Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos

41 Asesinos

Sus hermanos los condujeron hasta una de las pocas casas de piedra de la ciudad. Por supuesto, Su Eminencia Atasiag Peykat no podía vivir en cualquier chabola. Hubiera sido impensable, ¿verdad? Con una mueca de burla, Dashvara avanzó siguiendo a Wassag por el corredor de piedra. El Lobo iba vestido con su habitual túnica gris y su cinturón de esclavo. Lo guió hasta una habitación donde Atasiag, instalado en una pequeña mesa, garabateaba un mensaje. Al contrario que Wassag, el federado no llevaba su habitual túnica blanca y su cinturón de magistrado: tenía ropa oscura y, en su cinturón, portaba dos dagas. Ese hombre que tenía enfrente se había convertido otra vez en Cobra, el cabecilla de la Hermandad del Sueño.

Con desenfado, Dashvara se sentó en la silla que tenía delante y soltó:

—Buenas, Eminencia. ¿Cómo anda la cosa?

Cobra enarcó una ceja y despegó al fin sus narices del pergamino.

—Te enterré una segunda vez, Filósofo. Permíteme que me alegre de verte de nuevo vivo.

Dashvara esbozó una sonrisa ladeada.

—Te lo permito, Eminencia. Y permíteme a mí darte las gracias por haber ayudado a mis hermanos a escapar.

—Oh. —Atasiag realizó un gesto vago—. Era natural. Somos familia, ¿no?

—Ya… —Dashvara se pasó la lengua por los labios—. ¿Tienes noticias de Titiaka?

—Y más frescas que tú —afirmó Atasiag. Palmeó un mensaje en la mesa—. Las palomas mensajeras son un servicio fantástico. Fíjate. Un mensaje puede viajar de Titiaka a Matswad en menos de seis horas. ¿No te parece maravilloso?

—Admirable y sensacional —aprobó Dashvara, divertido—. Eso supongo que significa que toda Titiaka no ha quedado hecha cenizas.

—Ni de lejos —aseguró Atasiag—. Necesitaron tres días, pero los Ragaïls acabaron por serenar a la multitud. Eso sí, el Consejo quedó arrasado y desvalijado por completo. Los Legítimos huyeron como conejos. —Sonrió—. La mitad de ellos se fueron con sus barcos a Dazbon, incluidos los valientes Telv. —Resopló, como ahogando la risa—. La otra mitad se atrincheró en el Palacio Federal. Y algunos de ellos cometieron un desafortunado error engañando a unos Ragaïls. Les dijeron que el Comandante les ordenaba que los protegieran a ellos en vez de salir a ayudar a sus compañeros en la ciudad. Imagínate —rió quedamente—. Cuando se enteró, el Comandante de la Guardia Ragaïl se irritó y los mandó prender a todos. —Soltó esta vez una carcajada limpia—. ¡A quién se le ocurre engañar a los Ragaïls! Tuvo que ser impresionante de ver. Desde entonces el Comandante se ha tomado la libertad de instaurar un Consejo Provisional, dirigido por el capitán Faag Yordark. Él y su padre fueron unos de los pocos Legítimos en comportarse como verdaderos dirigentes de su pueblo. —Se levantó de su silla prosiguiendo—: Ahora acaban de comunicarme que los Legítimos encarcelados han sido puestos en libertad. Han expropiado los bienes a los que huyeron y el Comandante ha exiliado a los Nelkantas por apoyar la rebelión unitaria. Los Yim y los Steliar deben de estar temblando y orando para que el Comandante no se fije mucho en ellos. —Meneó la cabeza, divertido—. Cuando los Ragaïls quieren hacer limpieza, la hacen de verdad. Ellos fueron quienes pusieron a los Legítimos ahí donde estaban, hace noventa años. Y ahora ellos han sido quienes los han depuesto. O al menos en parte.

Dashvara lo contempló con desconcierto. Atasiag parecía más jovial que melancólico por el vuelco que había dado su vida aquellos últimos días. Bueno, también era cierto que, por lo poco que sabía de su vida pasada, probablemente esos bruscos cambios le resultasen más bien familiares.

—¿Y Sheroda? —preguntó.

Atasiag enarcó una ceja.

—Está aquí. En esta misma casa. Con Aligra y los demás Hermanos de la Perla. ¿Deseas verla?

Dashvara tragó saliva.

—No. Sólo preguntaba. ¿Y mi hermana?

Atasiag hizo una mueca.

—Está… en el ala este de la casa. Está… —repitió— con Lessi y con otras personas.

La mirada extraña que le echó alarmó a Dashvara.

—¿Qué otras personas?

Atasiag se detuvo junto a una puerta lateral abierta hacia un patio. Le hizo signo para que saliera con él y Dashvara se levantó.

—¿Con qué otras personas? —insistió mientras lo seguía afuera.

—Con Lanamiag Korfú. Y algún que otro ciudadano que salió huyendo con él.

Su voz sonaba tranquila. Dashvara no trató de disimular su contrariedad.

—Lanamiag Korfú —repitió—. ¿Qué demonios haces hospedando al hijo de quien te traicionó?

Atasiag se detuvo en medio del patio interior y ladeó la boca en una sonrisa, aunque sus ojos permanecieron serios.

—No me lo preguntes a mí. Pregúntaselo a Fayrah. Ese es el cuarto —señaló—. Está gravemente herido, Dash —añadió—. Quédate aquí. Iré a buscar a tu hermana.

—Eminencia —lo llamó Dashvara, molesto—. Si está con él, prefiero no estorbarla. Ya… ya hablaré con ella en otro momento.

Atasiag alzó las cejas antes de asentir con lentitud.

—Está bien.

Hubo un silencio incómodo. Una bruma matinal bailaba en el empedrado del patio. Casi parecía tan viva como la niebla de los Susurros.

—Maté a Rayeshag Korfú —murmuró al fin Dashvara—. Fue amigo tuyo, ¿verdad?

Atasiag Peykat no contestó de inmediato.

—¿Puede acaso ser realmente un amigo alguien que acaba traicionándote? —preguntó de pronto—. No, Filósofo. No era un amigo. Como te dije, él contrataba mis servicios. Me tenía cierto respeto, más por lo de la Hermandad del Sueño que por mi título de magistrado, pero… era un hombre al que no le gustaban los riesgos. A poco que los Dikaksunora empezaron a amenazarlo seriamente, se cambió de bando. Y cometió un error. —Sonrió con amargura—. No podía imaginarse que un estepeño iría directamente a acabar con su vida. Ni que los Akinoa, los grandes enemigos de los Xalyas, te apoyarían.

Dashvara bajó la mirada hacia sus manos e hizo una mueca de repugnancia. Su voz sonó ronca cuando dijo:

—Estoy harto, Eminencia. Harto de tener que luchar continuamente para permanecer con vida. Harto de las venganzas. Y harto ya de estar en esta isla rodeada de agua.

Atasiag esbozó una sonrisa compasiva.

—Yo también lo estoy. Menos de lo último. Además, por definición, una isla está rodeada de agua, Filósofo. —Dashvara puso los ojos en blanco y el diumciliano agregó—: Puedes dejar de llamarme Eminencia, Dash. No estamos en Titiaka.

Dashvara le dedicó una sonrisa burlona.

—Y sin embargo, antes te gustaba que te llamasen así. Eminencia.

Atasiag lo detalló unos segundos con la mirada antes de suspirar.

—Tienes razón —confesó—. En Titiaka sobran las malas influencias, supongo. A veces tengo la impresión de que soy medio idiota.

Dashvara se carcajeó por lo bajo.

—Bueno, por algo se empieza. Cuando confirmes del todo tu impresión, dejaré de llamarte Eminencia. Y te llamaré hermano.

Atasiag meneó la cabeza, divertido, e iba a contestar cuando se oyó de pronto un tumulto en uno de los corredores. Con el corazón sobrecogido, Dashvara se puso a correr cruzando el patio hacia de donde venía el alboroto… Estaba llegando ante la puerta del corredor cuando esta se abrió de golpe y vio a un hombre abalanzarse hacia él, sable en mano. Con los ojos desorbitados, esquivó de milagro un golpe letal que le rozó el pecho. En el segundo siguiente, cinco Xalyas se tiraban sobre el asesino por la espalda, lo desarmaban y lo acorralaban contra el suelo.

—¡No lo matéis! —gritó Dashvara.

Sin aliento, se acercó al hombre. Tsu le cortó el paso y lo cogió del brazo.

—¿Te ha alcanzado?

Dashvara negó con la cabeza.

—No —resolló. Bajó la mirada hacia su pecho y sonrió—. Tu amuleto ha debido de funcionar, Tsu.

—¿Quién diablos eres? —le gruñó Orafe al asesino—. ¡Contesta!

Entre él y Maef zarandearon al hombre. El capitán intervino con paciencia:

—Dejad de sacudirlo, muchachos. ¿Cómo queréis que conteste así?

Todos los Xalyas habían acabado por llegar al patio, seguidos de Yira, Wassag, Yorlen, Dafys, Loxarios y su perro.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Yira corriendo hasta Dashvara.

Dashvara la cogió por la cintura y la tranquilizó:

—Nada, naâsga. Ese hombre ha intentado matarme, eso es todo. Si es capaz de explicar por qu… —Calló de golpe cuando, al enderezarlo, Maef permitió que todos vieran el rostro del hombre. Lo reconoció de inmediato.

Era Zefrek de Shalussi. Zefrek hijo de Nanda.