Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos

1 Las marismas de Ariltuán

Una jungla cenagosa marca la frontera entre Diumcili y las marismas de Ariltuán. Leguas a lo largo, se alzan unas empalizadas punteadas por doce torres habitadas por patrullas fronterizas. A estas, los diumcilianos las llaman los «Condenados», por la simple razón que dichos guerreros están metidos en el fango durante todo el día sin ninguna posibilidad de salirse de él. Estas torres llevan los nombres de las Once Gracias que alaba la Federación: Cortesía, Discreción, Constancia, Paciencia, Sacrificio, Dignidad, Compasión, Simpatía, Humildad, Serenidad y Fortaleza, a las que se añade Recompensa, la torre situada al norte, junto a la ciudad de Suhugan y el río Hab. Según algunos, ser mudado a Recompensa constituye la única salvación posible para un Condenado. Por fortuna, no es del todo cierto.

La tarea de los Condenados es sencilla: repeler todas las criaturas peligrosas que salgan de las marismas. Adriegos, mílfidas, brizzias, borwergs… Hasta que uno no ve con sus propios ojos qué tipo de bestias vive en aquellos pantanos, resulta difícil, si no imposible, imaginárselas.

La mayoría de las torres no son de piedra, sino de madera. Son simples atalayas desde las cuales se vigilan las siluetas que se mueven entre las brumas del pantano. Curiosamente, nadie suele atreverse a mirar del otro lado, hacia las praderas de los Municipios, tal vez porque recordamos siempre que más allá existe una civilización que nos arrinconó a la fuerza. Es doloroso, así como lo es ver a un hombre festejar en un banquete mientras tú te estás muriendo de hambre.

Existe un dicho, entre los Condenados, que dice que quien desvía la mirada de Ariltuán tiene los días contados. Pues bien, nosotros nos pasábamos el día escudriñando las marismas con las armas al alcance de la mano. Uno de los puntos positivos era que disponíamos de total libertad para hacer lo que quisiéramos, mientras patrullásemos el sector debidamente y no dejásemos pasar monstruos. Éramos guerreros xalyas de la estepa, venidos de una tierra lejana, más seca que húmeda, cálida en verano y fría en invierno. Enviados a la Frontera por el Consejo de Titiaka tras un intento frustrado de sublevación, habíamos tenido que adaptarnos a las brumas y las lluvias torrenciales, a los vientos fríos que pasaban barriendo los Municipios y hacían tambalearse la torre. De noche, se desataba el griterío de las bestias. Y era entonces cuando solían ocurrir las cacerías.

El tiempo pasaba volando. Tres años habían transcurrido desde que el Torreón de Xalya fuera destruido por tres clanes de la estepa de Rócdinfer. Tres años desde que mi padre me había ordenado matar a los cabecillas responsables de la masacre. Tan sólo había matado a uno, y encima estaba enfermo, pero ya hacía tiempo que la venganza había dejado de tener sentido para mí. Lo cierto era que, en la Frontera, no cabía un deseo mayor que el de seguir con vida al día siguiente.

El Consejo de Titiaka nos había metido en un corredor de la muerte, entre los dientes afilados de los orcos de las marismas y las puntas amenazadoras del ejército federado. Aun así, aunque pudiera parecer extraño, vivíamos relativamente felices. En tres años, da tiempo a adaptarse y a aceptar nuestra situación con paciencia. Seis veces habíamos intentado abandonar la torre. La verdad, no era un mal número en comparación con los demás Condenados. La primera vez había tenido lugar unas semanas después de que los dos federados que nos acompañaron en el barracón durante cinco meses fueron enviados a otra torre. El capitán había probado suerte hacia el norte, bordeando la Frontera, confiando en que los demás Condenados fueran benevolentes y no nos delatarían. Enseguida nos quedó claro que la mayoría de los Condenados no solamente no tienen valor para intentar huir, sino que además no dejan que huyas. Las demás patrullas vecinas tampoco tienen el espíritu de familia que reina entre nosotros. No se conocen desde pequeños, no han crecido juntos y buena parte está ahí porque le dieron a elegir entre la Arena y la Condena y prefirió la muerte lenta a la rápida. No hay real amistad entre los criminales. Algunos de ellos se convierten en animales aún más feroces que los orcos. Como dice Makarva, nuestra torre es un remanso de paz rodeada de infiernos.

La última huida había tenido lugar hacía un año. El capitán nos había hecho pasar por las mismísimas marismas, proyectando cruzarlas hasta el río Hab y, de ahí, pasar al desierto de Bladhy. No habíamos durado ni una semana. Apenas repelimos un ataque de orcos, vinieron las mílfidas y luego un enorme brizzia enfurecido que aplastó la pierna derecha de Sashava. Regresamos a la torre con tres hombres heridos gravemente y un cojo de por vida y, desde entonces, el capitán parecía haber renunciado a emprender cualquier otro gran proyecto. Ciertamente, yo mismo no dudaba de que ir a cualquier otro lugar era preferible a la Frontera… cualquier otro lugar salvo las marismas de Ariltuán. En eso, todos coincidíamos. Hasta el capitán.

Había que reconocerlo: su renuncia, más que desanimarnos, nos aliviaba. Al menos, de momento. Yo personalmente estaba más que harto de tanto fracaso. Además, tener que explicar al inspector fronterizo nuestras pequeñas escapadas no era una tarea particularmente agradable; la última vez le había tenido que pedir a Boron que se encargase de atenderlo porque a mí me daban náuseas sólo de verlo. Ese hombre de uniforme blanco era un quisquilloso, se aseguraba de que tuviésemos todo lo necesario para mantenernos vivos, se cercioraba de que cumplíamos con nuestro trabajo y amenazaba con el Consejo cada vez que refunfuñábamos contra alguna de sus «recomendaciones». Luego, nos dejaba tranquilos durante tres meses.

No, no creo que volvamos nunca a la estepa de Rócdinfer. Los salvajes nos robaron nuestras tierras y, a veces, hay que llegar a aceptar la derrota y comenzar de nuevo. Incluso algunos de mis compañeros que tienen familia aún en algún lugar de Háreka empiezan a perder la esperanza de reencontrarse un día con sus hijos, sus esposas o sus padres. Yo mismo renuncié a volver a ver a mi hermana Fayrah. La había dejado en Dazbon, con dos monedas de plata y dos amigas, y al del quinto intento de fuga había llegado a la conclusión de que, si seguía viva y estaba feliz, no arreglaría nada entrando de nuevo en su vida de todas formas. A veces uno se ve obligado a poner fin a sus sueños para no volverse loco. Al menos, yo tuve que hacerlo. Si la suerte me lleva a volver a encontrarme con mi hermana, me alegraré en su debido tiempo; pero de nada sirve darle vueltas a un deseo que tal vez no se cumpla jamás. Resulta tan inútil como si un niño que deseara ser un anciano perdiese el tiempo esperando que los años pasen sin tener la seguridad de que no va a morir antes de cumplir su sueño. Inventarse fantasías es bueno, todos lo hacemos, pero sólo un héroe o un necio alimentaría las mismas esperanzas vanas tras verlas fracasar una y otra vez. Es como intentar batir los brazos y esperar que vas a echar a volar.

No por ello he dejado de ansiar la libertad, ni mucho menos. La ansío todos los días y aprovecho toda la que me es otorgada. Un hombre puede perder su dignidad si lo fuerzan demasiado, puede traicionar a sus aliados como lo hice, pero hay cosas a las que un hombre del Ave Eterna jamás renuncia: a levantarse de nuevo, por más que lo tumben.

La libertad es una prodigiosa realidad y ojalá todos pudieran disfrutarla. Yo disfruté de ella plenamente durante veinte años y, por ello, me siento afortunado cuando veo a Condenados que han sido esclavos toda su vida. Como Tsu, por ejemplo. El drow había nacido esclavo y servido a familias libres de federados durante más de treinta años. Luego, quién sabe cómo, había conseguido convencer a su último maestro, Arviyag, para que lo vendiera y lo dejara ir a la Frontera como médico; aquello, debo admitirlo, nos vino de maravilla ya simplemente desde un punto de vista práctico, dado que ninguno de los Xalyas disponíamos de conocimientos suficientes para sanar heridas graves. Finalmente, Tsu, que no había conocido la amistad en la civilizada Titiaka, la había encontrado en el peor sitio que hubiera podido imaginarse: en la Frontera. Se había convertido para nosotros en una especie de santo salvador que operaba milagros cada vez que volvíamos heridos o que una maldita enfermedad nos impedía siquiera levantarnos.

De los veinticuatro que habíamos llegado a la torre, sólo nos había abandonado uno, un Xalya llamado Kadayra, hermano de Orafe, al que yo no conocía de manera muy personal. Durante el segundo año, había contraído unas fiebres fulgurantes que ni Tsu había sido capaz de curar. Según el drow, la enfermedad había sido causada por un insecto; ahora bien, podríamos habernos pasado toda la vida intentando averiguar cuál que probablemente no lo hubiéramos conseguido: nuestro hogar era un hervidero de insectos de toda variedad y color. Tan sólo cabía esperar que a ese bicho no se le ocurriese volver a atacarnos.

Todos preferíamos mil veces enfrentarnos a criaturas grandes como los brizzias o las mílfidas que a los insectos. Los primeros son monstruos medio bípedos de unos quince pies de altura, tontos a más no poder y envueltos de energía aturdidora. Tienen por costumbre salir a las praderas a tomar el sol, particularmente en verano, y engullen entonces todo lo que se les cruza por el camino. Unas criaturas de lo más simpáticas. Normalmente son herbívoros, pero no siempre: sospecho que su falta de paladar no les ayuda a distinguir muy bien el alimento. Tienen una piel gruesa y dura como la piedra y las espadas difícilmente pueden matarlas. Cuando nos topábamos con un brizzia, siempre optábamos por realizar complicadas maniobras para que regresara a sus marismas y nos dejara en paz.

Con las mílfidas era distinto. Tal vez ellas fueran las criaturas más sanguinarias de toda la frontera de Ariltuán, muy por encima de los orcos de las marismas. Aquí, no hay nadros rojos ni escama-nefandos ni, obviamente, serpientes rojas: todo está demasiado húmedo y embarrado para ellos. Las mílfidas, en cambio, adoran la humedad y lo peor de todo es que son inteligentes. Actúan en manada y atacan siempre de noche; aprovechan la oscuridad para burlar la guardia de los Condenados, eluden las zanjas, destrozan las empalizadas y van directo al ganado de los pueblos fronterizos. Como dijo una vez el capitán: son unas inocentes criaturas que sólo buscan un poco de sangre, nada más…

Eso tampoco significaba que estuviésemos luchando continuamente. De hecho, solían pasar días enteros e incluso semanas sin que necesitáramos desenvainar las armas. Los federados nos habían pertrechado bien: lanzas, espadas, material explosivo… teníamos con que protegernos. Nos pagaban para que pudiéramos alimentarnos y satisfacer nuestros pequeños antojos y, a cambio, nosotros matábamos monstruos. Hubiésemos sido perfectos mercenarios de no ser porque a los Xalyas siempre nos ha traído sin cuidado el dinero. No se usa dinero entre los miembros de una familia. Obviamente, lo que nos forzaba a quedarnos en la Frontera no era el oro, sino la presión de las fuerzas federales.

No es fácil mantener la disciplina entre unos hombres que se aburren y, en ocasiones, no envidio para nada la responsabilidad del capitán Zorvun. Alguna vez este tuvo que tomar decisiones algo radicales y castigos ejemplares a los deslices: que si Maef y Shurta habían provocado una pelea en el pueblo de Rayorah por cuestiones de «orgullo Xalya», que si Miflin había estado a punto de forzar una jovenzuela por no poder pagar en el burdel… «Soy un hombre», había farfullado mi primo ante la mirada terrible del capitán. Sí, eres un hombre, Miflin, lo somos todos, pero si empezamos a descarriarnos lo que nos esperará será la horca, y no unos simples azotes. El capitán había mandado que le dieran quince latigazos y le había prohibido al muchacho volver a Rayorah. Desde entonces, Miflin se había vuelto poeta. La naturaleza humana alberga misterios sorprendentes.

Todos hemos cambiado. Hubiera sido necesario convertirnos en piedra para que no lo hiciéramos. Aun así, recordábamos con precisión nuestros orígenes y nuestros principios… y nuestra Ave Eterna; nos aferrábamos a ella como se aferra un hombre a su espada cuando lo cercan unas bestias hambrientas. Como dice el capitán, un Xalya sin Ave Eterna es como una caja fuerte sin puerta: sin ella, las almas despiadadas lo despojan. Para mí, no es fuerte un alma si la destrozas convirtiéndola en roca; lo es si, pese a la adversidad, consigue seguir siendo, en el fondo, la misma. Y creo que en eso todos hemos triunfado más o menos. Incluso hemos llegado a sentirnos responsables de la seguridad de los ciudadanos de Rayorah. Ellos nos temían y algunos nos despreciaban —sólo éramos, a fin de cuentas, unos Condenados—, pero muchos eran personas honestas cuyas mentalidades sencillamente no estaban acostumbradas a ser amables con los extranjeros. Un poco como los Xalyas. Aun así, en el fondo, lo sabíamos, los rayorahs no dejaban de agradecer nuestra protección. Todos ellos eran conscientes de que los protegíamos mucho mejor que los Condenados anteriores. Y nosotros los defendíamos como habíamos defendido antaño las tierras xalyas de los nadros rojos y demás monstruos. Lo cierto es que nuestra vida, en su esencia, no había cambiado mucho. Sólo habíamos trocado la estepa por un enorme, gigantesco y asqueroso cenagal… Resulta consolador saber que, allá donde estés, puedes intentar realizar buenas acciones. Incluso después de haber cometido tremendos errores.

En fin… tres años y yo sigo delirando como un sabio loco. Pero, como le dije un día a Makarva, eso no me impide tenerme un gran aprecio a mí mismo. ¡Ja! ¿Quién no aprecia la vida que le es dada, eh? Incluso el más necio o el más desesperado le tiene apego a la vida. Pero el apego no es suficiente: la vida, hay que quererla desde dentro, hay que disfrutarla como se disfruta el roce de la brisa o el canto de un pájaro en la mañana. Eso es más o menos lo que les explico a mis hermanos cuando alguno de ellos tiene un bajón; Pik, Atok y Zamoy enseguida se ríen de mí, llamándome Filósofo: prueba de que mi técnica funciona.

En la Frontera me he dado cuenta de lo que es realmente ser feliz; tal vez porque he aprendido a no pedirle demasiado a la vida, no lo sé. El caso es que, diablos, ¿cómo no podría sentirme feliz teniendo junto a mí a veintidós hermanos, aunque estuviéramos rodeados de veinte mil infiernos?

Las cosas, afortunadamente, no siempre pasan como uno las presiente. Podríamos habernos pasado la vida en la Torre de la Compasión. Yo podría haber envejecido hasta coger la cachava de Sashava e internarme en las marismas para morir en ellas, canoso y viejo y cargado de recuerdos. No habría sido algo tan malo y, de hecho, tal vez hubiera sido mejor. Quién sabe. El destino no está escrito, y es un consuelo saberlo. ¿Qué interés tendría el tiempo si se conocieran sus misterios? Un sabio estepeño decía que el mundo da vueltas como una peonza loca, que nunca sabes hacia dónde te llevará pero que, mientras lo veas girar, mientras vivas, siempre encontrará la forma de sorprenderte. O de herirte. O de hacerte reír. Al final siempre encuentra la forma de matarte. Es un hecho: la eternidad nunca tuvo interés salvo para los que no la gozan. Todo ser tiene una vida limitada y hace lo que puede con ella. Yo hago lo que puedo con la mía.