Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos

4 Una rima

Esta vez, Dashvara no se lo pensó dos veces antes de entrar en el barracón para cerciorarse de que todos habían oído la alarma.

—Espera, espera —soltó Lumon mientras todos, los enfermos despiertos incluidos, se agitaban—. ¿Has dicho tres jinetes con capa negra? ¿Son enviados del Consejo?

Dashvara se encogió de hombros.

—Creo que pronto lo sabremos.

Durante unos segundos, permanecieron suspensos y varios se giraron hacia el cuerpo tendido del capitán. Este había caído en un profundo sueño. Por una vez que parecía algo menos moribundo…

Nadie lo despertó. Sashava se levantó con su cachava y soltó:

—Arreglaos un poco y salgamos a recibirlos. Pik, Arvara, poneos las botas, demonios.

Fueron siete en salir: Maltagwa, Kaldaka y Tsu se quedaron con los enfermos. Los jinetes ya estaban a punto de llegar y Dashvara pudo detallarlos con más precisión. Iban vestidos con atuendos impecables; uno era pelirrojo, otro era rubio y otro tenía orejas de elfo. Llevaban máscaras de bronce en el rostro, como solían llevarlas los altos funcionarios, y tras ellos avanzaba un caballo sin jinete. ¿Nuestro caballo, tal vez?, aventuró Dashvara, sorprendido. Hacía más de un año que no veía a nadie más que al inspector, a los Condenados de Dignidad y Simpatía y a los habitantes de Rayorah. Las fuerzas federadas del Cantón de Titiaka habían sido durante ese tiempo, para Dashvara, una mera amenaza que permanece oculta como una serpiente. Era vivificante tener, por una vez, al verdadero enemigo enfrente.

—¡Son funcionarios de Titiaka! —jadeó Pik. Estaba más agitado que una pulga. Por algo su hermano Kaldaka lo motejaba el Nervios.

—Tranquilízate, Pik —le susurró Arvara el Gigante—. Tal vez sólo vengan a dejarnos el caballo.

¿Tres altos funcionarios venidos de Titiaka para dejarnos un caballo? Dashvara siguió mascando la hoja de dorcho, escéptico.

Un minuto después, los tres jinetes se detuvieron a unos pasos del estrado, impenetrables bajo sus máscaras de bronce. Parecía que la mismísima Federación con todo su poderío se hubiese parado aquel día a contemplar a los Condenados de la Frontera. No era esa una atención muy reconfortante. Dashvara intercambió una mirada de expectación con Makarva y volvió a girarse hacia los federados cuando el del medio, el rubio, habló con voz clara.

—La Federación os saluda, Condenados de Compasión.

—Los Condenados de Compasión saludan a la Federación —contestó Sashava con un gruñido que expresaba todo el entrañable amor que sentía hacia esta última.

El rubio inclinó formalmente la cabeza, acogiendo el saludo con mucha solemnidad. Pasaron unos segundos de incómodo silencio antes de que retomase:

—Venimos en nombre de un miembro del Consejo para informaros de que dentro de unos días vendrá a instalarse en Compasión un nuevo pelotón de Condenados.

Varios Xalyas, Dashvara incluido, pegaron un bote literalmente. Las protestas empezaron a llover sobre los visitantes.

—¡Ya somos veintitrés! —se alteró Sashava en medio del alboroto—. No hay sitio aquí para más personas. ¿Qué os habéis creído?

—¡Ya basta! —bramó el rubio—. Habrá sitio porque vosotros vais a desalojar el lugar.

Un silencio de estupefacción cayó entre los Xalyas. ¿Esto es una broma?, resopló Dashvara. Sashava se atragantó.

—¿Qué? ¿Cómo que vamos a desalojar el lugar? Si pretendéis mandarnos a otra torre, os advierto que de aquí no nos movemos —restalló—. Somos Xalyas y los Xalyas tenemos un aguante limitado para vuestras estupideces. No vais a marearnos más de lo que nos habéis mareado ya, malditos bast…

Sedrios el Viejo dio un codazo a Sashava y siseó entre dientes:

—Cuidado con lo que dices.

Dashvara agradeció la prudencia de Sedrios: no se le insultaba a un alto funcionario de Titiaka si uno quería evitar problemas. Lumon intervino con calma:

—¿Adónde pretendéis llevarnos pues y con qué propósito?

El rubio inició un leve movimiento hacia la izquierda, hacia el elfo, pero se volvió enseguida hacia ellos.

—Veréis, he oído decir que sois unos guerreros experimentados. Decidme, ¿sois verdaderamente todos Xalyas en esta torre?

Los Xalyas se contentaron con asentir en silencio. El rubio meneó la cabeza y, de pronto, se apeó.

—Salid todos y poneos en línea. He de pasaros revista. ¿Dónde está el jefe de la torre?

Dashvara se sintió palidecer. Sedrios soltó suavemente:

—Tenemos ocho enfermos que no se pueden mover. Nuestro capitán incluido.

Los tres funcionarios subían el estrado pero se detuvieron al oírlo.

—¿Ocho enfermos? ¿De veintitrés? —El rubio marcó una pausa—. Mostrádmelos.

Dashvara dejó escapar una risita irónica por lo bajo mientras los altos funcionarios se dirigían hacia la puerta del barracón. Le murmuró a Makarva:

—¿Qué te apuestas a que no duran ni diez segundos dentro?

Makarva puso cara pensativa.

—Apuesto el pelo a que duran más —afirmó valientemente.

—¿El tuyo o el del Calvo? —se mofó Dashvara.

Los ojos de Makarva centellearon y susurró en voz muy baja:

—¿Qué te apuestas a que la séptima está cerca?

Dashvara no necesitó que le precisase la séptima qué: si de verdad iban a salir de la torre eso significaba que habría nuevas posibilidades para escapar de las garras federales. Pero aún no podía creer que fueran a sacarlos de ahí. Tal vez tan sólo pretendiesen mandarlos a otra torre. Si ese era el caso, Dashvara deseaba ardientemente que fuera a Cortesía. Era la torre situada más al sur, cerca de la ciudad de Perla, y se decía que algunos Condenados lograban cruzar el territorio de Rocas-Negras hasta las montañas de Duhaden.

Apartando sus pensamientos, se dedicó a contar los segundos.

—Siete —susurró Makarva—. Ocho. Nueve.

Una sonrisa burlona se pintó en sus labios y Dashvara suspiró.

—Está bien. He perdido.

—Tú empezaste la apuesta —sonrió Makarva—. ¿Y bien, esos pelos?

—¡Ni tocarlos! Además, lo de los diez segundos era una manera de hablar. Siempre te tomas las apuestas al pie de la letra, Mak. Acabarás cortándole el pelo al Calvo un día de estos.

Makarva resopló, divertido. Se habían quedado afuera, con Boron; los demás estaban todos dentro.

—Hablando del lobo —dijo de pronto Makarva—, ahí viene Zamoy. Adivino que no ha podido resistirse a la curiosidad.

Dashvara vio al Calvo aterrizar en el suelo abajo de la escala y alejarse de la torre a la carrera. Allá arriba, Miflin se apoyaba sobre un borde y Dashvara apostó a que estaría componiendo alguna oda… Bufó mentalmente. Diablos, alucino, ¿por qué siempre tengo que hacer apuestas?

Zamoy llegó al estrado en el momento en que uno de los enmascarados salía del barracón. Era el pelirrojo.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? —preguntó Zamoy. Se quedó como bloqueado al ver al funcionario y añadió en un murmullo—: ¿Eh, Dash? ¿Quiénes son?

Dashvara escupió al barro la hoja de dorcho y contestó:

—Van a expulsarnos de Compasión.

Sorpresivamente, el pelirrojo soltó una risita chirriante.

—Sí. Vamos a expulsaros, sí.

Dashvara frunció el ceño sombríamente mientras Zamoy los miraba a todos, boquiabierto.

—Estaría bien saber adónde pretendéis llevarnos —apuntó Makarva.

—Confirmo —apoyó Dashvara, intentando guardar la calma—. Estaría bien saberlo.

El pelirrojo rió. Su risa era la de un loco.

—Maldita sea —lanzó una voz femenina desde el interior—. ¿Quieres esperar un minuto? Primero, hablemos con el capitán. —Salió una mano guanteada de negro y arrastró al pelirrojo adentro. Dashvara observó el movimiento, perplejo… y entonces creyó haber entendido. El pelirrojo con la risa, ¡le recordaba tanto a Axef, el mago loco! Y esa voz femenina… ¿no se parecía un poco a la de Azune? Y el rubio, podía ser Rowyn. Sí, sí, podía serlo. Dashvara dejó escapar una enorme carcajada.

—¿Qué te pasa? —se preocupó Makarva.

Dashvara meneó la cabeza sin dejar de reír por lo bajo como un demente.

—Que estoy completamente chiflado, Mak. Eso es lo que ocurre. Empiezo a ver fantasmas.

—Uy… —Makarva intercambió con Boron una mirada pensativa—. Ya veo. Entremos a ver qué dicen —propuso.

Dashvara negó con la cabeza.

—Entrad vosotros. Creo que necesito un respiro. Le haré compañía a Miflin. Ya me contaréis qué diablos dicen esos federados.

Makarva enarcó una ceja, realmente sorprendido. Y es que, en tiempo normal, cada vez que pasaba algo, a Dashvara le encantaba estar presente. Pero esta vez Dashvara se sentía como si hubiese visto una ilusión y se la hubiese creído por un segundo. Esa sensación, cuando estás habituado a tener la mente fría y bien clara, era francamente perturbante.

Dashvara bajó la pendiente hasta la torre y, tras echar un vistazo hacia atrás y constatar que todos se habían metido en el barracón, comenzó a subir la escala. Verdaderamente, habrá que avisar al pelotón que vaya a venir de que tenga cuidado cuando suba esto, pensó. La madera utilizada era buena, pero obviamente no lo suficientemente resistente para las marismas de Ariltuán. Algunas barras habían comenzado incluso a partirse de lo podridas que estaban.

Encontró a Miflin arriba, colocando semillas en el borde de la torre para que viniesen a comer los pájaros. Le puso al corriente de lo que sabía y, como vio que Miflin se tomaba la noticia con relativa indiferencia, preguntó:

—¿Qué? ¿Ya ha venido el pájaro rojo aquel?

Hacía varias semanas que Miflin intentaba amaestrar a un gran pájaro de plumas escarlatas.

—No. Escarlata viene cuando le viene en gana —contestó el Poeta—. Pero, cuando mejor se le ve, es al atardecer. Porque el cielo, al enrojecer, se convierte en un espejo de su hermosura.

—Ajam. Eso si no está cubierto de nubes —objetó Dashvara.

Miflin sonrió.

—Cierto. —Se sentó, mirando hacia el norte. Tal vez estuviese viendo la estepa a través de sus ojos de poeta, pensó Dashvara arrimándose a la barandilla. Soplaba una brisa que venía a soterrar la bruma y a refrescar el aire cálido y húmedo. Aquel día, se veían con claridad millas enteras de la franja; se divisaba la torre de Simpatía e incluso la de Humildad—. ¿Dash? —soltó de pronto Miflin.

—¿Mm?

El Poeta se había puesto a grabar algo en la barandilla con su puñal. Ya le quedaba poco espacio para escribir sus fantasías. Sus ojos ensimismados lucían suavemente como los de un hombre absorto por pensamientos de sabio. A veces sus ojos parecen más viejos que los de Sedrios, observó Dashvara. Y, sin embargo, tan sólo tiene veinte años. ¿Cómo hubiera sido Miflin si el torreón de Xalya no hubiese sido atacado? ¿Cómo hubieran sido todos? Aquellas preguntas, lo sabía, eran más ponzoñosas que una serpiente roja. Pero no podía evitar hacérselas de cuando en cuando.

—Si cambiamos de torre —dijo al fin Miflin—, Maltagwa va a tener que dejar su huerto.

Dashvara se encogió de hombros.

—Ya se hará otro.

Miflin asintió y dejó de escribir en la madera para mirar las marismas, ahí donde se hundía un sinfín de árboles y juncos que emergían aquí y allá en colinas selvosas.

—Supongo que no nos cambiará gran cosa —concluyó el Poeta.

—Supongo lo mismo. Aunque lo bueno es que vas a tener una nueva torre para esculpir —sonrió.

Miflin esbozó una sonrisa, retomando su labor.

—Eso si no ha pasado por ahí un poeta antes que yo.

Dashvara ensanchó su sonrisa y dirigió la mirada hacia el sur. Todo estaba tranquilo. La Torre de la Dignidad se alzaba, mucho más digna que sus habitantes. Y la Torre del Sacrificio, una de las pocas que estaban hechas de piedra, se divisaba detrás de una curva que realizaba la franja, asomando la cabeza entre la copa de los árboles. A saber adónde los iban a mandar ahora… ¿A Paciencia? Se decía que ahí habían sufrido numerosas bajas aquel último año. Tal vez necesitasen refuerzos algo más duraderos que la media.

Dashvara suspiró y bajó la mirada hacia la barandilla. Ahí, entre sus manos, venía escrito en lengua común: «Cuando la brújula no funciona, aún se puede ir o hacia arriba o hacia abajo. No importa que no exista un destino: el Ave Eterna siempre bate las alas». Dashvara sonrió. Miflin tenía que haber añadido eso hacía poco porque no le sonaba haberlo leído antes.

—Oye, ¿me estás quitando mi papel de filósofo, primo? —lanzó, señalando la barandilla.

El Poeta frunció el ceño, recordó lo que había escrito ahí sin ni siquiera mirarlo y puso cara divertida.

—Haberlo escrito tú.

—Bah, es como si lo hubiera hecho. Seguro que me has copiado la frase. Me suena mucho.

—¡Imposible, yo no copio! —se indignó Miflin, burlón.

—¿Que no? Mm. Cierto —sonrió Dashvara—. Tú no copias: te inspiras, ¿verdad? Al fin y al cabo, todos lo hacemos. Heredamos una tradición y nos inspiramos de nuestros sabios. Nos imitamos unos a otros como el potro imita al caballo.

—Hay una gran diferencia entre imitación e inspiración —apuntó Miflin. Sopló sobre su barandilla para expulsar el serrín y explicó—: La inspiración se hace con la cabeza. La imitación… no tiene por qué.

Dashvara sonrió, divertido.

—Habría que preguntarle a Barrigón para que nos diese la definición exacta. —Acarició la barandilla sur con la mano y añadió—: ¿Cuántas guerras se habrán declarado por culpa de la falta de un diccionario?

—Menos que por la falta de sentido común, supongo —sonrió Miflin, mientras seguía escribiendo.

—Hoy estás más filósofo que yo, definitivamente —aprobó Dashvara.

—Y tú más poeta que yo —replicó Miflin. Señaló su frase inacabada con exasperación—. No me sale la rima. Digo aquí —se aclaró la garganta—: «Una dulce melodía me susurra en la mañana. Es Escarlata que dice: no has cantado todavía.» Horrible, ¿verdad? Y además donde dice «dice», debería rimar con «mañana». Es espantoso. Hoy no estoy inspirado.

Su contrariedad era evidente. Dashvara comentó, riendo:

—Y eso que hoy el sol debería iluminarte la cabeza, primo.

De pronto, se oyó una voz ahí abajo. Dashvara asomó la cabeza. Era Zamoy.

—¡Baja, Dash, baja! —gritaba. Estaba sobreexcitado.

—¿Le ha picado una saraviesa? —preguntó Miflin, acercándose a la barandilla oeste.

Las saraviesas eran insectos cuyas picaduras producían espasmos nerviosos impresionantes. Dashvara observó unos instantes a Zamoy y concluyó:

—Tiene toda la pinta. Me está poniendo nervioso desde aquí. —Marcó una pausa—. Será mejor que baje o a tu hermano le dará un pasmo. Buena suerte con tu rima.

Comenzó a bajar y, pese a los gritos apremiantes de Zamoy, descendió con prudencia. Al fin, aterrizó en el barro y preguntó:

—¿Son tus primeros intentos por ser cantante, Zamoy? Déjame adivinarlo, es una mílfida la que te ha estado enseñando, ¿verdad?

El trillizo gruñó y lo cogió de la manga para arrastrarlo hacia el barracón.

—Ven. No te lo vas a creer. Esas tres personas, esos funcionarios… ¡te conocen! —Dejó escapar un ruido agudo de garganta—. Andan buscándote, Dash. Y creo que tienen buenas intenciones. Son esos de los que nos hablaste. Esos a quienes… —calló y palideció.

A Dashvara no le costó completar su frase y lo hizo con una voz de moribundo:

—Esos a quienes traicioné.

Zamoy suspiró ruidosamente al verlo detenerse.

—Venga, Dash. Te aseguro que no han venido a Compasión para vengarse de ti. Sería demasiado ridículo. Creo que tienen un plan para sacarnos de aquí, aunque no quieren hablarnos de él. Daaash —repitió, exasperado, estirándolo esta vez del cinturón blanco—. ¿Vas a moverte de una vez?

Dashvara tenía la sensación de que una manada de espectros acababa de surgir a su alrededor y lo estiraba cruelmente para descuartizarlo. Ese sentimiento, ese horrible sentimiento de culpa que lo había ahogado durante días, hacía tres años, volvía a apoderarse de él como una sanguijuela sedienta, como una oleada mortal, como un…

—¡Dash, maldita sea!

—No, Zamoy —farfulló Dashvara—. No estoy preparado. Ellos deben de odiarme. ¿Te das cuenta, Zamoy? —Clavó una mirada desesperada en los ojos de su primo—. Les conté todo a los esclavistas. Les dije sus nombres… Ave Eterna, creía que estaban muertos. Lo creía de verdad.

—¿Hubieras preferido que hubieran muerto? —gruñó Zamoy, renunciando a arrastrarlo—. Dashvara de Xalya —pronunció. Hizo una mueca y comentó—: Estás perdiendo los nervios.

Dashvara resopló y trató de contener sus temblores.

—Tú los perderías igual si tuvieses tan cerca a tres personas que has traicionado y que deberían estar muertas. Imagínate a veinte mílfidas, ¿las imaginas, Zamoy? Pues bien, ahora imagínate que las tienes dentro de ti. Imagínatelas —insistió Dashvara atropelladamente.

Zamoy lo miró con los ojos agrandados.

—¡Eso es asqueroso! —exclamó—. Dash, deja de desvariar. Ya te he dicho que eso es tarea de Miflin. Y ahora…

Dashvara creyó alcanzar la mismísima muerte al ver a los tres enmascarados salir del barracón. Zamoy se interrumpió.

—Venga —le dijo, dándole un empujón amistoso.

Dashvara meneó la cabeza, dio un paso hacia delante y suspiró.

—Creía haberlo superado.

—Deja de murmurar y avanza —le aconsejó Zamoy.

Dashvara suspiró, esta vez para acabar de aplacar su ataque de nervios. Él era el primero en decir que perder la sangre fría no servía nunca de nada, ¿verdad? Sólo tenía que aplicarse el consejo.

Llegó al estrado con el terrible convencimiento de que, si uno de los tres pretendía vengarse de él, no se defendería. Al fin y al cabo, él no era como algunos Shalussis, Akinoa o Esimeos. Él sabía reconocer sus errores y sabía cuándo merecía ser castigado.

—Por el Dragón Blanco —murmuró uno de ellos.

Uno a uno, se fueron quitando las máscaras. Primero fue Rowyn. Luego Axef. Y luego Azune. El Duque lo miraba con un pliegue profundo en la frente, el mago con una sonrisilla burlona y Azune, Azune la Envenenada, lo taladraba con unos ojos duros como la piedra. Estuvieron así durante largos segundos en silencio. A Dashvara no se le ocurría nada que decir. Un crujido de madera lo hizo girar la cabeza y topó con los ojos justicieros de Sashava.

—Esta vez, muchacho —dijo este en oy'vat—, vas a poder enmendar tu error.

En su fuero interno, Dashvara siempre había sospechado que su debilidad ante la tortura le había inspirado a Sashava más desprecio que compasión. No era un hombre malo, pero era tan digno y honorable como el señor Vifkan y su conciencia no le permitía perdonar los deslices de los Xalyas. Y menos los del hijo de un señor de la estepa.

Dashvara asintió sin vacilar y se aclaró la garganta.

—Axef… Azune… Duque. —Se golpeó el corazón con el puño y se inclinó con decisión—. Mi vida es vuestra.

Tras un silencio, alzó la vista y vio a Rowyn acercarse como con timidez. El kampraw levantó la mano y, cuando la posó sobre su hombro, Dashvara se apercibió de que temblaba ligeramente. Sus ojos azules brillaban de emoción.

—Te he echado de menos, estepeño.

Su voz sonaba cálida, buena y tranquila como antaño. Dashvara sonrió con los ojos húmedos.

—Me vas a hacer llorar, republicano.

Rowyn sonrió a su vez y entonces Dashvara se dio cuenta de que una buena tropa de sus compañeros Xalyas los estaba mirando con sonrisillas. Se ruborizó.

—Esto… Bueno. Decidme, ¿qué diablos estáis haciendo con unas máscaras de altos funcionarios de Titiaka?

Azune y Rowyn intercambiaron una mirada burlona. La primera se cruzó de brazos y contestó con una voz mucho más cordial de la que esperaba Dashvara:

—Pues fíjate. Es que somos de verdad funcionarios de Titiaka desde hace un año, aunque no tan altos como pareces pensarlo. Somos secretarios de la policía federal. Y hemos venido a hacerte una visita. —Le soltó una mirada inquisitiva antes de agregar—: Vais a salir de aquí, estepeño, tú y tu gente.

Dashvara miró a los tres dazbonienses con las cejas alzadas. Sonrió y, de pronto, se carcajeó. Le palmeó el hombro a Rowyn.

—Para seros sincero, Diumcili es el último sitio donde esperaba encontraros. Creía que les teníais una grima especial a los esclavistas. —Percibió sus muecas e imaginó que precisamente la elección de instalarse en la Federación no era ajena a sus actividades como Hermanos de la Perla. Se encogió de hombros y afirmó alegremente—: Diablos, cómo me alegro de veros. Benditos si conseguís sacarnos de aquí. ¿Cómo así conseguisteis que un diumciliano os dé ese trabajo?

—Er… Os sacaremos de aquí a todos —aseguró el Duque sin contestar a la pregunta—. Pero… —volvió a ponerse la máscara de bronce mientras hablaba—, de momento, sólo necesito que sigáis las consignas que se os den sin hacer nada por vuestra cuenta. Preparaos para dentro de una semana. Se os llevará a Rayorah. No puedo deciros más. Oficialmente, nosotros sólo estamos aquí para cerciorarnos de que estáis todos vivos y relativamente en forma… —Carraspeó—. Probablemente, algún guardia de Rayorah o un inspector os avisará también del traslado.

Una oleada de frustración invadió a Dashvara y este trató de ahogarla, en vano. Persiguió a los tres Hermanos de la Perla mientras estos montaban otra vez sobre sus caballos.

—Esperad un momento —protestó—. ¡Ni que os persiguiese una manada de trolls! ¿Adónde nos lleváis? ¿A Titiaka?

Percibió el suspiro molesto de Rowyn y oyó la respuesta comedida de Azune:

—Confiad en nosotros y todo saldrá bien.

Al verlos estirar las riendas, Dashvara no pudo contenerse: bufó y se interpuso en su camino.

—¡Un momento, republicanos! ¿Y Fayrah? ¿Y Lessi y Aligra y las demás Xalyas? ¿No vais a decirme ni siquiera si sabéis algo de ellas?

—Se lo hemos dicho a los demás. Todas están bien —se apresuró a contestar Rowyn—. Rokuish y Zaadma también, por cierto. Están todos en Titiaka. Te aseguro que te vas a llevar una buena sorpresa cuando… se os lleve adonde se os tiene que llevar. —Carraspeó y se justificó—: Verás, Dash, no se le explica a un esclavo adónde va. Cuanto menos sepáis, menos tendréis que esconder.

Su respuesta le sentó a Dashvara como una puñalada. Pero se la tenía merecida. Al fin y al cabo, ¿cómo iba a poder fiarse Rowyn de él después de haber sido traicionado, eh? Inspiró hondo.

—Está bien. Sea cual sea vuestro plan, seguiré vuestras consignas.

Rowyn aprobó con un gesto de cabeza.

—Gracias. No te preocupes, no hay razón para que todo no salga bien mientras vosotros sigáis nuestro juego y no… perdáis los estribos. Dentro de menos de dos semanas nos volveremos a ver, te lo prometo.

Por su tono, parecía como si estuviese intentando consolar a un niño abandonado. Rowyn lo saludó con la mano y Dashvara lo vio poner el caballo al paso con el alma más sombría que la noche. A su izquierda, una voz bromista resonó:

—Confía en un mago loco, y tendrás tu libertad.

Alzó la mirada hacia el pelirrojo. Axef había levantado otra vez su máscara para dedicarle una de sus sonrisas malignas. Realmente parecía que se estaba burlando de él. Dashvara resopló de exasperación y se contentó con replicar:

—Se te ve un trozo de tu túnica naranja debajo del uniforme, mago. —Y al ver que los tres se alejaban, les gritó—: ¡Gracias por no habernos olvidado!

De verdad se merecían las gracias: ¿quién se complicaría la vida salvando a veintitrés Xalyas prácticamente desconocidos si no unos héroes? Dashvara observó a los tres jinetes alejarse hacia el oeste y una mueca de decepción fue deformando poco a poco su rostro.

Pues qué bien. Tres años sin tener noticias del mundo exterior y, de repente, vienen los héroes, surgidos de la nada como espectros, y prometen sacarnos de la Frontera como por arte de magia. Por lo visto, no consideran necesario explicarle los detalles al simpático estepeño que los traicionó. Ni siquiera me han dicho adónde se pretende llevar ahora a mi pueblo…

Dashvara había aprendido a ser paciente en la Frontera. Para esculpir figuras. No para aguantar a tres republicanos tomando aires de misterio.

Bufó. Siseó entre dientes. Y espiró ruidosamente.

Bueno, cálmate, Dash. Mira el lado positivo: nos han dejado un caballo.

En realidad, habían dejado en Compasión mucho más que eso. Mientras Dashvara asía las riendas del caballo pardo, sintió claramente florecer en el corazón de todos los Xalyas una profunda esperanza de libertad. No es que al cabo de tres años se hubiesen resignado a ser esclavos, eso jamás, pero… Bueno. No siempre era fácil desear continuamente algo que, cuanto más se ansiaba, más parecía alejarse. Dashvara sonrió con los ojos fijos en el oeste. Makarva tenía razón: la séptima fuga había llegado. Y esta vez, cabía esperar que no se necesitaría una octava.