Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos

19 Legítimos y trabajadores

La mañana pasó volando. El sastre, un hombrecillo de rostro alargado y fúnebre, llegó con toda una tropa de ayudantes y les hizo vestir a los Xalyas un uniforme negro con un impresionante dragón rojo bordado en el pecho y en la espalda. Realizó unos cuantos ajustes y cambios para dejarlos a todos impecables y luego pasó al uniforme cotidiano, que consistía en una simple túnica gris oscura sin adornos y pantalones de lo más comunes. Finalmente, el sastre les dio a todos cinturones de color malva con el broche de un dragón rojo. Makarva estaba comentando algo sobre el buen gusto dudoso de Atasiag cuando Tsu intervino explicando:

—El malva es el color de la Gracia de la cortesía y el respeto. Normalmente, se lleva ese cinturón cuando el amo desea dejar obvio que está dispuesto a alquilar a sus trabajadores para ayudar a la ciudadanía. Es más simbólico que otra cosa. Lo usa sobre todo para mejorar su imagen y exhibir su riqueza. —Hizo una mueca que se asemejaba a una sonrisa cuando añadió—: A fin de cuentas, no todo el mundo tiene a tantos trabajadores como Atasiag Peykat.

Dashvara le correspondió con otra mueca y suspiró mientras uno de los aprendices del sastre le pedía que levantara uno de los brazos. La verdad, cuanto más se detenía a pensarlo, más se daba cuenta de que Atasiag Peykat distaba mucho de ser un mero cabecilla miembro de una Hermandad de ladrones. Pero, entonces, ¿quién era? ¿Un comerciante y a la vez un ladrón? Ciertamente, lo uno no impedía lo otro, pero ¿por qué razón un ciudadano federado desearía acabar con un esclavista que traía un flujo continuo de riquezas a sus tierras? Azune y Rowyn tal vez actuasen de verdad por principios, pero ¿Cobra? Bueno, en todo rigor, no conocía a ese hombre. Tal vez fuese una buena persona. En verdad, tampoco parecía ser malvado. Sin embargo, su instinto le impedía confiar en él.

Eso también es porque siempre te cuesta fiarte de los extranjeros, Dash. Pero, de todos modos, ¿qué importa? Sea quien sea Atasiag Peykat, mientras no se comporte mal con nosotros, estaremos en paz y lo acribillaremos a «eminencias» si se siente más feliz.

Apenas se hubo marchado el sastre, vino el barbero. Cuando este les propuso raparlos del todo, Orafe montó un escándalo y por poco lo hizo huir. El capitán intervino, calmó al Gruñón y, tras una breve discusión con el federado, este se puso a trabajar sin descanso podando las barbas de todos sin afeitarlas totalmente. Tan sólo Miflin, Zamoy y Tsu se salvaron del suplicio: eran los únicos en no tener un solo pelo en el mentón. Finalmente, el barbero los liberó y Yorlen los condujo fuera de la casa hasta unas termas públicas que se encontraban cerca del Tribunal y de una enorme explanada llamada la Plaza del Homenaje. Según Tsu, en Titiaka la gente acudía a los baños regularmente, incluidos los esclavos: se consideraba una actividad esencial en la vida cotidiana para mantenerse saludable. Cuando llegaron, el lugar ya estaba abarrotado y ni siquiera los Trillizos fueron capaces de destacar en aquel antro de voces atronadoras. Metidos en pozos de agua caliente, pronto acabaron amodorrados bajo una nube de vapores y conversaciones animadas que volaban en todos los sentidos. Algunos hablaban en común, otros en diumciliano e incluso algunos empleaban un idioma extrañísimo que Dashvara jamás había oído. Cuando le interrogó a Tsu, este se limitó a contestar:

—Es el idioma de Ryscodra.

Dashvara meneó la cabeza poniendo cara de ignorancia.

—Ryscodra, ¿eh?

El drow esbozó una sonrisa, quizá recordando que ninguno de los Xalyas estaba muy familiarizado con la geografía más allá de la estepa de Rócdinfer. Dashvara puso los ojos en blanco. Y qué quieres, Tsu, a ningún Antiguo Rey se le habría ocurrido que un día los Xalyas acabarían exiliados tan lejos de su casa.

—Es una gran isla al oeste, en el Océano Caminante —explicó el drow—. Pertenece a las Islas del Corazón Dorado. Ahí se encuentra también el gran Principado de Agoskura. Creo que te hablé de él. Hace unos años estuvieron en guerra con Ryscodra y la Federación.

Dashvara asintió: no recordaba que Tsu le hubiese hablado mucho de Agoskura, pero recordaba haber oído una vez a un Simpático decir que en la Torre de Serenidad se encontraban varios prisioneros de guerra provenientes de esas tierras. En los minutos siguientes, se dedicó a escuchar el idioma de Ryscodra. No alcanzó a pillar ni una palabra. Por lo visto, el ryscodrense era tan distinto a la lengua común como lo era el oy'vat.

Cada vez más aburrido, buscó a Yorlen con la mirada. ¿Cuánto tiempo quería que se quedaran ahí pues? ¿Hasta que la piel se les arrugase tanto como al viejo Maloven? Cuando vio al Mudo sentado en un banco de mármol, junto a los pozos, se apresuró a reunirse con él, aunque ralentizó en los últimos pasos al ver la marca del Dragón Rojo en su brazo.

—¿Llevas mucho tiempo sirviéndolo? —soltó, sentándose junto a Yorlen.

El elfo enarcó una ceja. Le señaló la fecha inscrita en su brazo y alzó cuatro dedos.

—¿Cuatro años? —Dashvara frunció el ceño mientras el guardián mudo asentía. Eso significaba que Cobra ya tenía esclavos incluso antes de que él lo hubiera conocido. Bueno… tampoco era sorprendente—. ¿Y los demás? Wassag, Dafys y Leoshu, ¿también son esclavos?

Yorlen hizo una mueca antes de asentir silenciosamente.

—Mm —meditó—. Supongo que era previsible. ¿Y el tío Serl?

Yorlen negó con la cabeza. Dashvara sonrió. El elfo de pelo morado hablaba tanto como una piedra, pero le inspiraba simpatía. Le hacía pensar en un nómada sabio, ora sonriente y atento a su alrededor, ora ensimismado en místicos pensamientos.

Al cabo de unos minutos, preguntó:

—Oye, Yorlen, ¿hasta cuándo tenemos que quedarnos aquí?

El Mudo se encogió de hombros e hizo un gesto hacia la salida, indicando que podían marcharse cuando querían. Sashava, que acababa de sentarse junto a ellos con sus muletas, volvió a levantarse como si le hubiese mordido una serpiente.

—¡Liadirlá, haberlo dicho antes! —masculló y llamó—: ¡Xalyas! Dejad ya esos pozos. Acabaréis más cocidos que las garfias. ¡Oh, oh, capitán, despierta!

Dashvara sonrió anchamente al ver la expresión satisfecha de Zorvun cuando este apareció entre las volutas de vapor; tenía aspecto de haber disfrutado de aquellos baños como nadie. ¿Acostumbrándote a la vida lujosa de los esclavos de Atasiag, capitán?

Salieron todos de las termas arrugados pero con un hambre voraz. De vuelta a la casa de Atasiag, fueron directos a sentarse a la mesa del tío Serl y comieron como nadros rojos. No dejaron ni rastro de salsa en sus boles. El cocinero rió, sonrojado, cuando le dieron las gracias y pidieron a Miflin que compusiese una oda en su honor. Por una vez, al Poeta le salieron las rimas a la primera:

Tú, ¡oh rey de la cocina,
Serl, amigo de los Xalyas!
pues que de esta mesa rica
hemos recibido holganza,
recibe tú ahora de todos
nuestras más humildes gracias
y pídenos lo que sea,
que lo haremos si te agrada.

Zamoy aulló de risa:

—¡Ave Eterna, hermano, ahí me has impresionado!

Mientras los Xalyas aclamaban la serenata entre risas, Serl acogió los versos conmovido y tan rojo como una garfia. Sonriente, Miflin le murmuró a Dashvara:

—Da coba al cocinero y nunca estarás hambriento.

Dashvara puso los ojos en blanco y reparó entonces en la cara de desconcierto que ponía Wassag. Supuso que las comidas antes de que llegaran los Xalyas no debían de ser tan… desordenadas. Pero claro, ¿cómo lo iban a ser teniendo a un mudo, a un sibilio de rostro más impenetrable que Tsu y a un humano pálido más tranquilo que un caballo manso? El belarco, el viejo Leoshu, parecía ser el único dispuesto a hablar de su vida: según contó, había sido un trabajador campesino durante más de setenta años, hasta que su propietario, arruinado, tuvo que venderlo todo en unas subastas hacía cinco años.

—Y tras unas cuantas peripecias de aquí para allá, aquí estoy —concluyó Leoshu.

Luego, el belarco pasó a hablar de plantas y hortalizas con Maltagwa y las conversaciones desviaron por toda la mesa. Medio dormitando, Dashvara seguía una partida de cartas entre Miflin, Atok, Orafe y Boron cuando sintió que Yorlen lo estiraba de la manga. Frunció el ceño y, sólo entonces, recordó que Atasiag le había pedido al Mudo que los llevase por grupos de cuatro a visitar la zona. Antes de que Yorlen eligiese a nadie, se levantó soltando:

—Makarva, Tsu, Zamoy: venid conmigo. Yorlen quiere que visitemos la ciudad.

Los tres se levantaron sin protestar y Dashvara se dio de pronto cuenta de que había adoptado el mismo tono autoritario que usaba antaño en el torreón. Hubiera meditado más acerca del fenómeno si Yorlen no hubiese estado saliendo ya de la sala. Se apresuró a seguirlo.

—¿Adónde nos lleva? —preguntó Makarva.

—Ni idea —confesó Dashvara.

—¿Y por qué no se lo preguntas? —sugirió Zamoy—. A lo mejor sale de su mutismo ahora que nos conoce mejor.

—O a lo mejor no —sonrió Makarva.

Dashvara miró al Calvo de reojo.

—No podría contestarme. Le cortaron la lengua.

—Oh —musitó Zamoy, sobrecogido—. No me había enterado.

La vuelta por Titiaka no fue muy apasionante. A Zamoy y Makarva les causó cierta impresión ver a tanta gente, pero Dashvara ya había dado vueltas por Dazbon y, aunque no se sentía cómodo caminando en calles abarrotadas, ya no se sentía tan abrumado.

No acababa de entender muy bien por qué Atasiag les había designado como guía a un mudo. No podía explicarles nada, tan sólo atraer con gestos su atención sobre ciertos monumentos, arcos insólitos, edificios principales… Dashvara tenía la impresión de que les enseñaba aquellos lugares por una determinada razón, pero obviamente Yorlen no podía explicarles cuál. Dadas las circunstancias, fue Tsu quien les sirvió de guía. A fin de cuentas, el drow había vivido muchos años en Titiaka y conocía perfectamente la ciudad. Dashvara aprovechó y no escatimó en preguntas: si iban a tener que sobrevivir en aquel laberinto de casas, más les valía conocerlo a fondo.

La parte amurallada de Titiaka se dividía en tres zonas, separadas por murallas a su vez: Sacrificio, la central, por encima de la cual pasaba el gran Puente aéreo; Sibacueros, la occidental, que daba al puerto de Xendag; y Milagorrión, la oriental, cuyas casas se apiñaban alrededor del Cerro Cortés. Sacrificio era el barrio principal, por donde pasaba el río Sabio; ahí se encontraban la mayor parte de los edificios oficiales, el Consejo, la Arena, el Hipódromo, la Cámara de Comercio y el gran puerto de Alfodín, así como la gigantesca Plaza del Homenaje. Comprendía además la Colina de la Serena, donde se alzaba el Palacio Federal, un complejo de suntuosas viviendas y fortines habitado por Legítimos y demás aristócratas junto a la prestigiosa Guardia Ragaïl y su Comandante.

—Ya os dije que la sociedad de Titiaka tiene básicamente cuatro esferas —decía Tsu mientras avanzaban, de vuelta hacia la casa de Atasiag—. Los Legítimos son los aristócratas más poderosos. Algunos también los llaman los Once Sabios… aunque de sabios no tienen mucho —masculló por lo bajo—. En la escala social, justo después de los Legítimos están los ciudadanos. Cuando estudié en la Universidad de Milagorrión, es decir hace ya casi veinte años, de los sesenta mil habitantes que había entonces en la ciudad, unos veinte mil eran ciudadanos, diez mil eran hombres libres y libertos y treinta mil, esclavos. En veinte años, la proporción de esclavos ha aumentado mucho. Imaginaos, hace tres años, había más de cien mil esclavos en todo el cantón de Titiaka. El aumento se debe a las guerras, sobre todo. De joven, los veía llegar en un flujo continuo. Llegaban muchos prisioneros de la Comarca Azul, del desierto de Bladhy y de… —el drow meneó la cabeza con el rostro impertérrito— de otras regiones.

Como los esclavos drows de Shjak, completó Dashvara, adivinando los pensamientos de Tsu. Se humedeció los labios pero no comentó nada.

No era la primera vez que Tsu le explicaba cómo funcionaba la Federación. Sin embargo, ver aquella sociedad con sus propios ojos era muy distinto a oír hablar de ella y, mientras caminaban por el largo Paseo que bordeaba el Río Sabio, le sorprendió ver a tanta gente charlando en grupillos y paseando sin prisas. A su lado, pasaban hombres y mujeres atareados luciendo cinturones de colores, cerrados con el broche de la familia a la que pertenecían. En comparación con algunos esclavos campesinos que había visto Dashvara cerca de Rayorah, aquellos parecían llevar una vida relativamente relajada y feliz. Se giró hacia dos trabajadores que cortaban la hierba del paseo y, al verlos reír y bromear, hizo una mueca pensativa. ¿Acaso cambiarían de vida si sus amos les otorgasen la libertad? Aquel pensamiento le habría parecido absurdo años atrás, en la estepa de Rócdinfer; sin embargo, durante los últimos años había aprendido que no todos los saijits tenían un Ave Eterna como el de los Xalyas, ni tenían por qué tenerla. Como decía Maloven: “Cada persona se encamina hacia el destino que ha elegido y el deber de cada uno es no entorpecerlo.” Dashvara sonrió, sardónico. Cierto, shaard. Ojalá todos siguiesen tus consejos: nos habríamos ahorrado las guerras, los esclavos y quién sabe cuántas más idioteces.

Pasaron delante de un pequeño templo dedicado a la Serenidad y, al ver salir de él a un tropel de niños excitados, apretaron el paso para evitarlo.

—¡Maldición! —juró Zamoy.

Dashvara se volvió para constatar que el Calvo se había quedado atrapado entre los pequeños titiakas. Sonrió.

—¿Jugando con los niños, Calvo? —se mofó Makarva cuando Zamoy los alcanzó. Este maldijo contra los críos sin ninguna finura y, para mayor expresividad, lo hizo en lengua común, de modo que atrajo miradas fruncidas de parte de varios paseantes. Yorlen agitó el dedo índice, desaprobando la actitud del Trillizo, pero este se contentó con bufar de nuevo y comentar:

—A saber lo que les enseñan a esos malcriados en los Templos de la Serenidad.

Dashvara levantó los ojos al cielo y reanudó la marcha.

—Vas a acabar más gruñón que Orafe y Sashava juntos. Volviendo al tema, Tsu. ¿En el Consejo son todos Legítimos?

—¿Y qué importa si lo son? —refunfuñó Zamoy—. No vamos a hablar con ellos de todas formas. Está bien, está bien: me callo —añadió cuando Dashvara y Makarva lo miraron con muecas elocuentes.

Tsu negó con la cabeza.

—No todos lo son, pero las once familias Legítimas están representadas. De los ciento cincuenta miembros, más de ochenta tienen sangre de Legítimos. Los demás son ciudadanos ricos. Al menos así era hace tres años. Tal vez ahora haya cambiado. Titiaka es como una vela libre bajo un vendaval: cambia de dirección todo el tiempo.

El drow estaba inusualmente hablador. Eso le ocurría o bien cuando estaba de muy buen humor o bien cuando estaba especialmente nervioso. Sin duda volver a ver un hogar que lo había hospedado durante buena parte de su vida debía de reavivar en él muchos recuerdos… y los rehuía hablando. Como buen Compasivo, Dashvara lo ayudó a ello.

—¿Y el castillo del Cerro Cortés? —inquirió, echando un vistazo a la lejana y oscura estructura que se alzaba al noreste—. ¿También es algún sitio oficial?

—No especialmente. El Castillo pertenece a la Familia Legítima de los Yordark. Es la familia más poderosa de Titiaka. Aunque no la más rica —apuntó.

—Oye, Dash —intervino Zamoy—. ¿Es que tienes pensado codearte con esa gentuza?

—El Ave Eterna me libre de eso —aseguró Dashvara—. Pero, como diría mi padre, un buen guerrero tiene que conocer el terreno antes de lanzarse a una batalla.

—Me pregunto cómo sería una batalla en medio de todas estas casas —murmuró Zamoy. Se estremeció—. Una carnicería, seguramente.

—Estaba hablando de manera figurada, Calvo.

El trillizo puso los ojos en blanco.

—Lo sé, Filósofo. Sólo estaba imaginando.

Orillaban el río Sabio por un largo dique con árboles alineados cuando vieron aparecer a Dafys, el guardián sibilio. Los saludó de lejos y se acercó, pasando corriendo entre dos imponentes carrozas.

—Os estaba buscando —resolló—. Venid. Su Eminencia tiene un trabajo para vosotros.

Dashvara enarcó una ceja. ¿Tan pronto? Por lo visto, el «día libre» que les había dado Atasiag duraba lo que él quisiera que durase.

—Su Eminencia anda con prisas —observó—. ¿De qué se trata?

Dafys sacudió la cabeza y su extraño rostro pétreo formó una expresión cerrada mientras se ponía en marcha.

—Wassag os lo explicará. Su Eminencia lo ha nombrado responsable de vuestras actuaciones.

Por lo visto, aquello no acababa de agradarle. ¿Acaso hubiera preferido ser él el responsable? A menos que le disgustase que su amigo tuviese una responsabilidad tan pesada. Dashvara se encogió de hombros y pasó de entenderlo. Aún no sabía con exactitud hasta qué punto algunas razas saijits razonaban como los humanos. Es más, no eres ni capaz de entender cómo razonan los humanos, Dash. Como para entender a los sibilios…

En cuanto pasaron el portal de la casa de Atasiag, Wassag lo abordó.

—Por fin —suspiró—. Verás, Su Eminencia te ha encontrado un trabajo urgente y quiere que lo lleves a cabo tú. Escoge a dos compañeros. Vas a conocer al Licenciado Nitakrios.

—¿Al Licenciado qué? —repitió Dashvara, aturdido—. Espera un momento, Wassag. ¿De qué va todo esto?

El rostro pálido del guardián reflejó impaciencia.

—Digamos que no se supone que tienes que estar hablando, Dashvara de Xalya, sino escogiendo a dos hombres tuyos. Yo no sé lo que quiere de ti el Licenciado Nitakrios. Pero voy a guiarte hasta él. ¿Entendido?

Dashvara lo observó durante un par de segundos antes de afirmar con la cabeza.

—Creo que sí.

Para sorpresa de Makarva y Zamoy, no los eligió a ellos: entró en la cocina y llamó a Zorvun y a Lumon. Ambos ya estaban al corriente de la misteriosa tarea y enseguida salieron al patio.

—Listos —declaró y murmuró—: Lo siento, Mak.

Su amigo sonrió a medias.

—Eres nuestro señor y precisamente ahora veo que estás actuando como uno. Enhorabuena, Dash.

Dashvara resopló, exasperado, y siguió a Wassag, al capitán y al Arquero fuera de la casa. ¿Qué trabajo urgente podía haberles encontrado de pronto la serpiente? Alguna limpieza en una casa amiga, tal vez.

Cruzaron el río Sabio por un puente pero no salieron de Sacrificio, aunque sí se acercaron mucho a las puertas que llevaban a Milagorrión. No llegaron a apartarse de la avenida: Wassag se detuvo ante una vivienda de varios pisos y les hizo un gesto a los Xalyas para que se allegasen.

—Veréis —murmuró el guardián—. Lo único que me ha dicho Su Eminencia es que tenéis que entrar ahí a ver al Licenciado Nitakrios, hacer lo que os pida y llamarlo licenciado. Es un amigo de Su Eminencia y es un gran erudito. Ahora, subid. Por lo que sé, vive en el piso más alto. Su Eminencia me dijo que lo demás era asunto vuestro así que os dejo aquí.

Wassag, inquieto, esperó a que los dejase entrar el portero antes de alejarse. Mientras Zorvun le aseguraba a este último que no hacía falta que los guiase hasta arriba, Dashvara paseó la mirada por el vestíbulo, sin verlo. La curiosidad lo carcomía por dentro y, al mismo tiempo, se sentía molesto porque… bueno: estaba a punto de empezar su verdadero servicio como esbirro a las órdenes de Atasiag. No, rectificó. Como esbirro a las órdenes de un amigo de Atasiag. Se encogió de hombros. ¿Acaso eso importaba?

Tú sube hasta arriba, escucha y acata, Dash. Por el momento es lo mejor que puedes hacer.

Zorvun, Lumon y él subieron las escaleras en silencio. Le daba la impresión a Dashvara de que él era el único en estar nervioso y eso lo irritó un poco. Se forzó a serenarse. Al fin y al cabo, se suponía que era el señor de la estepa, ¿no? Una vez llegados arriba, ni Lumon ni el capitán se avanzaron para llamar a la puerta y Dashvara reprimió un suspiro: por supuesto, esperaban que se encargase él.

Qué práctico es tener un señor, ¿eh, capitán?

Dio dos golpes contra la puerta. Esta no tardó en abrirse para dejar paso a una alta y escuálida figura de humano. El sujeto iba vestido con una larga túnica enteramente negra que le llegaba hasta los talones. Los detalló con los ojos de un ilawatelko acechado.

—¿Sois los Xalyas de Atasiag? —preguntó a bocajarro.

Dashvara asintió.

—Sí. Y vos sois el Licenciado Nitakrios, supongo.

El rostro de Nitakrios vacilaba entre el alivio y el nerviosismo. Asintió a su vez.

—Pasad. Tengo que explicároslo. Os daré los nombres.

Dashvara enarcó una ceja y preguntó silenciosamente a Zorvun: «¿Los nombres?». El capitán, por supuesto, sólo pudo encogerse de hombros.