa azul de los Dikaksunora, revolvió el cabello del niño de la paloma, que se le había puesto en medio, saludó a su joven compañía y a los demás Xalyas que se habían quedado en el refugio y salió de este con su viejo amigo.

Hacía buen día, algo ventoso y nublado, pero pocos días no lo eran en la estepa. Dashvara paseó una mirada atenta por el poblado mientras seguía a Makarva cuesta arriba. Después de haber visto Aralika, Lamastá parecía poca cosa en comparación; las calles eran imprecisas, los rebaños se paseaban libremente y el único edificio mayor era el templo esimeo en construcción. Sin embargo, durante la revuelta este había sufrido numerosos daños y Zefrek había decidido refugiarse al pie de la colina, en una pequeña casa de piedra rodeada de guerreros shalussis. Estos los miraron con reserva cuando se acercaron. Con voz tranquila, Dashvara se presentó:

—Dashvara de Xalya. Zefrek…

—Entrad —lo cortó uno de los Shalussis.

Se hizo a un lado sin abandonar su expresión altiva y Dashvara reprimió una mueca antes de avanzar junto con Makarva hacia la puerta abierta. Sin grandes sorpresas, constató que el capitán y Sashava ya estaban ahí, conversando con Zefrek y otros Shalussis. Cuando vio el rostro de Yodara en medio de todas esas caras severas, no pudo evitar sonreír. Así que el oficial había salido vivo de la revuelta. Su sonrisa se congeló y transformó en un rostro impasible cuando sus ojos se posaron en una figura sentada ante la gran mesa. Apenas lo había visto tres años atrás, pero lo hubiera reconocido en cualquier sitio. Lifdor. Sus labios formaron el nombre en un siseo mudo. Lifdor de Shalussi había sobrevivido.

Lifdor, Qwadris y Nanda, del clan de los Shalussis. Shiltapi, del clan de los Akinoa. Todakwa, del clan de los Esimeos.

Las palabras resonaron en su mente con la voz profunda y severa de su padre.

Lifdor de Shalussi. Asesino, ladrón, asesino…

Aún recordaba su rostro sonriente y fiero cuando había encadenado a su pueblo y robado sus caballos. Aún recordaba con nitidez su grito de guerra salvaje y la patada victoriosa que le había dado a un oficial xalya muerto en pleno campo de batalla… La mano vigorosa del capitán sobre su hombro izquierdo lo espabiló. Sólo entonces se fijó en que su mano izquierda había agarrado el pomo de su sable y comenzaba a sacarlo…

—Dashvara —lo urgió Zorvun con voz tensa y baja—. Vuelve al mundo real, ¿quieres?

Con cierto esfuerzo, Dashvara desvió al fin la mirada de la expresión burlona de Lifdor y se cruzó con los ojos oscuros del capitán. Se maldijo interiormente por haberse dejado llevar por sus impulsos de esa manera tan poco racional.

¿Y les llamas salvajes a ellos, Dash? se espetó con ironía.

Envainó del todo el sable y percibió el carraspeo de Zefrek. El joven jefe Shalussi se adelantó.

—Bienvenido a Lamastá, Dashvara de Xalya. Es un placer acoger a tu pueblo entre mis filas.

Tendió la mano. Oh, diablos, maldita sea la manía de estrecharse las manos… Dashvara movió la suya y se la estrechó. Zefrek se la sacudió con vigor, probablemente sin malas intenciones, pero a Dashvara le saltaron las lágrimas a los ojos por el dolor, jadeó y el Shalussi lo soltó con cara de disculpa.

—Vaya, lo siento, había olvidado que…

—Estoy bien —aseguró Dashvara resoplando—. Estoy bien —repitió. Liadirlá, menuda imagen de señor de la estepa les estás dando a tus anfitriones… Inspiró y agregó—: Gracias por acoger a mi pueblo, Zefrek. Veo que has estado eficaz desde la última vez que nos vimos. Er… Bueno. ¿Cómo va el asunto con los Esimeos?

Zefrek se encogió de hombros.

—Confiamos en que los echaremos para atrás.

Dashvara asintió y dedicó los siguientes momentos a escuchar a los guerreros shalussis, no sin fijarse en que los Xalyas eran relegados a ser más espectadores que actores de todo aquel jaleo…

Espectadores, pero luego bien que tendremos que sacar los sables para ayudarlos. Bueno, salvo yo, que me contentaré con hacerle caso a Tsu y comer ogrollas.

No dejó de notar cómo la nueva posición y poder de Zefrek había producido en este un cambio radical. Menos receloso, más confiado, el hijo de Nanda dirigía su pequeña tropa de rebeldes con aires de saber de qué estaba hablando, como si no hubiera pasado los tres últimos años ganándose el pan como un miserable pirata de tres al cuarto. A su lado, Lifdor trataba visiblemente de hacer de guía experimentado y Zefrek acogía sus consejos con respeto pero considerándolos como eso, consejos, y no órdenes. El guerrero veterano parecía tomarse su posición inferior con paciencia, seguramente porque quien había traído las armas y había dirigido hasta ahora la revuelta había sido Zefrek y no él. Pese a las ganas de quitárselo de la vista, Dashvara tenía que reconocer que probablemente Lifdor no tuviese el mismo espíritu envenenado que Todakwa: era un Shalussi y, al igual que los Xalyas, sin duda debía de tener sentido del honor. Era, en definitiva, un maldito salvaje capaz de matar por oro pero al que nunca se le habría ocurrido esclavizar toda la estepa y mucho menos comerciar con extranjeros tan lejanos.

Mientras los cinco Xalyas asistían silenciosamente al plan de defensa, vinieron regularmente mensajeros a informar del avance del ejército esimeo. Por lo visto, este no se había dado mucha prisa en avanzar, probablemente porque esperaba refuerzos y porque no quería provocar inútilmente a los Shalussis sabiendo que estos tenían prisioneros a unos cuantos de los suyos, incluido a Ashiwa de Esimea, hermano de Todakwa. Lifdor consideraba muy posible que un destacamento tratase de cruzar el río para cercar el pueblo y cortar toda posible huida. Dashvara estaba de acuerdo en que cercarían el pueblo, pero dudaba de que fuera porque temieran una huida; más bien debían de temer que los rebeldes recibieran más ayuda de Dazbon por el sur. Sin embargo, durante toda la conversación, ningún Shalussi mencionó a los dazbonienses. Finalmente, quién sabe, tal vez estos no supieran aún si intervenir en las relaciones entre Esimea y Diumcili y se habían contentado con armar jaleo. Más jaleo. Como si no hubiera ya bastante. No era de extrañar que los Antiguos Reyes hubieran llamado aquella tierra la Roca de los Infiernos. Y, sin embargo, no era como si vivieran ahí mil tribus: ahora eran básicamente sólo cuatro grandes clanes, más los Honyrs… Sólo pensar en que iban a volver a desgarrarse unos a otros puso a Dashvara profundamente sombrío. A saber por qué el destino se ensañaba con sus vidas.

Un cambio de tono en la voz de Zefrek le hizo girar la cabeza de nuevo hacia él.

—… armas suficientes —decía—, teniendo en cuenta que tenemos a más hombres duchos en el arte de la guerra que no poseen armas adecuadas. Como he podido comprobar, hay personas en vuestro pueblo armadas y que no han sido casi entrenadas. Me preguntaba si aceptaríais cedernos esas armas temporalmente. Se trata de defender Lamastá lo mejor que podamos.

Aquello le sentó a Dashvara como una patada. ¿Que cediera armas a los Shalussis? ¿Pero Zefrek se lo pedía en serio? Con brusquedad, se obligó a reprimir cualquier respuesta impulsiva y razonó. Técnicamente, Zefrek tenía razón: era mejor que esas armas estuvieran en manos de expertos que de unos adolescentes aterrados, aunque la idea de cederlas no dejaba de parecerle arriesgada y desmoralizadora. Echó una ojeada hacia Zorvun y Sashava. Mientras que este último fulminaba a Zefrek con los ojos, a punto de estallar, el capitán asintió ligeramente. Dashvara suspiró para sus adentros y, bajo la mirada atenta de la decena de guerreros shalussis, se cruzó de brazos asintiendo con calma y lanzó:

—Tendréis las armas.

Zefrek sonrió.

—Gracias.

En su leve sonrisa, Dashvara creyó leer un: ¿ves, señor de los Xalyas?, tu pueblo apenas tiene guerreros que valgan y ni siquiera tú estás en condición de combatir: te guste o no, ahora soy yo el que manda. Pues claro, y los ilawatelkos vuelan. Dashvara hizo una leve mueca sardónica y retrucó:

—De nada. Son armas de los Antiguos Reyes. Confío en que los que las usen derramarán sangre asesina y salvarán vidas inocentes.

Sus palabras fueron acogidas por expresiones impasibles. Tal vez alguno vio en ellas algún reproche. Sin embargo, en ese instante, Dashvara no pensaba tanto en las acciones pasadas de los Shalussis como en que esas armas, con lo viejas que eran, sin duda también debían de haber defendido asesinos y derramado la sangre de inocentes. Un sable no tenía más amo que el que lo empuñaba.

No tardaron en poner fin a la reunión y, cuando el capitán salió de la casa con prisas, Dashvara, Yodara, Sashava y Makarva lo siguieron. No olvidaron ralentizar el ritmo para no dejar atrás al Cascarrabias.

—Esto es el colmo —mascullaba este avanzando con sus muletas—. En cuanto repelan a los Esimeos, se nos tirarán encima y no tendremos con qué defendernos.

—Antes deben repeler a los Esimeos —replicó el capitán sin detenerse—. Esos diablos traerán refuerzos de Ergaika y más caballería de Aralika. Pongamos unos setecientos en total. El ejército de Zefrek apenas tiene doscientos. Y por muy hábiles que sean combatiendo, les falta organización. De todas formas, dudo de que Zefrek se nos tire encima, amigo mío. Yo que él, antes me preocuparía de mi propia gente. Un jinete ha de controlar su caballo antes de poder dirigirlo.

De vuelta al refugio, el capitán se ocupó de recolectar las armas y Dashvara tomó a Makarva aparte, arrancándole a este una mueca intrigada.

—¿Qué pasa, Dash?

Este vaciló porque sabía que su idea no iba a ser muy bien acogida. Echó un vistazo a las nubes, al camino polvoriento, a los rostros xalyas que escuchaban atentamente las órdenes del capitán, y al fin se lanzó:

—Mira, Mak… Me gustaría que alguien saliera de aquí rumbo al norte a avisar a mi naâsga de nuestra posición.

Su amigo enseguida puso cara sombría.

—¿No me lo estarás pidiendo a mí? —Soltó un resoplido descontento—. Dash, sólo somos veinte guerreros, los Esimeos van a atacarnos ¿y quieres que os deje atrás? Podrías mandar a cualquier otro…

—Bueno, vale, ¿y a quién? —replicó Dashvara con calma.

Makarva frunció el ceño y se encogió de hombros.

—Yo qué sé, a cualquiera. A Atok. Él nunca se queja.

Al contrario que otros, completó Dashvara. Le dedicó una sonrisa burlona a su amigo y asintió.

—Está bien. Voy a…

—Yo puedo ir —intervino de pronto una voz, interrumpiéndolo.

Sorprendido, Dashvara se giró y puso los ojos en blanco al ver que el joven Tinan había estado escuchando la conversación. El adolescente agregó con seriedad:

—Tengo el brazo amputado de todas formas, no podré jamás ser un guerrero de verdad… Pero soy un buen jinete. Y quiero ayudar.

Su expresión llena de esperanza y deseo de mostrarse útil le arrancó a Dashvara una oleada de afecto. Vaciló un momento, porque la idea de mandar a Tinan solo por la estepa lo inquietaba…

—Te acompaño, amigo —dijo entonces la voz alegre de Api. El joven demonio había surgido por una ventana. Pasó adentro del refugio con un salto de acróbata agregando—: La perspectiva de quedarme atrapado en este pueblo no me llama nada. Y yo también soy un buen jinete —bromeó. Giró unos ojos grises chispeantes hacia Dashvara—. ¿Tenemos que transmitir algún mensaje especial?

Dashvara examinó su rostro animado y meneó la cabeza. Y dale con el demonio…

—Está bien —aceptó—. Iréis los dos. Contadle a Yira todo lo ocurrido y decidle que estamos todos bien, que los Shalussis son nuestros aliados y que los Esimeos tardarán probablemente un rato en decidirse a hacer algo porque los Shalussis tienen prisionero al hermano de Todakwa.

Tinan asintió con los ojos brillantes.

—Transmitiré el mensaje, mi señor. Gracias por confiar en mí.

Dashvara esbozó una sonrisa y le dio una palmada en el hombro.

—Gracias a ti, sîzan. Más te vale tener cuidado. —Se apartó agregando—: Rodead la zona cuanto podáis por el este y luego cabalgad hacia el norte. Si no encontráis a los Honyrs, cabe esperar que ellos os encuentren a vosotros. Suerte.

—¡Suerte a vosotros también! —sonrió Api—. Me temo que la necesitaréis más que nosotros. ¡Arreando, compañero! —le dijo a Tinan.

Tras recoger algunos víveres, los dos adolescentes no tardaron en subirse a unas monturas, aunque no fue hasta que Zefrek diera su autorización cuando los guerreros shalussis los dejaron al fin salir de Lamastá. Subido a la colina del templo, Dashvara observó a los dos jinetes galopar hacia el este hasta que estos se convirtieran en meros puntos negros. Entonces, se giró hacia el norte, hacia donde miraban ya la mayoría de los Xalyas que habían subido ahí a ver. A ver el enjambre oscuro formado por los centenares de esimeos que acababan de instalarse en una altura, a unas cinco millas de Lamastá.

Dashvara sintió una inquietante familiaridad con todo aquello. Los Esimeos, el cerco inminente, la espera… ¡todo era tan semejante a lo que había vivido tres años atrás! Sin embargo, al contrario que entonces, no tenían torreón, pero tenían aliados. Eran todos esclavos rebeldes, poco importaba que fueran descendientes de los Antiguos Reyes o de las tribus salvajes. Todos buscaban lo mismo: su libertad.

Y la encontraremos, de una manera u otra, se prometió Dashvara con fervor.

Desviándose del enemigo, sus ojos se perdieron hacia el noreste, hacia la vasta estepa sencilla, viva y pacífica que los Ladrones de la Estepa —y los Xalyas— amaban como a una madre.

Mâ Sêt —murmuró en oy'vat para sí llamando a la estepa y susurró aún más bajo como una plegaria—: Haz que tu tierra se vuelva barro y agujas bajo los pies de tus asesinos.