Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos

13 El Camino de la Paz

Tras haberlos marcado y adecentado, Rokuish y Kroon los abandonaron en manos de los guardias federados que se ocupaban del traslado de los esclavos. De Rayorah a Akres, viajaron en dos carromatos acompañados por una patrulla de guardias que regresaba a la capital del cantón. Mientras el carromato avanzaba a buen ritmo por el camino empedrado, Dashvara se puso a pensar en ese Atasiag Peykat. Debía de ser realmente rico para poder permitirse el lujo de mantener a veintitrés guardias personales. Pero ¿acaso Kroon no lo había calificado de «Su Eminencia»? Por lo que había dicho el inspector Barrigón, la entrega de los Xalyas a Atasiag Peykat correspondía a un favor del Consejo… Dashvara meneó la cabeza.

Bah. ¿Para qué hacer conjeturas que no llevan a ningún sitio? En Titiaka, me enteraré de todo. Y si es que Rowyn y Azune piensan que puedo hacer algo por ellos, supongo que me explicarán qué.

Como no llovía y tampoco hacía demasiado calor, el conductor del carro les había propuesto quitarles el tejado de tela y ahora desfilaban ante los ojos de Dashvara campos enteros de cereales y pastos interrumpidos por bosquecillos diseminados. No había mílfidas, ni brizzias, ni orcos… Aquello era un vergel de paz y armonía. Sonrió, y luego se fijó en que Makarva también sonreía. Cruzó su mirada, sus sonrisas se ensancharon y, de pronto, ambos empezaron a reírse hasta que las carcajadas, subiendo en intensidad, contagiaron a los Trillizos.

—¿Qué demonios os pasa? —articuló Alta, perplejo.

Dashvara meneó la cabeza sin dejar de reír. No podía pararse ni para explicar ese repentino ataque. El conductor del carruaje les echó una mirada asustada y Atok resopló:

—¿Se han vuelto locos nuestros jóvenes?

—Eso parece —aprobó Lumon, rascándose la nariz—. A menos que ya lo estuviesen antes.

Makarva resopló, tratando de controlarse. Dashvara se enjugaba las lágrimas cuando Miflin, recobrándose, soltó:

—Qué poco sensibles sois a lo que os rodea. Lumon, ¡contempla tu alrededor! Dime qué ves.

El Arquero enarcó una ceja e intercambió con Alta una mirada burlona. Entonces, Miflin recitó con una voz curiosamente profunda:

La paz susurra en cada flor abierta,
canta a la vida su oda complaciente
y entre la brisa y el aire riente
se escapa una… una…

Siseó.

—Se escapa una cosa de tres sílabas que despierta —gruñó—. ¿Por qué justo en este preciso instante de explosión de vida debe fallarme la inspiración? Al diablo con la poesía.

Los demás resoplaron, divertidos, sabiendo perfectamente que Miflin no hubiese mandado al diablo la poesía ni por una manada entera de caballos. Dashvara al fin retomó el aliento sintiéndose mucho mejor. Tenía la impresión de que aquel ataque de risa lo había liberado de unas cadenas infernales que llevaba tres años puestas. Aun así, sabía que lo que le esperaba en Titiaka no iban a ser flores ni poemas sobre la paz pero… al menos no tendría que pasarse la noche patrullando en el barro. Si era verdad que un hombre libre podía disfrutar tanto de la libertad como un esclavo liberado, también era cierto que un esclavo ansioso de libertad aprendía a mostrarse optimista por poco que el viento girase en su favor.

Llegaron a Akres cuando ya el sol desaparecía por el horizonte y, en vez de oír gritos de mílfidas y de pájaros nocturnos, Dashvara oyó el rumor sordo de una ciudad de más de diez mil habitantes. Akres era apodada también Villa-Silo porque sencillamente de ahí salían hacia Ruhuvah y Titiaka numerosos carruajes cargados de cereales, así como de hortalizas, carne, lana, pieles y un sinfín de productos. Si Titiaka era el nido del juego y del comercio marítimo, Atria era el granero de la Federación. Los atrias se sentían orgullosos de ser los más trabajadores de los tres cantones y se burlaban de los de Titiaka llamándolos tiratúnicas: según decían, estos sólo sabían tirar de las túnicas de los ricos para lisonjearlos sin producir nada útil en toda su vida. Los titiakas, a su vez, habían desarrollado un amplio diccionario para nombrar a los habitantes de los Municipios: que si los provincianos, los cosecheros, los enterrados, los rastrazuecos… Incluso entre los Condenados se marcaban las diferencias de proveniencia. Pero por más que se insultasen, el comercio entre los tres cantones era un flujo continuo de dinero y mercancías.

En cuanto entraron en los acuartelamientos de Akres, los acogió un funcionario y los mandó uno por uno a visitar un médico para «asegurarse de que estuviesen sanos». Mientras esperaba su turno, Dashvara le informó a Tahisrán de que podía salir sin miedo, ya que el dormitorio en el que los habían metido tan sólo estaba iluminado por la luz exterior de las linternas del patio. La sombra abandonó su saco estirándose como si tuviese algún músculo entumecido.

—¿Harto de estar metido en un saco? —preguntó Dashvara mientras se sentaba en un jergón.

Creyó ver a Tahisrán encogerse de hombros.

“He dormido durante toda la tarde. Si no fuera por el diccionario, me sentiría del todo cómodo, te lo aseguro.”

Dashvara sonrió. Aún le resultaba extraño que Tahisrán hubiese decidido seguirlo, pero, a decir verdad, eso ya empezaba a asumirlo: ¿para qué intentar darle sentido a las acciones de una sombra? Lo turbaba más la simpatía que había llegado a sentir por esa criatura. Ni en los sueños más descabellados hubiera imaginado que un día consideraría a un bulto de sombras como a un amigo. Y sin embargo, ahí estaban los dos sentados el uno al lado del otro, absortos en sus pensamientos. Dashvara se atusó la barba sin dejar de sonreír. No alcanzaba muy bien a entender por qué, pero la presencia de Tahisrán en los cuarteles de Akres en compañía de unos esclavos xalyas lo ponía de buen humor.

Aun así, cuando Arvara el Gigante volvió el primero de la visita médica, un temor sordo empezó a tamborilear en el corazón de Dashvara. Zamoy se apresuró a preguntar:

—¿Qué te ha dicho?

—Boh. —Arvara sonrió—. Que me limpiara los dientes más a menudo y que, por lo demás, estoy en perfecta forma.

Dashvara se agitó mientras iban desfilando los Xalyas por la puerta y su nerviosismo llegó a su paroxismo cuando llegó su turno. No tenía ni pies ni cabeza estar tan nervioso simplemente por ver a un médico, lo sabía, pero no podía remediarlo. Entró en el gabinete colindante más tenso que si estuviese cargando contra una manada de orcos. A este no le tires cuencos, ¿eh?, le avisó una vocecita burlona en su mente.

El doctor era un mediano moreno de cara afable. Lo saludó con amabilidad y le pidió que se desvistiera y se tumbara. La visita fue rápida. Lo auscultó, le examinó las orejas, los ojos y la boca y al fin declaró animadamente:

—Bueno, todo está más o menos en orden, muchacho. ¿Alguna observación? Dime, ¿no sientes a veces dificultades respiratorias?

—No —replicó Dashvara.

Sabía que, cuando estaba tenso, a veces su pecho se contraía y los ataques de tos venían con más facilidad, así que trató de relajarse y se dedicó a abrocharse el cinturón. El mediano no puso ni cara escéptica: se limitó a tenderle una bolsita de cuero.

—Son hojas de belsadia. Mastica una o dos al día, no más de dos. Te vendrá bien.

Dashvara alzó las cejas pero cogió la bolsa sin protestar. El mediano le dedicó una sonrisa aprobadora.

—Si existe un remedio, sería absurdo no tomarlo, ¿no crees?

Dashvara le correspondió con un rictus reservado.

—Muy justo, doctor.

Regresó al dormitorio con una belsadia entre los dientes. El sabor era desagradable y, por un momento, estuvo tentado de arrojar la bolsita por una ventana con barrotes que daba al patio de la guardia. Sin embargo, recapacitó y siguió masticando la hoja mientras se dirigía directamente hacia el drow.

—Oye, Tsu, ¿sabes lo que es la belsadia? —Él frunció el ceño y asintió en silencio—. El médico me ha dado estas hojas —explicó, molesto, tendiéndole la bolsa—. Ese mediano no me estará envenenando, ¿verdad?

Tsu mostró una leve sonrisa.

—Tranquilo, no todos los médicos envenenan a sus pacientes. Tomar una hoja de belsadia al día puede hacerte un gran bien.

Dashvara dejó de masticar, suspicaz.

—Pero tú dijiste que no había plantas que pudieran curarme.

—Ciertas plantas sólo pueden comprarlas los licenciados y la belsadia es una de ellas —aclaró Tsu—. De todas formas, no es eso lo que te curará, sino el reposo y un clima más propicio. La belsadia simplemente tal vez acelere la curación. Es un potente depresor.

Dashvara inspiró por la nariz.

—Ahórrame buscar la palabra en el diccionario. ¿Un depresor?

—Una droga que calma los nervios, básicamente. En este caso, un somnífero.

Dashvara dio un respingo.

—¿Así que me estoy drogando?

—En cierto modo —asintió Tsu con calma—. La belsadia también ayuda a equilibrar las energías… Dash —se exasperó—, no escupas la hoja —lo advirtió al ver que este se disponía a sacársela de la boca. Dashvara tenía la súbita impresión de que aquella maldita planta ya le estaba haciendo efecto. Con cara entretenida, Tsu se levantó y le palmeó el hombro—. Sigue mascando. Total, nos quedan todavía dos días de viaje en carreta. Puedes dormir sin temer que se te pase un borwerg por la empalizada. Creo que ahora me toca a mí hablar con el doctor —añadió.

Dashvara lo siguió con la mirada mientras el drow salía de la habitación. Un profundo sopor lo invadía como un enjambre de mosquitos silenciosos. Titubeó hasta su jergón.

—¿Vas a dormir sin cenar, Dash? —se extrañó Makarva, acercándose—. ¿Tanto efecto te hace esa planta?

Dashvara se limitó a escupir la belsadia y decir:

—Te diré una cosa, Mak. Sólo lamento que el esclavista que me tiró ese dardo envenenado no haya sufrido todo lo que puede sufrir un hombre antes de morir.

Segundos después, su mente ya estaba flotando en un mar de oscuridad.

* * *

Al día siguiente, se sentía en plena forma. Había soñado con que parlamentaba con unos orcos mucho más simpáticos que los reales; se sonreían todos mutuamente, satisfechos, y Makarva acababa proponiéndoles echar una partida de katutas como ceremonia de paz. Dashvara abrió los ojos riendo a carcajada limpia. No había dormido tan bien desde hacía mucho tiempo. Desayunó con apetito mientras les contaba a Makarva, Boron, Lumon y los Trillizos su descabellado sueño.

Zamoy proclamó con voz de orador:

—Y entonces Makarva hizo trampas y la célebre Guerra de las Katutas contra los orcos se desató en Háreka entera.

Se carcajearon, Makarva se atragantó de la risa y Dashvara aprovechó para darle unas buenas palmadas en la espalda.

—Acabarás matándolo, Zamoy. Cada vez que lo haces reír, se atraganta.

—Eso es porque ríe con la boca llena. Míralo, lo ha escupido todo.

—Han llegado trozos de pan hasta aquí —informó Kodarah.

Dashvara dejó de darle palmadas a su amigo cuando este empezó a protestar.

—Gracias, Mak. Se me estaba empezando a cansar la mano —se burló.

En cuanto acabaron de desayunar, los guardias los metieron en dos nuevos carros, esta vez escoltados por una patrulla del Cantón de Ruhuvah. Ante la insistencia de Tsu, siguió mascando belsadia y se pasó el resto de la mañana dormitando como Tahisrán. Despertó al notar que el carro se detenía y se fijó en que acababan de alcanzar Swadix. Era una pequeña aldea con un puesto de guardia cuya torre se alzaba sobre el barranco este del territorio brumoso de los Susurros. Incluso ahí, la bruma los alcanzaba.

—¡Alto! —ordenó el jefe de la patrulla ruhuvah que los conducía—. Una pausa de media hora. Frilk, ocúpate de que los muchachos coman. No los perdáis de vista. Reanudaremos enseguida la marcha. Quiero estar en Melex antes de que anochezca. —Dashvara captó su mueca tensa mientras lo veía frotarse la espalda y alejarse hacia la taberna seguido por otros dos hombres. Su expresión parecía decir algo así como «demonios, empiezo a estar demasiado viejo para estas cabalgatas…». Pues ojalá lo estuviesen todos, pensó Dashvara.

Antes de apearse, echó un vistazo desconfiado hacia el oeste. Ahí, bajo las brumas, el camino de los Susurros se extendía sobre unas cuarenta millas de oeste a este. Se necesitaban dos días para recorrerlas a pie, por eso la mayoría de los viajeros prefería utilizar las diligencias. Nadie quería verse atrapado ahí de noche. Según contaban algunos Condenados, en los Susurros, las brumas estaban vivas y se te pegaban al cuerpo como sanguijuelas. Decían que sobre todo no había que abrir la boca, porque quien absorbía las brumas se volvía loco. Tres años atrás, al pasar por ahí andando, a Dashvara no le había parecido que fuera para tanto. Aquel día, sin embargo, al otear la zona, constató que la bruma se arremolinaba de manera extraña: ascendía con sus zarpas grisáceas agarrándose a las rocas, como si deseara salir de la depresión e invadir el Cantón de Atria. El barranco debía de medir más de cien pies de alto y, sin embargo, la bruma rebasaba del abismo, revoloteando y jugueteando entre la hierba como lava espectral.

Dashvara gruñó para sus adentros, desechó sus inquietudes y se desentumeció las piernas. Todas aquellas historias sobre espíritus de bruma no eran más que leyenda, se dijo. Pura leyenda.

Tanto los Xalyas como los patrullas comieron garfias frías aquel día. Los ruhuvahs no se separaron ni un ápice de Dashvara y sus compañeros; por lo visto, se tomaban en serio su trabajo de transportistas de esclavos. Conocían su oficio. No era raro que alguno de los esclavos, durante los traslados, intentase fugarse, Dashvara lo sabía. Y también sabía que muy pocos lo conseguían de veras. De todos modos, fugarse en aquella zona era impensable: fuesen o no supersticiones las historias sobre las brumas, los Susurros no conducían a ningún sitio; Atria estaba llena de granjas y patrullas; en cuanto al sur… Bueno, ahí se ubicaba el territorio de Garras, una tierra desolada y repleta de riscos y enormes hoyos. Según la tradición religiosa de Diumcili, estos agujeros se habían formado tras una lluvia de gigantescas flechas de acero arrojadas por la Gracia de la Fortaleza contra la mítica Ciudad de los Caídos. Towder, el jefe de la Torre de Dignidad, había participado en una expedición a las Garras, veinte años atrás, cuando aún era soldado federado, y Dashvara había oído sus relatos. Decía que la zona se parecía a la de un enorme charco de arcilla seca traicionera en el que una tropa de brizzias hubiese estado saltando y bailando en una noche de desenfreno. “Skrat”, había escupido el viejo Condenado. “Una tierra tan maldita como Ariltuán”. Conociendo los nervios de hierro de Towder, Dashvara había llegado rápidamente a la conclusión de que las Garras eran más bien un lugar a evitar.

Tranquilos, federados, no vamos a actuar irreflexivamente: le di mi palabra de honor a Rowyn de que seguiría sus consignas y las seguiré. Iremos a Titiaka como buenos esclavos y más les vale a los Hermanos de la Perla que no se hayan equivocado acerca de las intenciones de ese Atasiag.

No sabía por qué, Dashvara tenía una visión sombría del porvenir. Tal vez fueran los efectos de la belsadia. No podía creer que Tsu aprobase la recomendación de ese doctor mediano de Akres. ¿Acaso pensaba realmente que su tos iba a desaparecer durmiendo?

El jefe de la patrulla ruhuvah no tardó en ordenar que iniciaran la bajada: no quería que la noche lo pillara en medio de los Susurros.

—Extranjeros —les ladró a los Xalyas mientras se instalaban de nuevo en los carros—. Si oigo una sola palabra, aunque sea susurrada, os amordazo a todos, ¿está claro?

Se contentaron con asentir en silencio. Dashvara sorprendió el intercambio de miradas traviesas entre Zamoy y Makarva y les echó a ambos una ojeada de advertencia. No era el momento para hacerles jugarretas a los ruhuvahs. Guardar el silencio en los Susurros era un tema muy serio para ellos.

Poco después, avanzaban entre la niebla por un camino que apenas se veía. Volutas de bruma se arremolinaban alrededor de los jinetes patrullas y de los Xalyas. Incluso el rostro de Makarva, sentado justo enfrente de Dashvara, se volvía difuso.

Reinaba un silencio mortecino. Según afirmaba un Condenado de la Torre de Dignidad, cuando se apagaban los susurros era precisamente cuando había que estar temblando. Dashvara puso los ojos en blanco. ¿Cómo podían creer los federados que unas simples brumas eran capaces de trastornarlos? Demonios, ¡pasaban decenas de carruajes todos los días por aquel camino! Si realmente fuera un pasaje peligroso y hubiera enloquecido mucha gente, Dashvara sospechaba que más de uno habría elegido remontar el río Hab y bajar desde Suhugan en vez de pasar por los Susurros… De todos modos, a los Condenados les encantaba convencerse de que había lugares más peligrosos y horribles que las marismas de Ariltuán: les resultaba reconfortante.

Tras largo rato escudriñando la bruma, se cansó e, imitando a los demás, trató otra vez de dormir; sin embargo, pese a que la belsadia aún lo aturdía un poco, se sentía tenso. A la ida, azuzado por los migradores de esclavos, había estado más ocupado en poner un pie delante del otro y casi ni recordaba la noche que había pasado ahí, en un pequeño puesto de vigilancia en medio de la bruma; ahora, sin embargo, tenía todo el tiempo del mundo de aguzar el oído para escuchar ese profundo silencio, interrumpido tan sólo por los crujidos de las ruedas, los cascos de los caballos y varias decenas de respiraciones. Unos susurros se elevaban de cuando en cuando. Tal vez tan sólo fuese la brisa contra las hojas de unos árboles que no veía… Pero no hay brisa, Dash, ¿no te has fijado? De hecho, el aire estaba totalmente estancado, e inexplicablemente las brumas seguían retorciéndose alrededor de los carros.

Necesitó un par de horas para que sus aprensiones se distendieran. Dejando sus pensamientos vagabundear lejos de las brumas, se sorprendió recordando lo poco que había visto de Titiaka tres años atrás. Lo que más lo había marcado había sido aquel puente enorme que sobrevolaba la ciudad, juntando la Colina Serena con el Cerro Cortés. Luego, se acordaba de haber pensado que no reinaba en Titiaka ese olor nauseabundo que flotaba sobre Dazbon. Y eso que, según Tsu, la capital federal tenía tantos habitantes como la republicana, pero la azotaban los vientos del Océano Caminante casi todos los días.

Bostezó y sonrió pensando en las brumas tras pillarse abriendo la boca en grande. Nosotros los Xalyas creeremos tal vez muchas insensateces, pero los federados no nos van a la zaga. Las brumas formaban ahora círculos alrededor de la cabeza de los caballos, como oscuras serpientes voladoras. Los susurros habían vuelto a apagarse.

“Están cerca”, dijo de pronto Tahisrán. Su voz sonaba inquieta.

—¿Quiénes? —preguntó Dashvara en un murmullo. Se puso rígido cuando uno de los jinetes lo atravesó con la mirada. Desvió la vista hacia el saco, a sus pies.

“Creo que son espejendros”, contestó la sombra. “¿Nunca has oído hablar de ellos? Son criaturas de lo más horrendas. Me encontré con uno una vez, en los Subterráneos. Huí de milagro antes de que me friese demasiado a energías. Como sabrás, nosotros, las sombras, no tenemos mucho aguante contra los ataques energéticos y esas criaturas son energía pura. No son carnívoras, comen minerales”, apuntó, como adivinando una pregunta de Dashvara, “pero no dejan de ser muy peligrosas. En la Escuela de Gon, leí una vez que se regocijan atormentando a los que penetran en su territorio hasta acabar definitivamente con su cordura. Oh”, murmuró entonces. “Creo que hay uno que se está acercando.”

Dashvara echó ojeadas nerviosas a su alrededor. Makarva, Zamoy, Miflin y Lumon parecían haber oído las palabras de la sombra porque también se removieron, inquietos.

Espejendros, se repitió Dashvara con un escalofrío. Finalmente, las criaturas que vivían en Ariltuán tal vez no fueran tan terribles. Por lo menos, cuando te atacaban, sabías que lo hacían porque tenían hambre…

De pronto, Zamoy estornudó violentamente.

El estornudo resonó en toda la depresión y se prolongó. Parecía como si la bruma hubiese retomado su eco.