Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 1: El Príncipe de la Arena

26 La libertad

Todos y cada uno de esos hombres lo saben.

Dashvara rascó con la cuchara el bol de madera y engulló las últimas garfias.

La poca familia que me queda, y menuda imagen que les he dejado.

Patético. Pero es la vida, Dash, y como sueles decir: hay que asumir lo que uno hace. Aunque no lo quieras admitir, si has traicionado a tus amigos, los has traicionado. La lógica es bastante simple. Tus remordimientos, puedes ahorrártelos.

Pese a todo, sus compañeros, sentados en la bodega del barco, no lo miraban con desdén ni con desaprobación. Habían oído los gritos, según Makarva. Y todos habían deseado, en un secreto rincón de su mente, que Dashvara hablara. Según Makarva.

La mirada del capitán tampoco expresaba menosprecio. De hecho, no expresaba nada. El capitán Zorvun no había vuelto a abrir la boca desde que había aconsejado a sus hombres que se dedicaran a pensar. Por lo visto, él tenía mucho en que pensar. Dashvara, en cambio, empezaba a tenerles un auténtico miedo a sus pensamientos. Ese es el segundo paso: primero te quiebran y luego te persuaden de que, en el fondo, siempre fuiste un canalla disfrazado.

Se oyó el ruido de la escotilla y luego los pasos de un esclavista. Era Paopag. Al contrario que Arviyag, no iba vestido elegantemente. Era un guerrero… o más bien un asesino. Había apuñalado a Almogán Mazer por la espalda. Un gran caballero, sin duda. Una vez llegado abajo, el diumciliano ordenó con calma:

—Que se levanten diez Xalyas. Vais a salir a cubierta a que os dé un poco el aire.

Dashvara no pretendía levantarse, pero Makarva tendió una mano para ponerlo en pie.

—Venga, hermano, no te derrumbes —susurró.

Dashvara asintió y, cuando Paopag les quitó los hierros de los pies, estuvo a punto de cometer una tontería, pero se controló. Luchar en un barco lleno de diumcilianos era un acto desesperado y ahora Dashvara sabía mejor que nadie cuán estúpido puede ser un hombre desesperado.

Paopag guió a los diez Xalyas maniatados hacia las escaleras.

—Arriba —dijo.

Cuando Dashvara pasó ante él, el esclavista le dedicó una mueca que se parecía a una sonrisa. Para su sorpresa, le tendió la mano. Bueno, más bien le estaba tendiendo una cajita de madera.

—Son tuyas, Xalya.

Trémulo, Dashvara tomó el regalo de Hadriks con sus manos atadas. Las cartas estaban dentro. Estuvo a punto de decir «gracias», pero se tragó la palabra a tiempo, anonadado. ¿Cómo iba a darle las gracias a un hombre que lo había estado mirando mientras lo torturaba Tsu? ¿Eh? ¿Acaso había caído tan bajo como para agradecer a sus enemigos las migajas que le echaban después de quitarle su dignidad?

Maldita sea.

Advirtió la mirada interrogante de Makarva y se contentó con menear la cabeza. Arriba, el viento lo reavivó y el paisaje que vio lo dejó atónito durante largos minutos. Estaban rodeados de agua y el océano se perdía en los cuatro horizontes. Por un instante, se sintió libre. Infinitamente pequeño, pero libre.

Luego bajó la mirada hacia sus manos maniatadas y la realidad le pareció menos terrible. No somos libres, hermanos, no: pero lo seremos algún día, pensó.

Se fijó en Makarva, apoyado contra el borde del barco. La expresión del Xalya era de pura fascinación. Sus ojos destellaban como dos Lunas. Dashvara sonrió y se arrimó al borde junto a él mientras los demás Xalyas se dispersaban en la cubierta. Todos tenían los ojos fijos en aquel extenso mar.

—Al fin lo ves tal y como es, Makarva —dijo Dashvara en oy'vat tras un silencio—. ¿Satisfecho o decepcionado?

Makarva hizo una mueca pensativa sin desviar los ojos del horizonte.

—Ni lo uno ni lo otro —contestó—. Simplemente… impresionado.

Dashvara alzó una ceja.

—¿Impresionado sin más? ¿Después de haberte devorado todos los libros que teníamos sobre el mar?

Makarva sonrió.

—Mm… Como diría el shaard, a veces uno se fija sueños simplemente por tener alguno. Y lo más duro es cuando se cumplen, porque entonces uno se queda sin saber qué hacer —citó.

—¡Ah! Maloven hablaba mucho —replicó Dashvara.

Sentía una extraña calma invadirlo, como si en aquel barco perdido en la nada las cadenas fueran menos pesadas. Junto a Makarva, se sentía casi como si hubiese retornado a su hogar.

—Ese anciano decía tonterías mayúsculas —admitió Makarva—, pero a veces decía verdades.

Sí, las decía, concedió Dashvara para sus adentros. Y se contradecía todo el rato cuando hablaba. Pero no cuando actuaba. Maloven siempre había actuado según su Ave Eterna, aunque no consiguiese explicarla muy bien a los niños xalyas. Durante todas esas lecciones, el shaard le había enseñado a Dashvara a ser bondadoso con sus hermanos, a ser prudente con los desconocidos, a ser un caballero del Dahars. Y Dashvara no había aprendido. Se había apropiado sus principios, estimándolos buenos. Se había forjado sus propias reglas, como todo buen Xalya. Y con eso, se había construido una pequeña fortaleza en su interior, confiando en que nadie la quebrantaría…

De los errores se aprende, Dashvara. Ahora sabes que no sólo hay que ser prudente con los desconocidos. El mayor peligro viene de ti mismo. Tanto hablar de plumas que se caen, y tú no has sido capaz de salvaguardar la tuya. Pero qué importa. Lo hecho hecho está y, ya puestos a quebrantar leyes, sólo hace falta que piense que la pluma ha vuelto a levantarse y listo… ¿verdad? Sí, ya empiezo a pensar como un verdadero canalla: en cuanto cometo un error, paso de él y trato de olvidarlo como el peor de los granujas. Muy correcto. Cabal. Y práctico a más no poder. Seguro que el Duque y Azune aprobarían mis razonamientos con aplausos. Si es que siguen vivos.

Makarva realizó un gesto con la cabeza y lo sacó de sus pensamientos.

—¿Qué es esa caja que te ha dado Paopag? —preguntó con curiosidad.

Dashvara bajó la vista hacia la caja y esbozó una sonrisa.

—Es un regalo de ese muchacho dazboniense del que te hablé.

—¿Hadriks?

—Ajá. Son «cartas marineras» —dijo, pasando a la lengua común. No había denunciado a Hadriks en aquella sala, ¿verdad? No lo hubiera podido jurar, pero creía que no. O bien quieres creer que no.

El interés de Makarva se duplicó.

—¿Cartas marineras? ¿Un juego de naipes?

Dashvara puso los ojos en blanco.

—Me temo que ya vamos a tenerte ocupado durante todo el viaje —bromeó.

Makarva le soltó una mirada burlona y Dashvara adivinó que se sentía aliviado al verlo algo más animado; los primeros días después de la tortura habían sido duros. Luego, sus ojos se volvieron hacia el mar.

—Dash —dijo entonces con gravedad—. ¿A ti no te preocupa el humor del capitán?

—Bah. Siempre ha sido un poco taciturno.

—Mmpf. —Le echó una ojeada escéptica—. Lleva tres semanas sin decir casi ninguna palabra. Y estos últimos días no ha dicho nada de nada. Precisamente, cuando está de malhumor, habla y refunfuña. Y esta vez no.

Dashvara no contestó de inmediato. Estaba claro que el capitán se estaba muriendo por dentro y eso lo preocupaba tanto como a Makarva. Pero él poco podía hacer. Si hubiese intentado consolarlo, el capitán lo hubiera mandado al desierto a plantar hierba.

—Quizá esté pensando en una manera de sacarnos de aquí —dijo al cabo.

Makarva sonrió.

—Sí. Quizá. Desde luego, si no lo consigue él, no lo conseguirá nadie.

Dashvara asintió con la cabeza, meditativo. Probablemente tuviera razón Makarva.

—¡Xalyas, en fila! —tonó la voz de Paopag entonces.

Makarva y Dashvara se dieron la vuelta y se acercaron al esclavista. El aire fresco los había revitalizado a todos y los Xalyas hablaban entre ellos animadamente. Por un instante, parecen haber olvidado sus cadenas, pensó Dashvara. Iba a bajar las escaleras cuando topó con la mirada de Tsu. El drow estaba sentado en los peldaños que llevaban a la proa. Después de torturarlo, lo había examinado atentamente, bajo orden de Arviyag, para cerciorarse de que Dashvara no había sufrido ningún daño irreparable. Había estado trabajando durante horas y, tras comprobar que ya no notaba ese pinchazo constante en el pecho, Dashvara sospechó que Tsu había hecho algo más que curar los destrozos que hubiera podido ocasionar él en sus energías internas. No supo muy bien por qué, le dedicó un gesto de cabeza para saludarlo antes de adentrarse en la bodega.

Una vez abajo, los volvieron a encadenar y los trece Xalyas restantes se levantaron para subir a la cubierta… salvo el capitán. Este no se movió. Dashvara captó la mirada inquieta de Makarva cuando Paopag se dirigió hacia Zorvun.

—Levantaos, capitán —le soltó el esclavista—. Veréis como el aire os espabila.

Su voz denotaba respeto.

¿Respeto? Dashvara lo detalló con la mirada, incrédulo. ¿Acaso unos esclavistas podían sentir respeto por sus esclavos? Muy despacio, el capitán Zorvun se levantó. Sus ojos, cercados de ojeras, daban miedo. Avanzó hacia las escaleras y, por un instante, Dashvara temió cruzarse con su mirada. ¿Acaso sabía?, se preguntó súbitamente. ¿Acaso el señor Vifkan le había hablado de lo que se proponía salvando a su hijo primogénito? Meneó la cabeza. ¿Cómo puede seguir importándome eso a estas alturas? Entonces, el capitán se detuvo.

—Hombre de Diumcili —soltó con voz seca y rayada—. Contesta. ¿Qué vais a hacer con nosotros?

No era la primera vez que uno de los Xalyas se lo preguntaba a Paopag, pero este jamás había contestado. Para asombro de todos, esta vez respondió:

—Sois guerreros, ¿no, capitán? Pues, bueno, como guerreros vais a servir.

La respuesta no fue tan mala como se la hubiera podido imaginar Dashvara. El capitán se contentó con asentir pensativamente con la cabeza antes de seguir al resto de los Xalyas. Cuando la escotilla volvió a cerrarse, Makarva soltó una risita.

—Ese Paopag se ha olvidado de subir con la linterna. ¿Dónde están esas cartas?

Dashvara dudaba de que se le hubiese pasado el detalle a Paopag: lo más probable era que lo hubiese hecho aposta. ¿Algún arrebato de bondad, tal vez?

En la bodega, tenían los pies encadenados pero las manos libres. Dashvara sacó las cartas y, como Boron estaba del otro lado y no podía acercarse lo suficiente, le propuso a su vecino de la izquierda que se uniera a ellos. Se llamaba Sedrios. Cuando Dashvara había empezado las patrullas a los catorce años, ya lo apodaban el Viejo. No es que fuera realmente viejo, no debía de tener mucho más de ochenta años, pero toda su melena ya estaba blanca como la nieve y se lo tenía por sabio. Incluso el capitán lo consultaba a veces.

—Si he de jugar, debo conocer las reglas —previno Sedrios con una leve sonrisa mientras Dashvara repartía las cartas.

—¿Las reglas? —repitió burlonamente Dashvara, fingiendo incomprensión—. ¿Desde cuándo jugamos siguiendo las reglas?

Makarva miraba sus cartas con intenso interés.

—Para no seguir las reglas, hermano, hay que conocerlas antes —apuntó muy sabiamente—. ¿Qué es esa figura con el sombrero rojo?

—Un Senador.

—¿Los Senadores llevan sombreros rojos en la realidad?

—¿A mí me lo preguntas? Ni idea. Nunca he visto uno. Espera, déjame que lo piense… —Dashvara marcó una pausa—. No me acuerdo de las reglas.

—Genial —rió Makarva—. ¿Nos las inventamos?

Dashvara se mordió el labio, tratando de recordar en voz alta lo que le había explicado Hadriks. Al final, consiguió acordarse de lo principal. Para lo demás, improvisaron. Iban a jugar la primera partida en serio cuando los Xalyas de la cubierta regresaron. El capitán Zorvun pasó delante de ellos… y se paró. Dashvara le devolvió la mirada con aprensión. En los ojos oscuros del capitán no había desesperación ni tristeza: había orgullo. Un orgullo mucho más arraigado que el de cualquier Xalya que había ahí. ¿Cómo consiguieron apresarte vivo, Zorvun?, se preguntó Dashvara, tal vez por vigésima vez. Aún no acababa de hacerse a la idea de que hubiera preferido ser esclavo a morir. ¿Una debilidad, tal vez? Dashvara se increpó. Piensa el ladrón que son todos de su condición.

Creyó que el capitán iba a alejarse sin decir nada, pero entonces habló, con una voz profunda y serena, bien alta para que lo oyeran todos en la bodega.

—Xalyas, no os desaniméis. Mientras sigamos juntos, todo irá bien.

Por alguna secreta razón, su tono infundía tranquilidad. Los patrullas, Dashvara incluido, asintieron, aliviados de que al fin el capitán pareciera más vivo que muerto. Zorvun no dijo nada más pero las comisuras de sus labios se levantaron ligeramente. Cuando se alejó hacia su sitio, Dashvara lo siguió con la mirada.

Ojalá fuera como tú, capitán, pensó de pronto. Tú eres un verdadero Xalya. Como lo era mi padre, pero él tenía un corazón de piedra y el honor a veces le comía la cabeza. A ti te interesan tus hombres. Tu gente. Lo que realmente importa. Bajó la vista hacia sus cartas con una alegre certidumbre en el corazón. Un hombre no podía arreglar los errores del pasado, pero podía evitar los del futuro. Inspiró hondo. Te juro que no te defraudaré nunca más, capitán Zorvun. Te lo juro. Vaciló y rectificó con su enfermiza cautela: O al menos lo intentaré.

—Te toca, Dash —soltó Makarva.

—Sí —espabiló Dashvara. Echó un vistazo a la carta echada—. Me toca.

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Nota del Autor: ¡Fin del tomo 1! Espero que hayas disfrutado con la lectura. Para mantenerte al corriente de las nuevas publicaciones, puedes seguirme en amazon o echar un vistazo al sitio web del proyecto donde podrás encontrar mapas, imágenes de personajes y más documentación.